I’m in the wrong place at the wrong time
Always the last one in a long line.
McFly, «Just My Luck».
DEBERÍA haberme dado cuenta de que iba a ser una mala semana desde el momento en que puse un pie en el colegio. Para empezar, llovía a mares, cosa que ninguno previo al salir de casa.
Fue aparcar mi madre en la puerta y comenzar el segundo Diluvio Universal. A toda prisa, atravesamos la verja de entrada y el patio hasta la puerta del edificio principal. Por supuesto, cuando llegamos estábamos hechos una sopa.
Mi nueva clase se encontraba en el primer piso, al final del pasillo, junto a un amplio ventanal que en esos momentos estaba cubierto por una cortina semitransparente de oleadas de lluvia que impedía ver el exterior. Pasé dentro en silencio, con el agua escurriéndoseme por el pelo, el cuello y la frente, hasta un asiento lateral en la penúltima fila.
Saludé con la cabeza a los pocos que se molestaron en mirarme y después me concentré en secar mi ropa. David y Olí no habían llegado todavía.
—Vaya zorra con suerte —oí de repente decir a alguien a mi espalda.
—Hay que reconocer que se lo curró —respondió otra. No hizo falta que me girara para saber quiénes eran y de qué hablaban. Con evidente disgusto me di la vuelta.
—¿Nos visteis en la tele? —volvió a decir la primera—. ¡Salimos casi más que ella!
—Por algo somos más guapas, no te digo.
Un coro de risas (o más bien, ladridos de hiena) siguieron al comentario y yo puse los ojos en blanco. Elena (rubia, delgada como un palo y con una sonrisa tan fría como un puñal), Anna (morena el año pasado, pelirroja este; con radares por orejas), María Serres (voluptuosa y peleona) y María Soprano (con cara de niña buena y alma de muñeco diabólico) lideraban el grupo conocido como las Whopper (sobrenombre que había comenzado como un insulto por sus enormes bocazas a la hora de destripar a cualquiera y que ahora, sin yo entender muy bien por qué, se había convertido en su seña de identidad); un puñado de chicas malcriadas cuyas madres habían pasado o deseaban pasar por la sala de operaciones de mi padre mientras ellas suspiraban por mi hermano Leo.
Allí, si eras chica y te importaba lo más mínimo seguir con vida (social), lo único que podías hacer era seguirles el juego y arruinar las vidas de tus adversarias para subir peldaños, siempre con una sonrisa llena de brillo de labios.
Pero Dalila no. Ella era capaz de orbitar alrededor de su propia estrella, sin necesidad de sucumbir a la gravedad de las Whopper. Por eso molaba tanto.
—Estuve en la fiesta de después… —dijo Anna con tono conspirativo—, y la verdad es que la encontré bastante nerviosa. No sé si estará a la altura de todo lo que se le viene encima.
María Soprano tomó el relevo.
—Por favor, pero si seguro que consiguió el papel como todo lo demás…
—Hizo un gesto de lo más ofensivo antes de echarse a reír. —¿De verdad creéis que va a poder soportar la presión de las cámaras?
—Será difícil —respondió María Serres—. Con un poco de suerte, antes de que termine el curso la veremos arrastrándose por un escenario borracha perdida…
—¡Como la Lohan! —intervino una cuarta voz que intentaba ganar puntos.
No pude aguantarlo más tiempo.
—Pues para pensar todo eso, bien que os acercasteis a vitorearla el otro día a su casa… —dije con lo que intenté que fuera un tono firme, saliendo de mi habitual hermetismo.
A mi espalda se hizo el silencio.
—Ostras, Serafín, no te habíamos visto. ¿Qué pasa, que te ralla que tu novia este a un tris de empezar a tirarse a todo Hollywood?
Cerré los puños con fuerza, aguantando las ganas de estrellarlos contra su perfecta nariz.
—Sois escoria —mascullé impotente, pero cargado de rabia.
—Mira tú el Serafín lo chulito que se pone cuando se trata de defender a la churri… —No fue ninguna de las chicas quien habló, sino Sebas. El eslabón perdido.
