40

El niño esperado llegó demasiado pronto. Gilbert fue requerido a las nueve de la noche del lunes. Ana lloró hasta quedarse dormida y se despertó a las tres. Solía ser delicioso despertarse en medio de la noche, quedarse mirando por la ventana la envolvente belleza de la noche, oír la respiración regular de Gilbert a su lado, pensar en los niños, al otro lado del pasillo, y en el hermoso día que se acercaba. ¡Pero ahora! Ana seguía despierta cuando el alba, clara y verde como el fluoruro, estaba en el cielo del saliente, y por fin Gilbert llegó a casa. «Mellizos», dijo a secas al tiempo que se arrojaba sobre la cama y se quedaba dormido en un minuto. ¡Mellizos, caramba! El alba de tu decimoquinto aniversario de bodas y todo lo que tu marido es capaz de decirte es «mellizos». Ni siquiera se había acordado de que era el aniversario.

Al parecer, Gilbert todavía no se había acordado cuando bajó, a las once. Por primera vez no lo mencionó; por primera vez no tenía un regalo para ella. Muy bien, él tampoco recibiría su regalo. Ella lo tenía preparado desde hacía semanas: una navaja con mango de plata, con la fecha de un lado y sus iniciales del otro. Claro que él tendría que comprársela a ella, pagándole un centavo, para que no cortara el amor entre los dos. Pero como él se había olvidado, ella también se olvidaría, en represalia.

Gilbert pareció estar sumido en una especie de sopor todo el día. Apenas le dirigió la palabra a nadie y anduvo merodeando por la biblioteca. ¿Estaba perdido en el entusiasmo de volver a ver a su Christine? Probablemente había estado anhelando verla todos estos años. Ana sabía bien que esa idea era completamente irracional pero ¿cuándo fueron racionales los celos? Era inútil intentar ser filosófica. La filosofía no causaba ningún efecto sobre su estado de ánimo.

Irían a la ciudad en el tren de las 17:00.

—¿Podemos id a ved tu vestido, mamá? —preguntó Rilla.

—Ah, si quieren —dijo Ana, pero en seguida se controló. Caramba, si hasta se le había puesto la voz desagradable—. Ven, mi amor —agregó, arrepentida.

A Rilla nada le encantaba tanto como ver vestirse a su madre. Pero hasta Rilla se dio cuenta de que mamá no se estaba divirtiendo mucho esa noche.

Ana pensó bastante qué vestido ponerse. No porque importase mucho lo que se pusiera, se dijo a sí misma con tristeza. Gilbert ya no se fijaba. El espejo ya no era su amigo, se veía pálida y cansada y… no querida. Pero no debía parecer demasiado campesina y anticuada delante de Christine. (No voy a darle pena). ¿Se pondría el nuevo vestido de tul verde manzana sobre un forro con capullos de rosa? ¿O el de gasa de seda color crema con la chaquetita corta de encaje de Cluny? Se probó los dos y se decidió por el de tul. Probó varios peinados y llegó a la conclusión de que la nueva onda sobre la frente, estilo pompadour, le quedaba muy bien.

—¡Ay, mamita, estaz hermosa! —exclamó Rilla, con los ojos muy abiertos llenos de admiración.

Bien, se supone que los niños y los locos dicen la verdad. ¿No le había dicho una vez Rebecca Dew que ella era «comparativamente hermosa»? En cuanto a Gilbert, él solía decirle cumplidos antes pero ¿cuándo, en los últimos meses, le había dicho alguno? Ana no recordaba ninguno.

Gilbert pasó, camino a su vestidor, y no dijo ni una palabra sobre su vestido nuevo. Ana se quedó un momento inmóvil, ardiendo de resentimiento; luego, con irritación, se quitó el vestido y lo arrojó sobre la cama. Se pondría su viejo vestido negro, considerado extremadamente «elegante» en los círculos de Cuatro Vientos, pero que a Gilbert nunca le había gustado. ¿Qué se pondría en el cuello? Las cuentas de Jem, aunque valoradas durante años, hacía tiempo que habían dejado de existir. De verdad que no tenía ni un collar como la gente. Bien, sacó el estuche con el corazoncito de esmalte rosa que le había regalado Gilbert en Redmond. Rara vez se lo ponía ahora; después de todo, el rosa no le quedaba bien con sus cabellos rojos, pero esta noche sí se lo pondría. ¿Se daría cuenta Gilbert? Bien, ya estaba lista. ¿Por qué tardaba Gilbert? ¿Qué lo hacía tardar tanto? ¡Ah, sin duda se estaba afeitando con mucho esmero! Ella golpeó a la puerta.

