Nan sintió una extraña sensación de cosquilleo en la columna vertebral al tomar el sendero. ¿Se había movido la rama del arce seco? No, ella había escapado, y estaba a salvo. Ajá, vieja bruja, ¡no me atrapaste! Caminaba por el sendero donde ni el barro ni los baches tenían poder para disminuir su entusiasmo. Unos pasos más y… la CASA TENEBROSA estaba ante ella, rodeada por esos oscuros árboles. ¡La vería al fin! Se estremeció un poquito… y no supo que era por un miedo secreto y no admitido a perder su sueño. Lo que es siempre, en la juventud o en la madurez o en la vejez, una catástrofe.
Se abrió camino por una abertura en un grupo silvestre de jóvenes abetos que cerraba el final del sendero. Tenía los ojos cerrados: ¿osaría abrirlos? Por un momento, un terror inmenso se apoderó de ella y estuvo a punto de dar media vuelta y salir corriendo. Después de todo, la Dama era malvada. ¿Quién sabía qué podía hacerle? Hasta podía ser una bruja. ¿Cómo no se le había ocurrido nunca que la Dama Malvada podía ser una bruja? Entonces, muy decidida, abrió los ojos y miró.
¿Era ésta la CASA TENEBROSA, la oscura, majestuosa mansión de sus sueños, con torres y almenas? ¡Esto!
Era una casa grande, que alguna vez había sido blanca pero que ahora era de un gris lodo. Aquí y allá, persianas rotas, que otrora fueron verdes, caían desgoznadas. Los escalones del frente estaban rotos. Un desolado porche cerrado por vidrios tenía casi todos los cristales astillados. La madera trabajada de la galería estaba rota. ¡Ay, no era más que una vieja casa gastada!
Nan miró desesperada a su alrededor. No había ni fuente ni jardín, bueno, nada que pudiera llamarse jardín. El espacio frente a la casa, rodeado de una empalizada desgastada, estaba lleno de maleza y hierbajos hasta la rodilla. Un cerdo flaco hozaba la tierra del otro lado de la empalizada. Crecían bardanas en la senda. En los rincones había montones desordenados de plantas, pero sí había una espléndida mata de altivas azucenas y, justo al lado de los escalones gastados, un alegre cantero con caléndulas.
Nan caminó despacio por el sendero hasta el cantero de caléndulas. La CASA TENEBROSA había desaparecido para siempre. Pero quedaba la Dama de los Ojos Misteriosos. Seguro que ella era real, ¡tenía que serlo! ¿Qué había dicho Susan de ella hacía tiempo?
—Dios misericordioso, ¡casi se me sale el corazón por la boca del susto! —dijo una voz algo pastosa pero afable.
Nan miró a la figura que de pronto había surgido de al lado del cantero de caléndulas. ¿Quién era? No podía ser… Nan se negaba a creer que ésta fuera Thomasine Fair. ¡Sería demasiado horrible!
«Pero ¡es vieja!», pensó Nan, transida por la desilusión.
Thomasine Fair, si es que era Thomasine Fair —y ahora Nan sabía que era Thomasine Fair—, era en verdad vieja. ¡Y gorda! Parecía el colchón de plumas con un cordel atado en el medio, con el que la delgadísima Susan siempre comparaba a las señoras robustas. Estaba descalza, con un vestido verde que se había descolorido hasta llegar al amarillo, y un viejo sombrero de hombre de fieltro sobre sus escasos cabellos grisáceos. Tenía la cara redonda, coloradota y arrugada, con nariz respingona. Los ojos, de un azul desvaído, estaban rodeados por grandes y graciosas patas de gallo.
Ah, mi Dama… mi encantadora Malvada Dama de los Ojos Misteriosos, ¿dónde estás? ¿Qué ha sido de ti? ¡Tú existías!
—Bueno, vamos a ver, ¿y quién es esta niña tan guapa? —preguntó Thomasine Fair.
Nan intentó recordar sus buenos modales.
—Soy… Nan Blythe. Vine a traerle esto.
Thomasine se abalanzó contenta sobre el paquete.
—¡Bueno, qué alegría recuperar mis anteojos! —dijo—. Los he extrañado tanto para leer el almanaque los domingos… ¿Así que tú eres una de las niñas Blythe? ¡Qué cabello tan bonito tienes! Siempre he querido conocer a alguno. He oído que vuestra mami os cría científicamente. ¿Os gusta?
