Fue peor después de la cena. Antes de cenar, ella y Jenny habían estado solas. Ahora había una multitud. George Andrew la agarró de la mano y la hizo pasar por un charco con barro antes de que ella pudiera escapársele. A Di jamás en toda la vida la habían tratado así. Jem y Walter se burlaban de ella, y Ken Ford también, pero ella nunca había conocido chicos como éstos. Curt le ofreció un pedazo de goma de mascar, recién sacado de su boca, y se enfureció cuando ella lo rechazó.
—¡Te voy a poner encima un ratón vivo! —gritó—. ¡Odiosa! ¡Engreída! ¡Y con un hermano maricón!
—¡Walter no es ningún maricón! —dijo Di. Estaba enferma de miedo pero no iba a permitir que insultaran a Walter.
—Sí que lo es, escribe poesía. ¿Sabes lo que haría yo, si tuviera un hermano que escribiera poesía? Lo ahogaría, como se ahoga a los gatos.
—Hablando de gatos, hay muchos gatitos en el granero —dijo Jen—. Vamos a cazarlos.
Di sencillamente se negó a ir a cazar gatos con esos chicos, y se lo dijo.
—En casa tenemos muchos gatos. Tenemos once —dijo, orgullosa.
—¡No te creo! —exclamó Jen—. ¡No, no los tenéis! Nadie puede tener once gatos. No puede ser tener once gatos.
—Una gata tiene cinco y la otra seis. Pero yo no voy al granero. El invierno pasado me caí de la parte de arriba del granero de Amy Taylor. Me hubiera matado, de no ser porque caí encima de un montón de paja.
—Bueno, yo una vez me habería caído de nuestro granero, si Curt no me habería agarrado —dijo Jenny, enfurruñada. Nadie que no fuera ella tenía ningún derecho a caerse de los entrepisos de los graneros. ¡Di Blythe teniendo aventuras! ¡Qué impertinencia!
—Se dice hubiera —dijo Di, y a partir de ese momento todo había terminado entre ella y Jenny.
Pero de alguna manera había que pasar la noche. No se fueron a la cama hasta tarde porque ninguno de los Penny se iba jamás temprano a la cama. El gran dormitorio al cual la llevó Jenny, a las diez y media, tenía dos camas. Annabel y Gert se estaban preparando para acostarse en una de ellas. Di miró la otra. Las almohadas estaban sucias. A la colcha le hacía mucha falta un lavado. El empapelado… el famoso empapelado «con loros»… estaba manchado de humedad y hasta los loros no se veían muy «lorezcos». Sobre una mesa, junto a la cama, había una jarra de granito y un lavabo de lata medio lleno de agua sucia. Di no iba a lavarse la cara en eso. Bueno, por una vez se iría a acostar sin lavarse la cara. Al menos, el camisón que le había dejado la tía Lina estaba limpio.
Cuando Di se levantó, después de decir sus oraciones, Jenny rió.
—Ah, pero qué anticuada eres. Te veías tan ridícula diciendo tus oraciones… Yo no sabía que hay gente que sigue diciendo oraciones. Las oraciones no sirven de nada. ¿Para qué las dices?
—Tengo que salvar mi alma —dijo Di, citando a Susan.
—Yo no tengo alma —se burló Jenny.
—Tal vez no, pero yo sí tengo —dijo Di, irguiéndose.
Jenny la miró. Pero el embrujo de los ojos de Jenny se había quebrado. Nunca más Di sucumbiría a su magia.
—No eres la chica que pensé que eras, Diana Blythe —dijo Jenny con tristeza, como quien hubiera sido vilmente engañado.
Antes de que Di pudiera responder, George Andrew y Curt irrumpieron en el dormitorio. George Andrew tenía puesta una máscara… una cosa espantosa con una nariz inmensa. Di gritó.
—¡No grites así, que pareces un cerdo al que están degollando! —le ordenó George Andrew—. Tienes que darnos el beso de las buenas noches.
—De lo contrario, te encerraremos en ese armario… y está lleno de ratas —dijo Curt.
