37

—¿Puedo ser tu mejor amiga este año? —preguntó Delilah Green durante el recreo de esa tarde.

Delilah tenía ojos azul oscuro muy redondos, brillantes rizos castaños, boca rosada y pequeña y una voz conmovedora, algo trémula. Diana Blythe respondió instantáneamente al encanto de esa voz.

Se sabía en la escuela de Glen que a Diana Blythe le estaba faltando una amiga. Durante dos años, ella y Pauline Reese habían sido íntimas, pero la familia de Pauline se había mudado, y Diana se sentía muy sola. Pauline había sido una muy buena amiga. Claro que no tenía nada del místico encanto que la ahora casi olvidada Jenny Penny había poseído, pero era práctica, con muy buen humor, sensata. Este último adjetivo era de Susan y constituía el mayor elogio que Susan podía otorgarle a alguien. Susan había estado muy satisfecha con Pauline como amiga para Diana.

Diana miró indecisa a Delilah; luego miró, a través del patio de juegos, a Laura Carr, que también era nueva. Laura y ella habían pasado juntas el recreo de la mañana y se habían encontrado muy agradables la una a la otra. Pero Laura era más bien fea, con pecas y rebeldes cabellos color arena. No tenía nada de la belleza de Delilah Green y ni un ápice de su seducción.

Delilah entendió la mirada de Diana y una expresión herida le apareció en el rostro; sus ojos azules parecieron llenársele de lágrimas.

—Si la quieres a ella, no puedes quererme a mí. Elige entre las dos —dijo, extendiendo dramáticamente las manos. Su voz era más conmovedora que nunca; un escalofrío le corrió a Diana por la espalda. Puso las manos sobre las de Delilah y se miraron a los ojos, solemnemente, sintiéndose juramentadas. Al menos, eso sintió Diana.

—Me vas a querer para siempre, ¿verdad? —preguntó Delilah, apasionadamente.

—Para siempre —juró Diana con la misma pasión.

Delilah rodeó la cintura de Diana con los brazos y así pasearon juntas hasta el arroyo. El resto de la clase de cuarto grado entendió que una alianza acababa de nacer. Laura Carr exhaló un pequeño suspiro. A ella le había gustado mucho Diana Blythe. Pero sabía que no podía competir con Delilah.

—Estoy tan contenta de poder quererte… —decía Delilah—. Yo soy muy afectuosa, no puedo evitar querer a la gente. Por favor, sé buena conmigo, Diana. Yo soy hija de la desdicha. Me echaron una maldición cuando nací. Nadie… nadie me quiere.

De alguna manera, Delilah logró poner siglos de soledad y desamor en ese «nadie». Diana la abrazó más fuerte.

—No tendrás que volver a decir eso después de ahora, Delilah. Yo te querré siempre.

—¿Hasta el fin de los días?

—Hasta el fin de los días —respondió Diana. Se dieron un beso, como en un rito. Dos niños que había junto al cerco se burlaron, desdeñosos, pero ¿qué importaba?

—Yo como amiga te voy a gustar mucho más que Laura Carr —dijo Delilah—. Ahora que somos amigas íntimas puedo contarte lo que no hubiera soñado con contarte si la hubieras elegido a ella. Laura es una mentirosa. Es terriblemente mentirosa. Simula ser tu amiga en tu cara y por la espalda se burla de ti y dice las cosas más desagradables de ti. Una niña que conozco fue a la escuela con ella en Mowbray Narrows y me lo dijo. Te salvaste por poco. Yo soy muy diferente. Soy noble como el oro, Diana.

—Sé que sí. Pero ¿qué quisiste decir con eso de que eres hija de la desdicha, Delilah?

Los ojos de Delilah parecieron expandirse hasta que fueron enormes.

—Tengo madrastra susurró.

—¿Madrastra?

—Cuando se muere tu madre y tu padre se vuelve a casar, ella es tu madrastra —dijo Delilah, con más temblequeo en la voz—. Ahora lo sabes todo, Diana. ¡Si supieras cómo me tratan! Pero yo nunca me quejo. Sufro en silencio.

