32

—De modo que las señoras de la Asociación de Beneficencia van a tener su sesión de costura en Ingleside —dijo el doctor—. Prepare todos sus mejores platos, Susan, y traiga muchas escobas para barrer después los fragmentos de las buenas reputaciones.

Susan sonrió con condescendencia, como mujer tolerante de la poca comprensión masculina respecto a las cosas vitales, pero no tenía ganas de sonreír… al menos hasta que no se hubiera decidido todo lo concerniente a la comida de la Asociación de Beneficencia.

—Pastel de pollo caliente —siguió murmurando—, puré de patatas y crema de guisantes para el plato principal. Y será una excelente oportunidad para estrenar el nuevo mantel de encaje, mi querida señora. En Glen nunca se ha visto algo parecido y seguro que causará sensación. Ansío ver la cara de Annabel Clow cuando lo vea. ¿Va a poner también la cesta azul y plata para las flores?

—Sí, llena de pensamientos y helechos amarillos verdosos del bosque de arces. Y quiero que ponga cerca esos tres magníficos geranios suyos en algún lugar… en la sala, si nos instalamos a coser allí, o junto a la baranda de la galería, si no hace frío y podemos trabajar fuera. Me alegro de que nos queden tantas flores. El jardín nunca ha estado tan hermoso como este verano, Susan. Pero todos los otoños digo lo mismo, ¿no?

Había muchas cosas para organizar. Quién se sentaría junto a quién… no se podía, por ejemplo, sentar a la señora de Simon Millison junto a la señora de William McCreery, pues no se hablaban debido a un antiguo entredicho que databa de la época en que iban a la escuela. Luego estaba la cuestión de a quién invitar… porque era privilegio de la anfitriona invitar a algunas otras señoras además de aquellas que pertenecían a la Asociación.

—Voy a invitar a la señora Best y a la señora Campbell —dijo Ana.

Susan vaciló.

—Son recién llegadas, mi querida señora —dijo, como quien dice: «Son cocodrilos».

—El doctor y yo también fuimos recién llegados, Susan.

—Pero el tío del doctor estuvo años aquí, antes de eso. Nadie sabe nada de estos Best y Campbell. Claro que es su casa, mi querida señora, y, ¿quién soy yo para objetar a quién usted desee recibir en ella? Recuerdo una sesión de costura en casa de la señora de Carter Flagg hace muchos años, cuando la señora Flagg invitó a una señora desconocida. ¡Vino con un vestido de franela, mi querida señora! Dijo que no pensaba que una reunión de Damas de Beneficencia fuera una ocasión para vestirse. Al menos eso no sucederá con la señora Campbell. Viste muy bien… aunque yo no me imagino con un traje azul violáceo en la iglesia.

Ana tampoco se la imaginaba, pero no se atrevió a sonreír.

—A mí, ese vestido me pareció precioso, con los cabellos plateados de la señora Campbell, Susan. A propósito, me pidió su receta de la salsa de grosellas con especias. Dice que la probó en la cena de la Cosecha y la encontró deliciosa.

—Ah, bueno, mi querida señora, no cualquiera sabe hacer la salsa de grosellas con especias…

Y ya no se mencionaron los vestidos color azul violáceo. De ahora en adelante, la señora Campbell podía aparecerse ataviada con la vestimenta de una isleña de Fidji si lo deseaba, que igual Susan le encontraría alguna excusa.

Los meses jóvenes habían envejecido pero el otoño seguía recordando al verano, y el día de costura fue más un día de junio que de octubre. Todas las integrantes de la Asociación de Damas de Beneficencia que pudieron ir, fueron, y disfrutaron por anticipado de un buen plato de chismes y una cena en Ingleside, además de la posibilidad de ver algunas cosas lindas en lo referente a la moda, pues la esposa del médico había estado en la ciudad recientemente.

Susan, sin dejarse agobiar por las responsabilidades culinarias que se habían concentrado en ella, iba de un lado a otro, acompañando a las señoras al lavabo, serena en la certeza de que ninguna de ellas poseía un delantal adornado con puntilla de doce centímetros de ancho hecha con hilo nº 100. La semana anterior, Susan había ganado el primer premio en una exposición en Charlottetown con esa puntilla. Ella y Rebecca Dew se habían citado allí y lo habían pasado muy bien. Esa noche, la Susan que volvió a casa era la mujer más orgullosa de la Isla Príncipe Eduardo.

El aspecto de Susan era de un perfecto dominio de sí misma, pero sus pensamientos eran otra cosa, a veces condimentados con una pizca de malicia.

