I’m addicted to this girl
She’s got my heart tied in a knot
And my stomach in a whirl.
Never Shout Never, «Trouble».
LOS días siguientes a nuestro regreso fueron una sucesión caótica de compras, papeleo y revisión de horarios y asignaturas en la web del colegio. «Un curso más, solo un curso más», me repetía siempre que el agobio amenazaba con asfixiarme. En unos meses acabaría con el bachillerato, la selectividad y todo. Estaría listo para ingresar en la universidad y, con un poco de suerte, en una del extranjero.
La presencia del reaparecido Leo fue haciéndose cada día más soportable hasta integrarse por completo con el resto. Alicia se alegraba de tener a un hermano mayor que le hiciera caso, Esther tenía otra persona a la que insultar y yo… bueno, yo tenía un colega bastante pesado con el que charlar de tanto en cuando.
Ninguno de los dos volvió a sacar el tema de Dalila, lo cual agradecí inmensamente. Leo pareció olvidarse por completo del asunto, mientras yo, en secreto, me pasaba las horas muertas buscando por internet todo lo que pudiera encontrar sobre ella, el concurso y su situación actual. Era como tener varicela, que sabes que no debes rascarte y, sin embargo, eres incapaz de controlar los dedos. Mi hermano tenía razón; por mucho que intentase olvidarla (o quizá precisamente debido a ello) no se alejaba de mis pensamientos ni un segundo del día.
Una y otra vez revivía el primer día que la vi, una mañana de abril de hacía tres años. A diferencia de la mayoría de mis compañeros, que llevaban en ese colegio desde pequeños, Dal se unió a nosotros en tercero de la ESO. Un día, la profesora entró con ella en clase, nos la presentó y nos dijo que su padre era español y su madre australiana. Yo dejé de escuchar en cuanto ella entró en mi campo de visión.
Por entonces llevaba su pelo negro corto, el jersey del uniforme atado a la cintura y unas zapatillas All-star negras que me hicieron sonreír. Su bandolera, plagada de pins y chapas de grupos de música de los que yo no había oído hablar en mi vida, se bamboleaba de un lado a otro mientras ella nos contaba de dónde venía (Melbourne) y a qué se quería dedicar de mayor (actriz) mientras pasaba la mirada de uno a otro, nada intimidada.
A pesar de los tiras y aflojas de los diferentes grupos de la clase durante los meses siguientes, Dal parecía vivir al margen del microcosmos social que tan bien conocíamos por la vida real y las películas americanas. Aunque unos y otros la tentaron para formar parte de sus filas, ella se limitó a declinar ofertas y a mantener bien clara la línea divisoria entre el mundo escolar y el resto de su vida. Con quién salía, de quién era amiga o qué hacía en su tiempo libre, fue todo un misterio para mí, hasta que el destino quiso que hiciésemos ese trabajo de clase juntos, tuviera la oportunidad de conocerla, me armara de valor y le pidiera salir, convirtiéndome en el único que pertenecía a sus dos mundos.
Releí los mensajes de móvil y e-mail que nos habíamos intercambiado antes del verano… en muchos de ellos simplemente me preguntaba por algún trabajo de clase o por la hora a la que habíamos quedado para estudiar juntos. En ninguno mencionaba que fuera a participar en ningún concurso.
Pensé en borrarlo todo y olvidarme. Aunque me costara asimilarlo, olvidarla sería el primer paso para seguir adelante. Pero ¡era tan difícil! Me daba miedo perder la única parte de ella que me pertenecía. La única que no estaba rodeada de flashes, cámaras y maquillaje. En ellos, Dalila era solo una chica corriente de la que me había enamorado. Entonces, ¿por qué parecía como si se hubiera olvidado por completo de mí?
Por suerte, solo tenía tiempo por las noches para darle vueltas al asunto. El resto del día, aunque el fantasma de su recuerdo me persiguiera allá donde fuera, las tareas de mi madre, los preparativos de las clases y los ratos libres que me quedaban para componer me mantenían entretenido y con la mente ocupada.
Lo peor era que todavía no había podido hablar con Olivia y David. Sabía que tenía que llamarles. A diferencia de los anteriores años, este no había recibido ni una sola carta suya durante mi estancia en Estados Unidos. Supongo que la situación sería un poco rara hasta que alguno de nosotros diéramos el paso y habláramos sobre lo ocurrido antes de que me fuera a Utah. Por el momento me limitaría a lidiar con la repentina aparición de mi hermano y desaparición de Dal. Ya tendría tiempo para enfrentarme a lo demás.
Sin darme cuenta, llegó la primera semana de octubre y con ella se me echó encima la víspera del inicio de clase.
