Diana estaba plena de dicha. Después de todo, mamá no estaba celosa, mamá no era posesiva, mamá sí la comprendía.
Mamá y papá se iban a Avonlea a pasar el fin de semana y mamá le había dicho que podía invitar a Delilah Green a pasar el día y la noche del sábado en Ingleside.
—Vi a Delilah en el picnic de la escuela dominical —le dijo Ana a Susan—. Es una criatura bonita y toda una señorita, aunque por supuesto que debe de exagerar. Tal vez la madrastra sea un poquito exigente con ella, y oí decir que el padre es adusto y severo. Probablemente ella crea tener razones para quejarse y le gusta dramatizar para ganarse la simpatía de los demás.
Susan tenía sus dudas.
—Pero al menos, cualquiera que viva en la casa de Laura Green será limpio —reflexionó. No había lugar aquí para peines de dientes finos.
Diana estaba llena de planes para agasajar a Delilah.
—¿Podemos comer pollo asado, Susan, con mucho relleno? No sabes lo que ansía esa pobre niña comer un poco de pastel… En su casa nunca hacen; la madrastra es muy mezquina.
Susan estuvo muy generosa. Jem y Nan habían ido a Avonlea y Walter estaba en la Casa de los Sueños con Kenneth Ford. No había nada que pudiera hacer sombra sobre la visita de Delilah, y en verdad parecía estar saliendo muy bien. Delilah llegó el sábado por la mañana muy bien arreglada con un vestido de muselina rosa; al menos, la madrastra parecía tratarla bien en lo que a la ropa concernía. Y, como verificó Susan de una mirada, tenía las orejas y las uñas impecables.
—Éste es el día más maravilloso de mi vida —le dijo solemnemente a Diana—. ¡Uy, qué hermosa es esta casa! ¡Y esos perros de porcelana! ¡Ah, son maravillosos!
Todo era maravilloso. Delilah usó esa pobre palabra hasta el agotamiento. Ayudó a Diana a tender la mesa para el almuerzo y eligió la canastita de cristal llena de arvejillas como centro.
—Ah, no sabes cómo amo hacer algo sólo porque, me gusta hacerlo —le dijo a Diana—. ¿No hay otra cosa que pueda hacer, por favor?
—Puedes partir las nueces para la torta que voy a preparar para la tarde —dijo Susan, que estaba cayendo vencida ante el encanto de la belleza y la voz de Delilah. Después de todo, tal vez Laura Green sí fuera una salvaje. Una no puede guiarse siempre por lo que la gente parece ser en público. El plato de Delilah fue atiborrado de pollo, relleno y salsa y le dieron una segunda porción de pastel sin que la hubiera pedido.
—Me he preguntado muchas veces cómo sería comer, por una vez, todo lo que una tiene ganas. Es una sensación maravillosa —le dijo a Diana mientras se levantaban de la mesa.
Pasaron una tarde muy agradable. Susan le había dado a Diana una caja de caramelos, y Diana la compartió con Delilah. Delilah admiró una de las muñecas de Di, y Di se la regaló. Limpiaron el cantero de pensamientos y arrancaron algunos dientes de león que habían invadido el parque. Ayudaron a Susan a pulir la plata y la secundaron en la preparación de la cena. Delilah era tan eficiente y ordenada, que Susan capituló completamente. Sólo dos cosas estropearon la tarde: Delilah se las ingenió para mancharse el vestido con tinta y perdió su collar de cuentas. Pero Susan, con sal y limón, le sacó muy bien la tinta, si bien con ella también se fue un poco del color, y Delilah dijo que lo del collar no importaba. Nada importaba excepto que estaba en Ingleside con su queridísima Diana.
—¿No vamos a dormir en la cama del cuarto de huéspedes? —preguntó Diana cuando llegó la hora de irse a dormir—. Siempre alojamos a la visita en el cuarto de huéspedes, Susan.
—Tu tía Diana viene mañana por la noche con tu padre y tu madre —dijo Susan—. Ya preparé el cuarto de huéspedes para ella. Y en tu cama puedes dormir con Camarón, lo que no podrías hacer en el cuarto de huéspedes.
—¡Ah, qué rico olor tienen estas sábanas! —dijo Delilah cuando se acostaron.
—Susan siempre las hierve con raíz de lirio de Florencia —dijo Diana.
Delilah suspiró.
—Me pregunto si sabrás la suerte que tienes, Diana. Si yo tuviera una casa como la tuya… pero es mi destino en la vida. Tengo que soportarlo.
En su ronda nocturna antes de irse a su cuarto, Susan fue a decirles que se dejaran de charlar y se durmieran.
Les dio dos bollos de azúcar de arce a cada una.
—Nunca olvidaré su bondad, señorita Baker —dijo Delilah, con un temblor en la voz de la emoción.
Susan se fue a la cama reflexionando que nunca en su vida había visto a una niña de mejores modales ni más encantadora. Sí que había juzgado mal a Delilah Green. Aunque en ese momento se le ocurrió a Susan que, para ser una niña a la que nunca le daban bien de comer, los huesos de Delilah Green estaban bien recubiertos.
Delilah se fue a su casa a la tarde siguiente, y mamá, papá y la tía Diana vinieron por la noche. El lunes cayó el rayo del cielo. Al regresar a la escuela al mediodía, Diana oyó, al entrar en el edificio, que mencionaban su nombre. Dentro del aula, Delilah Green era el centro de un grupo de niñas curiosas.
—Me desilusioné tanto en Ingleside. Después de los alardes de Di sobre su casa, yo esperaba una mansión. Es grande, sí, pero algunos de los muebles están en muy mal estado. Las sillas piden a gritos un nuevo tapizado.