«Ahí está Celia Reese, buscando algo de qué reírse, como siempre. Bueno, no lo va a encontrar en nuestra mesa, de eso no hay cuidado. Myra Murray… de terciopelo rojo… un poco demasiado suntuoso para una reunión de costura, en mi opinión, pero no niego que le sienta bien. Al menos no se puso un vestido de franela. Agatha Dew… con los anteojos atados con un cordel, como siempre. Sarah Taylor… puede ser su última reunión de costura… tiene el corazón en muy mal estado, dice el doctor, pero ¡qué espíritu! La señora de Donald Reese… gracias a Dios que no trajo a Mary Anna, pero sin duda oiremos hablar mucho de ella. Jabe Burr, de Upper Glen. Ella no es miembro de la Asociación. Bueno, contaré las cucharas después de comer, que no quepa la menor duda. Todos los de esa familia tienen las manos rápidas. Candace Crawford… no se toma a menudo el trabajo de asistir a una reunión de la Asociación, pero una reunión de costura es un buen lugar para exhibir su lindas manos y su anillo de diamantes. Emma Pollock… mostrando la enagua por debajo del vestido, por supuesto… linda mujer pero sin cabeza como toda su raza. Tillie MacAllister… no vayas a tirar la gelatina sobre el mantel, como hiciste en la reunión de la señora Palmer. Martha Crothers… por una vez vas a comer una comida como la gente. Es una lástima que tu esposo no haya podido venir también… he oído decir que tiene que vivir a nueces o algo parecido. La señora del vicario Baxter… tengo entendido que el vicario le ha espantado Harold Reese a Mina, por fin. Harold siempre tuvo un hueso de pechuga de gallina en lugar de columna vertebral, y su corazón débil nunca ha conquistado a dama hermosa, como dice el Buen Libro. Bueno, tenemos suficiente para dos cobertores, y algunas otras para enhebrar las agujas».

Se sacaron los cobertores a la amplia galería y todo el mundo estuvo ocupado con manos y lenguas. Ana y Susan estaban en la cocina, atareadas en la preparación de la comida, y Walter —que ese día no había ido a la escuela por un leve dolor de garganta— estaba sentado en los escalones de la galería, oculto a la vista de las costureras por una cortina de ramas. A él siempre le gustaba escuchar las conversaciones de los grandes. Decían cosas tan sorprendentes, tan misteriosas… cosas en las que uno después podía pensar y con las que se podía bordar un tapiz de historias, cosas que reflejaban los colores y las sombras, las comedias y las tragedias, los júbilos y las penas, de cada familia de Cuatro Vientos.

De todas las mujeres presentes, a Walter le gustaba más Myra Murray, con su carcajada fácil y contagiosa y esas arruguitas tan lindas que se le hacían alrededor de los ojos. Podía contar una historia de lo más sencilla y hacerla parecer interesante y vital; alegraba la vida dondequiera que iba, y estaba muy guapa con su vestido de terciopelo color cereza, con las suaves ondas de sus cabellos negros y las piedrecillas rojas de sus pendientes. La señora de Tom Chubb, que era delgada como un alfiler, no le gustaba tanto… tal vez porque una vez la había escuchado referirse a él como «un niño enfermizo». Pensó que la señora de Allan Milgrave era idéntica a una gallina gris, y la señora de Grant Clow no era otra cosa que un barril con patas. La joven señora de David Ransome, con sus cabellos color miel, era muy hermosa, «demasiado hermosa para una granja», había dicho Susan cuando Dave se casó con ella. La joven recién casada, esposa de Morton MacDougall, parecía una amapola blanca adormilada. Edith Bailey, la modista de Glen, con sus rizos plateados y sus vivaces ojos negros, no parecía para nada «una vieja solterona». A Walter le gustaba la señora Meade, la mayor de las señoras, que tenía ojos bondadosos, tolerantes, y escuchaba mucho más de lo que hablaba, y no le gustaba Celia Reese, con su aire solapado y risueño, como si estuviera riéndose de todo el mundo.

Las costureras todavía no se habían puesto a hablar… comentaron sobre el tiempo y decidieron si coserían en abanico o en rombos, de modo que Walter pensaba en la belleza del día maduro, del inmenso parque con sus árboles maravillosos, y en el mundo, que parecía haber sido abrazado por un Gran Ser de brazos dorados. Las hojas manchadas caían lentamente, pero las señoriales malvarrosas seguían vivaces contra el muro de ladrillo, y los álamos tejían su embrujo a lo largo del sendero hasta el granero. Walter estaba tan absorto en la belleza que lo rodeaba, que la conversación de las costureras estaba en lo mejor cuando retomó la conciencia gracias a un comentario de la señora de Simon Millison.

—Esa familia fue famosa por sus sensacionales funerales. ¿Alguna de ustedes, si estuvo presente, podría jamás olvidar lo que pasó en el funeral de Peter Kirk?

Walter aguzó los oídos. Esto sonaba interesante. Pero, para decepción suya, la señora Millison no siguió contando qué había sucedido. O todas habían estado en el funeral o ya habían escuchado la historia.

(Pero ¿por qué parecen todas tan incómodas?).

—No hay duda de que todo lo que dijo Clara Wilson de Peter era cierto, pero está muerto y enterrado, pobre hombre, así que dejémoslo descansar en paz —dijo la señora de Tom Chubb, muy virtuosamente, como si alguien hubiera propuesto exhumarlo.