Una tarde, tras una bronca enorme entre mis dos hermanas por unos rotuladores y un cuaderno de propiedad no especificada, Leo salió de su agujero con el ceño fruncido y bostezando.
—¿A qué venían todos esos gritos? —preguntó.
—Esther —respondimos Alicia y yo a la vez sin mirarle. Mientras ella dibujaba victoriosa en la mesa grande, yo me encontraba repanchigado en el sofá frente a la tele.
Leo se dejó caer a mi lado y después se frotó los ojos, cansado.
—¿Qué has estado haciendo? —le pregunté, consciente de pronto de que no le había visto desde la comida.
—¿Hummm? —Parecía distraído.
—¿Que qué…? —Comprendí que en el fondo me daba igual. Me jugaba el cuello a que se acababa de levantar de la siesta. A las ocho de la tarde—. No importa.
—Tengo hambre. ¿Te apetece ir a cenar?
Le miré extrañado.
—¿Fuera? Mañana madrugo. Volver a empezar… —entoné—. Ya sabes, el primer día de clase y esas cosas.
Me sonrió con suficiencia y miró al techo.
—¡Solo te estoy diciendo que vayamos a cenar! ¡A tomar algo rápido! No que nos vayamos de juerga hasta las tantas… Aunque —añadió— si quieres, yo me apunto.
Suspiré resignado y asentí. Total, lo último que me apetecía aquella noche era seguir aguantando a mi hermana.
—Una cena rápida —le advertí.
—Estaremos de vuelta antes de que den las doce, Ceniciento.
—Se puso en pie de un salto. —Voy a pedirle a mamá las llaves de la calabaza, digo del coche. Espérame fuera.
Me puse un jersey de lana azul debajo de la cazadora y esperé en el porche. Cuando el coche (un Megane Scenic que todos conocíamos como el Gatobús) estuvo fuera, Leo bajó la ventanilla y dijo:
—Arriba, Michelín.
No respondí a la provocación. Por supuesto, él solo llevaba su chupa de cuero encima de la camiseta. Me metí en el asiento del pasajero y me puse el cinturón sin quitarme una sola capa de ropa, orgulloso.
—Ya veremos cuánto aguantas —comentó él.
Pisó el acelerador y salimos a la carretera. Tras callejear unos minutos en silencio, llegamos a la autopista. A esas horas, apenas había tráfico. A lo lejos, las brillantes luces de Madrid se recortaban en la temprana noche como un puñado de luciérnagas. Al menos en la oscuridad, pensé, uno podía evitarse la imagen de la niebla de humo que se cernía sobre los edificios.
—Pues tengo frío —comentó Leo despreocupado. Después subió la calefacción y suspiró—. Mucho mejor.
Sentí una gota escurriéndose por mi frente. ¿Por qué tenía que ser tan idiota? (Él. No yo).
—¿Dónde te apetece ir? —preguntó.
—Me da igual —respondí huraño.
—Vale, pues elijo yo. —«Como si existiera otra opción», pensé—. Conozco un argentino que está muy bien. ¿Te apetece?
—Me da igual —repetí.
—Lo tomaré por un sí.
Me arrebujé en el asiento y, cuando estuve seguro de que no miraba, me abrí un poco la cazadora y bajé con los dedos el cuello del jersey.
—Te he visto —dijo. Soltó una carcajada y yo no pude reprimir una sonrisa.
Aparcamos en Moncloa y cogimos el metro. Debo reconocer que me encantaba moverme en él, sobre todo si iba acompañado de mis amigos. Siempre que algún artista callejero se colaba en el vagón para entretenernos con su música, David y Olí aprovechaban para bailotear de un lado a otro mientras yo me desternillaba en mi asiento. De nuevo me sentí fatal por no haberles llamado todavía. ¿A qué estaba esperando?
Tres paradas y ni una sola palabra cruzada más tarde, mi hermano se puso en pie y me dijo que lo siguiera. Nos bajamos en Plaza de España. Allí, las luces del teatro Coliseum nos recibieron anunciando a bombo y platillo el último musical en cartel.
—Es por aquí.
Tomamos una callejuela perpendicular a Gran Vía y dejamos atrás el barullo del tráfico. Mohíno, bajé la cabeza y lo seguí en absoluto silencio. Si mi padre me hubiera visto así, me habría llamado la atención: «Las personas con carácter no arrastran los pies como gusanos, pisotean a quienes lo hacen». O lo que fuera.
Unos metros más adelante, encontramos un restaurante con una cristalera decorada con diferentes estatuas y figurillas de cerámica. Mi hermano empujó la puerta y esta se abrió con un suave gruñido.
