Don Petirrojo regresó cuando Ingleside y el valle del Arco Iris volvieron a arder con las verdes y elusivas llamaradas de la primavera, y trajo a una novia con él. Los dos construyeron un nido en el manzano de Walter, y Don Petirrojo retomó todos sus antiguos hábitos, pero su novia era más tímida o menos osada y no dejaba que nadie se le acercara. Susan pensó que el regreso de Don Petirrojo era un verdadero milagro, y esa misma noche le escribió a Rebecca Dew para contárselo.
En el pequeño teatro de la vida de Ingleside, el proyector de luz cambiaba de vez en cuando, y caía ya sobre éste, ya sobre aquél. Habían pasado todo el invierno sin que a nadie le sucediera nada fuera de lo común, y en junio le tocó el turno a Di de tener una aventura.
Una nueva niña había comenzado a ir a la escuela… una niña que, cuando la maestra le preguntó el nombre, dijo: «Yo soy Jenny Penny», como quien dijera: «Yo soy la Reina Isabel» o «Yo soy Helena de Troya». Apenas lo dijo, todas sintieron que no haber conocido a Jenny Penny la convertía a una en un don nadie, y que no ser objeto de la condescendencia de Jenny Penny significaba que una sencillamente no existía. Al menos, eso sintió Diana Blythe, aunque no podría haberlo expresado con esas palabras.
Jenny Penny tenía nueve años, contra los ocho de Di, pero desde el principio se juntó con las «chicas grandes» de diez y once, que descubrieron que no podían ignorarla ni hacerla a un lado. No era bonita, pero su aspecto era llamativo: todo el mundo la miraba dos veces. Tenía un rostro redondo, de piel muy blanca, con una suave nube de negrísimos cabellos sin brillo, y enormes y oscuros ojos azules con largas y enredadas pestañas negras. Cuando levantaba lentamente esas pestañas y miraba con esos ojos despectivos, Di se sentía un gusano que debería agradecer no ser aplastado de un pisotón. Era mejor ser ignorada por ella que reconocida por cualquier otra persona, y ser elegida como confidente temporaria de Jenny Penny era un honor casi excesivo. Pues las confidencias de Jenny Penny eran impresionantes. Era obvio que los Penny no eran gente común y corriente. Lina, la tía de Jenny, poseía al parecer un magnífico collar de oro y granates que le había regalado un tío millonario. Una de sus primas tenía un anillo de diamantes que había costado mil dólares, y otra prima había ganado un premio de declamación entre mil setecientos participantes. Tenía una tía misionera que trabajaba entre los leopardos en la India. En suma, por una vez al menos, las chicas de la escuela de Glen aceptaron a Jenny Penny al precio que ella se daba, la consideraron con una mezcla de admiración y envidia y hablaron tanto de ella a la hora de la cena con sus mayores, que al fin hubo que llamarles la atención.
—¿Quién es esa nena con la que Di parece estar tan fascinada, Susan? —preguntó Ana una noche, después de que Di había estado hablando de «la mansión» en la que vivía Jenny, con artesonados de madera pintada de blanco alrededor del techo, cinco ventanas salientes, un maravilloso bosque de abedules atrás, y una repisa de mármol rojo sobre la chimenea de la sala—. Penny es un apellido que no había oído nunca en Cuatro Vientos. ¿Sabe algo de ellos?
—Son una familia nueva que se mudó a la vieja granja de los Conway en Base Line, mi querida señora. Se dice que el señor Penny es un carpintero que no podía vivir de la carpintería… por estar demasiado ocupado, según tengo entendido, en tratar de probar que Dios no existe… y ha decidido intentar trabajar el campo. Por lo que sé, son un poco raros. Los niños hacen lo que quieren. El padre dice que a él lo mandaron demasiado cuando era chico y que a sus hijos no les sucederá lo mismo. Por eso Jenny viene a la escuela de Glen. Están más cerca de la escuela de Mowbray Narrows y los otros niños van allí, pero Jenny decidió venir a Glen. La mitad de la granja Conway está en este distrito, de modo que el señor Penny paga impuestos a ambas escuelas y, si quiere, puede mandar a sus hijos a ambas, por supuesto. Aunque me parece que Jenny es la sobrina, no la hija. Sus padres murieron. Dicen que fue George Andrew Penny el que puso el cordero en los cimientos de la iglesia bautista de Mowbray Narrows. Yo no digo que no sean gente respetable, pero son todos tan desaseados, mi querida señora… y la casa está patas arriba… y, si puedo tomarme el atrevimiento de opinar, no debe permitir que Diana se junte con salvajes como ésos.
