I took a trip to the year 3000
This song had gone multi platinum
Everybody bought our seventh album…
Busted, «Year 3000».
ME encerré en mi cuarto y me desvestí despacio. Me puse unos bóxer para dormir y me eché sobre la cama deshecha. Lo bueno de vivir en las profundidades era que mi madre nunca se adentraba en ellas. Lo malo era que la mujer de la limpieza tampoco.
Pensé en poner un DVD en el ordenador y distraerme con alguna película con poco diálogo y mucha acción, pero enseguida se me quitaron las ganas. La cena con Aarón había ido mejor de lo que había previsto, pero los temas que habíamos tratado habían abierto viejas heridas y no estaba de humor. Al menos había podido forzar un poco la caja hermética en la que se había convertido mi hermano.
Aquel chico de quince años que yo recordaba se había esfumado. Al menos en apariencia. No había ni rastro de su genio y pasión. Ni rastro de las intensas emociones que llegaba a transmitir, siempre controladas para no dejarse llevar por ellas, y que tanto había envidiado en secreto. El hermano que me había encontrado a mi regreso parecía una proyección desdibujada de mi recuerdo. Y yo quería rescatarlo.
Quizá por ello había disfrutado tanto de la cena. Por eso y porque, aunque él había estado bastante cerca de descubrir mis intenciones ocultas, había podido comprobar que seguía pensando en Dalila, por mucho que se negara a aceptarlo. Y eso era importante porque, cuando descubriese mi plan, y sé que lo haría tarde o temprano ya que no pensaba rendirme, jugaría la carta de la chica para aplacar su furia. Quién sabe, ¡a lo mejor hasta le gustaba la sorpresa!
Un escalofrío me recorrió la espalda. Sin pensarlo demasiado, me incorporé y, desde la cama, rebusqué entre los bolsillos de mi cazadora hasta dar con Tonya.
—¿Todo saldrá bien? —pregunté—. Todo saldrá bien, ¿verdad?
Agité la bola y miré el resultado.
«Ve despacio».
Odiaba cuando se ponía misteriosa.
Mosqueado por su enigmática respuesta, seguí la regla principal de no preguntar dos veces lo mismo, dejé a Tonya en la mesilla, apagué la luz y me recosté de nuevo. Mañana daría un paso decisivo y solo me quedaba rezar por que saliera bien.
Un pensamiento ajeno a todo ello aleteaba en los recovecos de mi cabeza con un suave zumbido, tan suave, tan suave que con solo desearlo se esfumó. Ya tendría tiempo de lidiar con los deseos de mi padre más adelante. Él, como todos los demás (como yo hasta hacía unos días), había creído que la única salida posible que me quedaba era doblegarme a sus deseos. Pero ¡oh, sorpresa! Mi vida seguía perteneciéndome, por mucho que eso desesperase a algunos.
Con la mirada fija en el techo y el recuerdo de Sophie acechándome en un oscuro rincón de la memoria, me fui quedando dormido.
Debía de ser todavía de noche cuando los gritos de mis hermanos me desvelaron.
Somnoliento, bostecé y estiré los brazos. El despertador marcaba las ocho de la mañana. Con un gruñido volví a dejarme caer sobre el colchón. ¿Iba a ser siempre así a partir de entonces?
Di vueltas intentando volver a conciliar el sueño, pero cada vez que lograba cerrar los ojos, un nuevo grito me desvelaba. Maldita Esther, ¿cuándo le pondrían un bozal? Con resignación, me senté con las piernas cruzadas y volví a bostezar. Los párpados todavía se me pegaban con pereza. Un portazo arriba me hizo dar un respingo y abrirlos de nuevo. Me había quedado solo.
Me arrastré hasta el suelo como un alma en pena y fui al cuarto de baño. Tras una ducha rápida me puse lo primero que encontré, dejé el ordenador arrancando y subí a desayunar. Saludé con un gruñido a Yvette, que debía de haber llegado hacía poco y ahora se encontraba limpiando los armarios de la cocina, y me preparé algo sencillo.
Un tazón de leche con cereales y un capítulo de los insuperables Phineas y Ferb, más tarde volví a mi gruta y me senté en la silla con ánimos renovados. Hoy iba a ser el gran día.
Lo primero que hice fue abrir el Skype y buscar a Kevin entre mis pocos contactos. Como no podía ser de otro modo, estaba conectado.