—Gilbert, vamos a perder el tren si no te apresuras.

—Pareces una maestra de escuela —dijo Gilbert, saliendo—. ¿Algún problema con tus metatarsos?

Ah, qué gracioso. Ella no quiso pensar en lo bien que le quedaba a él el frac. Después de todo, las modas actuales en ropa masculina eran realmente ridículas. Sin ningún encanto. ¡Qué espléndido habría sido en «los amplios días de la Gran Isabel», cuando los hombres podían ponerse casacas de satén blanco, capas de terciopelo rojo y cuellos de encaje! Sin embargo, no eran afeminados. Eran los más maravillosos y aventureros de los hombres desde que el mundo era mundo.

—Bueno, vamos, si tienes tanta prisa —dijo Gilbert, distraído. Ahora siempre estaba distraído cuando le hablaba. Ella era apenas parte del mobiliario… ¡sí, un mueble más!

Jem los llevó hasta la estación. Susan y la señorita Cornelia (que había ido a preguntarle a Ana si podían depender de ella como siempre para que preparara las patatas en escalope para la comida de la iglesia) se quedaron mirándolos con admiración.

—Ana no pierde terreno —dijo la señorita Cornelia.

—Así es —secundó Susan, aunque en las últimas semanas me he preguntado más de una vez si no anda mal del hígado. Pero está bonita como siempre. Y el doctor tiene el estómago chato que siempre ha tenido.

—Una pareja ideal —dijo la señorita Cornelia.

La pareja ideal no dijo nada especialmente hermoso en todo el camino hasta la ciudad. ¡Claro que Gilbert estaba demasiado profundamente conmocionado ante la posibilidad de ver a su antigua amada como para hablarle a su esposa! Ana estornudó. Comenzó a temer un catarro. ¡Qué espantoso sería exhibir un catarro toda la noche bajo la mirada de la señora de Andrew Dawson, Christine Stuart de soltera! Tenía un punto doloroso sobre el labio; era probable que le apareciera una llaguita. ¿Habría estornudado Julieta alguna vez? ¡Imagínense a Porcia con sabañones! ¡O a la argiva Helena con hipo! ¡O a Cleopatra con callos!

Cuando Ana entró en la residencia de los Barrett Fowler, tropezó en la cabeza de oso de la alfombra del vestíbulo, trastabilló a través de la puerta de la sala, pasó por entre la selva de muebles atiborrados y el fandango en falsos dorados que la señora Barrett Fowler llamaba su sala, y cayó sobre el sofá grande, por suerte, sentada. Miró a su alrededor espantada, buscando a Christine, pero se dio cuenta, agradecida, de que Christine todavía no había hecho su aparición. ¡Qué horrible habría sido si hubiera estado sentada allí, y hubiera mirado, divertida, que la esposa de Gilbert Blythe entraba como si estuviera borracha! Gilbert ni siquiera le preguntó si se había lastimado. Ya estaba absorto en una conversación con el doctor Fowler y un desconocido doctor Murray, oriundo de New Brunswick, autor de una notable monografía sobre enfermedades tropicales, que estaba causando sensación en los círculos médicos. Pero Ana se dio cuenta de que cuando entró Christine, anunciada por un perfume a heliotropo, la monografía fue olvidada de inmediato. Gilbert se puso de pie con una muy evidente luz de interés en los ojos.

Christine se detuvo un momento, impresionante, en el umbral. Ella no era de las que se tropiezan en las cabezas de los osos. Christine, recordó Ana, había tenido siempre esa costumbre de detenerse en una puerta para exhibirse. Y sin duda, consideraba que ésta era una excelente oportunidad de mostrarle a Gilbert lo que había perdido.

Vestía un traje de terciopelo violeta con largas mangas sueltas, bordeadas de oro, y una cola bordeada con encaje de oro. Una cinta de oro sujetaba sus cabellos todavía oscuros. Una larga y delgada cadena de oro salpicada de diamantes le rodeaba el cuello. Al instante, Ana se sintió anticuada, provincial, improvisada, mal vestida y seis meses atrasada en la moda. Deseó no haberse puesto ese tonto corazón de esmalte.