—No puedo prohibirle que esté con Jenny en la escuela, Susan. En realidad, no tengo nada contra la niña, aunque estoy segura de que inventa la mitad de las historias que cuenta sobre sus parientes y sus aventuras. Pero probablemente a Di pronto se le pasará el enamoramiento y no volveremos a oír hablar de Jenny Penny.
Pero siguieron oyendo hablar de ella. Jenny le dijo a Di que la prefería a todas las demás niñas de la escuela de Glen, y Di, sintiendo que una reina se había rebajado hasta ella, respondió adorándola. Se hicieron inseparables en los recreos; se escribían notas en los fines de semana: daban y recibían goma de mascar: intercambiaban botones y colaboraban en las tareas conjuntas, y por fin Jenny invitó a Di a ir con ella a su casa después de la escuela y quedarse a pasar la noche.
Mamá dijo que no, muy decidida, y Di lloró copiosamente.
—Me dejaste quedarme a pasar la noche con Persis Ford —sollozaba.
—Eso es… diferente —dijo Ana, algo vacilante. No quería hacer de Di una engreida, pero todo lo que había oído de la familia Penny la había hecho darse cuenta de que no podía ni siquiera considerar la posibilidad de que fueran amigos de los niños de Ingleside, y en los últimos tiempos la había preocupado la fascinación que Jenny evidentemente ejercía sobre Diana.
—Yo no veo ninguna diferencia —gimió Di—. ¡Jenny es tan dama como Persis, para que sepas! Nunca masca goma comprada. Tiene una prima que sabe todas las reglas de etiqueta, y Jenny las aprendió todas de ella. Jenny dice que nosotros no sabemos lo que es la etiqueta. Y ha tenido las aventuras más fascinantes.
—¿Quién lo dice? —preguntó Susan.
—Ella misma me lo contó. Su familia no es rica, pero tienen parientes muy ricos y respetables. Jenny tiene un tío que es juez, y un primo de la madre es capitán del barco más grande del mundo. Jenny bautizó el barco cuando lo botaron. Nosotros no tenemos un tío que sea juez ni una tía que sea misionera con los leopardos, tampoco.
—Leprosos, querida, no leopardos.
—Jenny dijo leopardos. Ella tiene que saberlo porque es su tía. Y hay tantas cosas en su casa que quiero ver… tiene el dormitorio empapelado con loros… y la sala está llena de búhos disecados… y tienen un tapiz con el dibujo de una casa colgado en el vestíbulo… y cortinas cubiertas de rosas… y una casa de verdad para jugar, se la construyó el tío… y su abuelita vive con ellos y es la persona más vieja del mundo. Jenny dice que vivió antes del diluvio. No creo que vuelva a tener otra oportunidad de ver a una persona que vivió antes del diluvio.
—La abuela tiene cerca de cien años, dicen —dijo Susan—, pero si tu Jenny dice que vivió antes del diluvio, está exagerado. Lo más probable es que cogieras quién sabe qué, si vas a un lugar como ése.
—Hace mucho tiempo que tuvieron todo lo que podían tener —protestó Di—. Jenny dice que tuvieron paperas, sarampión, tos convulsa y escarlatina, todo en un año.
—No me extrañaría que hubieran tenido la viruela —murmuró Susan—. ¡Si habrá gente embrujada!
—Jenny tiene que quitarse las amígdalas —sollozó Di—. Pero eso no es contagioso, ¿no? Jenny tuvo una prima que se murió cuando la operaron de las amígdalas… se desangró sin recuperar el conocimiento. Por eso es probable que a Jenny le pase lo mismo, si es de familia. Es delicada…, se desmayó tres veces la semana pasada. Pero está absolutamente preparada. Y es en parte por eso que quiere que vaya a pasar una noche con ella… para que pueda recordar esa noche cuando ella haya fallecido. Por favor, mamá. Renuncio al sombrero nuevo con cintas, si me prometes que me dejarás ir.