Hice clic en su nombre y escribí en inglés: «¿Estás?».
La respuesta llegó unos segundos después: «¡Hola!».
«Eso es todo lo que sabes decir en español, ¿verdad?».
«¡Más cerbeza!», puso. Sonreí sin ganas de corregirlo.
«¿Qué hora es allí?». «2.30 AM».
«Tú siempre aprovechando el día hasta el límite».
«No me apetece escribir —respondió ya en inglés—. ¿Enchufamos la cam y el micro?».
Pensé preguntarle por sus compañeros de piso, si no les molestaríamos, pero a él nunca le habían preocupado lo más mínimo y a mí, ahora que no estaba con ellos, tampoco.
Le di al botón de videollamada y esperé a que se iniciara. La pantalla parpadeó un segundo y la cara de Kevin apareció en el recuadro. Sin mucho garbo, levantó la mano en lo que se conocía internacionalmente como un saludo y después bostezó.
Kevin tenía la cara como un balón de rugby. Sus ojos pequeños eran de un anodino color marrón grisáceo, pero siempre llevaba lentillas azules o verde eléctrico para llamar la atención de las chicas. En más de una ocasión le había visto ponerse solo una y decir que en vidas pasadas había sido un husky. Yo me lo creía.
No era lo que se consideraría guapo, aunque tenía cierta facilidad con las chicas. Llevaba el pelo corto y peinado con gomina en un centenar de pinchos teñidos de azul o rojo, según lo llevara Jared Leto en su último concierto. Un par de piercings en la oreja izquierda y otro debajo del labio completaban su peculiar aspecto. Por desgracia para mí, aquella mañana (o noche, según se mirara) el pelo se le había caído casi por completo sobre la frente y en lugar de las lentillas llevaba las gafas que necesitaba para ver de cerca.
—¿Qué tal estás? —le pregunté, por no entrar tan a saco en materia.
—Tirando. ¿Y tú? Por aquí la leona sigue rugiendo cada vez que alguien menciona tu nombre.
La leona era, por supuesto, Sophie. El apodo se lo puso él mismo tras asistir, arrastrado por los demás, al musical de El Rey León. Quedó tan impresionado por la cantidad de cantantes de color que aparecieron en escena que desde entonces y sin ninguna intención racista (eso lo dejaba siempre claro), llamaba leonas a todas las chicas de tez oscura que conocía.
—Creo que la oigo desde Madrid —bromeé incómodo. Kevin debió de percibir mi turbación y cambió de tema.
—El otro día estuve pensando en hacer un viaje a España.
—¡Ah, genial! —respondí.
—Bueno, tampoco te emociones, que primero tendremos que conseguir dinero. Que aquí los hijos de padres proletarios no tenemos paga.
—Muy gracioso —repliqué, dándome por aludido e intentando que no se notara que el comentario me había ofendido un poco.
A pesar de su aspecto excéntrico, Kevin era uno de los buscadores de tendencias más famosos de la red. Su página web, dedicada a la música y la moda exclusivamente, recibía miles de visitas diarias y numerosas marcas le pedían consejo para diversas campañas a precios de infarto. Se podía pasar horas conectado sin acordarse siquiera de comer, pero los resultados no podían ser mejores.
—Bueno, ¿qué necesitas? —me preguntó—. En tu e-mail parecías bastante emocionado.
—Ni siquiera he utilizado signos de admiración.
—Lo sé, pero puedo leer entre líneas. —Después me hizo el gesto de «te estoy vigilando» con los dedos.
—Necesito que me incluyas en tu web.
—¿A ti? —Me miró sorprendido—. ¡Pero si ni siquiera tienes cuenta en YouTube!
—Me creé una ayer mismo. Estoy… preparando algo.
Kevin sonrió con malicia.
—Quiero detalles —dijo con una voz que me recordó bastante a la del director del manicomio en la peli de La Bella y la Bestia.
¿Por dónde empezar? ¿Por la historia de mi hermano con Dalila? ¿Por mi intención de ayudarle a llegar hasta lo más alto? ¿Por la posibilidad que el destino me había brindado para dar rienda suelta a mi humilde ego?
—Me he decidido a grabarme cantando… y quería darme a conocer.
—Como tantos otros —respondió él.
