Leo1

Sometimes we fall on our face

Before we even learn to stand

But we get back up

Shake off all the dust

And take it step by step.

Plain White Ts, «Big Bad World».

PODRÍA haberlo dejado correr. Haber esperado a la mañana siguiente para intentar razonar con el cabezota de Aarón, pero sabía que tenía una cuenta pendiente con el karma y que si no equilibraba la balanza pronto la vida me daría una buena patada en el culo. A nadie le gusta tener problemas con el karma, y menos a mí.

—Veo que las cosas siguen igual que siempre —comenté al tiempo que me reclinaba sobre el árbol más alejado de la casa, junto a la pista de tenis. Allí mismo, sobre la copa seca, Aarón y yo habíamos construido con mi padre una especie de cabaña hacía mucho, mucho tiempo.

—Solo han pasado dos años, ¿qué creías? —replicó él. Después se encaramó a la rama baja que una vez sirvió de escalón. Todavía se podían ver las muescas de los clavos que habían sujetado una vez los escalones.

—La verdad es que no tengo ni idea de lo que esperaba encontrarme —confesé.

Ambos nos quedamos en silencio, con las primeras señales de viento otoñal colándose bajo nuestra ropa.

—Aarón… —comencé—, te lo he dicho antes, pero creo que no ha quedado suficientemente claro: siento mucho haberme ido sin decirte nada en todo este tiempo.

Conocía demasiado bien a mi hermano como para saber que existían una decena de respuestas posibles que su cerebro estaba calibrando antes de escoger la más adecuada. Él siempre había sido el sensato y cauteloso, yo el impulsivo. Supongo que algunas cosas seguían siendo idénticas.

—¿Qué quieres que te diga, Leo? —dijo tras unos segundos—. ¿Que te perdono? ¿Que todo está bien? Tío, te largaste en mitad de la noche sin dejar una mísera nota en la nevera. Papá y mamá se volvieron locos. Alicia se puso a llorar en cuanto nos oyó decir que habías desaparecido. Nunca vi a mamá tan destrozada, ni siquiera cuando lo del divorcio.

Cada palabra suya me hería como un latigazo en la memoria. Yo había pasado mi propio calvario, pero parecía que tenía poco que envidiar al de Aarón.

—Cuando volvimos a casa del colegio nos dijeron que estabas bien —prosiguió—, que habías decidido tomarte unas vacaciones… —mi hermano soltó una suave carcajada—, que volverías en unos días. ¿Recuerdas que te estuve llamando?

Asentí en la oscuridad sin saber muy bien si me estaba mirando, concentrado en controlar las lágrimas de impotencia y vergüenza que pugnaban por salir. ¿Cómo olvidarlo? No me separé del móvil ni un instante y tuve que hacer esfuerzos titánicos para no descolgar y decir que me rendía, que volvía a casa…

—Yo sí que lo recuerdo —añadió—. Me pasé toda la noche despierto, Leo. Toda la noche llamándote como un idiota hasta que apagaste el móvil.

—Se quedó sin batería —argüí con un hilo de voz.

—Incluso entonces seguí sin poder dormirme. ¿Y sabes qué fue lo peor? —No aguardó a mi respuesta, pero podía imaginarlo—. La espera. Todos los días, cuando volvíamos de clase, cruzaba los dedos para que estuvieras en el salón como si no te hubieras marchado. Hasta me había preparado lo que te diría. Tuve tiempo de recrear la conversación en mi cabeza de cien maneras diferentes. Luego comprendí que no ibas a volver. Más tarde me dio exactamente igual y, para cuando papá se marchó a Estados Unidos, di por hecho que no regresarías.

«Y así debería haber sido», pensé con cobardía y resignación. Pero las cosas no siempre salen como uno desea.

—No quería hacerte daño —dije.

—Eso ya lo sé. Supongo que ni siquiera pensaste en las consecuencias de tu estupidez. Conociéndote, seguro que en mitad del cabreo se te encendió una bombilla y decidiste dejarlo todo para largarte y regresar cuando fueras rico y famoso y le pudieras untar a papá los billetes en la cara.

