Aaron1

I hear in my mind all of these voices

I hear in my mind all of these words

I hear in my mind all of this music

Regina Spektor, «Fidelity».

ME deshice de la ropa cubierta de barro y la dejé en un rincón. Después abrí el armario y rebusqué entre el desorden hasta dar con un pantalón de chándal y una camiseta arrugada como un acordeón.

«La próxima vez, acuérdate de doblarla y no te pasará esto», imaginé que me decía mi madre. Como si eso fuera a cambiar en algo mi patética existencia.

Me dejé caer sobre la cama y cerré los ojos. Todavía me latía el corazón con fuerza.

Tras alejarme del sinvergüenza de Leo por la calle (¿de verdad había vuelto y había intentado hacerme creer que todo seguía igual?), di un rodeo y regresé a casa de Dal. No podía marcharme así como así, sin intentar al menos saludarla, conseguir que me viera, que me dijera algo. Perderla dos veces en un mismo día sin luchar habría sido demasiado, incluso para mí.

Así pues, mientras el show continuaba en la parte delantera de la casa, hice lo que cualquiera habría hecho en mi situación: me colé en el jardín trasero por un camino que había utilizado más de una vez en el pasado y me escabullí como un ladrón a través de las arizónicas que delimitaban la propiedad. Una vez al otro lado, me intenté sacudir toda la suciedad posible con las manos, pero los rotos y la humedad eran difíciles de arreglar (¡todo fuera por amor!).

Tardé diez segundos en ser descubierto y quince en ser atrapado. Dos tipos grandes como yetis se echaron sobre mí en cuanto advirtieron mi silueta recortada en las luces de sus linternas. Y, a pesar de todo, todavía tuve el valor de intentar escapar corriendo.

El resto es historia: me atraparon (obviamente), me interrogaron, me advirtieron de lo que les hacían a los tipos como yo y terminaron echándome un sermón sobre lo inconsciente que era mi generación, capaz de cualquier cosa por un mísero trozo de papel firmado por una superestrella.

Les intenté explicar que no era ningún fan enloquecido, que era el novio de Dalila y que, fuera como fuese, necesitaba hablar con ella; que todo se solucionaría en cuanto me viese. Si me escucharon, no dieron muestra de ello. Me llevaron en volandas hasta la puerta lateral del jardín y me dejaron allí tras explicarme lo que pasaría si volvía a intentar acercarme a la propiedad. Dalila, según comentaron, había ordenado expresamente que no quería ver a nadie durante su estancia allí.

Para entonces, el show estaba a punto de terminar. Me asomé una última vez para ver el escenario repleto de luces y serpentinas y música a todo volumen. Dalila abrazaba a sus padres y se despedía de todo el mundo frente a un cartel inmenso en el que se la veía caracterizada de Castorfa, guiñando un ojo, con unos paletos más grandes de lo normal y una mirada cómplice. Incluso así, estaba radiante.

Un grupo de chicos advirtieron entonces mi patética situación y me alejé de allí apresuradamente.

Ahora, en la soledad de mi habitación, con el jet lag revolviéndome el estómago y sin saber muy bien si lo que quería era dormir o permanecer despierto otras ocho horas más, lo que acababa de vivir me parecía una pesadilla. Un mal sueño del que olvidarme. Sí, quizá eso fuera lo más sencillo; incluso diría que lo correcto: si Dal no quería hablar con nadie (y ese nadie me incluía a mí), ¿de qué me servía seguir insistiendo? Por mucho que me doliese (y dolía como si me estuvieran punzando el pecho), ella había desaparecido. ¿Cuántas señales más necesitaba para pillar la indirecta? ¿Unos círculos de maíz en el jardín?