Si Delilah de verdad sufría en silencio, sería oportuno preguntarse dónde obtuvo Diana toda la información que derramó sobre los moradores de Ingleside en las siguientes semanas. Estaba inmersa en una violenta pasión de adoración y solidaridad con la perseguida y desdichada Delilah, y tenía que hablar de ella a quienquiera estuviera dispuesto a escuchar.

—Supongo que esta nueva relación se agotará a su tiempo —dijo Ana—. ¿Quién es esa Delilah, Susan? No quiero que los niños sean pequeños estirados, pero, después de la experiencia con Jenny Penny…

—Los Green son muy respetables, mi querida señora. Son conocidos en Lowbridge. Se mudaron este verano a la vieja casa Hunter. La señora Green es la segunda esposa de él, y tiene dos hijos propios. No sé mucho de ella pero parece tener un carácter manso. Me resulta difícil creer que maltrate a Delilah como dice Di.

—No des demasiado crédito a todo lo que te cuenta Delilah —le advirtió Ana a Diana—. Puede ser propensa a exagerar. Recuerda a Jenny Penny…

—Ay, mamá, Delilah no tiene nada que ver con Jenny Penny —dijo Di, indignada—. Nada. Es escrupulosamente veraz. Si la vieras, mamá, te darías cuenta de que es incapaz de mentir. En la casa todos se la toman con ella porque es tan diferente. Y es de una naturaleza muy afectuosa. Ha sido perseguida desde que nació. La madrastra la odia. A mí se me parte el corazón de escuchar sus sufrimientos. Ay, mamá, no le dan suficiente de comer, de verdad. No sabe lo que es no tener hambre. Mamá, la mandan a la cama sin cenar millones de veces y ella llora hasta quedarse dormida. ¿Alguna vez lloraste de hambre, mamá?

—Muchas veces —dijo mamá.

Diana miró a su madre, ya sin viento en las velas de su pregunta retórica.

—Muchas veces pasé hambre antes de ir a Tejas Verdes, en el orfanato… y antes. Nunca he querido hablar de esos tiempos.

—Bueno, entonces tú serás capaz de entender a Delilah —dijo Di, rehaciendo sus confundidas ideas—. Cuando tiene mucha hambre se sienta e imagina cosas para comer. ¡Piensa en imaginarse cosas para comer!

—Nan y tú lo hacéis siempre —dijo Ana. Pero Di no quería escuchar.

—Sus sufrimientos no son sólo físicos, sino espirituales. Mira, quiere ser misionera, mamá, para consagrar su vida… y se ríen de ella.

—Muy desalmado de su parte —concedió Ana. Pero algo en su voz hizo sospechar a Di.

—Mamá, ¿por qué eres tan escéptica? —le reprochó.

—Por segunda vez —dijo mamá, sonriendo—, debo recordarte a Jenny Penny. También le creíste a ella.

—Pero yo era una niña entonces y era fácil engañarme —dijo Diana con su aire más majestuoso. Sintió que mamá no estaba tan comprensiva como siempre en relación con Delilah Green.

Después de eso, Diana habló de ella sólo con Susan, ya que Nan se limitaba a asentir cuando se mencionaba el nombre de Delilah. «Celos», pensó Diana, con tristeza.

No era que Susan fuera muy comprensiva, tampoco. Pero Diana tenía que hablar con alguien sobre Delilah, y la mofa de Susan no dolía tanto como la de mamá. Una no podía esperar que Susan comprendiera del todo. Pero mamá había sido niña, mamá había querido a la tía Diana, mamá tenía un corazón tan tierno. ¿Cómo era posible que el relato del maltrato de la pobre y querida Delilah la dejara tan indiferente?

«Tal vez ella también esté un poquito celosa, porque yo quiero tanto a Delilah —reflexionó sabiamente Diana—. Dicen que las madres pueden ponerse posesivas».

—Me hace hervir la sangre oír cómo la madrastra trata a Delilah —le dijo Di a Susan—. Es una mártir, Susan. No le dan más que un poco de avena con leche de desayuno y de cena… y poco. Y no la dejan que le ponga azúcar. Susan, yo he dejado de ponerle azúcar a la mía porque me hace sentir culpable.

—Ah, era por eso. Bueno, el azúcar aumentó un centavo, así que me parece bien.