Esta vez fui yo quien sonrió. —A veces me das miedo.

—Pensé que éramos un equipo. —Su voz sonó rasposa. Me di la vuelta para mirarlo a los ojos.

—¡Y lo éramos! ¡Lo somos! —le aseguré—. Pero necesitaba hacer algo por mi cuenta. Reconozco que me comporté como un auténtico imbécil, pero sabía que si me esperaba a que saliera el sol, no me atrevería.

—Pero ¿por qué no me dijiste nada? —Su voz parecía a punto de romperse.

—Porque habrías querido venir conmigo.

Mi hermano fue a replicar, pero tras escuchar mi respuesta guardó silencio.

—Aarón, tío, sabes tan bien como yo que no me habrías dejado irme solo. Nos habríamos peleado, seguramente me habrías intentado parar y al final todo habría terminado peor.

—Si tan claro tenías que no estabas haciendo lo correcto, no sé cómo pudiste seguir adelante.

—¡Porque necesitaba hacerlo, joder! —Pateé el tronco del árbol con impotencia—. Estaba harto de todo. Harto de las malditas clases, de los exámenes y de la desesperante selectividad. No quería estudiar derecho, no quería acabar en un deprimente bufete de abogados vestido con chaqueta y corbata y con unas ojeras hasta el suelo de tanto madrugar.

—¿Y por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué tuviste que esperar hasta esa noche para decirles la verdad a papá y mamá?

Alcé los ojos para mirarlo.

—¿Crees que no lo intenté? Un millón de veces, y no sirvió de nada. Ya conoces a papá, cuando se le mete una cosa en la cabeza…

—¿Un millón de veces? —Aarón me miró con sorna—. Venga ya. A lo sumo, alguna vez comentaste que no estabas muy seguro de querer estudiar derecho, pero que, bueno, ya se te pasaría. Hasta esa noche no dejaste las cosas claras, y para entonces ya era demasiado tarde. Lo sabes tan bien como yo.

Sentí cómo enrojecía. Estaba convencido de que había explicado con mucho más detalle la situación, de que les había mostrado los pros y los contras y explicado los motivos de mi decisión… Pero parecía que no.

—Qué más da. Lo hecho, hecho está —dije.

Aarón no me contradijo. Miró al frente y perdió la vista en la oscuridad del jardín. Me moría por preguntarle qué había hecho durante todo ese tiempo, cómo se las había apañado sin su hermano mayor, pero todavía no creía estar en derecho de hacerlo. Como si me hubiera leído el pensamiento, preguntó:

—¿Y qué has hecho estos años? ¿Diste con lo que buscabas?

—Más o menos, más o menos… —contesté sin apenas convicción—. Primero estuve en París unas cuantas semanas, en un hostal más asqueroso que la calle. Lo raro es que no pillara alguna enfermedad o que me mordiera una rata.

Aarón sonrió y yo me sentí un poco mejor. Con energías renovadas, proseguí:

—Desde allí contacté con el primo de mi amiga Sara, ¿te suena? Vino unas Navidades a España y nos hicimos muy amigos… Bueno, luego me marché con él a Londres. Crucé el Canal y me planté allí con mi mochila, dispuesto a encontrar trabajo donde fuera.

—Te puedo imaginar en los escenarios del West End.

—Imagíname mejor detrás de la barra de un Starbucks y, más tarde, de un McDonald’s.

—Ya… —musitó Aarón.

—En el fondo no estuvo tan mal —le aseguré—. Me quedé un año entero en un piso e hice buenos amigos, me saqué una pasta… Una experiencia.

—¿Y después?

—Después me fui a América, la tierra de las oportunidades. Mamá me había ido ingresando dinero en la cuenta —confesé—, así que, en cuanto gané lo suficiente como para compartir un piso en Nueva York, me marché de Londres.

—Mamá no nos dijo que estabas en contacto con ella —Aarón parecía dolido de nuevo.