Y, aun así, no podía dejar de pensar en sus ojos, ni en su sonrisa, ni en lo que habíamos compartido. En definitiva, no podía quitarme de la cabeza aquella dichosa canción que me estaba machacando el cerebro. Como un autómata, metí la mano debajo de la almohada y saqué mi cuaderno de pentagramas, busqué una hoja en blanco y comencé a componer una melodía. Las notas viajaban de mi cabeza a mis dedos mientras la música iba abandonando mis terminaciones nerviosas para ofrecerme un respiro.

Al menos tuvieron que pasar cerca de diez minutos, en los que lo único que hice fue escribir sobre la hoja todo lo que tenía encerrado en el pecho, antes de empezar a sentirme mejor. Sabía que luego tendría que hacer un millón de arreglos y cambios, pero aquel era el momento que más disfrutaba de todo el proceso. A fin de cuentas, eran canciones que jamás saldrían de mi casa, de mi ordenador, ni probablemente de mi cuaderno. Y quería que siguiera siendo así. Unos escribían en diarios, otros en sus blogs, yo en mi cuaderno de partituras.

—¡A cenar! ¡Ya! —Los gritos de mi madre me sacaron de mi ensimismamiento—. ¡No lo voy a volver a repetir! ¡Esther! ¡Aarón!

Escondí el cuaderno, salté de la cama y abrí la puerta al mismo tiempo que mi hermana, que desde el otro lado del pasillo me repasó de arriba a abajo y negó con los ojos en blanco.

—Cierra la boca —le advertí antes de que soltara alguna de sus perlas de estilista principiante.

—Pero si no he dicho nada —se quejó. Contuvo una diabólica sonrisa y bajó las escaleras como una modelo. Cada vez tenía más claro que la confianza en uno mismo se había repartido entre tres de los cuatro hijos y yo no era uno de los agraciados.

Cuando llegamos, Alicia terminaba de poner los vasos en la mesa, alineándolos perfectamente con los platos. Para chincharla, Esther pasó la mano sobre algunos cubiertos y los movió de sitio.

—Eres idiota —comentó la pequeña con rabia contenida.

—Un poco sí que lo eres —convino Leo, sentado en la cabecera opuesta. En su lugar de siempre. Como si los dos últimos años no hubieran existido. Como si fuera lo más normal del mundo que nos acompañara en la cena.

Respiré hondo y me di la vuelta para llenar un vaso en la pila.

Hasta ese momento, el hecho de que Dalila se hubiera hecho famosa era lo único que mi aletargada mente había logrado procesar; lo único que me había preocupado. Pero ahora que ya había conseguido hacerme a la idea (más o menos) y que había encontrado una vía de escape a través de la música, otra realidad se me echó encima como una avalancha de nieve.

Leo había vuelto.

La última vez que lo vi (o que lo vimos, mejor dicho) fue dos años atrás. Una noche, al poco de que nuestros padres anunciaran su divorcio y antes de que mi padre se marchase, estalló una gran bronca en mitad de la cena. El ambiente estaba cargado desde hacía semanas, pero nunca había presenciado una discusión como la que se desató esa noche.

El motivo, como siempre que se trataba de Leo, fue el colegio. Mi hermano nunca había sido un buen estudiante. Todos los exámenes que no suspendía, los aprobaba con notas raspadas. Y eso, para un hombre como nuestro padre que solo aprobaba los sobresalientes y matrículas en nuestros expedientes, había sido motivo de castigos y disputas desde que tenía uso de razón. Nuestra madre, por otro lado, siempre intentaba mediar para calmar a ambas partes, pero con el tiempo había dejado de esforzarse y mi padre había tomado la delantera. Necesitábamos destacar en todo lo que nos propusiéramos, nos decía. De nada servía ir con el pelotón: debíamos ser siempre los primeros, costase lo que costase.

