31

—¿Cuál es la razón por la que no comes nada, preciosa? —preguntó Susan durante la cena.

—¿Estuviste mucho tiempo al sol, mi amor? —preguntó mamá, preocupada—. ¿Te duele la cabeza?

—Sí… —dijo Nan.

Pero no era la cabeza lo que le dolía. ¿Estaba mintiéndole a mamá? Y si era así, ¿cuántas mentiras más tendría que seguir diciendo? Pues Nan sabía que jamás podría volver a comer… nunca mientras ese terrible secreto fuera suyo. Y sabía que jamás podría contarle nada a mamá. No tanto por la promesa (¿no había dicho una vez Susan que era mejor romper una mala promesa que mantenerla?) sino porque lastimaría a mamá. De alguna manera, Nan sabía, sin ninguna duda, que lastimaría horriblemente a mamá. Y a mamá no se la podía… no se la debía lastimar. A papá tampoco.

Y sin embargo… estaba Cassie Thomas. No la llamaría Nan Blythe. A Nan le hacía sentir mal, más allá de toda descripción, pensar que Cassie Thomas era Nan Blythe. Se sentía como si esto la hiciera desaparecer a ella del todo. ¡Si ella no era Nan Blythe, no era nadie! No sería Cassie Thomas.

Pero Cassie Thomas la atormentaba. Durante una semana, Nan se sintió acosada por ella… una horrible semana durante la cual Ana y Susan se preocuparon mucho por la niña, que no quería comer, no quería jugar y, como dijo Susan, «sólo andaba por ahí». ¿Era porque Dovie Johnson había vuelto a su casa? Nan dijo que no. Nan dijo que no era por nada. Estaba cansada, nada más. Papá la revisó y recetó una dosis de algo que Nan tomó obedientemente. No era tan feo como el aceite de ricino, pero ni siquiera el aceite de ricino era nada ahora. Nada era nada, excepto Cassie Thomas… y la horrible pregunta que había surgido de su confusión y se había apoderado de ella.

¿No tendría Cassie Thomas que recuperar sus derechos?

¿Era justo que ella, Nan Blythe —Nan se aferraba con desesperación a su identidad—, tuviera todas las cosas que le eran negadas a Cassie Thomas aunque le pertenecían por derecho? No, no era justo. Y pese a sentirse desolada, Nan estaba segura de que no era justo. En alguna parte de Nan, había un muy fuerte sentido de la justicia y del juego limpio. Y cada vez más, se le imponía la idea de que era justo que Cassie Thomas lo supiera.

Después de todo, tal vez a nadie le importara mucho. Mamá y papá estarían algo confundidos al principio, por supuesto, pero apenas supieran que Cassie Thomas era su verdadera hija, todo su amor iría a Cassie, y ella, Nan, no contaría para ellos. Mamá besaría a Cassie Thomas y le cantaría en los atardeceres de verano… le cantaría las canciones que a Nan más le gustaban…

Navegando, navegando,

un buque en el mar yo vi.

Y repleto estaba de cosas

muy hermosas para mí.

Muchas veces Nan y Di habían hablado del día en que ese buque llegara a puerto. Pero ahora las cosas hermosas —la parte que le tocaría a ella, al menos— pertenecerían a Cassie Thomas. Cassie Thomas tendría su papel como Reina de las Hadas en el próximo festival de la escuela dominical, y usaría su espléndida tiara de lentejuelas. ¡Cómo había esperado eso Nan! Susan prepararía postres de frutas para Cassie Thomas, y Saucecito ronronearía para ella. Cassie jugaría con las muñecas de Nan en la casita de muñecas de Nan, con suelo cubierto de musgo, en el bosque de arces, y dormiría en su cama. ¿Le gustaría eso a Di? ¿A Di le gustaría tener a Cassie Thomas de hermana?

Llegó un día en el que Nan supo que no podía soportar más la situación. Debía hacer lo que era justo. Iría a Harbour Mouth y le contaría la verdad a los Thomas. Que ellos se la contaran a papá y mamá. Nan sentía que ella no podría.

Nan se sintió un poquito mejor cuando llegó a esa decisión, pero muy, muy triste. Intentó comer un poquito porque sería la última comida que comería en Ingleside en su vida.

«A mamá siempre le voy a decir "mamá" —pensó Nan, desesperada—. Y a Jimmy Seisdedos no le voy a decir "papá". Lo llamaré "señor Thomas", con todo respeto. No puede molestarle eso».

