Gilbert había tenido que ir a hacer una visita y Ana, sola en su cuarto, se sentó frente a la ventana para disfrutar de unos minutos de comunión con la ternura de la noche y para deleitarse en el delicioso embrujo de su dormitorio iluminado por la luz de la luna. «Digan lo que digan —pensó—, siempre hay algo de extraño en una habitación iluminada por la luna. Cambia toda su personalidad. No es tan amistosa… tan humana, sino que se vuelve distante, remota, envuelta en sí misma. Casi parece considerarme una intrusa».
Estaba un poco cansada después del día tan agitado y todo estaba tan tranquilo ahora… los niños se habían dormido e Ingleside había recuperado la paz. No había el menor sonido en la casa, salvo un débil y rítmico ruido en la cocina, donde Susan amasaba el pan.
Pero a través de la ventana abierta, llegaban los sonidos de la noche, cada uno de los cuales Ana conocía y amaba. Risas bajas llegaban desde el puerto en el aire quieto. Alguien cantaba en Glen y sonaba como las notas recurrentes de alguna canción escuchada hace ya mucho. Había plateados senderos dibujados por la luz de la luna sobre el agua pero Ingleside estaba inmerso en sombras. Los árboles susurraban «oscuras palabras antiguas» y un búho chistaba en el Valle del Arco Iris.
«Qué verano tan feliz —pensó Ana, y luego recordó con una punzada de melancolía algo que le había oído decir una vez a la tía Highland Kitty, de Upper Glen—: El mismo verano no viene dos veces».
Nunca el mismo. Llegaría otro verano, pero los niños serían un poco mayores y Rilla estaría yendo a la escuela, «y no me quedará ningún bebé», pensó Ana, con tristeza. Jem ya tenía doce años, y ya se, hablaba del «desarrollo»… Jem, que hasta ayer había sido un niño en la vieja Casa de los Sueños. Walter crecía con rapidez, y esa misma mañana Ana había oído a Nan fastidiar a Di con un «chico» de la escuela, y Di se había ruborizado y había sacudido su cabeza pelirroja. Bueno, era la vida. Alegrías y tristezas, esperanza y temor, y cambios. ¡Siempre cambios! No podía evitarse. Había que permitir que lo viejo se fuera y había que llevarse lo nuevo al corazón, aprender a quererlo y luego dejarlo ir, también. La primavera, hermosa como era, debía rendirse al verano, y el verano debía perderse en el otoño. Nacimiento… casamiento… muerte.
De pronto, Ana recordó que Walter le había pedido que le contara lo que había sucedido en el funeral de Peter Kirk. Ella no había pensado en eso en años, pero no lo había olvidado. Ninguno de los que habían estado allí, estaba segura, lo había olvidado ni lo olvidaría nunca. Sentada allí, a la luz de la luna, lo evocó todo.
Fue en noviembre… el primer noviembre que pasaron en Ingleside… después de una semana de veranillo en pleno invierno. Los Kirk vivían en Mowbray Narrows pero iban a la iglesia de Glen, y Gilbert era su médico, de modo que tanto él como Ana fueron al funeral.
Era, recordó Ana, un día tibio y tranquilo. A su alrededor se veía el hermoso paisaje solitario en castaños y púrpuras típico de noviembre, con retazos de sol aquí y allá en las cimas de las colinas y en la llanura, donde el sol brillaba a través de una rendija entre las nubes. Kirkwynd quedaba tan terca de la costa, que una brisa salada soplaba a través de los melancólicos abetos detrás de la casa. Era una casa grande, de aspecto próspero, pero a Ana el tejado en forma de L siempre le había parecido… una cara humana larga, enjuta, desdeñosa.
Ana se detuvo a hablar con un grupo de mujeres en el jardín sin flores. Eran todas personas trabajadoras para quienes un funeral no dejaba, de ser algo emocionante y agradable.
—Olvidé traer pañuelo —dijo, apenada, la señora de Bryan Blake—. ¿Qué voy a hacer cuando llore?
—¿Tienes que llorar? —le preguntó de mal modo su cuñada, Camilla Blake. A Camilla no le gustaban las mujeres que lloraban con facilidad—. Peter Kirk no es pariente tuyo y nunca te cayó bien.