—¿Si nos gusta… qué? —Ah, malvada, encantadora Dama, tú no leías el almanaque los domingos. Tampoco decías «mami».
—Eso, que os críen científicamente.
—A mí me gusta la forma en que me crían —dijo Nan, tratando de sonreír y lográndolo a duras penas.
—Bueno, tu mami es una mujer muy fina. Se mantiene firme. Yo juro que la primera vez que la vi, en el funeral de Libby Taylor, me pareció una recién casada, tan feliz se la veía. Siempre pienso, cuando veo a tu mami entrar en una habitación, que todos se ponen atentos, como esperando que pase algo. Las nuevas modas le quedan bien, además. La mayoría de nosotras no está para ponerse esa ropa. Pero ven, siéntate un ratito. Me alegro de ver a alguien, esto es muy solitario a veces. No puedo darme el lujo de tener teléfono. Las flores son mi compañía. ¿Alguna vez viste caléndulas más hermosas? Y tengo un gato.
Nan quería huir a las entrañas mismas de la Tierra, pero sintió que no debía herir los sentimientos de la anciana negándose a pasar. Thomasine, a quien se le veía la enagua por debajo de la falda, la guió; subieron los destartalados escalones y entraron en un cuarto que era evidentemente cocina y sala todo en uno. Estaba escrupulosamente limpio y era alegre por las muchas y lozanas plantas de interior. El aire estaba cargado con el agradable aroma a pan recién horneado.
—Siéntate aquí —dijo Thomasine, cortésmente, y le acercó una mecedora con un alegre almohadón hecho de remiendos—. Voy a quitar esa cala del camino. Espera a que me ponga la dentadura de abajo. Quedo rara sin ella, ¿no? Pero me hace un poco de daño. Ahí está, ahora hablaré más claro.
Un gato moteado, lanzando todo tipo de diversos maullidos, se acercó a saludarlas. ¡Ah, los lebreles de un sueño desaparecido!
—Ese gato es muy buen cazador —dijo Thomasine—. Este lugar está lleno de ratas. Pero me resguarda de la lluvia y me harté de vivir con parientes. No podía decir esta boca es mía. Me mandaban todo el tiempo, como si yo fuera una basura. La esposa de Jim era la peor. Se quejó porque una noche yo le estaba haciendo muecas a la luna. Bueno, ¿y? ¿A la luna le hacía daño? Así que me dije: «No voy a ser un felpudo». Y me vine aquí sola y aquí me quedaré mientras pueda usar las piernas. Bueno, ¿qué te sirvo? Puedo hacerte un emparedado de cebolla.
—No… no, gracias.
—Son muy buenos cuando una está resfriada. Yo me comí uno, ¿ves qué ronca estoy? Pero me ato un pedazo de franela roja embadurnada en trementina y grasa de ganso alrededor de la garganta cuando me voy a acostar. No hay nada mejor.
¡Franela roja y grasa de ganso! Para no hablar de la trementina.
—Si no quieres un emparedado, ¿segura que no quieres?, voy a ver qué tengo en la lata de las galletitas.
Las galletitas, cortadas en forma de gallitos y patos, eran sorprendentemente buenas y se deshacían en la boca. La señora Fair le dirigió una amplia sonrisa a Nan hasta con los redondos y desvaídos ojos.
—Ahora me vas a querer, ¿no? Me gusta que las niñas pequeñas me quieran.
—Lo intentaré —balbuceó Nan, que en ese momento odiaba a la pobre Thomasine Fair como sólo se puede odiar a aquellos que destruyen nuestras ilusiones.
—Tengo algunos nietos en el Oeste, sabes.
«¡Nietos!».
—Te enseñaré sus fotos. Guapos, ¿verdad? Ese retrato es de mi pobre marido. Veinte años hace que murió.
El retrato del pobre marido era un gran retrato a lápiz de un hombre de barba con una hilera de rizos blancos alrededor de una cabeza calva.
«¡Ay, amor desdeñado!».
