—¿Pasaste una buena velada? —preguntó Gilbert, más distraído que nunca mientras la ayudaba a subir al tren.
—Ah, encantadora —dijo Ana, que sentía que, para decirlo con las espléndidas palabras de Jane Welsh Carlyle, «había pasado la velada en el potro de los tormentos».
—¿Por qué te peinaste así? —preguntó Gilbert, distraído todavía.
—Es la nueva moda.
—Bueno, no te queda bien. Puede quedar bien para otro cabello, pero no para el tuyo.
—Ah, es una gran pena tener el cabello rojo —dijo Ana con frialdad.
Gilbert pensó que sería prudente abandonar un tema peligroso. Ana siempre había sido un poco demasiado quisquillosa con su cabello. Además, él estaba demasiado cansado para hablar. Apoyó la cabeza contra el respaldo del asiento y cerró los ojos. Por primera vez, Ana notó el primer asomo de gris en el cabello de las sienes de Gilbert. Pero endureció su corazón.
Caminaron hasta la casa en silencio desde la estación de Glen; tomaron el atajo a Ingleside. El aire estaba lleno de perfume a abetos y helechos. La luna brillaba sobre campos mojados por el rocío. Pasaron por una vieja casa abandonada con tristes y rotas ventanas que una vez habían danzado con la luz. «Igual que mi vida», pensó Ana. Todo parecía tener para ella un terrible significado ahora. La mariposa blanca que revoloteó junto a ellos en el jardín era, pensó ella con tristeza, como un fantasma del amor muerto. Entonces, se enganchó el pie en un aro de croquet y casi se cae de cabeza sobre un macizo de flox. ¿Por qué los niños dejaban esas cosas tiradas en el suelo? ¡Mañana les hablaría seriamente!
Gilbert sólo dijo «¡Epa!», y la sostuvo con una mano. ¿Habría actuado con la misma frialdad de haber sido Christine la que se tropezaba mientras dilucidaban el significado de la salida de la luna?
Gilbert se apresuró a dirigirse a su escritorio apenas estuvieron dentro de la casa, y Ana fue en silencio al dormitorio, donde la luz de la luna yacía sobre el piso, quieta, plateada y fría. Fue hasta la ventana abierta y miró para afuera. Era evidentemente la noche elegida por el perro de Carter Flagg para ladrar y estaba poniendo el alma entera en la tarea. Las hojas del álamo de Lombardía brillaban como plata a la luz lunar. A su alrededor, la casa parecía susurrarle esta noche, susurrarle de una manera siniestra, como si ya no fuera su amiga.
Ana se sintió descompuesta, fría, vacía. El oro de la vida se había convertido en hojas mustias. Nada tenía ya significado. Todo parecía remoto e irreal.
Allá abajo, la marea cumplía su antiquísima cita con la costa. Ahora que Norman Douglas había cortado su bosque de abetos, se podía ver la Casita de los Sueños. ¡Qué felices habían sido allí, cuando era suficiente estar juntos en su propia casa, con sus sueños, sus caricias, sus silencios! Todo el color de las mañanas en sus vidas… Gilbert mirándola con esa sonrisa en los ojos, esa sonrisa que reservaba sólo para ella, encontrando todos los días una nueva manera de decir «te amo», compartiendo las risas como compartían el dolor.
Y ahora… Gilbert se había aburrido de ella. Los hombres siempre habían sido así, y siempre lo serían. Ella había creído que Gilbert sería una excepción pero ahora sabía la verdad. ¿Y cómo haría ella para adaptar su vida a esto?
«Están los niños, por supuesto —pensó, con tedio—. Debo seguir viviendo por ellos. Y nadie debe saberlo… nadie. No quiero que me tengan lástima».
¿Qué era eso? Alguien subía la escalera de a tres escalones, como solía hacer Gilbert hacía mucho tiempo en la Casa de los Sueños, como hacía ya tanto tiempo que no subía. No podía ser Gilbert… ¡pero sí era!
Irrumpió en la habitación, arrojó un paquetito sobre la mesa, agarró a Ana de la cintura y bailó con ella por todo el dormitorio como un escolar enloquecido; por fin, sin aliento, se detuvo bajo una mancha plateada de luz de luna.
—Yo tenía razón, Ana, gracias a Dios, ¡yo tenía razón! La señora Garrow se va a curar, lo dijo el especialista.
—¿La señora Garrow? Gilbert, ¿te has vuelto loco?