—Le pedí que no lo hiciera. Quería que cuando volvierais a tener noticias de mí, os sorprendieran para bien… De todos modos, ella no dejó de insistirme que regresase. Con papá, ni siquiera hablé. Al menos comprendió que necesitaba estar solo y no mandó a nadie a buscarme. Aarón puso los ojos en blanco y yo lo interpreté como una señal para seguir.

Las luces de la Gran Manzana me cegaron como a tantos otros antes que a mí. Para alguien como yo, con aspiraciones a actor, joven y, por qué negarlo, considerablemente atractivo, debería haber bastado con que chasquease los dedos para que aparecieran una decena de productores, directores de castings y agentes que quisieran trabajar conmigo. Además, el hecho de que nuestro padre fuera norteamericano nos ofrecía a sus hijos la doble nacionalidad y nos otorgaba las mismas libertades laborales que si hubiéramos vivido siempre allí. Si a eso se le sumaba el hecho de que mi inglés era tan correcto como el de cualquier neoyorquino, definitivamente no tenía nada de qué preocuparme.

Eso pensé y así se lo conté a Aarón. —Pero no salió como esperabas, ¿no?— intuyó.

—Para nada. Hice algunas obras en el Off-Off-Broadway. Pequeñas producciones que en muchos casos ni estaban remuneradas, pero pronto me di cuenta de que, en la mayoría de los casos, el sueño americano no era más que eso: un sueño.

—Lo siento —dijo Aarón.

—Después de unos cuantos meses más intentándolo, me di por vencido y decidí volver. Suerte que mamá estaba en casa cuando llegué. Si hubiera estado como vosotros de vacaciones, me habría visto en problemas.

—Te fundiste todo el dinero. —No era una pregunta.

—Hasta el último céntimo.

Aarón chasqueó la lengua.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

—Supongo que echar algunos currículums y esperar a ver si alguien me llama.

Mi hermano asintió en la oscuridad.

—La he cagado pero bien —dije tras unos instantes.

Aarón no me rebatió, lo cual me hizo sentirme aún peor.

—¿Y qué ha sido de ti en todo este tiempo? Creí que te marcharías con papá a Estados Unidos durante un año.

Por el cambio que se produjo en su rostro, supe que había vuelto a meter la pata.

—Después de que te fueras —respondió taciturno— tuve que quedarme aquí y convertirme en el páter familias. —Dibujó las comillas en el aire—. Cambiaron de idea en lo que a viajar a Estados Unidos se refería.

—Siento eso también.

Vaya, parecía que me tendría que pasar el resto de la vida disculpándome.

Él hizo un mohín con la mano.

—He tenido un par de años para hacerme a la idea.

—¿Al final elegiste el bachillerato de salud?

Aarón asintió.

—Por no cerrarme puertas, ya sabes.

El viento arreció y de pronto pareció que las cazadoras no eran suficiente abrigo.

—Deberíamos volver —propuse a medio bostezo.

—De acuerdo.

Nos dirigíamos a casa cuando recordé algo.

—Oye, ¿qué hacías esta tarde en lo de Castorfa? Fue una casualidad que te encontrara allí. No habría imaginado que te interesase el concurso…

Aarón se metió las manos en los bolsillos y bajó la cabeza.

—No sabía nada de ningún concurso —confesó—. Fui allí para… por…

Guardó silencio. Me detuve en seco y él me imitó con cierta reticencia.

—¿Por…?

—La verdad es que no tengo ganas de hablar de ello.

—Ya —dije—. Pero seguro que te sentirías mejor si lo hicieras. ¡He vuelto! —dije con el entusiasmo de Chucky, el muñeco diabólico—. A lo mejor yo podría ayudarte.

Aarón se rió entre dientes y se frotó las palmas de las manos, nervioso.

—Me temo que no.

—¿Qué es?

—Nada, ya te he dicho que no quiero…

Le puse una mano en el hombro.

—Habla, vamos. Sé que lo estás deseando.