—Mary Anna siempre dice cosas tan inteligentes… —dijo la señora de Donald Reese—. ¿Saben lo que me dijo el otro día cuando estábamos saliendo para el funeral de Margaret Hollister? «Ma —me dice—, ¿va a haber helado en el funeral?».

Algunas mujeres intercambiaron furtivas sonrisas de complicidad. La mayoría ignoró a la señora de Reese. Era en verdad lo único que se podía hacer cuando ella empezaba a meter a Mary Anna en la conversación, como hacía invariablemente, fuera oportuno o no. Si se la alentaba en lo más mínimo, era enloquecedora. «¿Saben lo que dijo Mary Anna?», era una clara alusión en Glen.

—Hablando de funerales —dijo Celia Reese—, hubo uno muy extraño en Mowbray Narrows, cuando yo era niña. Stanton Lane se había ido al Oeste y llegó la noticia de que se había muerto. Los parientes mandaron un cable para pedir que enviaran el cuerpo; cuando llegó, Wallace MacAllister, el de la funeraria, les aconsejó que no abrieran el féretro. El funeral había empezado hacía rato cuando hizo su aparición el mismísimo Stanton Lane, vivito y coleando. Nunca averiguaron quién era el cadáver.

—¿Qué hicieron con él? —preguntó Agatha Dew.

—Lo enterraron. Wallace dijo que no se podía posponer. Pero mal se lo podía considerar un funeral; todo el mundo estaba tan contento con el regreso de Stanton… El señor Dawson cambió el último himno y en lugar de cantar Hallad consuelo, cristianos, cantaron A veces nos sorprende una luz, pero casi todos los presentes fueron de la opinión de que tendría que haber dejado el primero.

—¿Saben lo que dijo Mary Anna el otro día? Me dice: «Ma, ¿los ministros lo saben todo?».

—El señor Dawson siempre perdía la cabeza en las crisis —dijo Jane Burr—. Upper Glen era parte de su parroquia entonces y recuerdo un domingo en el que despidió a la congregación pero luego se acordó de que no se había hecho la colecta. Qué se le ocurre entonces sino coger una de las cajas de la colecta y correr por el patio con ella. Les aseguro —agregó Jane— que ese día contribuyeron muchos que nunca daban nada. No querían negársele al ministro. Pero no fue muy digno.

—Lo que yo tenía en contra del señor Dawson —dijo la señorita Cornelia— era lo despiadadamente largas que eran sus oraciones en los funerales. Llegaba a tal punto, que algunos decían que envidiaban al muerto. Se superó a sí mismo en el funeral de Letty Grant. Yo vi que la madre de ella estaba a punto de desmayarse, y entonces le hundí el paraguas en la espalda al señor Dawson y le dije que ya había rezado lo suficiente.

—Él enterró a mi pobre Jarvis —dijo la señora de George Carr, lagrimeando. Siempre lloraba cuando hablaba de su esposo aunque éste llevaba veinte años muerto.

—Su hermano también era ministro —dijo Christine Marsh—. Estuvo en Glen cuando yo era niña. Una noche tuvimos un concierto en la sala y, como él era uno de los oradores, estaba sentado sobre el estrado. Era tan nervioso como el hermano y no dejaba de hacer retroceder su silla más y más hasta que de pronto se cayó, con silla y todo, y aterrizó sobre el cantero de flores y plantas que habíamos puesto como adorno alrededor. Lo único que se veía de él eran los pies asomados por encima del estrado. Por alguna razón, después de eso sus sermones no me impresionaron. Tenía los pies tan grandes…

—El funeral de Lane pudo haber sido una desilusión —dijo Emma Pollock—, pero al menos fue mejor que no haber tenido funeral. ¿Recuerdan el enredo Cromwell?

Hubo un coro de risas evocadoras.

—Cuéntenos la historia —dijo la señora Campbell—. Recuerde, señora Pollock, que yo soy una extraña aquí y las sagas de las familias me son desconocidas.

Enema no sabía lo que significaba la palabra «sagas» pero le encantaba contar historias.

—Abner Cromwell vivía cerca de Lowbridge en una de las granjas más grandes del distrito, y en esa época era miembro del Parlamento Provincial. Era uno de los gallos más estirados del corral tory y conocía a cualquier persona de importancia en la Isla. Estaba casado con Julie Flagg, hija de una Reese y nieta de una Clow, de modo que estaban relacionados con casi todas las familias de Cuatro Vientos, también.

