39

Un punzante viento del este rezongaba alrededor de Ingleside como una vieja de mal genio. Era uno de esos días destemplados y lluviosos de fines de agosto, que le quitan a uno todo el ánimo, uno de esos días en los que todo sale mal, días que en los viejos tiempos de Avonlea se llamaban «un día de Jonás». El nuevo cachorrito que Gilbert le había traído a los chicos le había comido todo el esmalte a la pata de la mesa del comedor. Susan descubrió que las polillas habían estado de gran fiesta en el armario de la ropa de cama. El nuevo gatito de Nan había estropeado el más bonito de los helechos. Jem y Bertie Shakespeare habían estado toda la tarde armando una bulla insoportable en la buhardilla, con baldes de latón a modo de tambores. Ana misma había roto una pantalla de cristal pintado. Pero, de alguna manera, ¡le había hecho bien oír el estruendo que hizo al romperse! A Rilla le habían estado doliendo los oídos, y Shirley tenía un misterioso sarpullido en el cuello, que preocupaba a Ana pero que Gilbert apenas miró restándole importancia y diciendo que le parecía que no era nada. Claro que a él no le parecía nada. ¡Si Shirley no era más que su hijo! Tampoco le importaba haber invitado a los Trent a cenar una noche de la semana anterior y haberse olvidado de comentárselo a Ana hasta que llegaron los invitados. Ella y Susan habían tenido un día especialmente atareado y habían decidido preparar una cena fría. ¡Y la señora Trent, que tenía fama de ser la más exquisita anfitriona de Charlottetown! ¿Dónde estaban las medias de Walter, las del reborde negro y la puntera azul?

—Walter, ¿te parece posible que aunque sea por una vez seas capaz de poner las cosas en su lugar?

—Nan, no sé dónde quedan los Siete Mares. ¡Por lo que más quieras, basta de hacerme preguntas! No me extraña que hayan envenenado a Sócrates. No tuvieron más remedio.

Walter y Nan se quedaron mirándola. Jamás habían oído a su madre hablar en ese tono. La mirada de Walter enfadó todavía más a Ana.

—Diana, ¿es necesario que tenga que recordarte permanentemente que no enrolles las piernas alrededor del taburete del piano?

—¡Shirley, mira cómo has pegoteado toda esa revista con mermelada! ¡Y me encantaría que alguien me explicara dónde fueron a parar los prismas de la lámpara!

Nadie podía decírselo, pues Susan los había descolgado para lavarlos, y Ana corrió escaleras arriba para escapar de las miradas afligidas de sus hijos. En su habitación, se puso a caminar de un lado a otro, con frenesí. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se estaba convirtiendo en una de esas personas que no tienen paciencia con nadie? Todo la irritaba últimamente. Un pequeño hábito de Gilbert que jamás le había molestado antes le ponía los nervios de punta. Estaba harta de interminables y monótonas obligaciones, harta de atender los caprichos de su familia. En un tiempo, todo lo que hacía por su casa y su familia le proporcionaba placer. Ahora parecía no importarle lo que hacía. Se sentía todo el tiempo como cuando, en medio de una pesadilla, uno intenta alcanzar a alguien con los pies atados.

Lo peor de todo era que Gilbert no notaba jamás si había algún cambio en ella. Estaba ocupado día y noche y parecía no interesarse por nada que no fuera su trabajo. Lo único que había dicho durante la comida ese día había sido: «Pásame la mostaza, por favor».

«Claro que bien puedo hablar con las sillas y la mesa, por supuesto —pensó Ana con amargura—. Nos estamos convirtiendo en una costumbre el uno para el otro, nada más. Anoche ni se dio cuenta de que tenía un vestido nuevo. Y hace tanto que no me llama "mi nenita", que ya ni me acuerdo de cuándo fue. Bien, supongo que todos los matrimonios llegan a esto al final. Probablemente la mayoría de las mujeres atraviesen por esto. Me da por obvia. Su trabajo es lo único que significa algo para él ahora. ¿Dónde está mi pañuelo?».

Ana encontró el pañuelo y se sentó en su silla a torturarse con lujuria. Gilbert ya no la quería. Cuando la besaba, la besaba distraído, era sólo una «costumbre». Todo el encanto había desaparecido. Viejos chistes con los que habían reído juntos volvieron en el recuerdo, ahora cargados de tragedia. ¿Cómo pudo ella hallarlos divertidos en algún momento? Monty Turner, que besaba a su esposa sistemáticamente una vez por semana, se hacía un memorándum para recordarlo. (¿Había esposas que deseaban besos así?). Curtis Ames, que se encontró con su esposa, que llevaba un sombrero nuevo, y no la reconoció. La señora de Clancy Dare, que había dicho: «Yo no amo demasiado a mi marido, pero lo extraño si no está cerca». (¡Supongo que Gilbert me extrañaría si yo no estuviera cerca! ¿A ese punto hemos llegado nosotros?). Nat Elliott, que después de diez años de matrimonio le dijo a su esposa: «Si quieres saberlo, estoy cansado de estar casado». (¡Y nosotros llevamos quince años!). Bien, tal vez todos los hombres fueran iguales. Probablemente la señorita Cornelia diría que sí lo eran. Después de un tiempo, eran difíciles de retener. (Si mi esposo necesita que yo «lo retenga», a mí no me interesa retenerlo). Pero estaba la señora de Theodore Clow, que dijo, muy orgullosa, en la reunión de las Damas de Beneficencia: «Hace veinte años que estamos casados, y mi esposo me ama tanto como el primer día». Pero quizá se engañaba a sí misma o sólo «guardaba las apariencias». Y ella representaba sus años. (Me pregunto si yo parezco vieja).