—Me parece que es correcto llorar en un funeral —dijo con altivez la señora Blake—. Demuestra sentimientos, cuando un vecino ha sido llamado para el largo viaje.
—Si en el funeral de Peter lloran sólo aquellos que lo querían, no habrá muchos ojos mojados —dijo secamente la señora de Curtis Rodd—. Es la verdad, ¿a qué ocultarla? Era un hipócrita, y yo lo sé y creo que no soy la única. Pero… ¿quién es esa que está entrando por el portoncito? No… no me digan que es Clara Wilson.
—Sí —susurró, incrédula, la señora Blake.
—Bueno, se sabe que poco después de la muerte de la primera esposa de Peter, ella le dijo que no volvería a poner los pies en esta casa hasta que fuera para venir a su funeral, y ha cumplido con su palabra —dijo Camilla Blake—. Es hermana de la primera esposa de Peter… —agregó, en un aparte a Ana, que miraba con curiosidad cómo Clara Wilson pasaba junto a ellas, sin verlas, con esos llameantes ojos color topacio clavados al frente. Era una mujer muy delgada de cara trágica y cabellos negros, bajo uno de esos absurdos bonetes que todavía usaban las mujeres mayores… una cosa hecha de plumas y canutillos con un velo sobre la nariz. No miro ni le dirigió la palabra a nadie, mientras su larga falda de tafetán negro susurraba, arrastrándose sobre el césped, y subía los escalones de la galería.
—Ahí está Jed Clinton, en la puerta, poniéndose su cara de funeral —dijo Camilla, sarcástica— evidentemente piensa que es hora de que vayamos adentro. Siempre se ha enorgullecido de que en sus funerales todo transcurre según el horario estipulado. Nunca le ha perdonado a Winnie Clow que se hubiera desmayado antes del sermón. No habría sido tan malo después. Bueno, no es probable que nadie se desmaye en este funeral. Olivia no es de las que se desmayan.
—Jed Clinton… el de funeraria de Lowbridge —dijo la señora Reese—. ¿Por qué no contrataron al de Glen?
—¿A quién? ¿A Carter Flagg? Mujer de Dios, Peter y él han estado enemistados toda la vida. Carter quería a Amy Wilson… todos lo saben.
—Muchos la querían —dijo Camilla—. Era una muchacha muy bonita, con cabellos rojo cobrizos y los ojos tan negros. Aunque mucha gente decía que Clara era la más guapa de las dos. Es raro que nunca se haya casado. Ahí está el ministro por fin y el reverendo Owen de Lowbridge, viene con él. Claro, es primo de Olivia. Es bueno, salvo que pone demasiadas «Oh» en sus oraciones. Será mejor que entremos o a Jed le va a dar un ataque.
Ana se detuvo a mirar a Peter Kirk antes de ir a sentarse. Nunca le había caído bien. «Tiene cara cruel», había pensado la primera vez que lo vio. Bien parecido, sí, pero con esos ojos fríos, acerados, y entonces abolsados, y la boca de labios delgados y apretados del avaro. Se lo tenía por egoísta y arrogante en sus tratos con sus semejantes, a pesar de su profesión de piedad y sus devotas oraciones. «Siempre siente su propia importancia», oyó decir a alguien una vez. Sin embargo, en general, había sido respetado y admirado.
Se lo veía tan arrogante en la muerte como lo había sido en la vida, y en esos dedos demasiado largos entrelazados sobre el pecho inmóvil, había algo que hizo estremecer a Ana. Pensó en un corazón de mujer aferrado entre ellos y miró a Olivia Kirk, sentada frente a ella, de luto. Olivia era una mujer alta, rubia y guapa, de grandes ojos azules («Para mí no quiero una mujer fea», había dicho Peter una vez), y tenía el rostro compuesto y sin expresión. No se veían huellas de lágrimas, pero, claro, Olivia era una Random, y los Random no eran emocionales. Al menos, estaba sentada con decoro, y la viuda más inconsolable del mundo no podría haberse puesto un luto más riguroso.