—¿No te lo dije? Claro que te lo dije, bueno, supongo que era un tema tan doloroso, que ni siquiera podía hablar de él. Hace dos semanas que estoy obsesionado, no he podido pensar en otra cosa, ni despierto ni dormido. La señora Garrow vive en Lowbridge y era paciente de Parker. Él me llamó para una consulta y yo hice un diagnóstico diferente del suyo, casi nos peleamos… yo estaba seguro de tener razón, insistí en que había una oportunidad. La mandamos a Montreal, aunque Parker dijo que no regresaría viva. El marido estaba dispuesto a pegarme un tiro cuando me viera. Cuando ella estaba allá, comencé a cuestionarme: tal vez sí me equivocaba, tal vez estaba torturándola sin necesidad. Encontré la carta en mi escritorio, ahora cuando entré… yo tenía razón, la operaron y tiene excelentes probabilidades de vivir. Ana, nenita, ¡podría saltar por encima de la luna! He rejuvenecido veinte años.
Ana no sabía si ponerse a reír o a llorar, de modo que comenzó a reír. Era hermoso poder reír otra vez, hermoso tener ganas de reír. Súbitamente todo volvía a estar bien.
—¿Supongo que ésa es la razón por la cual olvidaste nuestro aniversario? —lo aguijoneó.
Gilbert la soltó lo suficiente como para agarrar el paquetito que había dejado sobre la mesa.
—No lo olvidé. Hace dos semanas mandé pedir esto a Toronto. Y no llegó hasta esta noche. Me sentí tan mal esta mañana por no tener nada para darte que no dije nada; pensé que tú te habías olvidado, esperaba que te hubieras olvidado. Cuando entré en el escritorio, ahí estaba mi regalo, junto con la carta de Parker. A ver si te gusta.
Era un pequeño colgante de diamantes. Incluso a la luz de la luna resplandecía como algo vivo.
—Gilbert… y yo…
—Pruébatelo. Ojalá hubiera llegado esta mañana, entonces habrías tenido algo para ponerte para la cena, algo que no fuera ese viejo corazón de esmalte. Aunque quedaba bastante bonito acurrucado en ese pocito que tienes en la garganta, mi amor. ¿Por qué no te dejaste el vestido verde, Ana? Me gustaba, me hizo recordar aquel vestido con los capullitos de rosa que tenías en Redmond.
(¡Pero entonces se había fijado en el vestido! ¡Y todavía recordaba aquel viejo vestido que tenía en la época de Redmond y que a él le gustaba tanto!).
Ana se sintió como un pájaro liberado; volaba otra vez. Los brazos de Gilbert la rodeaban; los ojos de él se miraban en los suyos a la luz de la luna.
—¿Me amas, Gilbert? ¿No soy sólo un hábito para ti? Hace tanto tiempo que no me dices que me quieres…
—¡Mi querido, querido amor! No creí que necesitaras palabras para saberlo. No podría vivir sin ti. Tú siempre me das fuerzas. Hay un versículo de la Biblia que es especial para ti: «Ella le hará a él el bien y jamás el mal todos los días de su vida».
La vida que había parecido tan gris y tonta un rato antes era otra vez dorada, rosada y espléndidamente irisada. El colgante de diamantes cayó al suelo, sin que nadie se diera cuenta por el momento. Era hermoso, pero había tantas cosas mucho más hermosas: la confianza, la paz, un trabajo agradable, las risas, la bondad…ese viejo y seguro sentimiento de un amor cierto.
—¡Ay, Gilbert, si pudiéramos hacer que este instante durara para siempre!
—Vamos a tener más momentos. Es hora de que tengamos una segunda luna de miel. Ana, habrá un gran congreso médico en Londres en febrero. Vamos a ir, y después vamos a ver un poco del Viejo Mundo. Vamos a tomarnos vacaciones. No seremos más que amantes otra vez, será como estar recién casados. Hace tiempo que no eres la de antes.
(De manera que se había dado cuenta).
—Estás cansada y excedida de trabajo; necesitas un cambio.
(Tú también, amor mío. He estado tan terriblemente ciega).
—No voy a permitir que me echen en cara que las esposas de los médicos nunca tienen los remedios que les hacen falta. Regresaremos descansados, con nuestro sentido del humor completamente restaurado. Bien, pruébate el colgante y vamos a la cama. Estoy medio muerto de sueño, hace semanas que no duermo como se debe, entre los mellizos y lo que me preocupaba por la señora Garrow.