En realidad no tenía ni idea. De hecho, parecía bastante convencido de no querer decir una sola palabra sobre el tema.

—Es solo que…

O quizá sí.

—¿Qué? —insistí—. Vamos, tío. Soy yo. Aarón me miró a los ojos y tragó saliva.

—Antes del verano estuve saliendo con Dalila.

—¿Con Dalila Fes? Ya, muy bueno —repliqué dándole una palmada en el hombro—. No, ahora en serio.

Su mirada se endureció y se dio media vuelta. Iba en serio.

—¡Espera! —Le agarré del brazo y él se paró—. Vale, perdón, mea culpa. No me esperaba… Vaya, es genial, pero creí que estabas de broma. —Aarón clavó la mirada en el suelo, avergonzado. Más me valía levantarle el ánimo si no quería echar por la borda todo lo que había logrado avanzar en los últimos minutos—. ¿De verdad saliste con ella? ¿Con Dalila Fes? ¿En plan en serio?

—No sé por qué te parece tan raro —me espetó—. Nos conocimos antes del verano por un trabajo en clase y… y nos gustamos.

—Como para no… —musité recordando las despampanantes curvas de la chica.

—Pero después nos tuvimos que ir con los abuelos, y ya sabes lo que eso significa.

—Adiós a internet, adiós a los móviles, adiós a la civilización —dijo Leo.

Nuestros abuelos paternos vivían en Park City, en el estado de Utah, en una gigantesca casa de cuatro pisos en plena naturaleza. Y cuando digo en plena naturaleza, me refiero a un bosque perdido sin más cosas a nuestro alrededor que pinos, tierra y animales salvajes.

Desde que éramos pequeños pasábamos allí los tres meses de verano acampando, practicando el inglés y yendo de pesca o visitando los alrededores con nuestros tíos y primos. Hasta los catorce años fue divertido, pero después solo deseabas que llegase el momento de regresar a casa o que alguien te sacara un pulmón con un anzuelo por descuido.

—O sea, que no tenías ni idea de lo del concurso. —No— respondió balanceándose sobre sus talones.

—Ya veo. —De pronto comprendí que Aarón no solo había crecido a lo alto, sino también en madurez. Realmente parecía pillado por esa chica. Lástima que hubiera elegido a una estrella de fama mundial—. ¿Y ahora qué vas a hacer?

—¿Cómo que qué voy a hacer? —Me miró como si hubiera perdido la cabeza—. Creo que la cosa está bastante clara: se acabó. Fue bonito mientras duró, pero no sé por qué me da que no es para mí.

—¡Pero si ni siquiera has hablado con ella desde que has vuelto!

—¿Y qué? El hecho de que se haya hecho famosa complica un poco las cosas, ¿no te parece?

—¡Venga ya, Aarón! —me quejé—. Si la vida te da limones… —Espero que sepas cómo terminar el refrán.

—Algo de una limonada —le respondí con un gesto de la mano—. La cuestión es que tú, hermanito —le golpeé en el pecho con el dedo—, estás enamorado. Y no se puede luchar contra el amor. Créeme, sé de lo que hablo.

—Ah, ¿sí? —No parecía muy convencido—. ¿Cuándo has estado tú enamorado de nadie que no sea de ti mismo?

—Ja, ja. Muy gracioso. —Me acaricié la barbilla y entorné los ojos con aire pensativo, obviando a propósito la pregunta—. Lo que tenemos que pensar es una estrategia para que puedas hablar con ella. Seguro que piensa que todavía estás en Estados Unidos y por eso no te ha llamado. —Si tú lo dices… De todos modos, ¿no has visto la que había montada en su casa? ¡Y eso solo es el principio! No quiero ni imaginar lo que debe de haber por internet… Supongo que lo nuestro se terminó sin que me diera cuenta.

—¡Eso es! —exclamé de pronto—. Vaya, gracias por los ánimos.

—No, idiota. Lo primero que tendrás que hacer será averiguar dónde ha estado tu novia estos últimos tres meses.