Cuando estaba a punto de presentarse al examen de selectividad, mi hermano recibió la carta con las notas del curso y nuestro padre se llevó las manos a la cabeza. Durante los seis años anteriores, Leo había estado convenciéndoles de lo mucho que le entusiasmaba la idea de estudiar derecho y terminar en un bufete de abogados, pero yo sabía la verdad. El mero hecho de plantearse aquel futuro asfixiaba y aterraba a mi hermano tanto como a mí la perspectiva de no poder compatibilizar las clases con la música.

Aquella noche, Leo no pudo continuar con la farsa y les dijo la verdad. Al principio lo escucharon en silencio, casi parecía que estaban haciendo un esfuerzo por comprenderlo. Pero cuando mi hermano mencionó que quería probar suerte en la televisión y el teatro, asistir a castings y apuntarse a una agencia, la mirada de mi padre se tornó glacial y su voz, áspera. Nos ordenó a mis hermanas y a mí que les dejáramos solos. Esther cogió a Alicia de la mano y la acompañó a la habitación. Yo me quedé en la puerta de la cocina escuchando.

Pronto quedaron atrás las buenas formas y comenzaron los gritos a los que ya nos habíamos acostumbrado. Pero esta vez mi hermano no se quedó en silencio con la cabeza gacha, sino que peleó con uñas y dientes, defendiendo los motivos por los que no quería seguir estudiando: la cantidad de gente que triunfaba sin tener una carrera, los millones que se movían en aquellos círculos, la alta probabilidad de salir adelante…

Mi padre le rebatió uno a uno todos sus argumentos.

—Soy mayor de edad, ¡ya tengo dieciocho años! —esgrimió Leo con desesperación.

—Mientras sigas viviendo bajo nuestro techo, importará poco si tienes veinte o cincuenta; acatarás nuestras órdenes.

Leo guardó silencio. Un silencio que puso aún más nervioso a mi padre. Después llegaron las amenazas y los avisos. Se examinaría de la selectividad, como estaba previsto, y entraría en una universidad para estudiar derecho. Si la nota no le daba, pagarían una privada. Si se negaba, tomarían medidas.

Poco después, Leo salió de la cocina sin tan siquiera dirigirme una mirada. Yo lo seguí por el pasillo sin saber muy bien qué decir para reconfortarlo. Por entonces tenía quince años y nuestro padre me parecía un auténtico monstruo.

—Pasa de él —le dije en un susurro, temeroso de que pudiera oírme mientras bajaba las escaleras hacia su cuarto—. Haz lo que te dé la gana. Si es tu sueño…

Leo se metió en su habitación y dio un portazo. Yo me quedé fuera con la palabra en la boca, dolido y extrañado.

Esa fue la última vez que lo vi.

Aquella misma noche, mientras todos dormíamos, mi hermano guardó su ropa en una mochila, entró a hurtadillas en mi habitación, vació mi hucha entera, me robó la bicicleta (la suya llevaba meses con la rueda pinchada) y se marchó para coger un tren a París.

Y ahora estaba en la cocina como si no hubiera ocurrido nada. Como si la rabia sentida hacia él por dejarme solo, o la impotencia de esperar a diario algún mensaje suyo, o los llantos de Alicia y el exasperante pasotismo de Esther no hubieran sido reales.

Como si todo pudiera ser como antes.

Terminé de beberme el agua y volví a la mesa. Mi madre había empanado filetes y estaba sirviéndolos mientras Alicia se echaba una cucharada de puré de patatas en su plato y le tendía la fuente a Esther. Me coloqué en mi lugar, junto a Leo, con la vista clavada en el plato y con la tensión de un arco a punto de disparar una flecha al mínimo roce. Tenía que relajarme. Respirar, espirar, resp…

—¿Quieres puré? —me preguntó él. Sin mirarlo, cogí la fuente y me serví con más fuerza de la necesaria, tirando parte del contenido de la cuchara en el mantel.

—¡Aarón! —se quejó mi madre.

No me molesté siquiera en pedir disculpas. Dejé la fuente en el centro y después recogí lo que se había caído con el dedo para llevármelo a la boca.