Fuerte, grande y con cara de becerro, la genética no se había esmerado mucho en proporcionarle un cuerpo que ocultase su belleza e inteligencia interiores. Era tan ancho como una viga y tan alto como las columnas del porche. Llevaba el pelo rapado a excepción de una cresta de pelo largo en el centro, a la que yo había bautizado como «la rata», porque parecía tener vida propia.
Como no podía ser de otro modo, siempre iba escoltado por dos compañeros igual o más torpes que él: Rodolfo (Rof, para sus amigos y víctimas) y Nicolás Gesta (Chuleta, para alumnos y profesores varios). Un par de matones que, de haber sido esto Hogwarts (hacía tiempo que había dejado de soñar con que lo fuera, si bien la llama de la ilusión siempre deja rescoldos inapagables), habrían tenido por nombre Crabbe y Goyle.
Me di la vuelta a tiempo de ver cómo se sentaba junto a Elena y le pasaba el brazo por encima del hombro para acercar su manaza al pecho de la chica.
—Me han contado que los seguratas sacaron a un par de tíos raros a rastras del jardín de Dal. No serías tú uno de ellos, ¿verdad?
Guardé silencio.
De repente parecía que toda la clase estaba pendiente de nuestra conversación. ¿Para qué había tenido que abrir la boca? ¿Para defender a Dalila? ¿Como novio o como amigo? ¿Acaso importaba?
—Pues no… —dije con fingido desinterés.
—Ya…
Sentí que las mejillas se me encendían violentamente. Escondí las manos en los bolsillos de mi sudadera e intenté ignorar la melodía que comenzaba a componerse en mi cabeza.
—Dejadlo en paz —intercedió María Soprano con una peligrosa sonrisa en los labios como un puñal en la mano—. No es culpa suya: Aaroncito está enamorado…
—«All you need is love» —canturreó Sebas con la entonación de una morsa.
—Seréis idiotas… —mascullé volviéndome hacia el frente.
—¿Has dicho algo? —Su tono dejaba bastante claro que había escuchado mi comentario, pero antes de que pudiera volverme y responderle alguna frase ingeniosa que terminara con un duelo a muerte durante la puesta de sol en el patio de recreo, el Tormenta entró en el aula tan empapado como nosotros.
—Tenéis un minuto para sacar los cuadernos de notas y dejar para otro momento vuestras intrascendentes conversaciones.
La clase quedó en silencio durante una milésima de segundo antes de volar todos a nuestros sitios. Con Eduardo Comanegra, AKA el Tormenta, no se jugaba. Si algo habíamos aprendido en los cuatro años que llevábamos con él era que en su asignatura comenzabas con un suspenso y, si te esforzabas el cuádruple que en las demás, a lo mejor llegabas al suficiente (del bien o del notable, ya ni hablamos). Era más rechoncho que fuerte y más bajo que alto, pero tenía una barba negra y espesa y unos ojos brillantes que atemorizaban hasta al adolescente más díscolo del colegio.
De un vistazo rápido comprendí que Olivia y David definitivamente no aparecerían y que habían decidido alargar sus vacaciones unas cuantas horas más.
En cuanto el profesor terminó de colgar su gabardina negra en el perchero, se sentó, abrió el libro y, sin tan siquiera mirarlo, dijo con su voz de trueno:
—Primer tema: la prehistoria en la península ibérica.
Y así, sin anestesia ni nada, nos descubrimos tomando apuntes a velocidad ultrasónica. Solo un chico se atrevió a protestar por lo rápido que explicaba los términos del vocabulario, a lo que el profesor contestó:
—La próxima vez que se queje sin motivo, terminará de estudiarse el temario por su cuenta. Y no espere volver a mi clase.