—¿Podemos dejar de llamarla «mi novia»? Ni siquiera sé si…

—Ven, baja a mi cuarto.

Aarón apoyó las manos sobre mis hombros y me miró con seriedad.

—Leo, ya basta. Creo que te estás pasando con eso de querer que volvamos a ser amigos.

Pasé por alto la pulla y negué varias veces con la cabeza.

—No somos amigos, somos hermanos. Y pienso hacer todo lo que esté en mi mano para conseguir que esa chica —señalé al cielo nocturno— sepa que existes. Aunque tenga que subirte allí arriba de una patada. —¡Ya sabe que existo!— replicó él ofendido.

—Lo mismo da.

Recortamos los metros que nos separaban de la puerta y entramos.

—Baja conmigo —repetí señalando las escaleras del sótano.

Aarón se dio la vuelta y me miró agotado.

—He vuelto hoy mismo de Estados Unidos y no me he podido echar la siesta, ¿no podemos esperar a mañana? Quiero poner punto final a este día de mierda.

—Mira, Aarón, tienes dos opciones: o quedarte amargado en tu habitación llorando tus penas sin hacer nada, o descubrir qué ha sido de Dalila desde que os separasteis. Tú decides. —Tras decir aquello, me di la vuelta.

Aarón masculló en voz baja y me siguió, tal y como esperaba. La planta inferior se dividía en dos partes: el garaje, donde en ese momento había aparcado un coche, pero que tenía sitio para otro más, y mi cuarto.

Desatranqué la puerta de un golpe con el hombro y pasamos dentro. Una cama amplia de matrimonio, dos armarios empotrados, una mesa con ordenador y silla, y varias estanterías con cómics de mi infancia, libros que no leería nunca y DVD rayados eran todo lo que allí había y necesitaba.

—Ponte cómodo —le dije.

Tomé asiento delante del ordenador y apreté el botón de encender. Mientras la máquina arrancaba, cogí entre las manos la bola 8 que Sophie me había regalado antes de nuestra Gran Bronca. Se trataba de una de aquellas bolas de billar negra y blanca que, en la parte inferior, tenía un agujero en el que aparecían las respuestas a cualquier cosa que le preguntases.

—¿Qué haces? —quiso saber Aarón—. Chissst… estoy hablando con Tonya.

—¿Quién es Tonya?

Abrí los ojos y lo miré ofendido.

—¿Cómo que quién es Tonya? ¡Esta es Tonya! —respondí acercándole la bola a la cara, pero sin permitirle que la cogiera—. Es un regalo, y hasta el momento no ha fallado ni una sola pregunta que le haya hecho.

—Definitivamente has perdido la cabeza —dijo él.

—Cierra el pico y observa.

Volví a cerrar los ojos y agité el objeto con las manos.

—Tonya, ¿conseguiremos hablar con Dalila si hacemos lo que yo diga? Abrí los ojos, me recliné sobre la bola y le di la vuelta. Aarón hizo lo mismo.

En el agujero del reverso apareció la respuesta: «Definitivamente».

—¡Ja! Te lo dije —comenté orgulloso—. Ahora estoy muchísimo más tranquilo.

Me volví hacia la pantalla del ordenador y fui a elegir mi cuenta cuando recordé algo.

—Tenemos que entrar en la tuya; la mía la eliminé cuando me fui.

Aarón se mostró algo reticente, pero terminó cediendo.

—No mires —me advirtió al tiempo que tecleaba su contraseña.

—Lo que no entiendo es para qué usas este ordenador si tienes el tuyo propio.

—Asuntos míos —replicó él visiblemente ofuscado—. En todo este tiempo…

—Ya sé, ya sé —lo interrumpí cansado—. En todo este tiempo las cosas han cambiado por aquí. Lo pillo. Lo capto. Lo acepto. Ahora déjame hacer magia.

Abrí el explorador y tecleé la dirección de YouTube.

—Guau, estoy impresionado —se mofó Aarón.

