34

Rilla estaba sentada en los escalones de la galería de Ingleside, con una pierna cruzada sobre la otra, enseñando las deliciosas rodillitas regordetas y atezadas por el sol, muy ocupada en ser desdichada. Y si alguien pregunta por qué una criaturita tan mimada puede ser desdichada, es que el que pregunta habrá olvidado su propia infancia, cuando las cosas que son naderías para los adultos son oscuras y terribles tragedias para un niño. Rilla estaba hundida en las profundidades de la desolación porque Susan le había dicho que iba a hacer una de sus tortas de oro y plata para la función del orfanato de esa tarde, y ella, Rilla, debía llevarla a la iglesia por la tarde.

No me pregunten por qué Rilla prefería morirse antes que llevar una torta a través del pueblo hasta la iglesia presbiteriana de Glen St. Mary. A veces, a los niños se les meten cosas raras en las cabezas y eso le había pasado a Rilla, que pensaba que era una vergüenza y una humillación que la vieran llevando una torta adonde fuere. Tal vez porque un día, cuando ella no tenía más de cinco años, había visto a la vieja Tillie Pake llevando una torta por la calle, y todos los niños del pueblo iban detrás, burlándose de ella. La vieja Tillie vivía en Harbour Mouth y era una vieja muy sucia y harapienta. Los chicos le cantaban:

La vieja Tillie Pake

ha robado una torta

y le ha dado dolor de barriga.

Ser considerada como Tillie Pake era algo que Rilla no podía soportar. Se le había metido en la cabeza la idea de que una «no podía ser una señorita» y andar por ahí llevando tortas. Y por eso estaba sentada tan desconsolada en los escalones, y su preciosa boquita, a la que le faltaba un diente, no lucía su usual sonrisa. En lugar de tener ese aire que decía que ella entendía lo que pensaban los narcisos, o que compartía con la rosa dorada un secreto que sólo ellas dos conocían, parecía alguien aplastado para toda la vida. Hasta sus inmensos ojos color avellana, que casi se cerraban cuando ella reía, estaban tristes y atormentados, en lugar de ser los estanques de fascinación de siempre. «Las hadas te tocaron los ojos», le dijo una vez la tía Kitty MacAllister. Su padre juraba que había nacido seductora, que le había sonreído al doctor Parker a la media hora de nacer. Rilla podía, todavía, hablar mejor con los ojos que con las palabras, pues usaba una marcada media lengua. Pero se curaría… crecía rápidamente. El año pasado, papá la había medido con un rosal; este año, con el fleo; pronto sería con las malvas, e iría a la escuela. Rilla estaba muy feliz y contenta hasta el terrible anuncio de Susan.

—Realmente —le dijo Rilla al cielo, muy indignada—, Susan no tiene sentido de la vergüenza.

Claro que Rilla pronunció «megüenza», pero igual el hermoso cielo azul pareció entenderle.

Mamá y papá habían ido a Charlottetown esa mañana y los niños estaban en la escuela, de modo que Rilla y Susan estaban solas en Ingleside. Por lo común, Rilla habría estado encantada ante esa circunstancia. Nunca se sentía sola; le habría encantado quedarse sentada en los escalones o en su particular roca privada, cubierta de musgo, en el Valle del Arco Iris, con uno o dos gatitos imaginarios para hacerle compañía, y hubiera hilado fantasías sobre todo lo que veía… la esquina del parque, que parecía un pequeño territorio de mariposas… las amapolas, que flotaban sobre el jardín… esa inmensa nube completamente sola en medio del cielo… los grandes moscones, que revoloteaban entre las capuchinas… la madreselva, que se agachaba hasta tocarle los rizos rojizos con dedos amarillos… el viento que soplaba… ¿hacia dónde soplaba…? Don Petirrojo, que estaba otra vez negro y caminaba dándose aires por la baranda de la galería, preguntándose por qué Rilla no quería jugar con él… Rilla, que no podía pensar en otra cosa que no fuera el terrible hecho de que debía llevar una torta… una torta… a través del pueblo hasta la iglesia, para esa función que iban a hacer para los huérfanos. Rilla tenía cierta noción de que el orfanato quedaba en Lowbridge y que allí era donde vivían los niños que no tenían papá ni mamá. Sentía muchísima pena por ellos. Pero ni por el más huérfano de los huérfanos, la pequeña Rilla estaba dispuesta a dejarse ver en público llevando una torta.