Pero mamá fue inflexible y Di se recluyó con su almohada empapada en lágrimas. Nan no la compadeció… a Nan «no le caía bien» Jenny Penny.
—No sé qué le pasa a esa niña —dijo Ana, preocupada—. Nunca antes se había portado así. Como dice usted, parece que Penny la ha embrujado.
—Tuvo mucha razón en no dejarla ir a un lugar tan por debajo de ella, mi querida señora.
—Ah, Susan, yo no quiero que ella sienta que nadie «está por debajo» de ella. Pero debemos poner el límite en algún lugar. No es tanto por Jenny… me parece que es inofensiva, a pesar de esa costumbre de exagerar… pero me dijeron que los varones son tremendos. La maestra de Mowbray Narrows está medio loca con ellos.
—¿Te tiranizan así en tu casa? —preguntó Jenny con arrogancia cuando Di le dijo que no la dejaban ir—. Yo no permitiría que me trataran así. Tengo demasiado carácter. Por ejemplo, yo a menudo duermo fuera toda la noche cuando me da la gana. Supongo que tú ni soñarías con hacer eso.
Di miró pensativa a esa niña misteriosa que «a menudo dormía fuera toda la noche». ¡Qué maravilloso!
—No te enfadarás conmigo porque no voy, Jenny, ¿verdad? Tú sabes que yo quiero ir.
—Claro que no estoy enfadada contigo. Hay niñas que no lo tolerarían, por supuesto, pero supongo que no puedes evitarlo. Podríamos habernos divertido mucho. Había planeado que fuéramos a pescar a la luz de la luna en el arroyo del fondo. Lo hacemos siempre. Yo he pescado truchas así de grandes. Y tenemos unos cerdos chiquititos hermosos, y un potrillo precioso y una camada de perritos. Bueno, tendré que invitar a Sadie Taylor. A ella sus padres la dejan vivir en paz.
—Mis padres son muy buenos conmigo —protestó Di, con lealtad—. Y mi padre es el mejor médico de la Isla Príncipe Eduardo. Lo dice todo el mundo.
—Te das aires porque tienes padre y madre y yo no —dijo Jenny, desdeñosa—. Mi padre tiene alas y siempre usa una corona de oro. Pero yo no me doy aires por eso ¿o sí? Vamos, Di, no quiero pelearme contigo, pero odio que la gente alardee de su familia. No va de acuerdo con la etiqueta. Y yo tengo decidido ser una dama. Cuando esa Persis Ford de la que tanto hablas venga a Cuatro Vientos este verano, yo no me voy a encontrar con ella. La tía Lina me contó que pasó algo raro con su madre. Estuvo casada con un muerto que resucitó.
—Ah, no fue así, Jenny. Yo sé cómo fue, mamá me lo contó… La tía Leslie…
—No me interesa. Sea lo que sea, es algo de lo que es mejor no hablar, Di. Suena la campana.
—¿De verdad vas a invitar a Sadie? —preguntó Di, ahogada, con los ojos inmensos por el dolor.
—Bueno, no en seguida. Esperaré a ver. Tal vez te dé otra oportunidad. Pero si lo hago, será la última.
Pocos días después, Jenny Penny se acercó a Di en un recreo.
—Oí decir a Jem que tus padres se fueron ayer y no van a regresar hasta mañana por la noche.
—Sí, fueron a Avonlea a ver a la tía Marilla.
—Entonces es tu oportunidad.
—¿Mi oportunidad?
—Para quedarte toda la noche conmigo.
—Ah, Jenny, pero no puedo.
—Claro que puedes. No seas tonta. No se van a enterar nunca.
—Pero Susan no me dejaría…
—No tienes por qué decirle nada. Ven a casa conmigo después de la escuela. Nan puede decirle a dónde fuiste para que no se preocupe. Y no te va a delatar cuando vuelvan tus padres. Tendrá miedo de que le echen la culpa a ella.