Hice oídos sordos al comentario y me puse a buscar todos los vídeos relacionados con el concurso de Castorfa y la elección de Dalila. Tras descartar un puñado de grabaciones hechas por fans y otros tantos spots publicitarios, fui desplegando los demás vídeos en diferentes ventanas y me recliné en la silla.

—Y aquí comienza el documental rápido sobre el salto a la fama más envidiado de todos los tiempos —dije antes de pulsar el botón de Play del primer vídeo.

Durante la siguiente media hora fuimos saltando de una pestaña a otra viendo todas las rondas de castings que se habían celebrado a lo largo de los pasados meses mientras yo le iba explicando a un sorprendido Aarón en qué consistía cada una.

Primero, los vídeos caseros, de entre los cuales, gracias a las votaciones de los internautas de cada país, salieron escogidas diez chicas de cada nacionalidad. Más tarde, las galas de preselección nacionales, donde, cada semana, las finalistas de cada país tuvieron que demostrar a base de distintas pruebas que ellas debían ser las elegidas.

Una vez que hubo quedado una por país, todas se reunieron en lo que bautizaron como la Academia de Castorfas. Allí dentro, encerradas durante casi un mes en un reality show que podía seguirse las veinticuatro horas para disfrute de los telespectadores, las cuarenta chicas escogidas tuvieron que dar lo mejor de sí, demostrar su perfecto nivel de inglés, soportar la presión de las nominaciones y mantener siempre el espíritu de Castorfa en sus corazones para hacerse con el papel.

Aarón se revolvió el pelo con la mirada puesta en la pantalla.

—Me parece increíble que no me dijera nada de todo esto.

—A lo mejor quería darte una sorpresa —comenté sin convicción.

—Pero ¿cómo ha podido mantenerme al margen del concurso todo el verano? ¿No encontró ni un minuto para llamarme y explicarme lo que estaba haciendo?

Si había algo que se me daba peor que recibir órdenes era dar consejos. Con todo, comprendí que la situación requería medidas desesperadas.

—A lo mejor… a lo mejor tú eras lo único que seguía siendo normal en su vida y quería conservarlo. Por eso no quiso inmiscuirte.

Lo sé, hasta para las cosas que no se me dan bien, soy alucinante. Aparta, Barney Stinson, ha llegado Leo Serafín.

—¿Tú crees? —me preguntó mi hermano con un brillo de esperanza en los ojos.

—Pues claro. Ahora solo tenemos que encontrar la manera de llegar hasta ella.

—No quiero parecer borde, Leo, pero esto no es como en las películas: no voy a salir corriendo al aeropuerto de madrugada para hablar con ella antes de que suba al avión y recordarle que sigo aquí.

—En eso te equivocas: la vida es como en las películas. Lo que pasa es que a veces los guiones son una patata y los actores, unos pardillos. Pero conmigo aquí, todo es posible.

Aarón se puso en pie.

—Lo digo en serio, Leo, olvídalo. En unos días voy a empezar el curso y lo que menos me apetece es obsesionarme con algo inalcanzable. Yo no soy como tú.

—¿No te gusta luchar por lo que quieres? —No me gusta perder el tiempo.

La puerta de la habitación se abrió en ese momento y los dos dimos un respingo.

—¿Qué hacéis todavía despiertos y hablando a voces? —preguntó nuestra madre en un agresivo susurro—. Los dos a la cama, ¡inmediatamente!

Se dio la vuelta y mi hermano la siguió. Antes de salir, se volvió hacia mí.

—Leo, se acabó. ¿OK? Prométemelo.

Puse los ojos en blanco y crucé los dedos de la mano tras el respaldo de la silla.

—Vale, vale. Lo prometo… —musité—. ¿Contento?

Por respuesta, dio media vuelta y desapareció cerrando la puerta.

Yo me desmoroné en la silla y me di un suave impulso para colocarme frente al ordenador. Por mucho que me gustara seguir con aquello, Aarón tenía razón. El juego terminaba ahí. Había sido entretenido imaginar toda suerte de locuras para llegar hasta Dalila mientras pensaba qué hacer con mi patética existencia, pero el asunto me superaba, por mucho que me costara reconocerlo.