No había dudas de que Christine estaba tan guapa como siempre. Algo excesivamente acicalada y bien conservada, tal vez, y, sí, considerablemente más gorda. La nariz por cierto no se le había acortado y el mentón era claramente el de una mujer de edad media. De pie en el umbral así, se notaba que tenía los pies de un tamaño… considerable. ¿Y ese aire suyo de distinción no era ya un poco gastado? Pero las mejillas seguían siendo como suave marfil y los grandes ojos azules seguían mirando con el mismo brillo debajo de esa intrigante arruga paralela que había sido tenida por tan fascinante en Redmond. Sí, la señora de Andrew Dawson era una mujer muy hermosa, y no daba para nada la impresión de que su corazón hubiera sido enterrado en la misma tumba con el dicho Andrew Dawson.

Christine tomó posesión de toda la habitación al instante de entrar. Ana se sintió como si no estuviera presente, siquiera. Pero se sentó muy erguida. Christine no vería un despojo humano agobiado por los años. Entraría en el campo de batalla con las banderas desplegadas. Los ojos grises se le pusieron excesivamente verdes y un leve rubor le coloreó las mejillas ovaladas. (¡Recuerda que tienes nariz!). El doctor Murray, que antes no había prestado atención especial a su presencia, pensó, sorprendido, que Blythe tenía una esposa poco común. Esa fingida señora Dawson quedaba francamente ordinaria al lado de ella.

—Pero, Gilbert Blythe, estás tan buen mozo como siempre —decía Christine, socarrona. ¡Christine, socarrona!—. Es muy agradable descubrir que no has cambiado.

(Habla arrastrando las palabras, igual que antes. ¡Cómo odio esa voz de terciopelo!).

—Cuando te miro —dijo Gilbert—, el tiempo deja de tener significado. ¿Dónde aprendiste el secreto de la eterna juventud?

Christine rió.

(¿No tiene una risa metálica?).

—Siempre supiste decir cumplidos muy bonitos, Gilbert. ¿Saben? —dijo, y dirigió una astuta mirada al círculo de personas—. El doctor Blythe fue un antiguo enamorado mío en esos días que ahora quiere hacer aparecer como si fueran ayer. ¡Y Ana Shirley! No has cambiado tanto como me habían dicho…aunque no creo que te hubiera reconocido de haberte cruzado por la calle. Tienes el cabello un poquito más oscuro que antes, ¿no? ¿No es divino verse otra vez? Tenía tanto miedo de que tu lumbago te impidiera venir…

—¡Mi lumbago!

—Bueno, sí, ¿no sufres de lumbago? Yo pensaba que sí…

—Debo de haber entendido mal —dijo la señora Fowler, disculpándose—. Alguien me dijo que estaba en cama con un ataque muy fuerte de lumbago.

—Ésa es la señora del doctor Parker, de Lowbridge. Jamás he sufrido de lumbago en toda mi vida —dijo Ana, en tono monocorde.

—¡Cuánto me alegro! —dijo Christine, con un sutil dejo de insolencia en la voz—. Es tan molesto. Yo tengo una tía que es una mártir de esa enfermedad.

Su comentario pareció relegar a Ana a la generación de las tías. Ana logró esbozar una sonrisa con los labios, no con los ojos. ¡Si se le ocurriera algo inteligente que decir! Sabía que a las tres de la mañana probablemente se le ocurriría una respuesta brillante, pero eso ahora no le servía para nada.

—Tengo entendido que tienen siete niños —dijo Christine, hablándole a Ana pero mirando a Gilbert.

—Sólo seis vivos —dijo Ana, y se estremeció. Todavía no podía pensar nunca en la pequeña Joyce sin dolor.

—¡Qué familia! —dijo Christine.

Al punto pareció algo vergonzoso y absurdo tener una familia grande.

—Tú, según creo, no tienes hijos —dijo Ana.

—Nunca me interesaron los hijos, ¿sabes? —Christine encogió sus hermosísimos hombros pero la voz sonó un poco áspera—. Creo que no soy el tipo maternal. Nunca creí en realidad que la única misión de las mujeres fuera traer hijos a un mundo ya superpoblado.

