Leo1

Even heroes have the right to dream

It’s not easy to be me.

Five For Fighting. «Superman».

SERÍA absurdo no reconocer que tenía pensado el comentario desde que le había visto. Necesitaba una entrada triunfal, una frase que rompiera el hielo y limase las asperezas entre Aarón y yo, que le recordara lo bien que nos habíamos llevado en el pasado. Y, por su cara, creo que lo había conseguido.

—Hola, hermanito —añadí abriendo los brazos para darle un abrazo.

Él me miró, frunció el ceño y me esquivó. Un poco más adelante se puso los auriculares, metió las manos en los bolsillos y se alejó a toda prisa.

—Mierda… —Mascullé. Puse los ojos en blanco y después eché a correr tras él, sorteando a toda la gente que se apelotonaba a nuestro alrededor—. ¿Te importaría esperarme?

No me hizo ningún caso. Se escurrió entre la muchedumbre hasta llegar a la calle perpendicular. Para cuando logré salir, me sacaba una amplia ventaja y me tocó echar una carrerita. ¡Genial!

En cuanto dejé atrás todo lo de Castorfa, la calle se ensombreció. Las escasas farolas proyectaban haces de luz tan frágiles e inseguros que amenazaban con desvanecerse con cada ráfaga de viento; ¿y se suponía que esa urbanización era de las más caras de Madrid?

Apreté el paso hasta colocarme junto a Aarón. Éramos los únicos viandantes. Todo el mundo debía de estar alrededor del escenario o en sus casas pegados a la televisión.

—Oye… —dije antes de empujarle suavemente en el hombro. Ni se inmutó.

Nuestras pisadas sobre la acera y la música enlatada que salía de sus auriculares eran los únicos sonidos a nuestro alrededor, aunque a lo lejos todavía podían oírse los gritos de la gente.

De un manotazo le quité uno de los cascos.

—Te vas a quedar sordo —le dije.

—Déjame en paz —protestó, volviéndoselo a colocar en su sitio.

—No, no te dejo —repliqué, y se lo volví a quitar.

—Pero ¿qué haces?

Esta vez me dio un empujón sacándome a la carretera desierta.

—Yo también me alegro de verte —dije tras componer una sonrisa conciliadora. Sabía que no iba a ser fácil y que había algunas cosas que hablar antes de que llegara a perdonarme.

—Pues yo no —me espetó—. Y si no te importa, me gustaría que me dejaras solo.

Había crecido considerablemente. La última vez que lo vi me llegaba por los hombros, pero ahora no le sacaba más de un par de dedos. Su mirada, azulada en mi memoria, grisácea bajo la luz de las farolas, me recordó a la de nuestro padre: calculadora pero con cierto brillo soñador, y algo taciturna, me atrevería a decir. Como si cargara con un peso que no le correspondía. ¡Ups! También había heredado de él su mandíbula marcada y los labios pequeños. Llevaba el pelo rubio oscuro hasta casi los hombros y bastante despeinado. Por lo demás, seguía siendo el hermano pequeño que recordaba. Verdaderamente testarudo si estaba molesto. Y ahora, por si cabía alguna duda, lo estaba.

—Aarón, espera. —Le agarré del brazo—. Tío, ¡espera un momento!, ¿quieres? Ya te he dicho que lo siento.

—No, no lo has dicho.

—Ah, ¿no? Bueno, pues eso. —En el silencio que siguió advertí una vacilación en sus ojos—. Un momento, a ti te pasa algo más…

Resopló con impaciencia y comenzó a girarse, pero lo volví a agarrar.

—¡Que me sueltes, joder! —me espetó con rabia. Obedecí al instante—. ¿Cómo tengo que decirte que quiero estar solo?

Vale, sabía que nuestra reconciliación no iba a ser sencilla, pero después de todo ese tiempo esperaba que las cosas se hubieran calmado un poco. Estaba claro que a mi hermano no le iba el lema de «Paz y amor». —Entiendo que estés todavía picado, pero no…

—¿Picado? —me interrumpió con frialdad, y se detuvo en seco—. Picado estaría si me hubieras abierto la hucha sin permiso pero no me hubieras dejado sin ahorros, o si hubieras tardado en llamar pero lo hubieras hecho. Picado estaría si me hubieras robado mi bicicleta pero me la hubieras devuelto, en lugar de encontrarla dos días después aparcada cerca de la estación de tren. No, Leo, no estoy picado. Lo que estoy es muy, muy cabreado.

Pude jurar que no mentía.

—Siento que tuvieras que pagar tú el pato, pero entiéndeme… —Su mirada me advirtió de que no haría ningún esfuerzo. Me revolví él pelo nervioso, y cambié de estrategia—. Quiero decir que, vale, tienes motivos para estar enfadado conmigo. Eso no te lo niego. Pero he vuelto y te he pedido disculpas, ¿qué más quieres que haga?