—¡Buenas noches! —saludó como si estuviera en su casa.
—¡Leonardo! ¿Sos vos? —le saludó una mujer tras la barra. Dejó el vaso que estaba secando y salió para darle dos besos—. ¡Madre mía, cuánto tiempo! Qué alegría verte por acá. ¿Dónde estuviste?
—Por ahí, recorriendo mundo —respondió él.
—Claro que sí. Como debe ser… —dijo ella. Después se volvió hacia mí—. ¿Qué tal? Me llamo Rosa.
Nos dimos dos besos mientras Leo nos presentaba.
—Este es mi hermano pequeño, Aarón. Aarón, te presento a Rosa, la mejor cocinera de todo Madrid.
Ella le dio un suave empujón y volvió tras la barra.
—Elijan sitio —nos dijo—. Enseguida paso a tomarles nota.
Nos sentamos a una mesa redonda, al fondo del pequeño local. Cogí la carta y me puse a estudiarla.
—Ni lo dudes: escalopines con queso y tomate. Es lo mejor.
Sin ganas de pensar, asentí y acepté la sugerencia. Parecía que había sido yo quien había estado fuera de la ciudad dos años y no él. Leo se acercó a pedir a la barra y cuando volvió comentó:
—Te vas a chupar los dedos.
De repente me asaltó una duda. No sé qué fue lo que me hizo desconfiar, pero antes de que se me pasara, pregunté:
—¿Qué es lo que quieres, Leo?
Él pareció contrariado, aunque se recompuso enseguida.
—¿A qué te refieres? ¿No puedo invitar a mi hermano a cenar o qué? —No me hagas reír… Sé que necesitas algo de mí.
—Pues te equivocas —me aseguró—. Solo me apetecía salir de esa casa de locos. ¡Qué ganas tengo de que empecéis las clases!
—¿Y tú no piensas hacer nada con tu vida?
Nuestro padre había llamado un par de días atrás para ver que tal nos iban las cosas por casa y fue cuando descubrió que Leo había vuelto. Tras hablar conmigo y mis hermanas, y desearnos suerte para el nuevo curso, mi hermano tomó el relevo. Por lo que llegué a escuchar, tras los fríos saludos de rigor, le dijo que le quería trabajando donde fuera y en lo que fuera en menos de un mes. Leo colgó poco después, no sin antes mandarlo a la mierda.
—Ya veré, ya veré… —dijo con una misteriosa sonrisa. Quise preguntarle al respecto, pero Rosa apareció con dos refrescos.
—¿Cómo llevas lo de Dalila? —me preguntó cuando estuvimos solos.
Por su tono y su mirada, me dio la sensación (una vez más) de que había muchas más cuestiones implícitas en sus palabras y no me gustó un pelo.
—Bien, todo solucionado —respondí con todo el coraje que fui capaz de reunir.
—Veamos si es cierto.
Como un prestidigitador, sacó de su cazadora la dichosa bola 8 y la agitó con los ojos cerrados delante de su cara.
—Tonya, querida —dijo con el acento que mejor le salía, el británico—, ¿es verdad que mi hermano ha superado lo de Dalila?
La zarandeó con fuerza y después miró la respuesta.
—No cuentes con ello —leyó. Alzó la mirada hacia mí cómicamente ofendido—. ¡Ja! Intentabas engañarme.
—¿Qué estás diciendo? —repliqué—. ¡Es solo una…!
—Che, che, che. A ver qué vas a decir —me interrumpió—. Tonya es muy sensible a los insultos. Y nunca se equivoca.
Resoplé y me crucé de brazos.
—Estás pirado —musité.
—Lo que tú digas. Pero esta preciosidad tiene tooodas las respuestas del Universo.
Miré hacia otro lado, visiblemente aburrido.
—¿Quién dices que te la regaló?
—No me gusta tu tono —me espetó.
—Ni a mí tus chorradas. Pero, ya ves, somos hermanos y tenemos que aguantar las excentricidades el uno del otro.
Leo se rió entre dientes, sorprendido por mi arranque. Después se echó hacia delante con aire conspirativo y dijo:
—Se llama Sofía. Sophie. La conocí en Nueva York, de cervezas con unos amigos.
—No tienes veintiún años, ¿cómo te sirvieron?
—¿Quieres que te cuente mi historia de amor o prefieres divagar sobre las retrógradas leyes estadounidenses?
Me encogí de hombros y cerré la boca. En el fondo sentía curiosidad por esa tal Sophie que le había robado el corazón a mi hermano y a cambio le había dejado una bola de billar llena de respuestas.