Pasaron a cenar. Gilbert acompañó a Christine, el doctor Murray llevó a la señora Fowler, y el doctor Fowler, un hombrecito rotundo que no podía hablar con nadie que no fuera otro médico, llevó a Ana.

Ana sintió que la habitación estaba sofocante. Había un perfume misterioso, pegajoso. Probablemente la señora Fowler había estado quemando incienso. El menú era bueno y Ana cumplió con el rito de comer, pero sin el menor apetito, y sonrió hasta sentir que comenzaba a parecerse a un gato de Cheshire. No podía apartar los ojos de Christine, que continuamente le sonreía a Gilbert. Tenía unos dientes hermosos, casi demasiado hermosos. Parecían un aviso de pasta dentífrica. Christine hacía un juego muy elocuente con las manos al hablar. Tenía manos preciosas, aunque tal vez un poco grandes.

Hablaba con Gilbert sobre las velocidades rítmicas para la vida. ¿Qué diablos quería decir? ¿Lo sabía ella misma? Luego pasaron al tema de la Pasión de Jesucristo.

—¿Alguna vez estuviste en Oberammergau? —le preguntó Christine a Ana.

¡Sabiendo perfectamente que no! ¿Por qué la pregunta más sencilla sonaba insolente cuando la formulaba Christine?

—Por supuesto que una familia ata muchísimo —dijo Christine—. Ah, ¿a qué no saben a quién vi el mes pasado, cuando estaba en Halifax? A aquella amiguita tuya… la que se casó con aquel ministro horrible… ¿cómo era que se llamaba él?

—Jonas Blake —dijo Ana—. Philippa Gordon se casó con él. Pero a mí, él nunca me pareció horrible.

—¿No? Claro, los gustos difieren. Bueno, me los encontré. ¡Pobre Philippa!

El uso que hizo Christine de la palabra «pobre» fue muy efectivo.

—¿Por qué pobre? —preguntó Ana—. Creo que ella y Jonas han sido muy felices.

—¡Felices! Mi querida, ¡si vieras el lugar donde viven! Un espantoso pueblito de pescadores en el que era emocionante que los cerdos pisotearan el jardín. Me dijeron que ese hombre, Jonas, tenía una buena iglesia en Kingsport y la había dejado porque consideraba su «deber» ir con los pescadores que lo «necesitaban». A mí me hartan esos fanáticos. «¿Cómo puedes vivir en un lugar tan aislado y solitario como éste?», le pregunté a Philippa. ¿Sabes lo que me dijo?

Christine hizo un amplio gesto expresivo con sus manos llenas de anillos.

—Tal vez lo que yo diría de Glen St. Mary —dijo Ana—. Que es el único lugar en el mundo en el que quiero vivir.

—Mira que estar contenta ahí… —dijo Christine, sonriendo.

(¡Esa terrible boca llena de dientes!).

—¿De verdad nunca sientes que te gustaría tener una vida más amplia? Eras ambiciosa, si mal no recuerdo. ¿No habías escrito algunas cositas bastante inteligentes cuando estabas en Redmond? Algo fantasiosas y caprichosas, cierto, pero…

—Las escribía para la gente que todavía cree en el País de las Hadas. Es sorprendente cuánta hay, sabes, y le gusta recibir noticias de ese país.

—¿Y lo has dejado?

—No del todo, pero ahora estoy escribiendo epístolas vivientes —dijo Ana, pensando en Jem y compañía.

Christine se quedó mirándola, sin reconocer la cita. ¿Qué quería decir Ana Shirley? Claro, por supuesto, si en Redmond era famosa por sus discursos misteriosos. Era asombroso como se había mantenido igual físicamente, pero tal vez era una de esas mujeres que se casan y dejan de pensar. ¡Pobre Gilbert! Lo había enganchado antes de que llegara de Redmond. No había tenido la menor oportunidad de escapar de ella.

—¿Ya nadie «come philopenas» ahora? —preguntó el doctor Murray, que acababa de romper una almendra melliza.

Christine se volvió a Gilbert.

—¿Te acuerdas de aquella que nosotros comimos una vez? —preguntó.

«¿Había habido una mirada especial entre los dos?».