—Sí, lo sé. Pero creo que el material es bueno —le aseguré.
No sabía por qué, pero nunca había llegado a considerarle mi amigo. No había hecho nada malo en concreto, pero era de esas personas con las que encajabas o no encajabas, sin término medio. Quizá fueran sus veintiséis años, su actitud de superioridad o sus problemas para sociabilizar con personas sin internet de por medio. No sé, quizá solo fueran envidia y cierta admiración por que hubiera montado su propio negocio en una ciudad que había intentado comérselo varias veces y hubiera salido adelante.
—Pásame el link.
—Todavía no lo he hecho público —le dije.
—Y esperas a… —Se quedó callado para que terminara la frase.
—A que me pudieras dar algunas indicaciones. Tú eres el profesional, ilústrame.
Kevin frunció el ceño.
—Cuando estabas por aquí bromeabas sobre mi trabajo, ¿y ahora pretendes que te cuente mis secretos?
Debió de advertir cierto brillo de ilusión en mis ojos, o a lo mejor simplemente estaba demasiado cansado como para pelearse. El caso es que aceptó.
—¿Qué buscas?
—Un Bieber.
—Empiezas fuerte.
—¿Puedes?
Valoró las posibilidades con la palma de las manos hacia arriba, como una balanza.
—Bueno, sabes que depende mucho de la suerte… y de lo que ofrezcas, claro. Al chaval le ha costado años llegar a donde ha llegado, además de tener una madre entusiasta que se molestó en subir los vídeos y el factor suerte. Y es joven. Eso influye.
—Por la suerte no te preocupes, me sobra —bromeé para quitarle hierro al asunto. Sabía que no sería fácil y que tenía el triple de posibilidades de fracasar que de triunfar, pero, como me había quedado claro en los últimos años, si no apuestas, no ganas.
—Primero quiero ver lo que tienes —dijo Kevin poniendo la cara de seriedad de cuando trabajaba—. Si no es bueno, olvídate de que haga nada por ti. Uno tiene su reputación y no puede echarla a perder.
—Lo pillo.
—¿Entonces…?
Algo reacio, me metí en el explorador de internet y rebusqué entre los links del historial hasta dar con el que buscaba. Lo pegué en la ventana de Skype y esperé.
—¡Ya he tenido treinta visitas! —comenté sinceramente emocionado.
—Residuales —dijo Kevin sin mirarme siquiera, concentrado en su pantalla—. Alguien que buscaría cualquier otra cosa y se ha topado con lo tuyo.
—Bueno, pero algo es algo. Y todo suma. —Ahora calla. Voy a escuchar.
Presioné el botón para que mi micrófono dejara de registrar sonido y me acomodé en la silla, interesado en las reacciones de Kevin al otro lado mientras veía el vídeo.
Durante el primer minuto de la canción no desfrunció el ceño ni un instante. Apenas parpadeaba. Distraído, se acariciaba el piercing de la barbilla. Parecía un cirujano estudiando un cadáver antes de comenzar con la autopsia. Tragué saliva. Sabía lo que supondría si le gustaba y decidía apadrinarme: un empujón nada desdeñable.
Después comenzó a relajarse. Lo noté en detalles tan sutiles como sus labios, las cejas o los ojos, que parecieron abrirse levemente. Debajo de la mesa, crucé los dedos y aguardé con el corazón en vilo. Esto era como un maldito casting. ¿Y si no le gustaba? Bueno, desde luego no estaba todo perdido, pero…
Kevin se enderezó en la mesa y asintió lentamente.
—¿Y bien? —pregunté con un hilo de voz. Entonces me di cuenta de que todavía seguía desconectado el micrófono y lo encendí—. ¿Y bien?
—No está… mal —respondió tras unos inquietantes segundos de silencio—. De hecho, tiene algo. No sabía que cantaras tan bien…
Sonreí para mis adentros, ignorando una suave punzada de envidia.
—Pues ya ves. He… aprovechado estas semanas por aquí para dar algunas clases.
—¿Tienes más canciones?
—He subido solo tres.
Kevin asintió mientras navegaba por mi canal.
—¿«Play Serafín»?
—Es un nombre provisional —dije controlándome para no disculparme y decirle que podía cambiar el nombre si era un inconveniente.
—También me gusta. Tiene gancho.
Asentí.