Pero algo le hizo sentir un ahogo. Al levantar la mirada, se encontró con los ojos de Susan, que prometían aceite de ricino. Susan ignoraba que ella no estaría allí para tomarlo, a la hora de acostarse. Cassie Thomas tendría que tragárselo. Esto era algo que Nan no le envidiaba a Cassie Thomas.

Nan salió inmediatamente después de comer. Debía ir antes de que oscureciera, o le faltaría coraje. Se dejó puesto su vestido de jugar, de zaraza a cuadros, pues no se atrevió a cambiárselo, para que Susan o mamá no fueran a preguntar por qué se cambiaba. Además, todos sus vestidos pertenecían a Cassie Thomas. Pero sí se puso el delantal nuevo que le había hecho Susan… un delantal tan precioso con festones rojos. Nan adoraba aquel delantal. Seguro que Cassie Thomas no se lo reclamaría.

Caminó hasta el pueblo, lo cruzó, pasó el camino del muelle y tomó el del puerto. Era una galante e indómita figura. Nan no tenía idea de que era una heroína. Al contrario, se sentía muy avergonzada de sí misma porque era tan difícil hacer lo que era correcto y justo, tan difícil no odiar a Cassie Thomas, tan difícil no temer a Jimmy Seisdedos, tan difícil no dar media vuelta y volver corriendo a Ingleside.

El cielo estaba encapotado. Sobre el mar pendía una pesada nube oscura, como un inmenso murciélago negro. Relámpagos intermitentes jugueteaban sobre el puerto y las colinas boscosas, más allá. El grupito de casas de los pescadores, en Harbour Mouth, yacía bañado en una luz roja que escapaba por debajo de la nube. Aquí y allí, había esferas de agua que brillaban como grandes rubíes. Un barco silencioso, de velas blancas, pasaba junto a las oscuras dunas envueltas en niebla hacia el misterioso océano que lo llamaba; las gaviotas lanzaban gritos extraños.

A Nan no le gustaba el olor de las casas de los pescadores ni los grupos de niños sucios que jugaban, peleaban y gritaban sobre la arena. Los chicos la miraron con curiosidad cuando ella se detuvo a preguntarles cuál era la casa de Jimmy Seisdedos.

—Ésa de ahí —dijo un chico, señalando—. ¿Para qué lo necesitas?

—Gracias —dijo Nan, y se volvió.

—¿Ésos son los modales que tienes? —gritó una chica—. ¡Es demasiado presumida para contestar una sencilla pregunta!

El chico se paró frente a ella.

—¿Ves esa casa detrás de la de los Thomas? —dijo—. Adentro hay una serpiente marina. Te voy a encerrar ahí, si no me dices para qué necesitas a Jimmy Seisdedos.

—Vamos, Señorita Orgullosa —se burló la niña grande—. Tú eres de Glen y todos los de Glen piensan que son gente importante. ¡Contéstale a Bill!

—Si no tienes cuidado —dijo otro chico—, yo voy a ahogar unos gatitos y es muy probable que te ahogue a ti también.

—Si tienes una moneda, te vendo un diente —dijo una niña morena, sonriendo—. Ayer me sacaron uno.

—No tengo una moneda y tu diente no me serviría de nada —dijo Nan, juntando un poco de coraje—. Dejadme en paz.

—¡No me hables así! —dijo la niña.

Nan salió corriendo. El chico de la serpiente marina estiró el pie y le hizo una zancadilla. Nan cayó de bruces sobre la arena. Los otros estallaron en carcajadas.

—Ahora no vas a andar con la cabeza en las nubes, creo —dijo la niña morena—. ¡Vienes a presumir con tus festones rojos!

Entonces, alguien exclamó:

—¡Ahí viene el bote de Blue Jack!

Y todos se fueron corriendo. La nube negra estaba más baja y todas las esferas color rubí ahora eran grises.

Nan se levantó. Tenía el vestido lleno de arena y las medias sucias. Pero estaba libre de sus torturadores. ¿Serían éstos sus compañeros de juegos en el futuro?

No debía llorar… ¡no debía! Subió los destartalados escalones de madera que llevaban a la puerta de Jimmy Seisdedos. Como todas las casas de Harbour Mouth, la de Jimmy Seisdedos estaba levantada sobre pilares de madera para quedar fuera del alcance de alguna marea desusadamente alta, y el espacio bajo la casa estaba lleno de un revoltijo de platos rotos, latas vacías, viejas trampas para langostas y todo tipo de basura. La puerta estaba abierta y Nan miró hacia una cocina como no había visto otra igual en toda su vida. El piso sin alfombrar estaba sucio y el techo manchado y negro de humo; el fregadero estaba lleno de platos sucios. Sobre la desvencijada y vieja mesa de madera, se veían aún los restos de una comida y unas inmundas moscas negras se posaban en ellos. Una mujer con los cabellos grises enmarañados estaba sentada en una mecedora, acunando a una niña muy gordita… gris de mugre.