Di estaba en una agonía de indecisión. Sabía perfectamente bien que no debía ir a casa de Jenny, pero la tentación era irresistible. Jenny volvió toda la batería de sus ojos extraordinarios sobre Di.
—Es tu última oportunidad —dijo con tono dramático—. No puedo seguir juntándome con alguien que se cree demasiado importante como para visitarme. Sino vienes, nos separaremos para siempre.
Eso lo decidía todo. Di, todavía esclavizada por la fascinación de Jenny Penny, no podía soportar la idea de separarse para siempre de ella. Nan se fue sola a su casa esa tarde para decirle a Susan que Di se había ido a pasar la noche a casa de Jenny Penny.
De haberse sentido tan activa como siempre, Susan habría ido directamente a casa de los Penny a buscar a Di y traerla a casa. Pero Susan se había torcido el tobillo esa mañana y, si bien podía arreglárselas para preparar la comida a los niños, sabía que no podría caminar un kilómetro y medio hasta el camino de Base Line. Los Penny no tenían teléfono, y Jem y Walter se negaron terminantemente a ir. Estaban invitados a una «mejillonada» en el faro, y nadie se comería a Di en casa de los Penny. Susan tuvo que resignarse a lo inevitable.
Di y Jenny se fueron a campo traviesa, por donde el camino era de poco menos de medio kilómetro. A pesar de su conciencia culpable, Di era feliz. Pasaron por tantos sitios bonitos: pequeñas ensenadas de helechos (donde rondaban los duendes) en las bahías de bosques de un verde intenso; un valle donde susurraba el viento, en el que se hundían las rodillas en los botones de oro para cruzarlo, un caminito serpenteante entre jóvenes arces, un arroyo que era un cinta irisada de flores, un campo soleado lleno de fresas. Di, que acababa de despertar a la percepción de la hermosura del mundo, estaba extasiada y casi deseó que Jenny no hablara tanto. Charlar estaba bien en la escuela, pero aquí Di no estaba segura de querer oír hablar de cuando que Jenny se envenenó, «accidentalmente» por supuesto, por tomar un remedio equivocado. Jenny pintaba bien su agonía de moribunda, pero no fue muy explícita sobre la razón por la cual después de todo no se había muerto. Había «perdido el conocimiento», pero el médico logró arrancarla de las garras de la muerte.
—Aunque nunca he vuelto a ser la misma desde entonces. Di Blythe, ¿qué miras tanto? Creo que no me estabas escuchando.
—Ah, sí, te escuchaba —dijo Di, culpable—. Yo creo que has tenido una vida maravillosa, Jenny. Pero, mira la vista.
—¿La vista? ¿Qué es una vista?
—Eh… algo que uno está mirando. Esto —dijo, abarcando con la mano el panorama de pradera y bosque y colina envuelta entre nubes, que tenían frente a ellas, con esa hendedura color zafiro que era el mar entre las colinas.
Jenny frunció la nariz.
—Un montón de árboles viejos y vacas. Lo he visto cientos de veces. A veces eres muy rara, Di Blythe. No quiero herir tus sentimientos, pero a veces me parece que no eres del todo normal. De verdad. Pero supongo que no puedes evitarlo. Dicen que tu mamá anda siempre delirando así. Bueno, ahí está mi casa.
Di miró la casa de los Penny y experimentó el primer golpe de desilusión. ¿Era ésta la «mansión» de la que había hablado Jenny? Era grande, cierto, y tenía las cinco ventanas salientes, pero pedía a gritos una mano de pintura y gran parte del «artesonado de madera» había desaparecido. La barandilla estaba desvencijada, y lo que en un tiempo había sido un precioso fanal sobre la puerta del frente estaba roto. Las persianas estaban torcidas, había varios paneles de las ventanas hechos con papel de estraza, y el «hermoso bosque de arces» detrás de la casa estaba representado por unos pocos delgados, escuálidos y viejos árboles. Los graneros estaban en un estado deplorable; el patio, lleno de viejas máquinas herrumbradas, y el jardín era una perfecta selva de hierbas. Di nunca había visto un lugar igual en toda su vida, y por primera vez se le ocurrió preguntarse si todas las historias de Jenny serían verdaderas. ¿Podía alguien haberse salvado tantas veces por poco, aunque fuera en el transcurso de nueve años, como decía ella?