»Un día salió un anuncio en el Daily Enterprise, según el cual el señor Abner Cromwell había fallecido súbitamente en Lowbridge y el funeral tendría lugar a las dos de la tarde del día siguiente. Por alguna razón, la familia de Abner Cromwell no vio el anuncio, y por supuesto que en esa época no había teléfonos en las zonas rurales. A la mañana siguiente, Abner se fue a Halifax para asistir a una convención liberal. A las dos de la tarde empezó a llegar la gente para el funeral; venían temprano para conseguir un buen asiento, pensando que habría una gran multitud en razón de ser Abner hombre tan prominente. Y hubo una gran multitud, pueden creerme. En kilómetros a la redonda, las carreteras eran una caravana de carruajes, y la gente siguió llegando hasta las tres. La esposa de Abner se enloquecía tratando de convencer a la gente de que su esposo no había muerto. Al principio, algunos no querían creerle. Ella me contó, llorando, que hasta parecían creer que ella quería irse con el cadáver. Y cuando por fin se convencieron, actuaban como si pensaran que Abner tendría que haberse muerto. Le pisotearon todos los canteros del jardín, de los que ella estaba tan orgullosa. Llegaron, además, muchos parientes lejanos, quienes esperaban que se les proporcionara comida y camas para pasar la noche, y ella no había cocinado mucho… Julie nunca fue muy previsora, eso hay que admitirlo. Cuando Abner llegó a su casa, dos días después, la encontró en la cama con los nervios destrozados; le llevó meses recuperarse. No probó bocado en seis semanas… bueno, prácticamente. Oí decir que ella había comentado que, si hubiera habido un funeral, no podría haberse sentido más conmocionada. Pero yo nunca creí que de verdad hubiera dicho semejante cosa.

—Nunca se sabe —dijo la señora de William MacCreery—. La gente dice cada cosa… Cuando las personas están alteradas salta la verdad. Clarice, la hermana de Julie, fue y cantó en el coro como siempre el primer domingo después del entierro de su esposo.

—Ni siquiera el funeral de un esposo podía moderar a Clarice durante mucho tiempo —dijo Agatha Drew—. No tenía la menor solidez. Siempre bailando y cantando.

—Yo solía bailar y cantar… en la playa, cuando no me oía nadie —dijo Myra Murray.

—Ah, pero te has vuelto un poco más cuerda desde entonces —dijo Agatha.

—Noooo, un poco más tonta —dijo Myra Murray, despacio—. Ahora soy demasiado tonta como para ir a bailar a la playa.

—Al principio —continuó Emma, porque no quería que le quitaran la posibilidad de contar una historia completa— pensaron que alguien había puesto el anuncio para hacer una broma, porque Abner había perdido las elecciones unos días antes; pero resultó que era por un tal Amasa Cromwell, que vivía en los bosques del otro lado de Lowbridge, y no era pariente suyo. Éste había muerto de verdad. Pero pasó mucho tiempo antes de que la gente le disculpara a Abner la desilusión, si es que lo hicieron alguna vez.

—Bueno, fue un inconveniente viajar toda esa distancia, en época de siembra, además, para encontrarse con que uno había hecho el viaje por nada —dijo la señora de Tom Chubb, a la defensiva.

—Y por lo general, a la gente le gustan los funerales —dijo la señora de Donald Reese, animada—. Somos todos como niños, creo. Yo llevé a Mary Anna al funeral de su tío Gordon, y lo disfrutó tanto… «Ma, ¿no podemos desenterrarlo, así podremos enterrarlo otra vez?», me dice.

Con esto sí todas se rieron… todas salvo la señora del vicario Baxter, que tensó su rostro alargado y delgado y tironeó despiadadamente del cobertor. No quedaba nada sagrado ya. Todo el mundo se reía de todo. Pero ella, la esposa de un vicario, no toleraría que se rieran en relación con un funeral.

—Hablando de Abner, ¿recuerdan el obituario que su hermano John le escribió a su propia esposa? —preguntó la señora de Allan Milgrave—. Comenzaba diciendo: «Dios, por razones que sólo Tú conoces, te has llevado a mi hermosa esposa y has dejado viva a la esposa de mi primo William, que es tan fea». ¡Nunca olvidaré el lío que se armó!

—¿Pero cómo llegaron a imprimir algo así, en primer lugar? —preguntó la señora Best.

—Bueno, él era jefe de redacción del Enterprise en ese entonces. Adoraba a su esposa, Bertha Morris, era ella, y odiaba a la esposa de William Cromwell porque ella no había querido que él se casara con Bertha. Ella decía que Bertha era voluble.

—Pero era bonita —dijo Elizabeth Kirk.

—La mujer más guapa que he visto en mi vicia —concedió la señora Milgrave—. Todos los Morris son guapos pero volubles… como el viento. Nadie entendió jamás cómo fue que ella mantuvo su decisión de casarse con John el tiempo suficiente como para efectivamente casarse. Dicen que la madre se puso firme. Bertha estaba enamorada de Fred Reese, pero él era famoso por seductor. «Más vale pájaro en mano que cien volando», le dijo a Bertha su madre.

—Yo he escuchado ese refrán toda la vida —dijo Myra Murray—, y no sé si es verdad. Tal vez los pájaros que vuelan puedan cantar y el que está en la mano, no.

Nadie supo bien qué decir, pero la señora de Tom Chubb igual dijo algo.

—Siempre tan extravagante, Myra.

—¿Saben lo que me dijo Mary Anna el otro día? —dijo la señora Reese—. Me dice: «Ma, ¿qué voy a hacer si nadie nunca me propone casamiento?».