—Fue un buen esposo, aunque quedó calvo a los veinte años —dijo la señora Fair con cariño—. Ah, pero yo tuve pretendientes para elegir cuando era joven. Ahora soy vieja, pero lo pasé bien cuando joven. ¡Los pretendientes, los domingos por la noche! ¡Se peleaban para ver quién aguantaba más tiempo sentado en la sala de casa! ¡Y yo con la cabeza alta, altiva como una reina! Él estuvo entre ellos desde el principio, pero yo no tenía nada que decirle. Me gustaban un poco más emprendedores. Estaba Andrew Metcalf, por ejemplo, poco me faltó para escaparme con él. Pero sabía que hubiera salido mal. Nunca te escapes con un pretendiente. No es bueno, y que nadie quiera convencerte de lo contrario.
—No… no, le aseguro que no.
—Al fin me casé con el del retrato. Se le terminó la paciencia y me dijo que me daba veinticuatro horas para aceptarlo o dejarlo. Mi padre quería que yo me casara. Se puso nervioso cuando Jim Hewitt se ahogó porque yo no quise aceptarlo. Fuimos muy felices cuando nos acostumbramos el uno al otro. Él decía que yo le venía bien porque no pensaba mucho. Sostenía que las mujeres no nacieron para pensar. Decía que pensar las hacía secas y poco naturales. Las habas le sentaban mal y tenía ataques de lumbago, pero mi bálsamo siempre lo curaba. Había un especialista en la ciudad que dijo que podía curarlo definitivamente, pero él siempre decía que cuando uno se entrega a manos de esos especialistas nunca lo sueltan después… nunca. Lo extraño para darle de comer al cerdo. A él le encantaba la carne de cerdo. Nunca como un pedazo de tocino sin pensar en él. Ese otro retrato es la reina Victoria. A veces, yo le digo: «Si te quitaran todos esos encajes y joyas, mi querida, dudo que seas más presentable que yo».
Antes de dejar ir a Nan, insistió en que se llevara una bolsita con mentas, un escarpín de cristal rosado para poner flores, y un frasco de jalea de grosella.
—Eso es para tu mami. Siempre he tenido buena suerte con mi jalea de grosella. Un día de éstos voy a ir a Ingleside. Quiero ver esos perros de loza que tenéis. Dile a Susan Baker que le agradezco mucho el plato de nabos que me mandó en la primavera.
«¡Nabos!».
—Pensé que podría darle las gracias en el funeral de Jacob Warren, pero se fue demasiado de prisa. A mí me gusta tomarme mi tiempo en los funerales. Hace como un mes que no hay ninguno siempre pienso que es muy aburrido cuando no hay funerales. Por Lowbridge siempre hay muchísimos y muy lindos. No es justo. Ven a verme otra vez, ¿eh? Tienes algo… «el amor es mejor que el oro y la plata», dice el Buen Libro, y creo que es así.
Le sonrió a Nan, y su sonrisa fue muy agradable; tenía una sonrisa agradable. En ella se veía a la bonita Thomasine de hacía tiempo. Nan logró sonreír a su vez. Le ardían los ojos. Debía irse antes de empezar a llorar.
«Una linda criaturita, muy bien educada —se dijo la vieja Thomasine Fair, mirando a Nan por la ventana—. No tiene el don de la conversación como su madre, pero tal vez no sea tan malo, después de todo. Hoy en día la mayoría de los niños creen que son despiertos cuando están siendo apenas insolentes. La visita de esa pequeñita me ha hecho sentir joven otra vez».
Thomasine suspiró y salió a terminar de cortar sus caléndulas.
«Gracias a Dios que me responden las piernas», reflexionó.
Nan volvió a Ingleside con un sueño perdido. Una cañada llena de margaritas no pudo seducirla; el agua cantarina la llamó en vano. Quería llegar a casa y encerrarse lejos de cualquier mirada humana. Dos niñas con las que se cruzó se rieron. ¿Se reían de ella? ¡Cómo se reirían todos, si supieran! La tonta de Nan Blythe, que había inventado un romance con fantasías hechas en telaraña sobre una pálida reina de misterio, y en cambio se encontró con una viuda y unas mentas.
¡Mentas!
Nan no quería llorar. Las niñas grandes de diez años no lloran. Pero se sentía deprimida en un grado indescriptible. Algo precioso y hermoso se había ido, se había perdido… perdida estaba una secreta fuente de regocijo que, según creía ella, no podía volver a ser suya otra vez. Encontró Ingleside llena del delicioso aroma a galletitas recién horneadas, pero no fue a la cocina a pedirle algunas a Susan. A la hora de comer, su apetito fue notoriamente escaso, a pesar de que vio las palabras «aceite de ricino» en los ojos de Susan. Ana se había dado cuenta de que Nan había estado muy callada desde que había vuelto de la casa MacAllister, Nan, que literalmente cantaba desde el amanecer hasta la noche y después también. ¿Había sido demasiado para la niña la larga caminata en un día tan caluroso?