A lo mejor, si llovía, no tendría que ir. No había la menor señal de lluvia, pero Rilla juntó las manitas (tenía un hoyuelo en el nacimiento de cada dedito) y dijo, con toda seriedad:

—Pod favod, quedido Dios, que zueva muy fuedte. Que zueva mucho. —Rilla pensó en otra posibilidad salvadora—: O zi no, que ze queme la todta de Zuzan, que ze queme toda.

Y sin embargo, cuando llegó la hora de comer, la torta, perfectamente cocida, rellena y bañada, estaba muy oronda instalada sobre la mesa de la cocina. Era la torta preferida de Rilla, «torta de oro y plata», y sonaba tan lujosa… pero ella pensó que nunca más en toda la vida podría comer ni un pedacito de esa torta.

Pero… ¿eso que se oía desde las colinas bajas del otro lado del puerto no eran truenos? Tal vez Dios había escuchado su plegaria… tal vez hubiera un terremoto antes de que llegara la hora de ir. ¿Y no podía coger un buen dolor de estómago, llegado el peor de los casos? No. Rilla se estremeció. Eso implicaría aceite de ricino. ¡Mejor el terremoto!

Los demás niños ni se fijaron en que Rilla, sentada en su sillita (la del patito blanco bordado en el respaldo), estaba muy callada. ¡Eran unos egoístas! Si mamá hubiera estado en casa, ella sí se habría dado cuenta. Mamá se había dado cuenta en seguida de lo preocupada que estaba aquel día espantoso cuando salió la foto de papá en el Enterprise. Rilla estaba llorando a más no poder en la cama cuando entró mamá y averiguó que Rilla creía que sólo los asesinos aparecían en las fotografías de los diarios. A mamá no le había llevado mucho tiempo solucionar eso. ¿A mamá le gustaría ver a su propia hija llevando una torta por Glen, como la vieja Tillie Pake?

A Rilla le fue difícil comer, aunque Susan le había puesto su plato azul, que era tan lindo, con la guirnalda de capullos, que le había mandado la tía Rachel Lynde para su cumpleaños y que le dejaban usar sólo los domingos. «¡Pdato azul con capuyoz!». ¡Cuándo una tiene que hacer algo tan vergonzoso! Igual, los buñuelos de fruta que Susan había preparado para el postre estaban muy ricos.

—Zuzan, ¿no pueden Nan y Di zevar la todta despuéz de da ezcuela? —rogó.

—Después de la escuela, Di se va a la casa de Jessie Reese, y Nan tiene un hueso en la pierna —dijo Susan, con la impresión de que era graciosa—. Además, sería demasiado tarde. Los del comité quieren tener todas las tortas para las tres, así pueden cortarlas y arreglar las mesas antes de irse a sus casas a comer. ¿Por qué extraña razón no quieres ir, gordita, si siempre te gusta tanto ir a buscar la correspondencia?

Rilla era algo gordita, pero odiaba que la llamaran así.

—No quiedo hedid mis zentimientoz —explicó, muy seria.

Susan rió. Rilla empezaba a decir cosas que hacían reír a la familia. Ella nunca entendía por qué se reían, porque ella hablaba siempre en serio. Sólo mamá no se reía nunca; no se había reído ni siquiera cuando averiguó que Rilla pensaba que papá era un asesino.

—La función es para juntar dinero para los pobres niñitos que no tienen papá ni mamá —le explicó Susan… ¡como si ella fuera una niña que no entendía nada!

—Zo zoy cazi una huédfana —dijo Rilla—. Tengo nada máz que un papá y una mamá.

Susan volvió a reír. Nadie entendía.

—Ya sabes que tu madre le prometió al comité mandar esa torta, muñequita. Yo no tengo tiempo para llevarla y hay que llevarla. Así que, ponte tu vestido de zaraza azul, ¡y andando!

—Mi muñequita ze enfedmó —dijo Rilla, desesperada—. Tengo que metedla en la cama y quedadme con eza. Puede zed amonía.

—Tu muñeca estará muy bien hasta que regreses. Puedes ir y volver en media hora —fue la despiadada respuesta de Susan.

No había esperanzas. Hasta Dios la había abandonado… no había señales de lluvia. Rilla, al borde de las lágrimas para seguir protestando, subió y se puso su nuevo vestido de organdí fruncido y el sombrero de los domingos, adornado con margaritas. Tal vez, si parecía respetable, la gente no creyera que ella era como la vieja Tillie Pake.