Nosotras, las viejas solteronas, podemos contestarle, ¿no? —dijo Celia Reese, dándole un suave codazo a Edith Bailey. A Celia no le gustaba Edith porque Edith era todavía bonita y no estaba del todo fuera de carrera.

—Gertrude Cromwell era de verdad muy fea —dijo la señora de Grant Clow—. Tenía el cuerpo chato como una tabla. Pero era una excelente ama de casa. Lavaba todas las cortinas todos los meses, y si Bertha lavaba las suyas una vez al año, ya era demasiado. Y los cubrecortinas estaban siempre torcidos. Gertrude decía que le daba escalofríos pasar por la casa de John Cromwell. Y sin embargo, John Cromwell adoraba a Bertha, y William apenas soportaba a Gertrude. Los hombres son muy raros. Dicen que William se quedó dormido la mañana de su boda y se vistió tan deprisa, que llegó a la iglesia con zapatos y medias viejos.

—Pero eso fue mejor que lo que le pasó a Oliver Random —rió la señora de George Carr—. Él se olvidó de mandarse a hacer un traje para la boda, y su traje de ir a la iglesia estaba imposible. Tenía remiendos. Así que le pidió prestado el mejor traje a su hermano. Le quedó más o menos.

—Y al menos William y Gertrude llegaron a casarse —dijo la señora de Millison—. Su hermana Caroline no se casó. Ella y Ronny Drew se pelearon por cuál ministro los casaría y nunca se casaron. Ronny se enfureció tanto que fue y se casó con Edna Stone antes de tener tiempo de tranquilizarse. Caroline fue a la boda. Mantuvo la frente en alto, pero su cara era la muerte misma.

—Pero al menos contuvo la lengua —dijo Sarah Taylor—. No como Philippa Abbey. Cuando Jim Mowbray la dejó plantada, ella fue a la iglesia y dijo las cosas más duras en voz alta durante toda la ceremonia. Eran todos anglicanos, por supuesto —dijo Sarah Taylor para terminar, como si eso explicara cualquier extravagancia.

—¿Es verdad que después fue a la recepción con todas las joyas que Jim le había regalado cuando eran novios? —preguntó Celia Reese.

—¡No, de ninguna manera! Juro que no sé de dónde salen esas historias. Se diría que hay gente que no se dedica más que a repetir chismes. Creo que Jim Mowbray vivió para que llegara el día en que deseó haberse quedado con Philippa. Su esposa lo tenía con las riendas muy cortas… aunque él siempre se divertía en ausencia de ella.

—La única vez que yo vi a Jim Mowbray fue la noche en que los escarabajos casi espantan a la congregación en el servicio del aniversario en Lowbridge —dijo Christine Crawford—. Y lo que no hicieron los escarabajos lo terminó de hacer Jim Mowbray. Era una noche de calor y tenían todas las ventanas abiertas. Los escarabajos habían entrado de a cientos. A la mañana siguiente, recogieron ochenta y siete escarabajos muertos del estrado del coro. Algunas de las mujeres se pusieron histéricas cuando los escarabajos les volaron demasiado cerca de la cara. Justo del otro lado del pasillo, estaba sentada la esposa del nuevo ministro, la señora de Peter Loring. Tenía un inmenso sombrero con puntillas y plumas.

—Se la consideraba demasiado vistosa en su manera de vestir, muy extravagante para ser la esposa de un ministro —interpuso la señora del vicario Baxter.

—«Miren cómo le vuelo el escarabajo del sombrero a la esposa del predicador», oí que susurraba Jim Mowbray… estaba sentado justo detrás de ella. Se inclinó hacia adelante y le lanzó un golpe al escarabajo. Le erró pero le dio al sombrero, y lo mandó rodando por el pasillo justo hasta la baranda de la comunión. A Jim casi le da un ataque. Cuando el ministro vio el sombrero de su esposa, que se le acercaba volando por los aires, perdió el lugar en el sermón, no pudo encontrarlo y se rindió, impotente. El coro cantó el último himno, espantando escarabajos todo el tiempo. Jim fue a buscar el sombrero para devolvérselo a la señora Loring. Esperaba que ella lo reprendiera, porque se decía que tenía mucho carácter. Pero ella se lo caló sobre sus hermosos cabellos rubios, y se rió. «Si usted no hubiera hecho esto —dijo—, Peter habría continuado hablando veinte minutos más, y nos hubiéramos vuelto todos locos». Claro que fue una delicadeza de su parte no enfadarse, pero la gente pensó que no era apropiado que dijera eso del esposo.

—Pero deben recordar cómo nació ella —dijo Martha Crothers.

—¿Por qué? ¿Cómo nació?

—Ella era Bessy Talbot, del Oeste. Una noche, la casa del padre se incendió y en medio del caos y el alboroto nació Bessy… en el jardín… bajo las estrellas.

—¡Qué romántico! —dijo Myra Murray.