—Qué cerdo —dijo Esther, alzando la comisura de los labios en lo que era su gesto de desprecio más característico.

Un ángel cruzó la mesa (¿o fue el espíritu de las Navidades pasadas? Ja, ja). El caso es que nadie habló durante los cinco minutos siguientes. Solo cortábamos, masticábamos, tragábamos… Sonidos que iban calando en mis nervios como pequeñas descargas.

—Mi filete está crudo —se quejó Esther.

—Ya sabes dónde está la sartén —le respondió mi madre, pinchando un nuevo trozo con más fuerza de la necesaria y llevándoselo a la boca.

—Paso.

Había tanto que decir, tanto que reprochar y que perdonar…, Palabras que se habían acumulado a lo largo de todo ese tiempo, que habíamos logrado mantener escondidas en algún rincón oscuro y que ahora reclamaban nuestra atención. Nadie se atrevía a abrir la primera esclusa en aquella presa a punto de reventar.

—Oye, Leo, ¿por qué te fuiste?

Nadie excepto Alicia, claro.

Todos nos quedamos petrificados, como si alguien hubiera pulsado el botón de Pause en plena sitcom de la tele. No me hubiera extrañado lo más mínimo escuchar unas risas enlatadas.

Mi hermano dejó el tenedor y el cuchillo en su plato y me miró unos instantes antes de bajar la vista y encogerse de hombros.

—Supongo que tenía que encontrarme.

Alicia lo miró extrañada.

—No puedes perderte de ti mismo —dijo—. Es imposible. ¿A que es imposible, mamá?

—Es una forma de hablar, Ali —le explicó mi madre sonriendo solo con los labios. Los ojos estaban clavados en Leo.

—Necesitaba… necesitaba descubrir qué quería hacer con mi vida.

—¿Y eso no podías hacerlo aquí? —pregunté yo de improviso.

—No, tenía que estar solo —respondió él mirándome directamente.

Leo era el único de los ocho nietos que había heredado el color de ojos de nuestro abuelo paterno; de un verde intenso y cristalino, parecían hechos de jade. Tan transparentes que muchas personas se sentían intimidadas o perdían la concentración preguntándose si no serían lentillas cuando los miraban.

Tenía la misma nariz recta que nuestro padre; a juego con sus afiladas mejillas. Labios gruesos, dientes blancos y bien colocados (de nuevo, el único de los cuatro que no había tenido que llevar aparato para corregir la sonrisa), ni una sola marca de acné, el pelo negro despeinado meticulosamente… desde luego mis padres se habían esmerado con él. Y por si todo eso no fuera suficiente, encima parecía estar en mejor forma que cuando se marchó y tenía la inexplicable capacidad de convertir cualquier prenda de vestir que se pusiera en algo guay. Era fácil comprender por qué su obsesión por hacerse actor; la mitad del trabajo ya lo tenía hecho. No había ninguna chica en todo el colegio que no me hubiera preguntado alguna vez en los últimos años dónde se había metido o qué había sido de él. Ojalá hubiera podido responderles, aunque hubiera sido una mentira.

—Bueno, qué bien que por fin hayas vuelto. Te echaba de menos —concluyó Alicia satisfecha, sonriendo con ganas y llevándose un pegote de puré a la boca.

Leo bajó la mirada, turbado por el interrogatorio, y siguió comiendo. El resto permanecimos en silencio, sin mirarnos entre nosotros. Tampoco habría sabido qué decir. ¿Me alegraba de que Leo hubiera vuelto? Sí. ¿Seguía cabreado por haberse marchado de repente? También. ¿Lo odiaba por no haberse molestado en mandarme un mísero e-mail en todo este tiempo? Con todas mis fuerzas. ¿Podría llegar a perdonarlo? ¡Yo qué sabía!