—Creo que tengo la cada limpia, si pod favod quierez midadme detrás de das odejas —le dijo a Susan con gran majestuosidad.

Tenía miedo de que Susan la reprendiera por ponerse el mejor vestido y sombrero. Pero Susan apenas le inspeccionó las orejas, y luego le dio una cesta con la torta, le dijo que fuera cortés y que por favor no se detuviera a charlar con cada gato que se encontrara en el camino.

Rilla le hizo una mueca de rebeldía a Gog y Magog, y se fue. Susan se quedó mirándola con ternura.

«Parece mentira que nuestra pequeña ya esté tan grande como para ir sola a la iglesia a llevar una torta», pensó, con una mezcla de orgullo y pena, mientras volvía al trabajo. Afortunadamente, ignoraba la tortura que estaba infligiendo a una criatura por la que hubiera dado la vida. Rilla no se sentía tan mortificada desde la vez que se quedó dormida en la iglesia y se cayó del asiento. Por lo general, le encantaba ir al pueblo; había tantas cosas interesantes para ver… Pero hoy la fascinante cuerda de la ropa de la señora de Carter Flagg, con todas sus preciosas colchas, no se ganaron una mirada de Rilla, y el nuevo ciervo de hierro forjado que el señor Augustus Palmer había puesto en el patio la dejó indiferente. Nunca antes había pasado sin desear que ellos tuvieran uno igual en el parque de Ingleside. Pero ¿qué eran ahora los ciervos de hierro forjado? Los fuertes rayos del sol bañaban las calles como un río y todo el mundo estaba fuera de las casas. Pasaron dos niñas, susurrando. ¿Era sobre ella? Se imaginó lo que estarían diciendo. Un hombre que pasaba la miró. En realidad, se preguntaba si ésa sería la más pequeña de los Blythe y, por San Jorge, ¡qué preciosa era! Pero Rilla sintió que los ojos del hombre atravesaban la cesta y veían la torta. Y cuando Annie Drew pasó junto a ella con su padre, Rilla estuvo segura de que se reían de ella. Annie Drew tenía diez años y era una niña muy grande a los ojos de Rilla.

Después, había toda una multitud de niños y niñas en la esquina de Russell. Tenía que pasar junto a ellos. Era espantoso sentir que los ojos de todos se clavarían en ella y luego se mirarían entre sí. Avanzó, con un orgullo tan desesperado, que todos pensaron que era una presumida y que había que bajarle los humos. ¡Ya le enseñarían a esa carita de gato! ¡Una presumida, como todas las niñas de Ingleside! ¡Sólo porque vivían en la casa grande!

Millie Flagg se puso a caminar detrás de ella, imitándole la manera de caminar y levantando nubes de polvo sobre las dos.

—¿Adónde va esa cesta que lleva a esa niña? —gritó el «Pegajoso» Drew.

—Tienes la cara tiznada, cara de bizcocho —se burló Bill Palmer.

—¿No tienes lengua? —preguntó Sarah Warren.

—¡Piojo! —se burló Beenie Bentley.

—Mantente a tu lado del camino o te voy a hacer comer un escarabajo —dijo el grandote de Sam Flagg, dejando de masticar una zanahoria cruda el tiempo suficiente para hablar.

—Se está poniendo colorada —se rió Mamie Taylor.

—Seguro que llevas una torta a la iglesia presbiteriana —dijo Charlie Warren—. La mitad ha de ser masa, como todas las tortas de Susan Baker.

El orgullo no le permitiría llorar a Rilla, pero había un límite a lo que una puede escuchar. Después de todo, era una torta de Ingleside…

—La prózima vez que cualquiera de uztedes esté enfedmo le voy a dezir a mi papá que no les dé nada de demedio —dijo, desafiante.

Pero entonces, se le cayó el alma a los pies. ¡No podía ser Kenneth Ford el que doblaba la esquina del camino de Harbour! ¡No podía ser! ¡Era!