Diana juró que nunca más le contaría nada de Delilah a Susan, pero a la noche siguiente estaba tan indignada que no pudo evitarlo.

—Susan, anoche la madrastra de Delilah la persiguió con una tetera caliente. Imagínate, Susan. Claro que no lo hace a menudo, dice Delilah, sólo cuando está excesivamente exasperada. Lo que sí hace siempre es encerrar a Delilah en una buhardilla oscura, una buhardilla embrujada. ¡Los fantasmas que ha visto esa pobre niña, Susan! No es sano para ella. La última vez que la encerraron en la buhardilla vio una cosa negra espantosa sentada en la rueca, tarareando.

—¿Qué clase de cosa? —preguntó Susan, muy seria. Estaba empezando a disfrutar las tribulaciones de Delilah y los énfasis de Di, y ella y la esposa del doctor se reían en secreto de ellos.

—No lo sé, era una cosa. Casi la lleva al suicidio. Yo tengo mucho miedo de que la empujen al suicidio, finalmente. ¿Sabes, Susan, que ella tenía un tío que se suicidó dos veces?

—¿Una vez no hubiera sido suficiente? —preguntó Susan, sin piedad.

Di se fue ofendida, pero al día siguiente tuvo que volver con otro relato de desdichas.

—Delilah nunca tuvo ni una muñeca, Susan. El año pasado tenía tantas esperanzas de que para Navidad le regalaran una… ¿Y a que no sabes lo que le regalaron, Susan? ¡Una fusta! Le pegan casi todos los días, ¿sabes? Imagínate que le peguen con una fusta a esa pobre niña, Susan.

—A mí me pegaron más de una vez con una fusta cuando era joven y no soy peor por eso —dijo Susan, que hubiera hecho quién sabe qué si alguien alguna vez hubiera intentado pegarle a un niño de Ingleside.

—Cuando le hablé a Delilah de nuestros árboles de Navidad, se puso a llorar, Susan. Ella nunca tuvo arbolito de Navidad. Pero este año está decidida a tener uno. Encontró un paraguas viejo que no tiene nada más que la armazón, y lo va a poner en un balde y lo va a decorar como un árbol de Navidad. ¿No es patético, Susan?

—¿No hay suficientes abetos pequeños a mano? Los fondos de la casa de Hunter se han convertido prácticamente en un bosque de abetos en los últimos años —dijo Susan—. Y cómo me gustaría que esa niña se llamara de cualquier manera menos Delilah. ¡No es nombre para una criatura cristiana!

—Pero, está en la Biblia, Susan. Delilah está muy orgullosa de su nombre bíblico. Hoy en la escuela, Susan, le dije a Delilah que mañana vamos a comer pollo para el almuerzo y ella me dijo, ¿a qué no sabes lo que me dijo, Susan?

—Estoy segura de que no podría adivinarlo jamás —dijo Susan, enfática—. Y no tenéis por qué poneros a charlar en la escuela.

—Ah, pero no charlamos. Delilah dice que no debemos romper ninguna regla. Tiene principios muy elevados. Nos escribimos cartas en los cuadernos borradores y nos los pasamos. Bueno, Delilah me dijo: «¿No podrías traerme un hueso, Diana?». Se me llenaron los ojos de lágrimas. Voy a llevarle un hueso, pero con mucha carne. Delilah necesita buena comida. Tiene que trabajar como una esclava… como una esclava, Susan. Tiene que hacer todas las cosas de la casa, bueno, casi todas. Y si no las hace bien, la sacuden salvajemente, o la hacen comer en la cocina con la servidumbre.

—Los Green no tienen más que un chico francés empleado.

—Bueno, tiene que comer con él. Y él se sienta a comer sin zapatos y en mangas de camisa. Delilah dice que ahora no le importan esas cosas porque me tiene a mí, que la quiero. No tiene a nadie que la quiera, más que a mí, Susan.

—¡Qué espantoso! —dijo Susan, con la cara muy seria.

—Delilah dice que si tuviera un millón de dólares, me lo daría todo a mí, Susan. Claro que yo no lo aceptaría, pero eso demuestra qué buen corazón tiene.

—Es tan fácil regalar un millón como cien dólares, si no tienes ninguna de las dos cantidades.

Fue lo más que pudo decir Susan.