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Los niños de Ingleside jugaban juntos y caminaban juntos y tenían todo tipo de aventuras juntos, y cada uno de ellos tenía, además, su propia vida interior de sueños y fantasías. En especial Nan, quien desde el principio se había armado un drama secreto con todo lo que oía, veía o leía, y habitaba reinos de maravilla y fantasía cuya existencia no sospechaba el círculo de su familia. Al principio, tejía paisajes de duendes y elfos que bailaban en valles encantados y dríadas que danzaban en los abedules. Ella y el gran sauce próximo al portón se habían contado secretos entre susurros, y la vieja casa vacía de los Bailey, en el extremo del Valle del Arco Iris, eran las ruinas de una torre embrujada. Durante semanas, Nan podía ser la hija de un rey, presa en un castillo solitario a la orilla del mar… durante meses, era una enfermera en una colonia de leprosos en la India o alguna otra tierra «muy, muy lejos». «Muy, muy lejos» habían sido siempre palabras mágicas para Nan, como una débil música en una colina ventosa.

A medida que crecía, fue construyendo sus fantasías sobre personas reales que veía en su pequeño mundo. En especial, las que veía en la iglesia. A Nan le gustaba mirar a la gente en la iglesia porque todo el mundo estaba tan bien vestido. Era casi milagroso. Parecían tan diferentes de como se los veía los días de semana…

Los serenos y respetables ocupantes de los diversos bancos familiares habrían quedado azorados y tal vez algo horrorizados si hubieran sabido las fantasías que la recatada doncella de ojos castaños de Ingleside tejía sobre ellos. La morena y bondadosa Anatta Millison habría quedado atónita de haber sabido que Nan Blythe la imaginaba como una raptora de niños, que los quemaba vivos para hacer pociones que la mantuvieran joven por siempre. Nan se imaginaba esto tan vívidamente, que casi se muere de miedo un día en que se encontró con Anatta Millison en un camino que al atardecer se agitaba con el murmullo de los botones de oro. Directamente no pudo responder al amistoso saludo de Anatta, y ésta pensó que Nan Blythe realmente se estaba volviendo una muchachita orgullosa y que había que enseñarle modales. La pálida esposa de Rod Palmer jamás soñó que había envenenado a alguien y se estaba muriendo del remordimiento. El vicario Gordon MacAllister, el de rostro tan solemne, no tenía idea de que cuando nació, una bruja le había echado una maldición, el resultado de la cual había sido que nunca sonreiría. Fraser Palmer, el del bigote oscuro y la vida intachable, ignoraba que cuando Nan Blythe lo miraba pensaba: «Estoy segura de que ese hombre ha cometido un hecho oscuro y desesperado. Parece como si tuviera un horrible secreto sobre la conciencia». Y Archibald Fyfe no sospechaba que cuando Nan Blythe lo veía venir se atareaba en inventar un verso como respuesta a cualquier comentario que él hiciera porque a él no se le debía hablar si no era en rima. El nunca le hablaba, pues tenía mucho miedo a los niños, pero Nan se divertía como loca cuando trataba, desesperada y rápidamente, de inventar un verso.

Gracias, señor Fyfe, muy bien estoy.

¿Y cómo está usted, mi señor?

Otro podía ser:

Sí, es un día muy bonito.

Ideal para pasear un poquito.

No hay manera de saber qué habría dicho la señora de Morton Kirk de haberse enterado de que Nan Blythe se negaba a ir a su casa —en el supuesto caso de que algún día fuera invitada— porque había una huella roja en el umbral de su puerta. Y su cuñada, la plácida y gentil Elizabeth Kirk, no soñaba que en realidad ella se había quedado soltera porque su novio había caído muerto frente al altar justo cuando iba a comenzar la ceremonia religiosa.

Era todo muy divertido e interesante, y Nan nunca perdía de vista el límite entre realidad y fantasía hasta que fue poseída por la Dama de los Ojos Misteriosos.

No tiene sentido preguntarse cómo surgen los sueños. Nan misma no podría haber explicado cómo sucedió todo. Comenzó con la CASA TENEBROSA. Nan la leía siempre así, en mayúsculas. A ella le gustaba tejer, sus fantasías alrededor de lugares, además de hacerlo sobre personas, y la CASA TENEBROSA era el único lugar a mano (sin contar la vieja casa de Bailey) que se prestaba a la fantasía. Nan nunca había visto la CASA personalmente, sólo sabía que estaba allí detrás de un grueso y oscuro abeto, sobre un camino lateral que llevaba a Lowbridge, y que estaba desocupada desde tiempos inmemoriales, según decía Susan. Nan no sabía qué quería decir «tiempos inmemoriales» pero era una frase tan fascinante, justa para casas tenebrosas.