—¿A qué viene esa expresión angustiada, hija? —preguntó, como de pasada, cuando fue al dormitorio de las mellizas al atardecer, con toallas limpias, y encontró a Nan acurrucada en el asiento de la ventana, en lugar de estar abajo, en el Valle del Arco Iris, cazando tigres en las selvas ecuatoriales con los otros niños.
Nan no había querido decirle a nadie que había sido tan tonta. Pero de alguna manera, las cosas se contaban solas a mamá.
—Ay, mamá, ¿todo en la vida es una desilusión?
—No todo, mi amor. ¿Te gustaría contarme qué te desilusionó hoy?
—Ay, mamá. Thomasine Fair es… ¡es buena! ¡Y tiene la nariz respingona!
—Pero —dijo Ana, honestamente intrigada—, ¿qué puede importarte que tenga la nariz respingona o no?
Entonces, Nan soltó todo. Ana la escuchó con su expresión seria de costumbre, rogando no traicionarse y no estallar en una estentórea carcajada. Recordaba la niña que ella había sido en Tejas Verdes. Recordó el Bosque Encantado y dos niñas pequeñas que se habían aterrorizado a sí mismas con sus propias fantasías. Y conocía la espantosa amargura de perder un sueño.
—No debes tomarte tan a pecho la pérdida de tus fantasías, mi amor.
—No puedo evitarlo —dijo Nan, desolada—. Si tuviera que vivir mi vida otra vez nunca me imaginaría nada. Y nunca volveré a hacerlo.
—Mi pequeña tonta… mi querida pequeña tonta, no digas eso. Es maravilloso tener imaginación pero, como todos los dones, debemos poseerla nosotros y no dejarnos poseer por ella. Tú te tomas tus fantasías un poco demasiado seriamente. Ah, es delicioso, yo conozco ese éxtasis. Pero debes aprender a mantenerte de este lado del límite entre lo real y lo irreal. Entonces la posibilidad de escaparte a voluntad a ese hermoso mundo propio te ayudará de manera asombrosa a soportar los momentos difíciles de la vida. Yo siempre puedo solucionar con más facilidad los problemas después de uno o dos viajes a las Islas Encantadas.
Nan sintió que le volvía la autoestima con esas palabras de consuelo y sabiduría. A mamá no le parecía tan tonto, después de todo. Y sin duda había, en algún lugar del mundo, una Malvada y Hermosa Dama de Ojos Misteriosos, aunque no viviera en la CASA TENEBROSA. Y ahora que Nan lo pensaba mejor, no era un lugar tan malo, después de todo, con sus caléndulas color naranja y su amistoso gato moteado y los geranios y el retrato del pobre marido. Era realmente más bien un lugar simpático y quizás un día de éstos iría a ver a Thomasine Fair otra vez y a comer más galletitas. Ya no odiaba a Thomasine.
—¡Eres una madre espléndida! —suspiró, en el refugio y amparo de esos brazos amantes.
Un ocaso violeta y gris caía sobre la colina. La noche de verano se oscurecía alrededor de ellos… una noche de terciopelo y susurros. Por encima del gran manzano, apareció una estrella. Cuando vino la señora de Marshall Elliott y mamá tuvo que bajar, Nan ya era feliz otra vez. Mamá le había dicho que haría cambiar el empapelado del dormitorio de las niñas y que haría poner un precioso papel amarillo, y que compraría una nueva cómoda de cedro para que Nan y Di guardaran sus cosas. Sólo que no sería una cómoda de cedro. Sería un cofre de tesoro encantado, que no podía ser abierto a menos que se pronunciaran ciertas palabras mágicas. Una palabra te la podía susurrar la Bruja de la Nieve, la fría y encantadora Bruja Blanca de la Nieve. Un viento podía decirte la otra, al pasar… un triste viento gris que gemía. Tarde o temprano, encontrarías todas las palabras y abrirías el cofre, para encontrarlo lleno de perlas, rubíes y diamantes a granel. ¿No era «a granel» una expresión preciosa?
Ah, la vieja magia no se ha ido. El mundo estaba todavía lleno de ella.