George Andrew avanzó hacia Di, que volvió a gritar y retrocedió ante él. La máscara la paralizaba de terror. Sabía perfectamente bien que detrás de ella estaba George Andrew, y a él no le tenía miedo, pero se moriría si esa horrible máscara se acercaba a ella… estaba segura. En el instante mismo en que parecía que la espantosa nariz iba a tocarle la cara, Di tropezó con un taburete, cayó de espaldas y pegó la cabeza contra el borde afilado de la cama de Annabel. Por un momento, quedó aturdida y tendida en el suelo, con los ojos cerrados.
—¡Se ha muerto… se muerto! —gritó Curt, y se puso a llorar.
—¡Ah! ¡Qué paliza te van a dar si la has matado, George Andrew! —dijo Annabel.
—A lo mejor se hace la muerta —dijo Curt—. Ponle un gusano encima. Yo tengo unos en una lata. Si es mentira, reaccionará.
Di lo oyó pero estaba demasiado asustada para abrir los ojos. «Tal vez se fueran y la dejaran sola, si la creían muerta. Pero si le ponían un gusano encima…».
—Pinchadla con un alfiler. Si sangra, no está muerta —dijo Curt.
«Un alfiler podría soportarlo; un gusano, no»).
—No está muerta… no puede estar muerta —susurró Jenny—. La habéis asustado y le ha dado un ataque. Pero si recupera el conocimiento, va a gritar hasta levantar los techos y el tío Ben vendrá y nos matará a palos. ¡No tendría que haberla invitado a quedarse, miedosa de porquería!
—¿Y no podríamos llevarla a la casa antes de que recupere el conocimiento? —sugirió George Andrew.
«¡Ah, si la llevaran!».
—No, es demasiado lejos —dijo Jenny.
—Es menos de medio kilómetro a campo traviesa. Si cada uno de nosotros la toma de un brazo o de una pierna… tú, Curt, yo y Annabel.
Nadie que no fuera alguno de los Penny habría concebido semejante idea ni la habría llevado a cabo. Pero ellos estaban acostumbrados a hacer cualquier cosa que se les metiera en la cabeza y «ser matado a palos» por el jefe de la familia era algo digno de ser evitado, en la medida de lo posible. Papá no era muy exigente con ellos hasta cierto punto pero, pasado ese límite… ¡buenas noches!
—Si recupera el conocimiento mientras la llevamos, la soltamos y corremos —dijo George Andrew.
No había ningún peligro de que Di recuperara el conocimiento. Se estremeció de agradecimiento cuando se sintió levantada por los aires entre los cuatro. En puntillas bajaron la escalera y salieron de la casa, cruzaron el patio, los bosques y la colina. Dos veces tuvieron que dejarla en el suelo para descansar. Ahora estaban seguros de que estaba muerta y lo único que querían era llevarla a la casa sin que nadie los viera. Si Jenny Penny rezó alguna vez en su vida, fue esa vez, pidiendo que no hubiera nadie levantado en el pueblo. Si podían llevar a Di Blythe a la casa, todos jurarían que a la hora de irse a acostar extrañaba tanto, que insistió en irse a su casa. Lo que le sucedió después no era asunto suyo.
Di sólo abrió los ojos una vez, mientras los otros urdían esto. El mundo dormido que la rodeaba le pareció muy extraño. Los abetos se veían oscuros y desconocidos. Las estrellas se reían de ella. «No me gusta ese cielo tan grande. Pero si puedo soportarlo un poquito más, estaré en casa. Si averiguan que no estoy muerta, me dejarán aquí, y sola y en la oscuridad nunca llegaría a casa».
Cuando los Penny hubieron dejado a Di en la galería de Ingleside, salieron corriendo a todo lo que les daban las piernas. Di no se atrevió a volver a la vida demasiado pronto pero al fin se atrevió a abrir los ojos. Sí, estaba en casa. Parecía demasiado bueno para ser cierto. Se sentía una niña muy muy mala, pero estaba segurísima de que jamás volvería a portarse mal. Se incorporó, y Camarón subió delicadamente los escalones y se restregó contra ella, ronroneando. Ella lo abrazó. ¡Qué lindo y cariñoso era! No creía que le fuera posible entrar porque sabía que Susan cerraba todas las puertas con llave cuando papá no estaba, y no se atrevía a despertar a Susan a esa hora. Pero no le importaba. La noche de junio estaba bastante fresca, pero se acostaría en la hamaca y se acurrucaría junto a Camarón, sabiendo que, cerca de ella, al otro lado de esas puertas cerradas, estaban Susan, los chicos, Nan y… su casa.