Nan siempre pasaba corriendo como loca por la entrada del camino que llevaba a la CASA TENEBROSA, cuando iba a visitar a su amiga, Dora Clow. Era un largo y oscuro camino bordeado de árboles y una hierba tupida que crecía en los baches y helechos que subían hasta la altura de la cintura bajo los abetos. Había una larga y gris rama de arce cerca del portón destartalado, que parecía exactamente un brazo viejo y torcido que se estiraba para agarrarla. Nan nunca sabría cuándo podría estirarse un poquito más y alcanzarla. Le daba un escalofrío de emoción escaparse.

Un día, para su asombro, Nan oyó a Susan decir que Thomasine Fair había ido a vivir a la CASA TENEBROSA, o, como le decía Susan, con muy poco sentido de lo romántico, la vieja casa de los MacAllister.

—Le va a resultar un poco solitaria, diría yo —había dicho mamá—. Queda tan alejada de todo…

—No le va a importar —dijo Susan—. Nunca va a ningún lado, ni siquiera a la iglesia. Hace años que no va a ningún lado, bueno, dicen que camina por el jardín de noche. Caramba, pensar que ha llegado a esto… ella que era tan hermosa y tan coqueta. ¡La cantidad de corazones que rompió en su época! ¡Y mírenla ahora! Bueno, es una advertencia, seguro que sí.

Susan no explicó para quién era una advertencia y no se dijo nada más, pues nadie en Ingleside estaba demasiado interesado en Thomasine Fair. Pero Nan, que se había cansado un poco de sus antiguas vidas de ensoñación y ansiaba algo nuevo, se apropió de Thomasine Fair en la CASA TENEBROSA. Poco a poco, día tras día, noche a noche (una puede creer en cualquier cosa de noche), armó una leyenda sobre ella hasta que todo resurgió irreconocible y fue para Nan un sueño más querido que ningún otro hasta ese momento. Nada antes había parecido jamás tan fascinante, tan real, como esta visión de la Dama de los ojos misteriosos. Grandes y aterciopelados ojos negros, ojos hundidos, ojos embrujados, llenos de remordimiento por los corazones que había roto. Ojos malvados, pues cualquiera que rompía corazones y que además no iba nunca a la iglesia tenía que ser malvado. Las personas malvadas eran tan interesantes… La Dama huía del mundo como penitencia por sus crímenes.

¿Podía ser una princesa? No, las princesas eran muy escasas en la Isla Príncipe Eduardo. Pero era alta, esbelta, distante, de una belleza helada, como una princesa, con largos cabellos negrísimos peinados en dos gruesas trenzas que le caían sobre los hombros, hasta los pies. Tendría un rostro bien delineado y marfileño, una hermosa nariz griega, como la nariz de la Artemisa del Arco de Plata que tenía mamá, y hermosas y blancas manos que ella se retorcería mientras caminaba por el jardín durante las noches, esperando al único amante verdadero a quien había desdeñado y había aprendido a amar cuando ya era demasiado tarde (¿se ve cómo iba creciendo la leyenda?), mientras su larga falda de terciopelo negro se arrastraba sobre el césped. Usaría un cinturón de oro y grandes aros de perlas y debía vivir su vida de sombras y misterio hasta que llegara su amado a darle a libertad. Entonces, ella se arrepentiría de su maldad y su crueldad de antaño y le tendería a él sus hermosas manos y por fin inclinaría su orgullosa cabeza en señal de sumisión. Se sentarían junto a la fuente (para ese momento, ya había una fuente) y volverían a intercambiarse los antiguos juramentos, y ella lo seguiría «allende las colinas y más allá, hasta su más alejado borde purpureo», como la Princesa Durmiente del poema que mamá le había leído una noche del viejo libro de Tennyson, que papá le había regalado hacía muchísimo tiempo. Pero el amado de la mujer de los Ojos Misteriosos le regalaba joyas incomparables.

La CASA TENEBROSA estaría, por supuesto, hermosamente amueblada, y habría cuartos y escaleras secretos, y la Dama de los Ojos Misteriosos dormiría en una cama hecha de nácar, bajo un dosel de terciopelo violeta. La cuidaría un lebrel… un par de lebreles… toda una jauría… y ella estaría siempre escuchando… escuchando… escuchando… a la espera de la música de un arpa muy lejana. Pero no podría oírla mientras fuera malvada, hasta que llegara su amado y la perdonara… y eso era todo.