—¡Romántico! En mi opinión, es muy poco respetable.

—¡Pero piensen en nacer bajo las estrellas! —dijo Myra, soñadora—. Claro, habrá sido una hija de las estrellas: centelleante, hermosa, valiente, veraz, con un destello en los ojos.

—Era todo eso —dijo Martha—, fuera por las estrellas o no. Y pasó tiempos difíciles en Lowbridge, donde se pensaba que la esposa de un ministro debía ser modosita y seria. Bueno, cierta vez, uno de los vicarios la sorprendió bailando alrededor de la cuna de su hijo, y le dijo que no debía regocijarse por su hijo hasta no saber si el pequeño era un elegido o no.

—Hablando de niños, ¿saben lo que me dijo Mary Anna el otro día? «Ma —me dice—, ¿las reinas tienen bebés?».

—Habrá sido Alexander Wilson —dijo la señora Milgrave—. Un amargado como no he visto igual. No le permitía a su familia decir ni una palabra durante las comidas, según me contaron. Y en cuanto a reír… no en su casa.

—¡Imaginen una casa sin risas! —dijo Myra—. Es… ¡un sacrilegio!

—Alexander tenía épocas en las que no le hablaba a la esposa hasta por tres días —continuó la señora Milgrave—. Para ella era un alivio —agregó.

—Alexander Wilson era un honesto comerciante, al menos —dijo, muy rígida, la señora de Grant Clow. El dicho Alexander era primo tercero suyo, y los Wilson eran muy apegados a la familia—. Dejó cuarenta mil dólares cuando murió.

—Lástima que haya tenido que dejarlos —dijo Celia Reese.

—Su hermano Jeffry no dejó ni un centavo —dijo la señora Clow—. Fue el inútil de la familia. Dios sabe que ése sí se rió. Gastaba todo lo que ganaba, con cualquiera, y murió sin un centavo. ¿Qué sacó él de la vida con toda su bonhomía y tanta risa?

—Tal vez no mucho —dijo Myra—, pero piense en todo lo que puso en ella. Estaba siempre dando: buen humor, solidaridad, amistad, hasta dinero. Era rico en amigos, al menos… y Alexander no tuvo un amigo en toda su vida.

—No fueron los amigos quienes enterraron a Jeff —replicó la señora de Milgrave—. Tuvo que hacerlo Alexander… y le hizo una tumba hermosa. Le costó cien dólares.

—Pero cuando Jeff le pidió un préstamo de cien dólares para una operación que pudo haberle salvado la vida, ¿no se lo negó Alexander? —preguntó Celia Drew.

—Vamos, vamos, nos estamos poniendo poco caritativas —protestó la señora Carr—. Después de todo, no vivimos en un mundo de rosas y todos tenemos nuestros defectos.

—Lem Anderson se casa hoy con Dorothy Clark —dijo la señora Millison, pensando que ya era hora de que la conversación virara hacia temas más agradables—. Y no hace un año todavía que él juró volarse la tapa de los sesos si Jane Elliott no se casaba con él.

—Los muchachos dicen cada cosa… —dijo la señora Chubb—. Lo mantuvieron muy en secreto. Hace apenas tres semanas que se supo que estaban comprometidos. Yo estuve hablando con la madre de ella la semana pasada y no dijo ni una palabra de que hubiera boda tan pronto. No sé si me interesa mucho una mujer que puede ser tan esfinge.

—A mí lo que me sorprende es que Dorothy Clark lo haya aceptado —dijo Agatha Drew—. En la primavera, yo creía que ella terminaría casada con Frank Clow.

—Yo oí a Dorothy decir que Frank era mejor partido, pero que verdaderamente ella no podía soportar la idea de ver esa nariz apareciendo todas las mañanas por el extremo de la sábana al despertarse.

La esposa del vicario Baxter tuvo un estremecimiento de solterona y se negó a unirse a las risas.

—No deben decir esas cosas delante de una jovencita como Edith —dijo Celia, haciendo un guiño a las demás.

—¿Todavía no se ha comprometido Ada? —preguntó Emma Pollock.

—No, no exactamente —dijo la señora Millison—. Tiene esperanzas, nada más. Pero ya pescará algo. Esas muchachas tienen habilidad para pescar maridos. Su hermana Pauline se casó con la mejor granja del puerto.

—Pauline es guapa pero tiene la cabeza tan llena de tonterías como siempre —dijo la señora Milgrave—. A veces pienso que no aprenderá jamás.

—Ah, sí que aprenderá —dijo Myra Murray—. Algún día tendrá hijos propios y adquirirá sabiduría de ellos… como usted y yo.

—¿Y dónde van a vivir Lem y Dorothy? —preguntó la señora Meade.

—Ah, Lem compró una granja en Upper Glen. La vieja granja de los Carey, donde la pobre señora de Roger Carey asesinó a su esposo.

—¡Asesinó a su esposo!