—Olvídame —dijo—, lo has hecho estupendamente durante dos años, no creo que te resulte difícil.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó corriendo.

Fruncí los labios y comencé a morderme las uñas, como siempre que me alteraba. ¿Es que no podía poner un poquito de su parte? Al fin y al cabo, yo tampoco lo había tenido fácil y estaba haciendo todo lo posible por enmendar el error.

Fui yo quien se encontró solo de pronto. Quien tuvo que marcharse lejos de su familia para intentar aclarar qué iba a hacer con su futuro sin tener que soportar los ruegos de una madre sobreprotectora y los gritos de un padre con dotes de mando militar; quien no había vuelto a ver a sus antiguos amigos porque seguramente estarían acomodados en sus perfectas universidades con sus perfectas novias…

Sí, no debería haber desaparecido de un día para otro, sin dar ninguna explicación, pero no me quedó otra alternativa. Y, de acuerdo, Aarón podía haberse enterado de mis motivaciones, ¡pero es que ni siquiera entonces yo mismo las entendía!

Di una patada a una raíz que sobresalía del jardín colindante y eché a andar hacia casa de muy mal humor y con el frío calándome hasta los huesos. En cualquier serie de televisión nuestra conversación habría sido muy diferente. Habría sido un reencuentro por todo lo alto con un abrazo final.

La realidad era un auténtico asco.

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Cuando llegué a casa metí la llave en la cerradura y forcejeé con ella un rato antes de recordar que la habían cambiado. Con resignación, llamé al timbre y esperé a que me abrieran. La maravillosa vida bohemia al estilo Rent había terminado para mí. Cuanto antes me hiciera a la idea de que el mundo había podido conmigo, mejor.

—Ya creía que habías vuelto a desaparecer —dijo mi madre de mal humor mientras abría la puerta con una mano y sujetaba un recipiente lleno de puré de patata en la otra.

Se llama Bárbara y lo normal cuando me fui de casa era verla colgada al teléfono móvil, o, en su defecto, al fijo de casa. Trabajaba de administradora en una importante firma de perfumes que, si bien le ofrecía al mes un salario para mantener aquella casa, la tenía explotada a tiempo completo. Quizá por eso siempre tenía la agenda ocupada con clases de yoga, chi kung, tai chi y una decena más de artes milenarias con nombre de menú chino, que, según decía, tonificaban su cuerpo y su mente.

De ahí mi desconcierto al verla tan atareada preparando la cena.

—¿Todavía no has hecho copia de las llaves? —me preguntó—. Coge las mías o pídele a Aarón que te deje las suyas.

—Sí, estará encantado —musité antes de quitarme la cazadora y colgarla en el armario del recibidor.

—¿Lo has encontrado?

—¿A quién? —repliqué entrando en la cocina. Aquella era una de las habitaciones más grandes de toda la casa. En ella podría haber cabido perfectamente el piso que había compartido en Londres y la mitad del de Nueva York. Juntos.

—¿Cómo que a quién? ¡A Aarón!

—¿No ha vuelto?

Mi madre echó un vistazo rápido al reloj de la pared y negó con exasperación.

—Desde que ha dejado sus maletas arriba, no. La cena ya casi está lista y todavía tiene que desempaquetar sus cosas y bajar toda la ropa sucia o se quedará sin lavar.

—!¿Qué?! ¿Sin lavar? —exclamé—. ¡Deprisa, coge a las niñas, que yo iré a por el coche!

Mi madre me fulminó con la mirada y yo sonreí.

—¿A que me echabas de menos?

—Vete a buscar a tus hermanas y diles que vayan bajando —ordenó. Después volvió a mirar la hora—. Pero ¿dónde se habrá metido este chico?

Mi madre no parecía llevar demasiado bien el hecho de que, de la noche a la mañana, sus cuatro hijos se hubieran vuelto a reunir bajo el mismo techo. Sin más dilación, me dispuse a cumplir los deseos de mi adorable madre.

Nuestra casa, como todas las que componían aquella urbanización, contaba con tres pisos y un jardín tan amplio que, a pesar de la piscina, la fuente y los columpios de madera, seguía pareciendo vacío.

Subí las escaleras saltándome varios escalones, sin detenerme a mirar las fotografías que colgaban de la pared y que me recordaban viejos tiempos que por el momento prefería olvidar, y me detuve frente a la primera puerta que encontré a la derecha.

La habitación de mi madre estaba al fondo del pasillo. La de mi hermano en la otra punta y, entre medias, había un baño frente al cual se encontraba el cuarto de Alicia y Esther. La mía, como no podía ser de otro modo, estaba en los calabozos del castillo.