Claro que suena muy tonto. Los sueños suenan muy tontos cuando se los pone en frías palabras. Con sus diez años, Nan jamás ponía sus sueños en palabras: sólo los vivía. Este sueño de la malvada Dama de los Ojos Misteriosos se le hizo tan real como la vida que la rodeaba. Se apoderó de ella. Ya hacía dos años que era parte de ella. De alguna extraña manera, había llegado a creer en él. Ni por asomo se lo hubiera contado a nadie, ni siquiera a su madre. Era su tesoro privado, su secreto inalienable, sin el cual no podía imaginar que pudiera continuar la vida. Prefería irse sola a soñar con la Dama de los Ojos Misteriosos que ir a jugar en el valle Arco Iris.

Ana notó esta tendencia y se preocupó un poco. Nan se estaba inclinando demasiado en ese sentido. Gilbert quería mandarla de visita a Avonlea, pero Nan, por primera vez, rogó apasionadamente que no la enviaran. No quería irse de casa, dijo, lastimera. A sí misma se dijo que se moriría si tenía que irse tan lejos de la extraña, triste y hermosa Dama de los Ojos Misteriosos. Cierto que la Dama de los Ojos Misteriosos jamás iba a ningún lado. Pero podría decidir salir algún día, y si ella, Nan, no estaba, no podría verla. ¡Qué maravilloso sería llegar a verla! Si hasta el camino mismo por donde ella pasara sería romántico para siempre. El día en que sucediera sería diferente de todos los otros días. Lo marcaría con un círculo en el calendario. Nan había llegado a un punto en el que deseaba fervientemente verla, aunque fuera una sola vez. Sabía muy bien que mucho de lo que había imaginado sobre ella era sólo eso: imaginación. Pero no tenía la menor duda de que Thomasine Fair era joven, y hermosa, y malvada, y fascinante. Nan estaba para entonces completamente segura de haber oído a Susan decirlo y, mientras fuera así, Nan podía seguir imaginando cosas sobre ella para siempre.

Nan no podía creer lo que oía cuando una mañana Susan le dijo:

—Hay un paquete que quiero mandarle a Thomasine Fair, a la vieja casa de MacAllister. Lo trajo tu padre anoche de la ciudad. ¿No irías a llevárselo de una corrida esta tarde, preciosa?

¡Así como así! Nan contuvo el aliento. ¿Era cierto? ¿Los sueños se hacían realidad de esa manera? Vería la CASA TENEBROSA, vería a su hermosa y malvada Dama de los Ojos Misteriosos. De verdad la vería, tal vez la oyera hablar, tal vez… ¡ah, bendición!, tal vez tocara su blanca y delgada mano. En cuanto a los lebreles y la fuente y todo lo demás, Nan sabía que sólo los había imaginado, pero seguro que la realidad era igualmente maravillosa.

Nan miró el reloj toda la mañana, viendo que el tiempo se arrastraba lentamente, ay, tan lentamente. Cuando un trueno sonó en el cielo, amenazador, y comenzó a llover, casi no pudo evitar las lágrimas.

—No sé cómo Dios pudo permitir que lloviera hoy —susurró con rebeldía.

Pero la lluvia pronto paró y el sol volvió a brillar. Nan casi no pudo comer del entusiasmo.

—Mamá, ¿puedo ponerme el vestido amarillo?

—¿Para qué te vas a vestir tanto para ir a ver a una vecina, niña?

¡Una vecina! Claro que mamá no entendía… no podía entender.

Por favor, mamá.

—Está bien —dijo Ana. El vestido amarillo pronto le quedaría pequeño. Mejor que le sacara provecho.

A Nan le temblaban las piernas cuando salió, con el valioso paquete en la mano. Tomó un atajo por el Valle del Arco Iris, colina arriba, hasta el camino lateral. Las gotas de lluvia todavía yacían sobre las capuchinas como grandes perlas; había una frescura deliciosa en el aire; las abejas zumbaban en los tréboles blancos que bordeaban el arroyo; delgadas libélulas azules resplandecían sobre el agua… las agujas de remendar del Diablo, las llamaba Susan; en la pradera de la colina, las margaritas la saludaron… se inclinaron hacia ella… le dijeron adiós… se rieron con ella, con esa fresca risa de oro y plata. Todo era tan hermoso y ella iba a ver a la Dama de los Ojos Misteriosos. ¿Qué le diría la Dama? Y, ¿sería seguro ir a verla? ¿Y si una se quedaba unos minutos con ella y de pronto se daba cuenta de que habían pasado cien años, como en el cuento que Walter y ella habían leído la semana anterior?