Por dentro, las cosas no eran mucho mejor. La sala a la que Jenny la hizo pasar estaba llena de polvo y olía mal. El techo estaba descolorido y lleno de grietas. La famosa repisa de mármol era madera pintada (hasta Di podía darse cuenta de eso) y estaba cubierta con un espantoso chal japonés sobre el cual había una hilera de tazas «bigoteras». Las cortinas de encaje eran de un color feísimo y estaban llenas de agujeros. Las «persianas» eran de papel azul, muy roto, con una inmensa canasta de rosas pintada. En cuanto a que el vestíbulo estaba lleno de búhos disecados, sí había una pequeña vitrina en un rincón con tres aves bastante desaliñadas, una sin ojos, directamente. Para Di, acostumbrada a la belleza y la dignidad de Ingleside, la habitación parecía algo salido de una pesadilla. Lo extraño, sin embargo, era que Jenny parecía no tener conciencia de la menor discrepancia entre sus descripciones y la realidad. Di se preguntó si no habría soñado que Jenny le había contado esto y lo otro.
Afuera no estaba tan mal. La casita de juguete que el señor Penny había construido en un extremo, entre los árboles, y que parecía una verdadera casita en miniatura, sí era un lugar interesante, y los cerditos y el nuevo potrillo eran «encantadores». En cuanto a la camada de cachorritos, eran tan peluditos y deliciosos como si hubieran pertenecido a la raza perruna de Vere de Vere. Uno, especialmente, era adorable, con largas orejas castañas y una mancha blanca en la frente, lengua rosada y patas blancas. Di se entristeció mucho cuando se enteró de que ya estaban todos regalados.
—Aunque no sé si podríamos darte uno, aun cuando no estuvieran regalados —dijo Jenny—. El tío es muy cuidadoso con el lugar donde entrega a sus perros. Hemos oído que vosotros sois incapaces de retener un perro en Ingleside. Ha de pasar algo raro con vosotros. El tío dice que los perros saben cosas que la gente no sabe.
—¡Estoy segura de que no pueden saber nada malo sobre nosotros! —exclamó Di.
—Bueno, espero que no. ¿Tu papá es cruel con tu mamá?
—¡No, por supuesto que no!
—Bueno, yo oí decir que le pega… que le pega hasta que ella grita. Pero eso no lo creí, claro. ¿No es horrible cómo miente la gente? Pero a mí siempre me has caído bien, Di, y siempre estaré de tu lado.
Di sintió que tendría que estar muy agradecida por eso, pero por alguna razón no lo estaba. Comenzaba a sentirse muy fuera de lugar, y el encanto con el cual Jenny había estado investida a sus ojos, súbita e irrevocablemente, había desaparecido. No sintió la emoción de antes cuando Jenny le contó la vez en la que casi se ahoga en un estanque. No la creyó. Jenny había imaginado esas cosas. Y probablemente el tío millonario y el anillo de diamantes de mil dólares y la misionera entre los leopardos también habían sido producto de su imaginación. Di se sentía tan desinflada como un globo pinchado.
Pero todavía faltaba la abuelita. Seguro que la abuelita era de verdad. Di y Jenny volvieron a la casa. La tía Lina, una señora de amplio busto y mejillas rojas, con un vestido de algodón estampado no demasiado limpio, les dijo que la abuelita quería ver a la visita.
—La abuelita está confinada a la cama —explicó Jenny—. Siempre llevamos a todos los que vienen a verla. Se pone furiosa si no lo hacemos.
—No te olvides de preguntarle cómo está del dolor de espalda —advirtió la tía Lina—. No le gusta que la gente no se acuerde de su espalda.
—Y del tío Johnny —dijo Jenny—. No te olvides de preguntarle cómo está el tío Johnny.
—¿Quién es el tío Johnny? —preguntó Di.
—Un hijo de ella que murió hace cincuenta años —explicó la tía Lina—. Estuvo enfermo durante años, antes de morirse, y la abuelita se acostumbró, como quien dice, a que la gente le preguntara por él. Extraña si no le preguntan.