El aire estaba espeso con el perfume de las flores que rodeaban el féretro… para Peter Kirk, que no se había enterado en vida de que existía algo llamado «flores». Su logia había mandado una corona; la iglesia, otra; la Asociación Conservadora, otra; los administradores de la escuela, otra; la Cámara de Queseros, otra. Su único hijo, alejado de él desde hacía tiempo, no había mandado nada, pero la familia Kirk había enviado una inmensa ancla de rosas blancas con la frase «Por fin a puerto» dibujada con pimpollos de rosas rojas. Y había una de Olivia: un rectángulo de lirios. Camilla Blake hizo una mueca cuando la vio, y Ana recordó haberle oído decir una vez a Camilla que ella había estado en Kirkwynd poco después del segundo matrimonio de Peter, cuando éste tiró por la ventana una maceta con una planta de lirios que la novia había llevado. No iba a tener la casa atiborrada de hierbajos, había dicho.
Al parecer, Olivia se lo había tomado con toda calma y no había habido más lirios en Kirkwynd. ¿Era posible que Olivia…? Pero Ana miró el rostro plácido de la señora Kirk, y desechó la sospecha. Después de todo, era por lo general el florista quien sugería las flores.
El coro cantó La muerte, como un mar estrecho, divide esa tierra celestial de la nuestra, y Ana sorprendió la mirada de Camilla y supo que las dos se preguntaban cómo encajaría Peter Kirk en esa tierra celestial. Ana casi podía oír a Camilla diciendo: «Imagínense, si se atreven, a Peter Kirk con arpa y aureola».
El reverendo Owen leyó un capítulo y una oración, con muchos «Oh» y muchas súplicas para que se consolaran los corazones doloridos. El ministro de Glen dirigió una alocución que muchos, en privado, consideraron excesivamente lisonjera, aun admitiendo que se tiene que decir algo bueno de los muertos. Oír que se llamaba a Peter Kirk padre amante y tierno esposo, vecino amable y buen cristiano era, sintieron, abusar del lenguaje. Camilla se refugió detrás del pañuelo, para no llorar, y Stephen MacDonald carraspeó una o dos veces. La señora Blake parecía haber conseguido pañuelo prestado, pues lloraba sobre uno, pero los ojos azules y bajos de Olivia permanecían secos.
Jed Clinton exhaló un hondo suspiro de alivio. Todo había salido a las mil maravillas. Otro himno, el desfile de costumbre para la última mirada a «los despojos fúnebres», y otro exitoso funeral que se agregaba a su larga lista.
Hubo una agitación en un rincón de la gran habitación, y Clara Wilson se abrió camino entre el laberinto de sillas hasta ubicarse junto al féretro. Allí se volvió y encaró a los reunidos. Su absurdo bonete se había ladeado un poco y un mechón suelto de cabellos negros se había escapado por un borde y le colgaba sobre el hombro. Pero nadie pensó que Clara Wilson estuviera ridícula. Tenía el largo y hundido rostro ruborizado y los trágicos e intensos ojos llameaban. Parecía poseída. El rencor, como alguna despiadada enfermedad incurable, parecía inundar todo su ser.
—Lo que han escuchado ustedes, que han venido aquí a «presentar sus respetos»… o a saciar su curiosidad, cualquiera de las dos cosas, son un montón de mentiras. Ahora yo voy a decirles la verdad sobre Peter Kirk. Yo no soy hipócrita, nunca le tuve miedo cuando vivía y no le tengo miedo ahora que está muerto. Nadie se ha atrevido jamás a decirle la verdad en la cara pero yo la voy a decir ahora… aquí, en su funeral, donde se ha dicho que era un buen esposo y un amable vecino. ¡Buen esposo! Se casó con mi hermana Amy… mi hermosa hermana, Amy. Todos ustedes saben lo dulce y encantadora que ella era. Él le dio una vida miserable. La atormentaba y la humillaba… y a él le gustaba hacerlo. Ah, sí, iba a la iglesia con regularidad, y decía largas oraciones, y pagaba sus deudas. Pero era un tirano, hasta su perro escapaba corriendo cuando lo oía llegar.