—¿De qué hablasteis Christine y tú tanto rato en el jardín esta noche? —preguntó Ana, pavoneándose frente al espejo con sus diamantes.
Gilbert bostezó.
—Ah, no sé. Christine no dejaba de parlotear. Pero algo de lo que me dijo es factual. Una pulga puede saltar doscientas veces su largo. ¿Sabías eso, Ana?
(¿Estaban hablando de pulgas mientras yo me retorcía de celos? ¡Qué idiota he sido!).
—¿Y cómo fue que llegaron al tema de las pulgas?
—No me acuerdo, tal vez fue derivación del tema de los Dobermann pinschers.
—¡Dobermann pinschers! ¿Y qué son los Dobermann pinschers?
—Un nuevo tipo de perro. Christine parece ser una experta en razas caninas. Yo estaba tan obsesionado con la señora Garrow, que no le presté demasiada atención a lo que me decía. Aquí y allí, pescaba una palabra sobre complejos y represiones, esa nueva psicología que está apareciendo, y sobre arte, y gota, y política, y ranas.
—¡Ranas!
—Unos experimentos que está llevando a cabo un investigador de Winnipeg. Christine nunca fue muy entretenida, pero ahora está más aburrida que nunca. ¡Y maliciosa! Antes no era maliciosa.
—¿Qué te dijo que te pareció malicioso? —preguntó Ana, inocentemente.
—¿No te diste cuenta? Ah, supongo que no, estás tan lejos de esas cosas… Bueno, no importa. Esa risa suya me irritó los nervios. Y qué gorda está. Gracias al cielo que tú no engordaste, Ana, nenita.
—Ah, a mí no me pareció tan gorda —dijo Ana, caritativa—. Y por cierto que es una mujer muy hermosa.
—Más o menos. Pero se le han endurecido los rasgos; tiene tu misma edad pero parece diez años mayor.
—¡Y tú hablándole de juventud inmortal!
Gilbert sonrió con aire culpable.
—Uno tiene que decir cosas amables. La civilización no puede existir sin un poquito de hipocresía. Ah, Christine no es mala, aunque no pertenezca a la raza de José. No es culpa suya quedarse sin su parte de la sal de la Tierra. ¿Qué es esto?
—Mi recuerdo de nuestro aniversario para ti. Y me tienes que dar un centavo; no quiero correr riesgos. ¡El tormento por el que he pasado esta noche! Estaba muerta de celos de Christine.
Gilbert pareció sinceramente asombrado. Jamás se le había ocurrido que Ana pudiera estar celosa de nadie.
—Pero, Ana, nenita, jamás pensé que pudieras ponerte celosa.
—Pero sí. Y hace unos años, estaba loca de celos por tu correspondencia con Ruby Gillis.
—¿Yo me escribí alguna vez con Ruby Gillis? Me había olvidado. ¡Pobre Ruby! Pero ¿y qué me dices de Roy Gardner? El muerto se asusta del degollado.
—¿Roy Gardner? Philippa me escribió no hace mucho y me dijo que lo había visto y que está francamente corpulento. Gilbert, el doctor Murray ha de ser muy eminente en su profesión, pero parece un palo, y el doctor Fowler parecía un bollo. Tú estabas tan guapo, tan íntegro al lado de ellos.
—Ah, gracias, gracias. Eso es algo que sólo una esposa puede decir. Para devolverte el cumplido, para mí estabas más guapa que de costumbre, Ana, a pesar de ese vestido. Tenías un poco de color y los ojos con un brillo… ¡Ah, qué placer! No hay nada como la cama cuando uno está destrozado. Hay otro versículo en la Biblia… ¡qué extraño cómo lo que uno aprende en la escuela dominical vuelve a aparecerse durante toda la vida!… «Me acostaré en paz y dormiré». En paz… y dormiré… buenas noches.
Gilbert estaba dormido casi antes de terminar de hablar. ¡Queridísimo Gilbert, tan cansado! Que nacieran niños o no, nadie interrumpiría su descanso esa noche. El teléfono podía sonar hasta quedarse ronco.