Después solo hubo silencio y bolígrafos rasgando hojas con su voz de fondo explicando las diferentes fases de la prehistoria al ritmo de la intro de «The Big Bang Theory». A diez minutos de que sonara el timbre, el profesor dio por concluida la clase y cerró su cuaderno de notas. A continuación, nos miró y anunció:
—Este año seré su tutor. —Un murmullo generalizado se extendió por el aula como un volcán amenazando con entrar en erupción—. Sí, a mí es a quien menos gracia le hace, pero hace tiempo que las cosas han dejado de depender de mí. En cualquier caso, el director me ha pedido que hable con ustedes acerca de lo de Dalila Fes y todo el asunto ese del concurso de la televisión. —Juntó los dedos y los hizo crujir—. Dudo que haya nada que pueda hacer por ustedes dadas las circunstancias, pero en caso de que alguno necesite hablar sobre el asunto y no tenga amigos, que me pida una tutoría.
—Un momento, un momento… —dijo Elena con la voz agrietada—. ¿Se supone que vamos a tener que hablar con usted sobre Dalila?
—Me alegra comprobar que el verano no ha terminado con todas sus neuronas, señorita Mingo.
La clase se echó a reír, pero yo me quedé con lo fundamental: también allí tendría que soportar la presencia de Dal con más intensidad que en mi propia casa. ¿Es que esto no iba a terminar nunca?
—Lo único que nos queda —prosiguió el malhumorado profesor— es rezar por que la señorita Fes no se convierta en un subproducto que la sociedad abandone en cuanto deje de aparecer en las revistas del corazón.
—Como la Lohan —comentó en voz baja María, haciendo suya la broma de la otra chica. La clase se echó a reír. Yo apreté los dientes con fuerza.
—Soprano, a mi despacho en cuanto terminen las clases —ordenó el Tormenta entornando sus ojillos—. Claramente necesita aprender a mantener a raya esa envidia que la está carcomiendo por dentro. La campana avisó del final de la clase y ahogó nuestra sorpresa. Sin dejarnos tiempo a asimilar lo ocurrido, el profesor salió por la puerta como un ciclón tras descolgar su gabardina de la percha.
—¡Estoy flipando! —exclamó María con un chillido de indignación—. Pero ¿quién se cree que es este tío? Maldito amargado…
Me volví con disimulo. El resto de la clase también estaba pendiente de sus palabras, como jóvenes jedis escuchando a sus sabios maestros.
—Pues ya verás cuando se estrene la peli —comentó Elena cambiando de tema—. A lo mejor hasta vienen a entrevistarnos. ¿Te imaginas?
—En ese caso, espero que nos avisen con tiempo —deseó Anna.
—Hablar de todo esto me está poniendo nerviosa —intervino la Serres—. ¿A quién le hace una tarde de compras?
No lo aguanté más. Me puse en pie y me dirigí a la puerta sacudiendo la cabeza.
—Serafín os espera fuera —exclamó Sebas—, que quiere hacerse con un traje de boda.
—¡Cómpratelo color azul, para que pegue con tus ojos! —le secundo
Rof.
—Tío, ese comentario ha sido muy gay —le reprendió Nicolás mientras yo les sacaba el dedo y salía al pasillo.
Quería aprovechar para ir al cuarto de baño y despejarme antes de la siguiente clase. En las escaleras me crucé con varios chicos y chicas que esperaban charlando animadamente a que empezase la siguiente clase. David y Olivia también estaban allí.
—Ey —dije por saludo acercándome.
Él seguía tan pálido como la pared en la que se apoyaba, con los delgaduchos brazos cruzados sobre el pecho y su pelo rubio repeinado con gomina. Sus ojos oscuros se abrieron al verme y sus labios se cerraron con fuerza en una línea difícil de descifrar. Olivia era diametralmente opuesta: piel morena, ojos claros, rellenita y con una sonrisa que se extendió por su rostro como un bálsamo.
—Vaya, vaya, el desaparecido… —dijo ella cruzándose de brazos después de darme dos besos como si nada hubiera ocurrido—. ¿Cómo te ha ido por las Américas? ¿Ya no nos hablas o qué?
—No, no es eso. Perdonad. He estado… con un millón de cosas en la cabeza. —Hasta a mí me pareció una excusa malísima.