—¿Viste los perros de porcelana? —preguntó Bessy Palmer.
—No tienen nada de maravilloso. Ni siquiera tienen pelo. Le dije a Diana allí mismo que estaba desilusionada.
Diana estaba «con los pies pegados al suelo» o, al menos, pegados al piso de la escuela. No era adrede que escuchara sin ser vista; simplemente estaba demasiado alelada como para moverse.
—Lo siento por Diana —continuaba Delilah—. Cómo los padres descuidan a la familia es escandaloso. La madre es una dejada. Es terrible cómo se va y deja a los niños para que los cuide esa vieja Susan, sola, que además está medio loca. Lo que se desperdicia en esa cocina es de no creer. La esposa del doctor es demasiado despreocupada y perezosa para cocinar ni siquiera cuando está en casa, de modo que Susan hace lo que quiere. Iba a servirnos la comida en la cocina, pero yo la enfrenté y le dije: «¿Soy una visita o no?». Susan dijo que si le contestaba con insolencia me iba a encerrar en el armario. Yo le dije: «No se atreverá —Y no se atrevió—. Podrá intimidar a los niños de Ingleside, Susan Baker, pero no puede intimidarme a mí». Ah, les digo que enfrenté a Susan. No le permití que le diera jarabe sedante a Rilla. «¿No sabe que es veneno para los niños?», le dije.
»Pero se desquitó a la hora del almuerzo. ¡Las porciones miserables que sirve! Había pollo pero a mí me tocó la rabadilla y ni siquiera me preguntaron si quería una segunda porción de pastel. Pero Susan, por otro lado, quería hacerme dormir en el cuarto de huéspedes, y Di se negó terminantemente… por pura maldad. Es tan celosa… Pero igual yo siento pena por ella. Me dijo que Nan la pellizca que es un escándalo. Tiene los brazos negros y azules. Dormimos en su habitación y un gato macho, viejo y sucio estuvo a los pies de la cama toda la noche. No era higiénico, y se lo dije a Di. Y me desapareció el collar de cuentas. No estoy diciendo que se lo haya quedado Susan. Creo que es honesta… pero es rara. Y Shirley me tiró encima un frasco de tinta. Me arruinó el vestido, pero no me importa. Mami tendrá que comprarme uno nuevo. Bueno, de todas maneras, les saqué todos los dientes de león del jardín y les pulí la platería. Si la hubierais visto… No sé cuándo la habrán pulido por última vez. Os digo que Susan se despreocupa cuando la esposa del doctor no está. Yo le hice ver que la había descubierto. «¿Por qué nunca lava el cajón de las patatas, Susan?», le pregunté. Si hubierais visto la cara…
»Miren mi nuevo anillo, chicas. Me lo regaló un chico que conozco en Lowbridge.
—Ay, yo le vi ese mismo anillo a Diana Blythe muchas veces —dijo Peggy MacAllister, desdeñosamente.
—Y yo no creo ni una sola palabra de todo lo que has dicho de Ingleside, Delilah Green —dijo Laura Carr.
Antes de que Delilah pudiera responder, Diana, que había recuperado la facultad del movimiento y de la palabra, entró como una tromba en el aula.
—¡Judas! —exclamó.
Después pensó, arrepentida, que no era muy digno de una señorita decir eso. Pero se había sentido herida en lo más profundo de su ser, y cuando se tienen los sentimientos convulsionados una no puede ponerse a elegir las palabras.
—¡Yo no soy judas! —barbulló Delilah, ruborizándose, probablemente por primera vez en su vida.
—¡Sí que lo eres! ¡No tienes ni una gota de sinceridad! ¡No vuelvas a hablarme mientras vivas!
Diana salió de la escuela y se fue corriendo a su casa. No podía quedarse en la escuela esa tarde… ¡no podía! La puerta de Ingleside recibió el portazo más fuerte de toda su existencia.
—Mi amor, ¿qué pasa? —exclamó Ana, interrumpida su conversación con Susan en la cocina por una hija llorosa que se arrojó como una tromba contra el pecho materno.
Toda la historia salió, algo inconexa, entre sollozos.
—He sido herida en todos mis sentimientos más delicados, mamá. ¡Y nunca más voy a creer en nadie!
—Mi amor, no todas tus amigas serán iguales. Pauline no era así.
—Es la segunda vez —dijo Diana, con amargura, dolida por la traición y la pérdida—. No habrá una tercera.
—Lamento que Di haya perdido su fe en la humanidad —dijo Ana, algo pesarosa, cuando Di se hubo ido arriba—. Esto es una verdadera tragedia para ella. Ha tenido mala suerte con algunas de sus amigas. Jenny Penny… y ahora Delilah Green. El problema es que Di siempre cae víctima de las chicas que pueden contarle historias interesantes. Y la pose de mártir de Delilah era muy atractiva.
—Si me pide mi opinión, mi querida señora, esa niña Green es una perfecta descarada —dijo Susan, más implacable por haber sido ella misma tan fácilmente engañada por los ojos y los modales de Delilah—. ¡Decir que nuestros gatos son sucios! No digo que no haya gatos machos, mi querida señora, pero las niñas no deben hablar de eso. Yo no soy muy amante de los gatos, pero Camarón tiene siete años y al menos debe ser respetado. Y en cuanto a mi cajón de las patatas…
Pero Susan no podía siquiera expresar sus sentimientos sobre el cajón de las papas.
En su habitación, Di reflexionaba que tal vez no fuera demasiado tarde para ser «la mejor amiga» de Laura Carr, después de todo. Laura era veraz, aun cuando eso no fuera demasiado interesante. Di suspiró. Un poco de color se le había ido a la vida junto con su creencia en el sino lastimero de Delilah.