—¿Te parece que podría olvidarla? —preguntó Gilbert.

Se lanzaron a una cabalgata de «¿te acuerdas?», mientras Ana miraba un cuadro de pescados y naranjas colgado encima del aparador. Nunca había sabido que Gilbert y Christine tuvieran tantos recuerdos en común. «¿Te acuerdas del picnic en el Arm?». «¿Te acuerdas de la noche en que fuimos a la iglesia de los negros?». «¿Te acuerdas de la noche que fuimos al baile de disfraces? Tú eras una dama española, con un vestido de terciopelo negro con mantilla de encaje y abanico».

Al parecer, Gilbert recordaba todo al detalle. ¡Pero se había olvidado de su aniversario de bodas!

Cuando volvieron al salón, Christine miró por la ventana hacia un cielo del este que dejaba ver un pálido plateado detrás de unos álamos oscuros.

—Gilbert, vamos a dar un paseo por el jardín. Quiero aprender otra vez el significado de la salida de la luna en septiembre.

«¿Significa la salida de la luna en septiembre algo que no significa en cualquier otro mes? ¿Y qué quiere decir con eso de "otra vez"? ¿Lo aprendió antes… con él?».

Salieron al jardín. Ana sintió que había sido muy delicada y cuidadosamente echada a un lado. Se sentó en una silla que le permitía tener una vista del jardín, aunque no quiso admitir ni ante sí misma que era por esa razón por la que la había elegido. Veía a Gilbert y a Christine caminar por el sendero. ¿Qué se decían? Christine parecía llevar la conversación. Tal vez Gilbert estaba demasiado atontado por la emoción como para hablar. ¿Se sonreía él a la luz de la luna ante recuerdos en los que ella no tenía parte? Recordó noches en las que ella y Gilbert habían caminado por jardines iluminados por la luna, en Avonlea. ¿Él las había olvidado?

Christine miraba el cielo. Claro que sabía que así, levantando la cara, dejaba ver ese delicado y blanco cuello suyo. ¿Alguna vez una luna había tardado tanto en salir?

Comenzaron a entrar otros invitados hasta que al final ellos regresaron. Hubo charlas, risas, música. Christine cantó… y muy bien. Siempre había tenido «temperamento musical». Le cantó a Gilbert los queridos días pasados que ya no recuperaremos jamás. Gilbert se reclinó en una silla y permaneció extrañamente callado. ¿Miraba con añoranza hacia esos queridos días pasados? ¿Se imaginaba lo que habría sido su vida de haberse casado con Christine?

«Antes, siempre sabía lo que Gilbert estaba pensando. Me está empezando a doler la cabeza. Si no salgo pronto de aquí, voy a vomitar y a aullar. Gracias al cielo que nuestro tren sale temprano».

Cuando Ana bajó, Christine estaba de pie en el porche con Gilbert. En un momento dado, estiró el brazo y sacó una hoja del hombro de Gilbert: el gesto fue como una caricia.

—¿De verdad estás bien, Gilbert? Se te ve terriblemente cansado. Yo sé que estás trabajando en exceso.

Una oleada de horror sacudió a Ana. ¡Gilbert tenía aspecto de cansado, de muy cansado, y ella no lo hubiera notado de no haberlo señalado Christine! Jamás olvidaría la humillación de ese momento. (He estado viendo a Gilbert como obvio y culpándolo a él por hacer lo mismo).

Christine se volvió a ella.

—Ha sido un gran placer volver a verte, Ana. Casi como en los viejos tiempos.

—Casi —dijo Ana.

—Pero le decía a Gilbert que se lo ve un poco cansado. Tendrías que cuidarlo más, Ana. Hubo un tiempo, tú lo sabes, en el cual yo estaba de verdad muy interesada en este esposo tuyo. Creo que fue el mejor enamorado que he tenido jamás. Pero debes perdonarme, ya que no te lo quité.

Ana volvió a paralizarse.

—Tal vez él esté lamentando que no lo hayas hecho —dijo, con un aire de reina que no era desconocido para la Christine de la época de Redmond. Y subió al carruaje del doctor Fowler, que los llevaría a la estación.

—¡Qué graciosa! —dijo Christine, encogiendo sus hermosos hombros. Se quedó mirándolos como si algo la divirtiera profundamente.