»Yo le dije a Amy que se arrepentiría de casarse con él. La ayudé a hacerse el traje de novia… habría sido mejor que le hubiese hecho la mortaja. Ella estaba muy enamorada de él entonces, pobrecita, pero no hacía ni una semana que estaban casados cuando ya se había dado cuenta de cómo era. Su madre había sido una esclava, y él quería que su esposa también lo fuera. «En mi casa no habrá discusiones», le dijo. Ella no tenía carácter para discutir, tenía el corazón destrozado. Ah, si sabré por lo que pasó, mi pobrecita querida. Él la contrariaba en todo. No la dejó tener un jardín, ni siquiera la dejó tener un gatito, yo le regalé uno y se lo ahogó. Tenía que rendirle cuentas de cada centavo que gastaba. ¿Alguno de ustedes la vio alguna vez con ropa apropiada? La regañaba por ponerse su mejor sombrero, si parecía que iba a llover. La lluvia no podía estropearle ninguno de los sombreros que ella tenía, pobrecita. ¡Ella, a la que le encantaba la ropa bonita! Él siempre se burlaba de su familia. Nunca en su vida se rió, ¿alguna vez alguno de ustedes lo vio reír? Sonreía, ah, sí, sonreía siempre, serena y dulcemente, al tiempo que hacía las cosas más feroces. Sonreía cuando le dijo a ella, cuando le nació el niño muerto, que bien se podría haber muerto ella también, si no podía tener otra cosa que criaturas muertas. Ella murió después de diez años de esa vida, y yo me alegré de que escapara de él. Se lo dije a él entonces, que no volvería a poner los pies en su casa hasta que viniera a su funeral. Algunos de ustedes me oyeron. He cumplido mi palabra y ahora he venido a decir la verdad sobre él. Y es la verdad… usted lo sabe… —Y señaló ardientemente a Stephen MacDonald—. Usted lo sabe… —Y el largo dedo apuntaba a Camilla Blake—. Usted lo sabe… —Olivia Kirk no movió un músculo—. Usted lo sabe… —El pobre ministro sintió que ese dedo lo traspasaba—. Yo lloré en la boda de Peter Kirk, pero le dije que reiría en su funeral. Y voy a hacerlo.
Giró en redondo con furia y se inclinó sobre el ataúd. Agravios acumulados durante años habían sido vengados. Al final, ella había dado rienda suelta a su odio. Todo su cuerpo vibró por su triunfo y su satisfacción cuando miró la cara fría y quieta del muerto. Todos esperaron la explosión de la carcajada vengativa. No llegó. El rostro lleno de furia de Clara Wilson de pronto cambió, se contorsionó, se arrugó como el de un niño. Clara… lloraba.
Se volvió, con las lágrimas corriéndole por las mejillas estragadas, para salir de la habitación. Pero Olivia Kirk se levantó, se puso frente a ella y le apoyó una mano en el brazo. Por un momento, las dos mujeres se miraron. La habitación estaba sumida en un silencio que parecía tener presencia.
—Gracias, Clara Wilson —dijo Olivia Kirk.
Su rostro era tan inescrutable como siempre, pero en su voz tranquila había un dejo que hizo estremecer a Ana. Sintió como si de pronto se abriera un pozo delante de sus ojos. Clara Wilson odiaba a Peter Kirk, vivo o muerto, pero Ana sintió que su odio era descolorido comparado con el odio de Olivia Kirk.
Clara salió, llorando, y pasó junto a un furioso Jed con su funeral estropeado. El ministro, que había tenido intención de anunciar un último himno, Dormido en Jesús, lo pensó mejor y se limitó a pronunciar una trémula bendición. Jed no hizo el usual anuncio de que los deudos y amigos podían ahora despedirse de «los despojos mortales». Lo único que le cabía hacer, pensó, era cerrar de inmediato la tapa del féretro y enterrar a Peter Kirk, ponerlo fuera de la vista, lo antes posible.
Ana exhaló un largo suspiro mientras bajaba los escalones de la galería. Qué alivio el aire fresco después de esa habitación sofocante, perfumada, donde el rencor de dos mujeres había sido al mismo tiempo su tormento.
La tarde se había puesto más fría y gris. Aquí y allí había pequeños grupos sobre el césped, hablando de lo sucedido en voces acalladas. Todavía se veía a Clara Wilson cruzando por el prado seco, camino a su casa.