No podría soportarlo. Ken y Walter eran amigos, y Rilla, en lo profundo de su corazoncito, pensaba que Ken era el niño más bueno y más lindo del mundo entero. Él nunca le hacía demasiado caso, aunque una vez le regaló un patito de chocolate. Y un día inolvidable se había sentado a su lado junto a una piedra musgosa en el Valle del Arco Iris, y le había contado la historia de los Tres Osos y la Casita del Bosque. Pero ella se conformaba con adorarlo a distancia. ¡Y ahora este ser maravilloso la sorprendía llevando una torta!

—¡Hola, gordita! Hace mucho calor, ¿no? Ojalá me toque una porción de esa torta esta noche.

¡De modo que él sabía que era una torta! ¡Todo el mundo lo sabía!

Rilla había cruzado el pueblo y pensó que lo peor había pasado, cuando pasó lo peor. Miró por una calle lateral y vio venir por ella a su maestra de la escuela dominical, la señorita Emmy Parker. La señorita Emmy estaba todavía a alguna distancia, pero Rilla la reconoció por el vestido… ese vestido con volados, de organdí verde pálido con florecitas blancas, «el vestido de los azahares» lo llamaba Rilla en secreto. La señorita Emmy se lo había puesto para ir a la escuela dominical el domingo anterior, y a Rilla le había parecido el vestido más hermoso que había visto en su vida. Pero todos los vestidos de la señorita Emmy eran preciosos, a veces con lazos y volados, a veces con un detalle en seda.

Rilla idolatraba a la señorita Emmy. Era tan bonita y delicada, con su piel blanquísima y los ojos castañísimos y esa sonrisa triste y tan dulce… triste, como le había susurrado un día otra niña a Rilla, porque el hombre con el que ella iba a casarse se había muerto. Rilla estaba tan contenta de estar en la clase de la señorita Emmy… No le habría gustado nada estar en la clase de la señorita Florrie Flagg… Florrie Flagg era horrible, y Rilla no podía soportar a una maestra horrible.

Cuando Rilla se encontraba con la señorita Emmy fuera de la clase dominical, y la señorita Emmy le sonreía y le hablaba, para Rilla era uno de los momentos más importantes de su vida. Sólo con que en la calle la señorita Emmy le hiciera una inclinación de cabeza le aligeraba el corazón, y una vez, cuando la señorita Emmy invitó a toda la clase a una fiesta de burbujas, donde hicieron burbujas rojas poniéndoles jugo de fresas, Rilla había estado a punto de morirse de éxtasis.

Pero encontrar a la señorita Emmy mientras una lleva una torta es algo que nadie puede soportar, y Rilla no iba a soportarlo. Además, la señorita Emmy iba a escribir un diálogo para el próximo recital de la escuela dominical, y Rilla abrigaba secretas esperanzas de que le pidiera que hiciera el papel del hada: un hada vestida de escarlata con un sombrerito puntiagudo verde. Pero no tendría sentido seguir teniendo esperanzas, si la señorita Emmy la veía llevando una torta.

¡La señorita Emmy no la vería! Rilla se detuvo en el puentecito que cruzaba el arroyo, que era bastante profundo justo en ese lugar. Sacó la torta de la cesta y la arrojó al arroyo, donde los alisos se arremolinaban sobre un charco más oscuro. La torta se abrió camino entre las ramas y se hundió con un gorgoteo. Rilla sintió un súbito estremecimiento de alivio, libertad y salvación al tiempo que se volvía para saludar a la señorita Emmy, quien —Rilla lo vio en ese instante— llevaba un gran paquete envuelto en papel de estraza.

La señorita Emmy le sonrió, desde debajo de un sombrerito verde con una plumita color naranja.

—Ah, está preciosa, señorita, preciosa —murmuró Rilla, llena de adoración.

La señorita Emmy volvió a sonreír. Aun cuando una tenga el corazón destrozado… y la señorita Emmy de verdad creía que así estaba el suyo… no es desagradable recibir un cumplido tan sincero.

—Es el sombrero nuevo, diría yo, corazón. La pluma es linda. Supongo… —dijo, mirando la cesta vacía— que has ido a llevar tu torta para la función. Qué lástima que no vas en lugar de volver. Yo llevo la mía; es una torta de chocolate, tan inmensa y pegajosa…

Rilla miraba lastimeramente, incapaz de pronunciar palabra. La señorita Emmy llevaba una torta; por lo tanto, no podía ser una vergüenza llevar una torta, Y ella, ¡ay!, ¿qué había hecho? Había tirado la preciosa torta de oro y plata de Susan al arroyo, y había perdido la oportunidad de caminar hasta la iglesia con la señorita Emmy, las dos llevando sus tortas.