«Mi hermana», pensó Nan.

No había señal de Cassie ni de Jimmy Seisdedos, y Nan agradeció la ausencia de este último.

—¿Quién eres tú y qué quieres? —preguntó la mujer de no muy buen modo.

No invitó a Nan a pasar, pero Nan entró. Comenzaba a llover y un trueno hizo estremecer la casa. Nan sabía que debía decir lo que había ido a decir antes de que le fallara el coraje, o de lo contrario daría media vuelta y saldría corriendo de esa casa espantosa con esa niña espantosa y esas moscas espantosas.

—Quiero ver a Cassie, por favor —dijo—. Tengo algo importante para decirle.

—¡No me digas! —dijo la mujer—. Ha de ser muy importante, a juzgar por tu tamaño. Bueno, pero Cass no está en casa. El padre la llevó a Upper Glen a dar una vuelta, y con esta tormenta ahora no sé cuándo volverán.

Nan se sentó en una silla rota. Sabía que la gente de Harbour Mouth era pobre pero no sabía que era así. La señora de Tom Fitch, en Glen, era pobre, pero la casa de la señora de Tom Fitch estaba tan ordenada y tan limpia como Ingleside. Claro que, como todo el mundo sabía, Jimmy Seisdedos se gastaba en alcohol todo lo que ganaba. ¡Y ésta sería su casa de ahora en adelante!

«Bueno, trataré de limpiarla», pensó Nan, desolada. Pero el corazón le pesaba como plomo. El fuego del autosacrificio que la había hecho seguir adelante se había apagado.

—¿Para qué quieres ver a Cass? —preguntó la señora Seisdedos con curiosidad, mientras le limpiaba la carita sucia a la bebita con un delantal todavía más sucio—. Si es por ese concierto de la escuela dominical, no puede ir y no se habla más. No tiene nada que ponerse. ¿Cómo puedo hacer para vestirla? Te pregunto.

—No, no es por el concierto —dijo Nan, pesadamente. Bien podría contarle toda la historia a la señora Thomas. Tendría que saberla, de todas formas—. Vine a decirle… a decirle que… ¡que ella es yo y yo soy ella!

Tal vez habría que disculpar a la señora Seisdedos por no considerar eso muy lúcido.

—Debes de estar loca —dijo—. ¿Qué diablos quieres decir?

Nan levantó la cabeza. Lo peor ya había pasado.

—Quiero decir que Cassie y yo nacimos la misma noche y… y la enfermera nos cambió porque odiaba a mamá y… y Cassie tendría que estar viviendo en Ingleside… y teniendo ventajas.

Esta última frase se la había oído a la maestra de la escuela dominical, pero Nan pensó que le daba un final muy digno a un discurso muy torpe.

La señora Seisdedos se quedó mirándola.

—¿Quién está loca? ¿Tú o yo? Lo que has dicho no tiene ningún sentido. ¿Quién te contó semejante disparate?

—Dovie Johnson.

La señora Seisdedos echó hacia atrás su cabeza despeinada y se puso a reír. Estaría sucia y desarreglada pero tenía una risa muy bonita.

—Tendría que haberlo sabido. He estado todo el verano lavando la ropa de su tía, y esa chica es insoportable. Caramba, ¡cómo se divierte engañando a la gente! Bueno, pequeña señorita como sea que te llames, será mejor que no creas todo lo que te cuente Dovie porque si no, te hará bailar como a un monito.

—¿Quiere decir que no es cierto? —preguntó Nan, sin aliento.

—No es posible. Gloria santa, has de ser muy verde para creerte algo así. Cass tiene al menos un año mayor que tú. Pero ¿quién eres, después de todo?

—Yo soy Nan Blythe. —¡Ah, hermoso pensamiento! ¡Ella era Nan Blythe!

—¡Nan Blythe! ¡Una de las mellizas de Ingleside! Sí, recuerdo la noche que tú naciste. Yo había ido a Ingleside a hacer una diligencia. No estaba casada con Seisdedos todavía… lástima haberlo hecho… y la madre de Cass estaba viva y sana, y Cass empezaba a caminar. Tú te pareces a la madre de tu padre… ella estaba allí también esa noche, orgullosa como una gallina con sus nietas mellizas. Y pensar que tienes tan poco criterio que vas y crees cualquier cosa…

—Tengo la costumbre de creerle a la gente —dijo Nan, y se levantó con cierta majestuosidad, pero demasiado inmersa en un delirio de felicidad como para querer ser despectiva con la señora Seisdedos.