Sin nada más que hacer, anduve cotilleando entre las carpetas de mi hermano para ponerme un poco al día de los dos últimos años. Encontré un par de archivos con fotos en las que salían mis hermanos y sus amigos. En otra, la más reciente, había imágenes de Aarón con Dalila en un parque. En ninguna salían besándose, pero sí en actitud bastante acaramelada. Definitivamente, no se lo había inventado.

Fui a apagar el ordenador cuando reparé en una última carpeta situada en la esquina inferior del escritorio. «Composiciones», se llamaba. Sin esperar un segundo, hice doble clic sobre ella y contemplé su contenido. Dentro había una decena de archivos de música sin más títulos que un puñado de números y dos carpetas más: «Partituras» y «Terminadas». Ignoré la primera y ataqué la segunda.

—Vaya… —musité mientras pasaba el ratón sobre los seis archivos que había. Escogí uno al azar y enchufé los auriculares a los altavoces para que nadie más descubriera lo que estaba a punto de escuchar.

Ni yo mismo me esperaba algo semejante.

La melodía comenzaba con los acordes de una guitarra. Más tarde entraron un teclado y un par de violines con una batería de fondo. Tenía fuerza, garbo y era endiabladamente pegadiza. Se abrazaba a mis neuronas y a mis terminaciones nerviosas con una sencillez pasmosa y me tentaba a ponerme en pie y comenzar a bailar, o al menos a llevar el ritmo con los pies y las manos.

Yo no era ningún experto en música (sí, cuando iba en coche ponía la radio y tal, pero apenas podía nombrar correctamente el título de una canción o su autor) y, aun así, supe que aquella música era buena. Muy buena, de hecho. Para mí y para cualquiera que la escuchase.

Y lo más increíble de todo era que la voz que la interpretaba era la de Aarón.

¿Desde cuándo cantaba así? Si alguien me hubiera dicho que se trataba de un profesional con varios Grammy a sus espaldas lo habría creído. Pero no. Era Aarón. ¡Mi hermano Aarón!

—Qué cabrón… —mascullé con mal disimulada envidia.

Tenía el tono perfecto, la afinación exacta y hacía esas cosas tan chulas con la voz, modulándola para conseguir un efecto casi hipnótico rollo profesional. Los graves, los agudos… ¡no había nota que se le resistiese! Y, encima, parecía cantar con el corazón. Sí, la idea me sonó cursi hasta a mí, pero no había otro modo de describirlo. ¿Cuándo había aprendido a cantar así? ¿Había recibido clases? ¿Y por qué yo no?

Sin darme cuenta me había ido inclinando sobre la mesa, con la mirada fija en las barras de sonido del reproductor. Cuando la canción terminó, volví a sentarme con la espalda en el respaldo con los últimos acordes de la canción desvaneciéndose en mi memoria. Quería escucharla de nuevo. Qué leches, ¡quería escuchar todas las demás!

Aquella canción era mil veces mejor que muchas de las que tenía cargadas en mi móvil.

¡Aquella canción sería mi pasaporte a la fama!

Todavía no sabía muy bien cómo, pero esa carpeta era una mina de oro lista para que yo la explotara. Sabía que mi hermano no estaría de acuerdo, pero si con ello, además, lograba acercarle a Dalila ¡todos saldríamos ganando!

—«Leo, se acabó» —recordé sus palabras.

Me di la vuelta con un mal presentimiento, pero continuaba solo. Si quería que aquello saliera bien, más me valía que Aarón se mantuviese al margen hasta que tuviera atados todos los cabos, o me obligaría a echar marcha atrás.

Con ánimos renovados, la emoción bullendo en mis venas y sin rastro del sueño que me había sobrevenido minutos antes, puse en la cola de reproducción el resto de las canciones y me las fui copiando en un pen drive.

—Hermanito, voy a hacernos famosos…