Ana no tenía sueño. Era demasiado feliz para dormirse, por el momento. Se movió sin hacer ruido por la habitación, guardando cosas, trenzándose el pelo, siendo una mujer amada. Por fin se puso una bata y cruzó el corredor para ir a la habitación de los varones. Walter y Jem en sus camas y Shirley en su camita estaban profundamente dormidos. Camarón, que había sobrevivido a generaciones de graciosos gatitos y se había convertido en un hábito de la familia, estaba enrollado sobre sí mismo a los pies de Shirley. Jem se había quedado dormido en la mitad de la lectura de El libro de la vida del capitán Jim, que estaba abierto sobre la colcha. ¡Caramba, qué largo parecía Jem debajo de las mantas! Pronto sería grande. ¡Qué muchachito tenaz y confiable era! Walter sonreía en sueños, como quien conoce un secreto encantador. Atravesando los barrotes de la ventana, la luna brillaba sobre su almohada y arrojaba la sombra de una cruz bien dibujada sobre la pared encima de su cabeza. En años por venir, Ana recordaría esto y se preguntaría si no había sido un presagio de Courcelette, de una tumba marcada por una cruz «en algún lugar de Francia». Pero esta noche era sólo una sombra, nada más. A Shirley casi se le había ido el sarpullido del cuello. Gilbert tenía razón.
Él siempre tenía razón.
Nan, Diana y Rilla dormían en la habitación de al lado. Diana, con sus preciosos rizos rojos que le cubrían la cabeza, y una manita bronceada por el sol debajo de la mejilla, y Nan, con sus larguísimas pestañas sobre su mejilla. Los ojos, detrás de esos párpados con venitas azules, eran color avellana, como los de su padre. Y Rilla dormía panza abajo. Ana la dio vuelta, pero los ojos cerrados con fuerza no se abrieron ni por un instante.
Todos crecían tan rápido… En pocos años más, serían jóvenes hombres y mujeres, jóvenes de puntillas, expectantes, elevados sobre sus dulces y osados sueños, pequeños buques que zarparían del puerto seguro rumbo a puertos desconocidos. Los muchachos se irían a hacer lo que eligieran, y las niñas… ah, entrevistas entre la niebla, podían vislumbrarse las formas de hermosas novias que bajaban las viejas escaleras de Ingleside.
Pero todavía seguirían siendo suyos por unos años más… suyos para que los meciera y los guiara, para que les cantara las canciones que tantas madres habían cantado. Suyos… y de Gilbert.
Salió y atravesó el vestíbulo hasta la ventana del mirador. Todas sus sospechas, sus celos y su resentimiento se habían desvanecido donde se desvanecen las lunas viejas. Se sentía confiada, alegre y ligera.
—¡Blythe! ¡Me siento Blythe! —dijo, riendo ante el tonto juego de palabras—. Me siento exactamente como me sentí aquella mañana en que Pacifique me dijo que Gilbert se curaría.
Allá abajo estaban el misterio y la maravilla de un jardín nocturno. Las colinas lejanas, con polvo de luna eran un poema. Antes de que pasaran muchos meses, ella estaría viendo la luz de la luna en las distantes y difusas colinas de Escocia, en Melrose, en las ruinas de Kenilworth, en la iglesia junto al Avon, donde dormía Shakespeare, tal vez incluso en el Coliseo, en la Acrópolis, en tristes ríos que corrían sobre imperios muertos.
La noche estaba fresca; pronto vendrían las noches más frías, más áridas del otoño; luego la nieve profunda, la blanca nieve profunda, la blanca y fría nieve profunda del invierno, noches con la fiereza del viento y las tormentas. Pero ¿qué importaba? Habría la magia del fuego encendido en habitaciones amables… ¿acaso no había comentado Gilbert no hacía mucho que estaba consiguiendo leños de manzano para quemar en el hogar? Glorificarían los días grises que iban a venir. ¿Qué importarían la nieve caída y el viento áspero cuando el amor ardía claro y brillante, con la primavera más allá? Y todas las pequeñas dulzuras de la vida salpicando el camino.
Se apartó de la ventana. Con su bata blanca, con el cabello peinado en dos largas trenzas, parecía la Ana de los días de Tejas Verdes, de los días de Redmond, de los días de la Casa de los Sueños. Ese resplandor interno todavía se irradiaba de ella. A través de la puerta abierta, se oía el tenue ruido de la respiración de los niños. Gilbert, que rara vez roncaba, estaba sin duda alguna roncando ahora. Ana sonrió, divertida. Pensó en algo que había dicho Christine. Pobre mujer sin hijos, arrojando sus pequeños dardos de sarcasmo.
—¡Qué familia! —repitió Ana, llena de júbilo.