—Como ahora es novio de una famosa… —dijo David con sorna. No intenté rebatirlo. Lo último que me apetecía era volver a enzarzarnos en la discusión que nos había llevado a esa situación.
Ellos habían sido los que más habían sufrido mi relación con Dalila. A fin de cuentas, mis últimos meses en España antes de irme a Estados Unidos los pasé exclusivamente con ella, cosa que no me habían perdonado. Por un momento temí que nada hubiera cambiado, pero entonces Olivia dijo:
—Y hace bien. Si yo fuera él, me pondría a buscar todas las fotos, cartas de amor o apuntes que hubiera escrito ella de su puño y letra; seguro que en los próximos meses se revalorizan y valen millones.
De madre colombiana y padre español, Olí transmitía un buen humor y una paz que ya les gustaría a las pulseras esas del equilibrio. Para ella, todo tenía solución. Todo tenía su lado positivo. Parecía el polo opuesto del mohíno David.
—Olí, por favor —le espetó él—. ¿Dalila? ¿Escribir? ¿A mano? No me hagas reír.
—¿Así que habéis decidido hacer pellas? —pregunté intentando cambiar de tema.
—Este, que se ha quedado dormido —respondió Olí dándole un codazo.
—Oye, me habría levantado si no me hubieras tenido colgado al teléfono toda la noche.
—¿Yo? ¡Fuiste tú quien no callaba! Sonreí algo incómodo, sintiéndome un poco desplazado.
—Bueno, supongo que habrá que quedar algún día y eso —sugerí.
—¡Claro! —El entusiasmo de Olí me dolió. Debería haberles llamado antes.
—Cuando te vaya bien —añadió el otro esbozando su sarcástica media sonrisa.
—El viernes creo que lo tengo libre —dije. Ellos asintieron y se hizo el silencio. Tras unos instantes señalé el patio—. Yo iba a… Bueno, nos vemos luego en clase.
Se despidieron de mí y bajé el tramo que me quedaba de la escalera un tanto avergonzado.
Fuera, el frío me golpeó. Tras lavarme la cara y las manos, me acerqué a la barandilla que antecedía a la enorme explanada del patio, ahora inundada por la lluvia, y contemplé a lo lejos el otro edificio, junto al gimnasio.
El Diógenes Laercio se jactaba sobre todo de sus inmejorables instalaciones, de su estricta disciplina y del altísimo nivel de inglés que ofrecía a sus alumnos. No en vano, la mitad de las clases se impartían en español y la otra mitad en inglés. Nuestro padre nos inscribió a los cuatro según fuimos naciendo y aquí permaneceríamos, encadenados a pesar de nuestras quejas, hasta que ingresáramos en la universidad.
Supongo que hubo un tiempo en el que a mí también me gustaba; cuando creía que no existía nada más; cuando no tenía la necesidad de escapar y comenzar a vivir.
Pero hacía dos años que todo aquello había dejado de tener sentido para mí, justo cuando Leo decidió dejar de seguir la corriente.
El martes, el miércoles y el jueves fueron un calco del lunes. Llovió los tres días de manera incesante. Si acaso paraba la tormenta, coincidía con el comienzo de las clases, por lo que los ánimos y la tensión fueron acumulándose en las aulas y los pasillos como el vaho en las ventanas.
La noticia de que Dalila Fes asistía a nuestro colegio corrió como la pólvora y de la noche a la mañana mi curso se convirtió en el más popular. Alumnos de otras clases se acercaban para preguntarnos estupideces sobre ella: qué notas sacaba, si era buena estudiante, si hacía pellas, cuál había sido su pupitre en los cursos anteriores, si dibujaba en los libros de texto mientras estudiaba…
No llevábamos ni una semana de curso y ya se habían formado por lo menos doce clubes de fans que durante las comidas se peleaban (literalmente) por hacerse con la mesa donde normalmente Dalila almorzaba. La situación llegó a tales extremos que el director tuvo que retirar la mesa y guardarla en algún sitio lejos del comedor. Ni que decir tiene que cuando se filtró la noticia de que yo había sido el último chico en salir con ella aparecieron una decena de groupies que me seguían de punta a punta del colegio para preguntarme todo lo relacionado con nuestro noviazgo. Por suerte, al poco empezaron a aparecer más tíos que decían haber estado con ella (sí, ya, seguro) y terminaron olvidándose de mí.