—No es una chica que pase desapercibida, eso te lo puedo asegurar —prosiguió—. Su padre es afroamericano y su madre, irlandesa. La combinación podría haber resultado catastrófica, pero no es el caso. —Abrió los ojos, emocionado por el recuerdo—. Es un poco más baja que yo, tiene un cuerpo bien moldeado y unos ojos claros que quitan el hipo. Pero lo mejor, sin lugar a dudas, es su sonrisa. Unos dientes blancos que parecen aún más brillantes por su piel oscura…
—Leo —le interrumpí ante la pasmosa evidencia—. Estás… ¡¿enamorado?!
Mi asombro creció todavía más cuando asintió lentamente en lugar de rebatirme.
—Aquí tienen, chicos. —Rosa se acercó por detrás y dejó los platos humeantes sobre el mantel—. Que aproveche.
—¿Y qué pasó? ¿Dónde está? —insistí en cuanto nos quedamos solos—. Dime que no la cagaste.
Leo pinchó el filete cubierto de queso y tomate y, mientras cortaba un trozo, dijo:
—Me ofende que des por hecho que he sido yo quien ha tenido la culpa.
—La cagaste.
Me metí el primer trozo en la boca y paladeé la comida. Delicioso.
—Tuvimos una bronca. La loca de nuestra compañera de piso se lanzó sobre mí para darme un beso. Yo intenté apartarla, pero fue demasiado tarde. Sophie nos vio y montó en cólera. Pero ¡fue un error! Un malentendido.
—«Intenté apartarla»… —lo imité—. Y supongo que tus labios acabaron en su boca accidentalmente, ¿no? ¡Eres un capullo!
—¡Lo digo en serio! —Masticó y tragó—. Cuando se echó sobre mí, la besé en un acto reflejo. Ya sabes, la fuerza de la costumbre. —Me guiñó un ojo antes de volver a ponerse serio—. Pero enseguida me la quité de encima, solo que ya era tarde y Sophie nos había visto. Intenté explicárselo, pero ¿crees que me hizo caso? No, señor. Se puso a gritar como una energúmena y me mandó a la mierda. Repetidas veces. Te juro que esta vez no fue mi culpa. Puedes creerme.
Entorné los ojos.
—¿De verdad que puedo?
Asintió con energía y me señaló con el tenedor.
—Me dijo que no quería volver a verme. Tras un par de gritos dejé de insistir. Además, me estaba quedando sin dinero y ya llevaba tiempo pensando en volver. Me lo tomé como la señal definitiva. Unos días después, me marché de Nueva York y desde entonces no he vuelto a saber nada de ella.
Guardamos silencio durante unos minutos, cada uno concentrado en su comida, hasta que dije:
—Lo siento.
Leo no respondió. Cuando se tomó el último trozo de filete, suspiró.
—Al menos me quedé con Tonya.
Cuando terminamos de cenar, volvimos paseando hasta Moncloa para bajar la comida. No hablamos más sobre Sophie o Dalila. Leo aprovechó para contarme cosas sobre las obras de teatro que representó en Nueva York y de lo catastróficas que fueron.
—¿Recuerdas en la peli de Spiderman cuando Mary Jane le confiesa a Peter que quiere trabajar de actriz y él le responde que iluminará Broadway? —Asentí sin saber muy bien a qué se refería—. Pues le estaba dejando bien claro dónde terminaría ella y todos los que se marchan allí con la misma intención: iluminando Broadway, sí, pero como encargada de los focos.
—No creo que se refiriese a…
Me miró con seguridad.
—Créeme, era una indirecta. Y si ambos hubiéramos seguido su consejo, nos habría ido mucho mejor.
No pude contener la risa.
—Los comienzos siempre son difíciles —comenté cuando logré calmarme—. O eso dicen…
… ya que yo no tenía ni idea de cómo eran los comienzos. Lo único que había hecho en mis (casi) dieciocho años de vida había sido dejarme arrastrar por la corriente sin poner impedimentos para avanzar más rápido.
Cuando llegamos a casa, entramos sin hacer demasiado ruido. Mis hermanas debían de estar ya en la cama y mi madre hacía tiempo en el sofá antes de irse a dormir.
—¿Os habéis divertido? —nos preguntó con los ojos somnolientos, apagando la televisión.
Leo me miró un instante antes de responder.
—Sí, lo hemos pasado muy bien.
Mi madre se volvió hacia mí, estudiando mi expresión en busca de la verdad.
—Ha estado muy bien —le aseguré.
La sorpresa que se reflejó en los ojos de mi madre fue la misma que percibí dentro de mí. Leo sonrió satisfecho.
Lo habíamos pasado bien. ¿Quién me lo iba a decir?