—Lo único que veo… —dijo con la mirada perdida—, lo único que veo es que no tienes versiones de otras canciones. Son todas originales.
—Sí, bueno…
—Mete un par. Tienes que enganchar a la gente. Que esas treinta personas que se han colado por casualidad en tu canal se multipliquen porque estén buscando algo que tú hayas versionado. Después seguirán escuchando el resto de tus originales. ¿Están registradas?
—Pues… no —reconocí.
—Regístralas. Son buenas y podrían robártelas si quisieran. Hay mucho listo suelto por internet.
Lo apunté en un cuaderno para acordarme más tarde.
—¿Entonces…?
—Calma, amigo —el «amigo» lo dijo en español—. Veré qué puedo hacer. ¿Cuánto tienes pensado invertir?
Me sonrojé violentamente.
—Emmm… ¿tarifa básica?
—Lo imaginaba. De acuerdo, mil quinientos y, por ser tú, me esforzaré especialmente. A cambio más te vale mencionarme hasta en sueños. Mete mi nombre en una esquina del vídeo y ponlo también en la descripción. Si más adelante la cosa funciona, te pediré quinientos más.
—Solo si funciona muy bien, ¿no? Si gano dinero, ¿no?
Kevin asintió. Tragué saliva. Al cambio, mil quinientos dólares me dejarían con apenas seiscientos euros de los que mi madre me había adelantado mientras encontraba trabajo. Ese era el momento de decidir si arriesgarlo todo a la bola negra o esperar y meditarlo con frialdad… pero a mí lo de meditar no se me daba nada bien.
—¿Y yo qué quieres que haga mientras?
—Relajarte y disfrutar del espectáculo. Preparar nuevos vídeos, más canciones. Material. La música está genial y tu voz, para ser una grabación casera, impresionante. Pero los vídeos…
—¿Qué les pasa a los vídeos?
—Están bien, pero a veces sobreactúas demasiado y queda forzado. Sé más natural. Otra opción es montarte tus propios videoclips con montajes más currados, pero pueden quedar demasiado cutres. No sé, tú decides.
«Sobreactúas». ¿Quién coño se creía que era para decirme eso?
—¿Todo bien? —preguntó desde el otro lado de la red. Enseguida me recompuse.
—Todo perfecto. Veré qué puedo hacer.
—Pero no te preocupes. Lo importante es la música y tu carita de ángel —se burló—. Por el momento tengo más que de sobra para darte a conocer en unos cuantos círculos.
—Gracias —dije aguantando la sonrisa de bobo.
Con la atención puesta en otra parte, dijo:
—Pasamos de contratos y me pagas en negro. Mil quinientos, antes de que acabe la semana. Te envío por e-mail mi número de cuenta.
—Vale —respondí con un nudo en el estómago.
—Recuerda: versiones.
Asentí y me despedí con la mano. Cuando él repitió el gesto, cerré el programa.
«Sobreactúas».
—Será capullo…
No me podía creer que fuera a pagar a ese perroflauta semejante pastón sin garantías.
Al menos la música era buena.
Pero eso ya lo sabía yo: Aarón tenía talento. ¿Por qué se molestaba tanto en ocultarlo? Definitivamente, como decía mi viñeta de Mafalda favorita, dan pan a quien no tiene dientes.
De mal humor, apagué el ordenador y subí a dar un paseo por la calle para despejarme y pensar.
Pensar en cómo se lo diría a mi hermano si al final todo salía bien. Pensar en todas las posibilidades que se me abrirían si Kevin cumplía su parte del trato y daba a conocer las canciones, el canal y mi cara. Pensar en cómo se lo tomarían mis padres… pensar en la posibilidad de que toda esta locura terminara donde habían terminado el resto de mis «brillantes ideas», pensar en regresar con la cabeza gacha una vez más y, esta vez sí, empezar a ganarme la vida como mi padre esperaba que lo hiciese.
«Mi padre». El pensamiento me paralizó. Durante un segundo tuve ganas de gritar y desahogarme. Lo único que me detuvo fue la imagen de dos cuarentonas haciendo jogging con los cascos puestos que se habrían chivado a mi madre.
Si por él fuera, estaría encerrado en alguna prestigiosa universidad de Noruega, donde el frío y la absoluta nada me obligaran a refugiarme en mi cuarto a estudiar hasta que me sangraran los ojos para regresar convertido en un prestigioso abogado gris.