Solo con imaginar el resto del curso entre Castorfans, posters con su cara y chapas con el eslogan «Sígueme el rastro», lo único en lo que podía pensar era en coger un cuchillo de cocina y hacerme el haraquiri en mitad del patio.
Y así fue hasta que, de pronto, el viernes, la gente pareció olvidarse de Dalila, de Castorfa y del rodaje y comenzaron a hablar de otro tema muy distinto…
Cuando entré en clase, todos mis compañeros se arremolinaban en grupos en absoluto silencio atentos a algo que se reproducía en sus teléfonos móviles con una melodía enlatada que se repetía a destiempo en los diferentes aparatos. Unos acordes que, dicho sea de paso, tenía la extraña sensación de reconocer hasta el punto de tararear, pero que era incapaz de ubicar de tan somnoliento que estaba.
Sin poder frenar mi curiosidad, quise acercarme al grupo que lideraban David y Olivia cuando Elena reparó en mí y dijo:
—Serafín, tu hermano es un crack. Ha vuelto a superarse.
—Es una pasada… —masculló María Soprano con la boca seca.
El resto de mis compañeros se volvieron para mirarme como si fuese a echar a volar en cualquier momento. Yo seguía sin saber de qué demonios hablaban.
Olivia debió de percibir mi turbación y me acercó su teléfono móvil. Lo cogí con las manos temblorosas, esperando encontrarme a Leo saltando desde lo alto de un balcón a la piscina de un hotel, haciendo cabriolas con una moto acuática o nadando entre tiburones…
Pero lo que vi superó con creces cualquiera de mis sospechas. O, para ser fiel a la verdad, lo que oí…
Mi hermano aparecía en el vídeo con una pared blanca de fondo, cantando de frente a la cámara y mirándome a los ojos con sufrida emoción en los puntos álgidos de la canción. Pero él no estaba cantando. Solo estaba vocalizando. Esa no era su voz; era la mía.
Era yo cantando.
Era mi canción.
Y él me la había robado para utilizarla sin permiso y grabar aquel estúpido vídeo.
Cuando la canción llegó a su fin, la pantalla quedó en negro con dos palabras en blanco: «Play Serafín».
Le devolví el móvil a Olivia antes de que se me cayera al suelo de tanto que me temblaban las manos y salí corriendo de clase. En mi cabeza solo había cabida para un pensamiento que se repetía una y otra vez: matar a Leo.
La rabia me impedía pensar, intentar calmarme o razonar.
¿Cómo se había atrevido a hacer algo semejante? Era como… como… ¡Ni siquiera era capaz de hilar los pensamientos con coherencia! Mi madre me mataría en cuanto averiguase que me había saltado las clases, pero ¿y qué? Seguro que para entonces, el homicidio de su primogénito le preocupaba más.
No dejé de correr en ningún momento. Lo que normalmente cubría en veinte minutos a buen paso, lo recorrí en menos de diez.
Mi música. Mi canción.
«Play out loud, play no doubt, play for good, play for you…».
Me sentía como si hubieran violado mis pensamientos más privados. ¡En internet! Ahora todo el mundo podría…
Saqué las llaves del bolsillo del pantalón temblando de indignación y se me cayeron al suelo al intentar meterlas en la cerradura. Cuando por fin me concentré, abrí y entré como un ciclón.
—¡Leo! —grité con la voz rota por las lágrimas que intentaba controlar—. ¡Leo! ¡¿Dónde estás…?!
Di un portazo y mi hermano apareció en el salón asustado.
—¿Qué ocurre? —preguntó contrariado, el muy maldito. Sin mediar palabra, fui a por él y le asesté el primer puñetazo que había dado en toda mi vida.
Grité del dolor, pero me encargué de que a él le doliera mucho más.