—Ah, no digo que él no se lo tuviera bien merecido, pero todos pensamos que ella fue demasiado lejos. Sí, le puso veneno para la maleza en el té… ¿o fue en la sopa? Todo el mundo lo sabía pero nunca se hizo nada. El carrete de hilo, por favor, Celia.

—¿Pero quiere decir, señora Millison, que nunca fue juzgada… ni castigada? —preguntó, atónita, la señora Campbell.

—Bueno, nadie quiere ver a una vecina en semejante embrollo. Los Carey estaban bien relacionados en Upper Glen. Además, ella fue empujada hasta el borde de la desesperación. Claro que nadie va a aprobar el asesinato como hábito, pero si alguna vez alguien se mereció ser asesinado, ése fue Roger Carey. Ella se fue a los Estados Unidos y volvió a casarse. Murió hace años. Su segundo esposo la sobrevivió. Todo sucedió cuando yo era niña. Decían que el fantasma de Roger Carey caminaba.

—Pero ¿quién va a creer en fantasmas en estos tiempos modernos? —dijo la señora Baxter.

—¿Por qué no vamos a creer en fantasmas? —preguntó Tillie MacAllister—. Los fantasmas son interesantes. Yo conozco a un hombre que siempre era perseguido por un fantasma que se reía de él con una risa burlona. Lo volvía loco. La tijera, por favor, señora MacDougall.

Dos veces hubo que pedirle la tijera a la recién casada, que la entregó profundamente ruborizada. Todavía no estaba acostumbrada a que la llamaran «señora MacDougall».

—La vieja casa de los Truax, en el puerto, estuvo embrujada durante años… se oían golpes y ruidos todo el tiempo… fue muy misterioso —dijo Christine Crawford.

—Todos los Truax han tenido mala digestión —dijo la señora Baxter.

—Claro que si una no cree en fantasmas, esas cosas no ocurren —dijo la señora MacAllister, enfurruñada—. Pero mi hermana trabajaba en una casa en Nova Scotia, que estaba embrujada por carcajadas.

—¡Qué fantasma tan simpático! —dijo Myra—. A mí no me molestaría.

—Serían búhos —dijo la decididamente escéptica señora Baxter.

—Mi madre vio ángeles junto a su lecho de muerte —dijo Agatha Drew con aire de lastimero triunfo.

—Los ángeles no son fantasmas —dijo la señora Baxter.

—Hablando de madres, ¿cómo está tu tía Parker, Tillie? —preguntó la señora Chubb.

—Muy mal por épocas. No sabemos qué va a resultar de esto. Nos tiene a todos en vilo… sobre la ropa de invierno, digo. Pero el otro día yo le dije a mi hermana, cuando estábamos hablando del tema, «hagámonos vestidos negros, de todos modos —le dije—, y entonces no importa qué puede suceder».

—¿Saben lo que dijo Mary Anna el otro día? Dijo: «Ma, voy a dejar de pedirle a Dios que me haga el pelo rizado. Se lo he estado pidiendo toda una semana y Él no ha hecho nada».

—Yo le he pedido algo a Dios durante veinte años —dijo amargamente la señora de Bruce Duncan, que no había hablado antes ni había levantado sus ojos oscuros del cobertor. Era conocida por lo bien que cosía, tal vez porque nunca se distraía, debido a los chismes, y colocaba cada puntada precisamente donde iba.

Un breve silencio se apoderó del círculo. Todas podían adivinar qué era lo que ella había pedido, pero no era algo de lo que se habla en una sesión de costura. La señora Duncan no volvió a hablar.

—¿Es cierto que May Flagg y Billy Carter han roto y que él está de novio con una de las MacDougall, del otro lado del puerto? —preguntó Martha Crothers tras un prudente intervalo.

—Sí. Pero nadie sabe qué pasó.

—Es triste… las pequeñeces que a veces pueden romper un noviazgo —dijo Candace Crawford—. Dick Pratt y Lilian MacAllister, por ejemplo… él había comenzado a declarársele en un picnic cuando le empezó a sangrar la nariz. Tuvo que ir al arroyo, donde se encontró con una muchacha desconocida que le prestó su pañuelo. Se enamoró de ella y se casaron en dos semanas.

—¿Se enteraron de lo que le pasó el sábado por la noche a Big Jim MacAllister en la tienda de Milt Cooper, en Harbour Head? —preguntó la señora de Millison, considerando que era hora de que alguien introdujera un tema más alegre que fantasmas y rupturas sentimentales—. Se había acostumbrado a sentarse sobre la estufa, todo el verano. Pero el sábado por la noche hizo frío, y Milt la había encendido, de manera que cuando el pobre Big Jim se sentó… bueno… se quemó el…

La señora de Millison no quiso decir dónde se había quemado, pero se palmeó, sin nombrarla, una parte de su anatomía.

—El culo —dijo Walter muy serio, asomando la cabeza por la cortina de hojas. Sinceramente pensaba que la señora de Millison no se acordaba de la palabra.