Frente a la puerta del cuarto de la abuelita, Di de pronto retrocedió. Le entró mucho miedo de esa mujer increíblemente vieja.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jenny—. ¡Nadie te va a comer!
—¿Es… vivió de verdad antes del diluvio, Jenny?
—Claro que no. ¿Quién te dijo eso? Pero va a cumplir cien años, si vive hasta su próximo cumpleaños. ¡Vamos!
Di entró, cautelosa. En un dormitorio pequeño y atiborrado de cosas, estaba la abuelita, acostada en una cama inmensa. Su rostro, tremendamente arrugado, parecía el de un mono viejo. Escudriñó a Di con ojos hundidos, bordeados de rojo, y dijo:
—Deja de mirarme. ¿Quién eres?
—Es Diana Blythe, abuelita —dijo Jenny… una Jenny algo apaciguada.
—¡Ja! ¡Qué nombre tan rimbombante! Tengo entendido que tienes una hermana muy orgullosa.
—Nan no es orgullosa —exclamó Di, con un relámpago de carácter. ¿Jenny había estado hablando mal de Nan?
—Eres un poquito impertinente, ¿no te parece? A mí me enseñaron que no se les habla así a los mayores. Es orgullosa. Cualquiera que camine con la cabeza alta, como me dice la pequeña Jenny que ella camina, es orgullosa. ¡Es una engreída! ¡Y no me contradigas!
La abuelita parecía tan enfadada, que Di se apresuró a preguntarle cómo estaba de la espalda.
—¿Quién dice que yo tengo espalda? ¡Vaya suposición! Mi espalda es asunto mío. ¡Ven… acércate a la cama!
Di se acercó, deseando estar a mil kilómetros de distancia. ¿Qué iría a hacerle esta vieja horrible?
La abuelita se arrimó al borde de la cama y puso una mano como una garra sobre los cabellos de Di.
—Medio color zanahoria pero bastante suave. Ese vestido es lindo. Levántatelo y muéstrame la enagua.
Di obedeció, agradeciendo que tenía puesta la enagua blanca con la puntilla hecha por Susan. Pero ¿qué familia era ésta donde a una le hacían mostrar la enagua?
—Siempre juzgo a las niñas por sus enaguas —dijo la abuelita—. La tuya pasa. Ahora quiero ver los pololos.
Di no se atrevió a negarse. Se, levantó la enagua.
—¡Ja! ¡También con puntillas! Eso es una extravagancia. ¡Y no me preguntaste por Johnny!
—¿Cómo está? —preguntó Di, sin aliento.
—Cómo está, dice, descarada. Podría haberse muerto, por lo que a ti te importa. Dime una cosa, ¿es cierto que tu madre tiene un dedal de oro, de oro macizo?
—Sí, se lo regaló papá para su último cumpleaños.
—Bueno, jamás lo hubiera creído. La pequeña Jenny me dijo eso, pero a la pequeña Jenny una no puede creerle ni una palabra de lo que dice. ¡Un dedal de oro macizo! Nunca oí semejante cosa. Bueno, será mejor que vayáis a comer. Eso nunca pasa de moda. Jenny, levántate los calzones. Te asoma una pierna por debajo del vestido. Al menos, tengamos un poco de decencia.
—A mí no me asoman los calzo… los pololos —dijo Jenny, indignada.
—Calzones para las Penny y pololos para las Blythe. Ésa es la diferencia entre ustedes dos, una diferencia que va a existir siempre. No me contradigas.
Toda la familia Penny estaba reunida alrededor de la mesa de la cena en la gran cocina. Di no había visto nunca a ninguno de ellos, excepto a la tía Lina, pero, al dirigir una mirada alrededor de la mesa, entendió por qué mamá y Susan no querían dejarla venir. El mantel estaba roto y manchado con viejas manchas de salsa. Los platos eran un muestrario. En cuanto a los Penny, Di nunca se había sentado a la mesa con gente así, y deseó estar a salvo en Ingleside. Pero ahora tenía que aguantar hasta el final.