¡Qué extraño era el mundo después de que oscurecía! ¿Estaban todas las personas durmiendo en todo el mundo y sólo ella despierta? Las grandes rosas blancas del arbusto junto a los escalones parecían pequeñas caras humanas en las sombras. El olor a menta era como un amigo. Había algunas luciérnagas en el jardín. Después de todo, podría alardear de «haber dormido toda una noche fuera».
Pero no iba a ser. Dos figuras oscuras cruzaron el portón y avanzaron por el sendero de la entrada. Gilbert fue por la parte de atrás para abrir la puerta de la cocina, pero Ana subió los escalones y se quedó atónita mirando a esa pobre criaturita sentada allí, con el gato en el regazo.
—¡Mamá!… ¡Ay, mamá! —Estaba a salvo en los brazos de mamá.
—¡Di, mi amor! ¿Qué pasa?
—Ay, mamá, me porté mal, pero estoy muy arrepentida… y tú tenías razón… y la abuelita era tan horrorosa, pero yo pensaba que no ibais a volver hasta mañana.
—Papá recibió una llamada telefónica desde Lowbridge. Tienen que operar a la señora Parker mañana, y el doctor Parker quiere que él esté aquí. Así que cogimos el último tren y vinimos caminando desde la estación. Ahora cuéntame…
Para cuando Gilbert había entrado en la casa y abierto la puerta del frente, toda la historia había sido contada entre sollozos. Él pensó que no había hecho nada de ruido, pero Susan oía hasta el chillido de un murciélago cuando se trataba de la seguridad de Ingleside, y bajó las escaleras, rengueando, con una bata encima del camisón.
Hubo exclamaciones y explicaciones, pero Ana la interrumpió.
—Nadie le está echando la culpa de nada, querida Susan. Di se ha portado mal pero lo sabe, y yo creo que ha recibido su castigo. Lamento haberla despertado. Vuelva a la cama, que el doctor va a revisarle el tobillo.
—No estaba dormida, mi querida señora. ¿Le parece que podría dormir, sabiendo dónde estaba esta bendita criatura? Y tenga el tobillo como lo tenga, voy a prepararles a los dos una taza de té.
—Mamá —dijo Di, desde su propia cama—, ¿es papá a veces cruel contigo?
—¡Cruel! ¿Conmigo? Pero, Di…
—Los Penny me dijeron que era cruel… dicen que te pega…
—Querida, ahora sabes cómo son los Penny, de manera que mejor no atormentes esa cabecita con nada de lo que te dijeron. Siempre hay rumores maliciosos flotando en el aire, en todas partes, siempre hay gente que los inventa. No les hagas caso nunca.
—¿Me vas a reprender mañana por la mañana, mamá?
—No. Creo que has aprendido la lección. Ahora duérmete, hermosa.
«Mamá es tan sensata», fue el último pensamiento consciente de Di.
Pero Susan, mientras se estiraba en paz en su cama, con el tobillo cómodamente vendado por manos expertas, se decía: «Tengo que buscar el peine de dientes finitos mañana por la mañana, y cuando vea a la deliciosa señorita Jenny Penny, le voy a dar una sesión de limpieza de piojos que no va a olvidar mientras viva».
Jenny Penny nunca recibió la limpieza prometida, porque no volvió a la escuela de Glen. Se fue con los otros Penny a la escuela de Mowbray Narrows, desde donde llegaron rumores de sus historias, entre ellas una de una tal Di Blythe, que vivía en la «casa grande», en Glen St. Mary, pero que siempre iba a dormir con ella, y que una vez se había desmayado y ella, Jenny Penny, había tenido que llevarla, subida sobre su espalda, sola y sin ayuda, y a medianoche. La gente de Ingleside se había arrodillado y le había besado las manos de gratitud, y el doctor mismo había sacado su coche guarnecido con flecos y su famosa yunta de caballos grises y la había llevado a su casa. «Y si hay cualquier cosa que pueda hacer por usted, señorita Penny, por su bondad con mi amada hija, no tiene más que mencionarlo. La mejor sangre de mi corazón no alcanzaría para pagarle. Iría al África Ecuatorial para recompensarla por lo que ha hecho», había jurado el doctor.