Un silencio azorado descendió sobre las costureras. ¿Walter Blythe había estado allí todo ese tiempo? Todas rastrearon las cosas que habían contado para ver si alguna de ellas había sido terriblemente impropia para los oídos de un niño. Se decía que la esposa del doctor Blythe era muy particular con lo que oían sus niños. Antes de que las lenguas paralizadas se recuperaran, Ana salió a invitarlas a pasar a cenar.

—Diez minutos más, señora Blythe, y tendremos los dos cobertores terminados —dijo Elizabeth Kirk.

Una vez terminados, los cobertores fueron sacados, sacudidos, exhibidos y admirados.

—Me pregunto quién dormirá bajo ellos —dijo Myra Murray.

—Tal vez una madre primeriza abrace a su primer hijo debajo de uno de ellos —dijo Ana.

—O niños pequeños se acurruquen debajo en una noche fría —dijo inesperadamente la señorita Cornelia.

—O algún pobre cuerpo viejo y reumático encuentre abrigo en ellos —dijo la señora Meade.

—Espero que nadie se muera debajo de ellos —dijo la señora Baxter con tristeza.

—¿Saben lo que dijo Mary Anna antes de que yo viniera para aquí? —dijo la señora Reese mientras entraban en fila en el comedor—. Me dijo: «Ma, no te olvides de que tienes que comer todo lo que te sirvan en el plato».

Tras lo cual todas se sentaron y bebieron a la gloria de Dios, por una buena tarde de trabajo y porque, después de todo, había muy poca malicia en casi todas ellas. Después de comer, se fueron cada una a su casa. Jane Burr caminó hasta el pueblo con la señora de Simon Millison.

—Debo recordar todos los arreglos para contarle a mamá —dijo Jane, con añoranza, sin saber que Susan estaba contando las cucharas—. Ya no sale desde que está confinada a la cama, pero le encanta que le cuente cosas. Esa mesa será una maravilla para contarle.

—Era realmente como las que una ve en las revistas —dijo la señora de Millison, con un suspiro—. Yo cocino tan bien como cualquiera, si se me permite decirlo, pero no puedo arreglar una mesa con el menor prestigio de estilo. Pero ese niño Walter, qué palmada le habría dado. ¡El susto que me pegó!

—Y supongo que Ingleside ha quedado sembrado de reputaciones muertas —decía el doctor.

—Yo no cosí —dijo Ana, de modo que no oí lo que decían.

—Tú nunca las oyes, querida —dijo la señorita Cornelia—. Cuando tú estás con un cobertor, ellas no se dejan llevar por el entusiasmo. Piensan que no te gustan los chismes.

—Todo depende de qué clase de chisme —dijo Ana.

—Bueno, nadie dijo nada demasiado terrible hoy. Casi todos los mencionados están muertos… o tendrían que estarlo —dijo la señorita Cornelia, recordando con una sonrisa el cuento del funeral abortado de Abner Cromwell—. Sólo que la señora Millison tuvo que traer esa espantosa y vieja historia de1 asesinato de Madge Carey. Yo lo recuerdo todo no hubo la menor prueba de que Madge lo hubiera asesinado… excepto que un gato se murió después de tomar un poco de la misma sopa. El animal hacía una semana que estaba enfermo. Si me piden mi opinión, Roger Carey murió de apendicitis… aunque, en esa época nadie sabía lo que eran los apéndices.

—Y de verdad, a mí me parece que es una gran lástima que lo hayan averiguado —dijo Susan—. Las cucharas están todas, mi querida señora, y no le pasó nada al mantel.

—Bueno, tengo que irme a mi casa —dijo la señorita Cornelia—. La semana próxima, cuando Marshall mate al cerdo, te mandaré unas costillas.

Walter estaba otra vez sentado en los escalones de la galería con los ojos llenos de ensueños. Había caído la tarde. ¿De dónde, se preguntó, había caído? ¿Acaso algún gran espíritu, con alas como murciélagos, la derramaba encima del mundo de una jarra púrpura? La luna se levantaba y los tres viejos abetos inclinados por el viento parecían tres brujas viejas y jorobadas que subían una colina con la luna de fondo. ¿Era eso un pequeño fauno con orejas peludas, oculto entre las sombras? Si él abría la puerta del muro de ladrillos, ahora, en lugar de entrar en el conocido jardín, ¿no entraría en un extraño país de hadas, donde las princesas se despiertan de sus sueños encantados, donde tal vez pudiera encontrar y seguir a Eco, como había querido hacer tantas veces? Uno no osaba ni hablar. Algo se desvanecería, si uno hablaba.

Mamá salió de la casa.

—Mi amor —le dijo—, no debes quedarte sentado aquí. Está empezando a hacer frío. Recuerda tu garganta.

La palabra hablada había roto el encanto. Una luz mágica había desaparecido. El parque seguía siendo un lugar hermoso pero ya no era el país de las hadas. Walter se levantó.

—Mamá, ¿me vas a contar lo que pasó en el funeral de Peter Kirk?

Ana lo pensó un momento, y luego se estremeció.

—Ahora no, mi amor. Tal vez… algún día.