El tío Ben, como lo llamaba Jenny, se sentó a la cabecera de la mesa. Tenía una barba de un rojo intenso y una cabeza casi calva, con algunas canas. Su hermano soltero, Parker, flaco y sin afeitar, se había sentado en un lugar desde donde pudiera escupir en el cajón de la leña, cosa que hacía a intervalos frecuentes. Los varones —Curt, de doce años, y George Andrew, de trece— tenían ojos celestes, sin brillo, que miraban con agresividad, y se les veía la piel a través de los agujeros de las camisas. Curt, que se había cortado la mano con una botella rota, la tenía vendada con un trapo manchado de sangre. Annabel Penny, de once años, y «Gert» Penny, de diez, eran dos niñas más bien bonitas, de redondos ojos castaños. «Tuppy», de dos años, tenía unos rizos preciosos y mejillas rosadas. Y el bebé, sentado en la falda de la tía Lina, tenía vivaces ojos negros y habría sido adorable, de haber estado limpio.
—Curt, ¿por qué no te limpiaste las uñas, si sabías que teníamos visita? —preguntó Jenny—. Annabel, no hables con la boca llena. Yo soy la única que trata de enseñarle a esta familia buenos modales —le explicó en voz baja a Di.
—Cállate —dijo el tío Ben con voz tronante.
—¡No me voy a callar… no puedes hacerme callar! —gritó Jenny.
—No le contestes así a tu tío —dijo la tía Lina, con placidez—. Vamos, niñas, a portarse como damas. Curt, alcánzale las patatas a la señorita Blythe.
—Ja, ja, señorita Blythe —se burló Curt.
Pero Diana había obtenido por lo menos un momento importante. Por primera vez en su vida, le habían dicho «señorita Blythe».
Por algún milagro, la comida era buena y abundante. Di, que tenía hambre, habría disfrutado de la comida (aunque odiaba beber de un vaso descascarillado) si hubiera podido estar segura de que estaba limpia, y si todos no se hubieran peleado tanto. Todo el tiempo hubo peleas cruzadas: entre George Andrew y Curt… entre Curt y Annabel… entre Gert y Jen… incluso entre el tío Ben y la tía Lina. Ellos tuvieron una pelea horrible y se lanzaron las acusaciones más espantosas. La tía Lina le echó en cara al tío Ben todos los grandes caballeros con los que podría haberse casado, y el tío Ben dijo que lamentaba que no se hubiera casado con otro y sí con él.
«¿No sería horrible si mi papá y mi mamá se pelearan así? —pensó Di—. ¡Ah, si pudiera estar en casa!».
—No te chupes el pulgar, Tuppy.
Lo dijo sin pensar. Les había costado tanto quitarle a Rilla el hábito de chuparse el pulgar…
De inmediato, Curt se puso rojo de rabia.
—¡Déjalo tranquilo! —gritó—. ¡Puede chuparse el pulgar todo lo que quiera! A nosotros no nos mandan todo el tiempo como a vosotros, los críos de Ingleside. ¿Quién te crees que eres?
—¡Curt, Curt! La señorita Blythe va a creer que no tienes modales —dijo la tía Lina. Estaba otra vez muy tranquila y sonriente, y le puso dos cucharadas de azúcar al té del tío Ben—. No le hagas caso, querida. Sírvete otra porción de pastel.
Di no quería otra porción de pastel. Lo único que quería era irse a su casa, y no sabía cómo hacerlo.
—Bien —tronó el tío Ben, bebiendo lo que quedaba del té directamente del platillo—, alcanza por hoy. Levantarse de mañana… trabajar todo el día… comer tres veces al día e irse a la cama. ¡Qué vida!
—A papá le encanta hacer bromas —dijo, sonriendo, la tía Lina.
—Hablando de bromas… hoy vi al ministro metodista en la tienda de Flagg. Intentó contradecirme cuando yo le dije que Dios no existe. «Usted habla los domingos —le dije—. Ahora me toca a mí. Demuéstreme que hay un Dios», le dije. «Es usted el que tiene la palabra», me dijo él. Todos soltaron la carcajada. Yo pensaba que era un tipo inteligente.
¡Que Dios no existe! A Di se le abrió la tierra bajo los pies. Tuvo ganas de llorar.