Leonardo Serafín era uno de los cirujanos plásticos más prestigiosos del mundo. Sí, nuestro padre se dedicaba a agrandar pechos, retocar narices e hinchar labios, pero tenía mucho arte. Tanto era así, que la mayoría de las estrellas de todo el mundo habían pasado por sus manos, aunque jamás llegarían a reconocerlo.
Había comenzado con una modesta clínica en Chicago, pero no tardó en darse a conocer por todo Estados Unidos y, más tarde, en Europa. Las clínicas Serafín («Siéntete por fuera como el ángel que eres por dentro», decía el original eslogan) fueron haciéndose más y más populares hasta que no quedó un solo hueco libre en su agenda. Un solo hueco libre para su familia, quiero decir. En una de sus citas conoció a nuestra madre. La suya no era, que digamos, una historia de amor al uso. Estaban las épicas, las típicas y, después, las tétricas. La suya iba en el siguiente puesto.
Él, cirujano atractivo y muy habilidoso. Ella, muchacha insegura con la nariz demasiado grande. Lo que se dice un flechazo a primera vista. Empezaron a salir en cuanto mi madre, catalana afincada en Madrid desde hacía años, no necesitó más vendas en la cara, y varios meses después se unieron en sagradísimo matrimonio. Así, de locura.
Más tarde se fueron a Estados Unidos para que mi padre pudiera seguir con su trabajo y allí permanecieron cosechando tesoros del Nuevo Mundo hasta que, un tiempo después, nací yo y más tarde mi hermano. Podríamos habernos quedado allí, pero a mi madre le pareció que ya había pasado suficiente tiempo al otro lado del charco y quería volver. Por entonces ni Aarón ni yo teníamos derecho a voto.
Unos años más tarde nacieron Esther y Alicia, y desde el momento en que fuimos capaces de tenernos en pie, mi padre nos instruyó para que fuésemos los mejores. Los mejores en lo que él decidiese, claro. Y, al principio, yo también le seguí el rollo. De hecho, lo hice durante dieciocho años… después me cansé y todo se complicó.
Al final me salí con la mía.
De acuerdo, no había logrado mis principales objetivos, pero al menos había podido vivir por mi cuenta dos años y descubrir en buena medida cómo era el mundo fuera del nido. Solo hubiera deseado haberme podido mantener en el aire un tiempo más.
Ahora nuestro padre estaba en Chicago, en la sede principal de la empresa, jugando con bótox y silicona en lugar de con mi hermana pequeña. (¿Y se creía con derecho a dar lecciones?).
Di la vuelta completa a la manzana hasta llegar a la calle de Dalila. En la puerta, un grupo de chicos de aspecto extranjero se hacían fotos con su madre, que sonreía exultante, seguramente emocionada por el interés mediático que había arrastrado su hija a sus vidas. ¿Por qué no podían ser mis padres como ellos? A fin de cuentas, mi querido progenitor se pasaba la semana entera charlando con los tipos más famosos del planeta. ¿No le gustaría que su hijo fuera igual de respetado?
Tuve que obligarme a parar de enlazar un sueño con otro para volver a la realidad. Ahora estaba en Madrid. Muerto de asco en casa de mi madre. Sin trabajo. Sin un futuro a la vista y con un puñado de vídeos que me había grabado haciendo playback con las canciones de mi hermano pequeño.
—Soy realmente patético —no pude evitar decir en voz alta.
Me obligué a dejar la mente en blanco y a no permitir que las circunstancias pudieran conmigo. Pensar no le venía bien a nadie, y menos a mí, por mucho que se empeñara Aarón en que lo hiciera.
El recuerdo de mi hermano volvió a encogerme el estómago. ¿Qué iba a hacer para convencerle de que se grabara cantando alguna canción más sin que me descubriera?
Tardé cuatro días en averiguar cómo más o menos. Al quinto, a eso de las diez de la mañana, mientras me terminaba el café y las tostadas, Aarón entró en casa dando un portazo que hizo temblar los cimientos y gritó:
—¡Leo! ¡Leo! ¡¿Dónde estás…?!
Me levanté y fui a ver qué pasaba. Lo siguiente que recuerdo fue su puño directo hacia mi nariz.