Pero al mismo tiempo tenía tantas preguntas que hacerle… ¿Dónde había estado? ¿Por qué había vuelto? ¿Había logrado… encontrarse? ¿Cómo? ¿Lo sabía nuestro padre? ¿Cuánto tiempo llevaba por aquí? —Aarón, trae el postre— ordenó mi madre cuando todos terminamos de comer.

—¿Hay algo que no sea fruta? —preguntó Esther mientras le recogía su plato.

—Mandarinas y plátanos —respondió mi madre.

—Paso.

—No, no pasas. Conoces de sobra las normas de esta casa. Ya no estáis en casa de los abuelos.

Amontoné la vajilla y la llevé al fregadero. Mañana, Yvette, la mujer que llevaba limpiando en casa y preparándonos la comida de lunes a sábado desde que tenía uso de razón, terminaría con la faena. Saqué de la nevera un cesto con la fruta y lo puse en la mesa. Sin esperar, me abalancé sobre la única mandarina que quedaba, pero mi mano se encontró con la de Leo.

La aparté al momento. Él hizo lo mismo.

—Toda tuya —dijo.

—En realidad no me apetece.

De pronto pareció que no hubiera pasado el tiempo y me vi peleando con él por el último bombón, la última patata frita, el último trozo de pan… Y me di cuenta de lo mucho que lo había echado de menos.

—¡Pues para mí! —exclamó mi hermana pequeña, haciéndose con la mandarina.

El resto tuvimos que conformarnos con los tres plátanos restantes.

—Sé que estáis cansadas del viaje, niñas —dijo nuestra madre—, pero mañana quiero que miréis qué libros os faltan para clase y me lo digáis. Esta semana voy a dejar finiquitado este asunto, ¿me habéis entendido? Mis hermanas asintieron en silencio.

Las clases. Otro asunto pendiente. Otro motivo por el que estar agobiado. Si ahora me muriese, fijo, fijo, fijo que acabaría convertido en un alma en pena a lo Casper, incapaz de cruzar a la otra vida.

Solo me quedaba aquel curso para ingresar en la universidad y olvidarme completamente del colegio al que había asistido desde los tres años. En poco más de cuatro meses cumpliría los dieciocho y todavía entonces, siendo ya mayor de edad, tendría que pasar más de medio año en esa cárcel elitista.

Cuando terminamos, mi madre se puso en pie y le ordenó a mi hermana mayor que recogiera lo que faltaba.

—Los demás, a dormir, que ya es tarde. ¡Y no quiero oír ni una queja! —advirtió cuando Esther fue a protestar.

Me levanté de la mesa y me dirigí al pasillo. Leo me agarró del brazo antes de llegar a la escalera.

—Oye, ¿podemos hablar un momento? —preguntó con voz seria.

Me habría encantado tener el valor de mandarle a la mierda por segunda vez como se merecía, y haber esperado a ser yo quien tuviera ánimos de hablar, pero fui incapaz.

—Por favor —insistió—. Al menos dame una oportunidad… Me encogí de hombros y asentí.

Sin decir una palabra más, nos dirigimos al recibidor, cogimos nuestras respectivas cazadoras, guardé las llaves en el bolsillo del pantalón y salimos al jardín.

—¡Mamá! —oí gritar a Esther desde la cocina—. ¡Aarón y Leo se están escapando! ¿No has dicho que se fueran a dormir?

—Chivata… —mascullé.

—Esther, por el amor de Dios —respondió mi madre—, termina lo que estás haciendo y deja a tus hermanos en paz si no quieres quedarte sin móvil y ordenador hasta Navidades.

—No sé para qué tenemos criada…

—¡Esther!

Salimos de casa y yo deseé con fuerza que mi madre cumpliera el castigo. Después de pasar el verano entero con nuestros abuelos, mi hermana parecía haber olvidado lo que era la justicia materna.

Respiré con fuerza para calmar los nervios y seguí a Leo, camino de nuestro árbol.