Después de que la señorita Emmy se hubo alejado, Rilla se fue a su casa con su horrible secreto. Se enterró en el Valle del Arco Iris hasta la hora de la cena, cuando otra vez nadie se fijó en que estaba muy callada. Tenía mucho miedo de que Susan le preguntara a quién le había dado la torta, pero no hubo preguntas embarazosas. Después de la cena, los otros chicos fueron a jugar al Valle del Arco Iris, pero Rilla se quedó sola, sentada en los escalones, hasta que el sol bajó y el cielo fue todo de oro y viento detrás de Ingleside y surgieron luces abajo, en el pueblo. A Rilla siempre le gustaba mirar las luces que florecían, aquí y allá, en todo Glen, pero esta noche nada le interesaba. Nunca en toda su vida se había sentido tan desgraciada. No sabía cómo seguir viviendo. El atardecer se ahondó en tonos de púrpura, y ella era todavía más desgraciada. Un aroma delicioso a bollos de azúcar de arce llegó hasta ella… Susan había esperado la frescura de la tarde para empezar a hornear… pero los bollos de azúcar de arce, como todo lo demás, no eran más que vanidad. Sintiéndose muy desgraciada, subió la escalera y se metió en la cama, debajo de la nueva colcha floreada de la que en un momento se había enorgullecido tanto. Pero no pudo dormir. Seguía atormentada por el fantasma de la torta que había ahogado. Mamá le había prometido la torta al comité, ¿qué pensarían de mamá, que no la había mandado? ¡Y habría sido la torta más linda de todas! El viento tenía un sonido tan solitario esta noche… Le reprochaba. Decía: «Tonta… tonta… tonta», una y otra vez.

Susan entró, con un bollo de azúcar de arce.

—¿Qué te tiene despierta todavía, muñequita? —le preguntó.

—Ah, Zuzan, eztoy… eztoy canzada de zer yo.

Susan se preocupó. Pensándolo bien, la niña se veía cansada durante la cena.

«Y el doctor no está, claro. Las familias de los médicos se mueren y las de los zapateros andan descalzas», pensó. Y en voz alta dijo:

—Vamos a ver si tienes fiebre, muñequita.

—No, No, Zuzan. Ez que… hize una coza ezpantoza, Zuzan. El diablo me… no, no, mentida, Zuzan, lo hize yo solita. Yo… tidé la todta en el adoyo.

—¡Por todos los santos del cielo! —dijo Susan, asombrada—. ¿Pero cómo se te ocurrió hacer semejante cosa?

—¿Hacer, qué?

Era mamá, de regreso de la ciudad. Susan se alegró de poder retirarse, agradecida de que la señora tuviera la situación entre sus manos. Rilla, sollozando, contó toda su historia.

—Mi amor, no entiendo. ¿Por qué te parecía que era tan horrible llevar una torta a la iglesia?

—Penzé que eda como la vieja Tillie Pake, mamita. ¡Y ahoda ez una vergüenza para ti! Ay, mamita, zi me perdonas nunca maz me voy a podtad mal, y voy a ir a decidle al comité que tú les mandaste la todta.

—No te preocupes por el comité, mi amor. Van a tener muchas otras tortas, siempre sobran. Nadie se va a dar cuenta de que nosotros no enviamos ninguna. No vamos a hablar de esto con nadie. Pero siempre, después de esto, Bertha Marilla Blythe, recuerda que ni Susan ni mamá te pedirían jamás que hicieras algo vergonzoso.

La vida volvía a merecer la pena. Papá se acercó a la puerta para decir: «Buenas noches, gatito mío», y Susan entró a decir que para el día siguiente iba a preparar pastel de pollo.

—¿Con mucha zalza, Zuzan?

—Rebosará.

—¿Y puedo comedme un huevo madón para el desayuno, Zuzan? No me lo medezco, pero…

—Podrás comerte dos huevos marrones, si quieres. Y ahora cómete el bollo y duérmete, muñequita.

Rilla se comió el bollo, pero antes de dormirse se bajó de la cama y se arrodilló en el suelo. Con mucha seriedad dijo:

—Quedido Dios: pod favod, hazme ziempre una niña buena y obediente, no impodta lo que me digan que haga. Y bendice a la quedida señodita Emmy y a todos los huedfanitos pobrez.