—Bueno, ¿no ha sido demasiado? —dijo Nelson, asombrado.
—¡Escandaloso! ¡Escandaloso! —dijo el vicario Baxter.
—¿Por qué no se lo impedimos? —preguntó Henry Reese.
—Porque todos querían escuchar lo que ella tuviera que decir —replicó Camilla.
—No fue… decoroso —dijo el tío Sandy MacDougall. Había encontrado una palabra que le gustaba, y la saboreaba bajo la lengua—. Nada decoroso. Un funeral debe ser decoroso, aunque le falten otras cosas… decoroso.
—Dios, ¿no es graciosa la vida? —preguntaba Augustus Palmer.
—Yo me acuerdo de cuando Peter y Amy comenzaron su relación —evocó el viejo James Porter—. Yo cortejaba a mi esposa ese mismo invierno. Clara era muy hermosa entonces. ¡Y qué delicioso pastel de cerezas preparaba!
—Siempre fue una muchacha de lengua áspera —dijo Boyce Warren—. Yo sospeché que iba a explotar alguna bomba cuando la vi venir, pero no me imaginé que llegaría a tanto. ¡Y Olivia! ¿Quién lo hubiera creído? Las mujeres son muy raras.
—Va a ser toda una anécdota para el resto de nuestras vidas —dijo Camilla—. Después de todo supongo que si nunca pasaran cosas como ésta la historia sería aburridísima.
Un Jed desmoralizado había hecho formar a los que llevarían el féretro, que ya habían sacado. Cuando la carroza fúnebre comenzó a avanzar por el camino, seguida por la lenta procesión de carruajes, se oyó el aullido transido de pena de un perro, desde el granero. Tal vez, después de todo, había una criatura viviente que lloraba la muerte de Peter Kirk.
Stephen MacDonald se unió a Ana, que esperaba a Gilbert. Era de Upper Glen, un hombre alto, con la cabeza de un viejo emperador romano. A Ana siempre le había caído bien.
—Parece que va a nevar —dijo—. A mí siempre me parece que noviembre es una época que extraña su casa. ¿Nunca le dio esa impresión, señora Blythe?
—Sí. El año mira hacia atrás con tristeza a la primavera perdida.
—¡La primavera… la primavera! Señora Blythe, me estoy poniendo viejo. Me sorprendo imaginando que las estaciones cambian. El invierno no es lo que era… no reconozco el verano… y la primavera… ya no hay primaveras ahora. Al menos, eso siento cuando personas a quienes conocíamos antes ya no vienen a compartirlas con nosotros. Pobre Clara Wilson… ¿Qué le pareció a usted?
—Ah, desolador… Tanto odio…
—Sí… ¿Sabe qué? Ella estuvo enamorada de Peter Kirk hace mucho, muy enamorada. Clara era la muchacha más guapa de Mowbray Narrows entonces, con esos rizos negros alrededor de esa carita color crema, pero Amy era una cosita risueña y cantarina. Peter dejó a Clara y comenzó su relación con Amy. Hemos sido hechos de una manera extraña, señora Blythe.
Había un algo fantasmagórico en los abetos sacudidos por el viento detrás de Kirkwynd; a lo lejos, la nevisca blanqueaba una colina, donde una hilera de álamos de Lombardía hería el cielo gris. Todos corrieron a ponerse a resguardo antes de que llegara a Mowbray Narrows.
«¿Tengo derecho a ser tan feliz cuando otras mujeres son tan desgraciadas?», se preguntó Ana, mientras regresaban a casa, al recordar los ojos de Olivia Kirk cuando le dio las gracias a Clara Wilson.
Ana se levantó y se alejó de la ventana. Hacía casi doce años de eso ya. Clara Wilson había muerto, y Olivia Kirk —que había sido mucho más joven que Peter— se había ido a la costa, donde había vuelto a casarse.
«El tiempo es más bondadoso de lo que creemos —pensó Ana—. Es un terrible error abrigar un rencor durante años… acurrucarlo contra nuestro corazón como si fuera un tesoro. Pero creo que la historia de lo que pasó en el funeral de Peter Kirk es una de las que Walter no debe saber nunca. No es una historia para niños».