—Bueno, es una costumbre que harías bien en quitarte en un mundo como éste —dijo la señora Seisdedos, cínicamente—. Y deja de andar con niñas a las que les gusta engañar a la gente. Siéntate, niña. No puedes irte a tu casa hasta que no pare de llover. Cae agua a cantaros y está oscuro como boca de lobo ahí afuera. Pero ¡se fue! ¡La niña se ha ido!

Nan ya había desaparecido en medio de la lluvia. Nada que no fuera el júbilo provocado por las aseveraciones de la señora Seisdedos podrían haberla llevado a su casa con semejante tormenta. El viento la empujaba, la lluvia le chorreaba por el cuerpo, los tremendos truenos la hacían pensar que el mundo se partía en dos. Sólo el incesante resplandor azul y helado de los relámpagos le mostraban el camino. Una y otra vez resbaló y cayó. Pero por fin llegó, tambaleante y empapada, al vestíbulo de Ingleside.

Mamá corrió y la tomó en sus brazos.

—¡Mi amor, qué susto nos diste! Ah, pero ¿dónde estabas?

—Sólo espero que Jem y Walter no se mueran de una pulmonía por estar ahí afuera bajo la lluvia, buscándote —dijo Susan, con la dureza de la tensión vivida en la voz.

Nan estaba casi sin aliento. Sólo podía jadear, mientras sentía los brazos de mamá sosteniéndola.

—Ay, mamá. Soy yo… de verdad, soy yo: No soy Cassie Thomas y nunca volveré a ser nadie más que yo.

—Pobre criatura, está delirando —dijo Susan—. Habrá comido algo que le cayó mal.

Ana bañó a Nan y la acostó antes de dejarla hablar. Entonces sí escuchó toda la historia.

—Ay, mamá… ¿de verdad soy tu hija?

—Por supuesto, mi amor. ¿Cómo pudiste creer que no?

—Nunca creí que Dovie pudiera contarme una mentira… Dovie. Mamá, ¿se puede creer a alguien? Jen Penny le contó unas historias horribles a Di…

—Ésas son dos niñas de entre todas las que conocéis, mi amor. Ninguna de tus amiguitas te ha contado nunca nada que no fuera cierto. Hay gente así en el mundo, adultos lo mismo que niños. Cuando seas un poquito mayor sabrás «separar el trigo del heno».

—Mamá, me gustaría que Walter, Jem y Di no supieran lo tonta que he sido.

—No tienen por qué saberlo. Di fue a Lowbridge con papá, y a los niños podemos decirles que te alejaste demasiado por el camino a Harbour y te sorprendió la tormenta. Fuiste una tonta al creer a Dovie, pero fuiste una niña muy valiente al ir a ofrecerle a la pobrecita Cassie Thomas lo que tú creías que era su lugar. Mamá está muy orgullosa de ti.

La tormenta había pasado. La luna iluminaba un mundo feliz.

«¡Ah, qué contenta estoy de ser yo!», fue lo último que pensó Nan antes de quedarse dormida.

Gilbert y Ana entraron más tarde a contemplar las caritas dormidas, tan dulcemente cerca la una de la otra. Diana dormía con las comisuras de la firme boquita apretadas, pero Nan se había quedado dormida sonriendo. Gilbert había escuchado la historia y estaba tan enojado, que era una suerte para Dovie encontrarse a cincuenta kilómetros de distancia. Pero Ana tenía remordimientos de conciencia.

—Tendría que haber averiguado qué estaba preocupándola. Pero he estado tan ocupada con otras cosas esta semana… cosas que en realidad no tenían la menor importancia comparadas con la desdicha de una criatura. Piensa en lo que ha sufrido la pobrecita.

Se arrodilló, arrepentida, deleitándose en ellas. Todavía eran suyas… totalmente suyas, para cuidar, querer y proteger. Todavía venían a ella con todo el amor y el dolor de sus corazoncitos. Por algunos años más, serían suyas… ¿y después? Ana se estremeció. La maternidad era muy dulce, pero muy terrible.

—Me pregunto qué les deparará la vida —susurró.

—Al menos, esperemos confiados en que las dos consigan un marido tan bueno como el que consiguió la madre —dijo Gilbert, bromeando.