Por primera vez, sus años le parecieron un peso. Fue al espejo y se miró con mirada crítica. Tenía unas leves patas de gallo alrededor de los ojos, pero sólo se veían a la luz del día. La línea del mentón seguía siendo una sola. Pálida, siempre lo había sido. Tenía los cabellos espesos y ondulados, sin una sola hebra plateada. Pero ¿de verdad a alguien podían gustarle los cabellos rojos? La nariz seguía teniendo decididamente buena línea. Ana la palmeó como a una amiga, recordando ciertos momentos de su vida en los que su nariz había sido lo único que la había hecho seguir adelante. Pero ahora Gilbert tomaba su nariz como algo obvio. Podría estar torcida o achatada, por lo que a él le importaba. Probablemente se hubiera olvidado de que ella tenía nariz. Como le sucedía a la señora Dare, quizá la extrañaría, si su nariz no estuviera en su lugar.

«Bien, debo ir a ver a Rilla y a Shirley —pensó Ana, con melancolía—. Al menos, ellos siguen necesitándome. ¿Por qué estuve tan brusca con los niños? Ah, supongo que ahora estarán todos diciendo, a espaldas mías: "¡Qué difícil se está poniendo la pobre mamá!"».

Seguía lloviendo y el viento seguía gimiendo. La bulla de baldes de latón en la buhardilla se había interrumpido, pero el canto incesante de un grillo solitario en la sala casi la vuelve loca. El correo del mediodía le trajo dos cartas. Una era de Marilla, pero Ana suspiró al desdoblarla. La letra de Marilla se estaba volviendo tan insegura y temblorosa… La otra carta era de la señora de Barrett Fowler, de Charlottetown, a quien Ana apenas conocía. Y la señora de Barrett Fowler invitaba al doctor Blythe y señora a cenar con ella el martes siguiente a las siete, «para reunirse con una antigua amiga, la señora de Andrew Dawson, de Winnipeg, Christine Stuart de soltera».

Ana dejó caer la carta. Un torrente de viejos recuerdos la inundó, algunos de ellos francamente desagradables. Christine Stuart, de Redmond, la muchacha con la que, según la gente, Gilbert había estado comprometido, la muchacha de la cual ella había estado tan terriblemente celosa; sí, ahora, veinte años después, lo admitía: había estado celosa, había odiado a Christine Stuart. Hacía años que no pensaba en Christine, pero la recordaba con toda claridad. Una muchacha alta, con una piel blanquísima, grandes ojos azules y abundantes cabellos de un negro azulado. Y un cierto aire de distinción. Pero con nariz larga… sí, francamente larga… Bonita, sí, no se podía negar que Christine había sido muy bonita. Recordaba haber escuchado hacía muchos años que Christine «se había casado bien» y se había ido al Oeste.

Gilbert entró apresurado a comer algo —había epidemia de sarampión en Upper Glen—, y Ana le entregó en silencio la carta de la señora Fowler.

—¡Christine Stuart! Claro que iremos. Me gustaría verla, para recordar viejos tiempos —dijo él, con la única demostración de entusiasmo que había dejado ver en semanas—. Pobre muchacha, ha tenido muchos problemas. Perdió al esposo hace cuatro años, ¿sabías?

Ana no lo sabía. Pero ¿cómo se había enterado Gilbert? ¿Por qué nunca se lo había dicho? ¿Y se había olvidado de que el martes siguiente era su aniversario de bodas? Era un día para el que jamás habían aceptado ninguna invitación; siempre preparaban alguna salida para los dos solos. Bueno, ella no iba a recordárselo. Que fuera a ver a su Christine, si eso quería. ¿Qué era lo que había insinuado cierta vez una chica de Redmond? «Entre Gilbert y Christine hubo mucho más de lo que llegó a tus oídos, Ana». En aquel momento, ella se rió… Claire Hallett era una resentida. Pero tal vez había habido algo de cierto en el comentario. De pronto Ana recordó, con un escalofrío en el alma, que no mucho después de casarse encontró una pequeña fotografía de Christine en un viejo libro de Gilbert. Gilbert había reaccionado con indiferencia; dijo que se había preguntado adónde había ido a parar esa vieja fotografía. Pero ¿era una de esas cosas sin importancia que son significativas de hechos sumamente importantes? ¿Era posible… que Gilbert hubiera estado enamorado de Christine? ¿Era ella, Ana, apenas una elección por descarte? ¿El premio de consuelo?

«Supongo que no estoy… celosa», pensó Ana, tratando de reír. Era todo tan ridículo… Qué más natural que a Gilbert le gustara la idea de volver a ver a una vieja amiga de Redmond… Qué más natural que un hombre ocupado, con quince años de matrimonio, olvidara horas, estaciones, días y meses… Ana le escribió a la señora Fowler para aceptar su invitación, y luego dedicó los tres días que faltaban para el martes a rogar desesperadamente que alguna mujer de Upper Glen comenzara a tener un hijo el martes, a eso de las cinco y media de la tarde.