Llamé con los nudillos un par de veces antes de abrir la puerta.

—Se supone que hay que esperar a que te den permiso para entrar después de llamar —me espetó Esther desde la cama sin levantar la mirada de la revista que estaba hojeando.

—¡Déjalo en paz! —exclamó Alicia corriendo hacia mí y saltando a mis brazos—. Pinchas —añadió cuando le planté un beso en la mejilla.

Al menos había alguien que se alegraba de tenerme de vuelta.

—Mañana me afeitaré, lo prometo.

—Como si tu palabra valiera algo —musitó mi otra hermana.

Supongo que yo era igual o peor a su edad, pero era mucho más duro tener que soportarlo desde fuera. Como mi ex compañero de piso Kevin decía, a los adolescentes deberían meterlos en jaulas, mandarlos a un búnker, aislarlos en la Antártida y dejarlos allí hasta que cumplieran los dieciocho. Solía dictar sentencia en temas que apenas conocía debido a su fama como bloguero y buscador de tendencias, pero en casos como este, me gustaría saber dónde firmar.

Esther tenía quince y ya se vestía como si tuviera veinticinco. En las escasas horas que había pasado con ellas, lo único que había hecho era encender el ordenador, colocar toda su ropa en un montón a la entrada de su cuarto para que se la recogiesen y se la dejasen en el armario al día siguiente perfectamente planchada, y hablar por teléfono. ¿Qué clase de monstruo estaban criando en esta reserva?

Su parte de la habitación estaba plagada de pósters de cantantes y actores tan retocados que parecían digitales. El armario, junto a la puerta, estaba forrado con fotos, entradas de conciertos, pegatinas y etiquetas de ropa. Cuando me marché imitaba el estilo de Hannah Montana. Dos años más tarde, parecía sacada de Gossip Girl.

Alicia, por el contrario, seguía siendo una niña. Acababa de cumplir nueve años y todavía se ilusionaba cuando alguien le pedía que le enseñara sus dibujos o le preguntaba por el colegio. El fondo de la habitación era su territorio y cada centímetro cuadrado estaba pintado de verde suave, su color favorito. Incluso el edredón de la cama era de esa tonalidad, con ovejas y vacas pastando en un prado de algodón. Sus estanterías estaban llenas a rebosar de películas y peluches perfectamente ordenados. No había nada que le gustara más que explicar las razones por las que Baloo iba delante de Winnie the Pooh o por qué había castigado a su hipopótamo tristón en un rincón.

Les dije que nos esperaban abajo.

—Yo paso de cenar —repuso Esther.

—¿Por qué? —pregunté.

Miró al techo y negó con exasperación.

—Porque no tengo hambre… y porque no me da la gana. ¿Cómo lo ves?

—Déjala —convino Alicia—. Está en la edad del gallo.

—Se dice la edad del pavo, idiota —la corrigió la otra.

Si Aarón había heredado los rasgos de mi padre, Alicia y ella habían heredado los de mi madre. Ambas tenían el pelo rubio, más claro que mi hermano. La más pequeña, rizado y del color de la vainilla. La otra, liso como una tabla. Sus ojos eran desconcertantemente idénticos: azules, grandes e inquisitivos. Pero donde una destilaba condescendencia, la otra era pura dulzura. Ojalá permaneciera así para siempre.

—Tranquilo —me dijo Alicia cerrando los ojos con seriedad—. Es un caso perdido.

No pude por menos de reír.

—Como no os larguéis, aviso a mamá.

—Ya nos vamos, tranquila. —Abrí la puerta y dejé pasar a Alicia delante—. Pero ten cuidado, no vaya a estallarte la cabeza de tanto leer esas porquerías.

—¡¡¡Mamá!!!

En cuanto cerré la puerta, oí un golpe seco al otro lado. Posiblemente, un libro o la funda de sus Ray-Ban.

—¿Qué está pasando ahí arriba? —preguntó mi madre. Antes de que pudiéramos responder, oímos un portazo—. Vaya, por fin te dignas aparecer.

—Me he entretenido. —Era Aarón.

—Ya, pues tu maleta sigue igual que la has dejado y me tienes que ayudar con el jardín. ¿Y qué has hecho con tu ropa? ¡Está hecha un asco!

Mi hermano dejó las llaves con un tintineo en el plato de la mesa de entrada y se dirigió a las escaleras. Cuando nos vio en lo alto, se volvió hacia mi madre.

—A lo mejor puede ayudarte Leo ahora que ha vuelto.

Aarón pasó a nuestro lado sin dirigirme una sola mirada, le dio una palmada a Alicia en la cabeza y se metió en su cuarto.

—¡La cena ya está! —volvió a gritar mi madre.

Volví la mirada atrás un instante y suspiré. Hogar, dulce hogar.