27

Octubre fue un mes muy feliz en Ingleside aquel año, pleno de días en los que no se podía evitar correr, cantar y silbar. Mamá estaba otra vez en pie y se negaba a que siguieran tratándola como a una convaleciente; hacía planes para su jardín, reía otra vez… Jem siempre pensaba que mamá tenía una risa tan hermosa, tan alegre… Ana respondía a innumerables preguntas. «Mamá, ¿qué distancia hay de aquí a la caída del sol?… Mamá, ¿por qué no podemos recoger la luz de la Luna?… Mamá, ¿las almas de las personas muertas de veras regresan el Día de Difuntos?… Mamá, ¿qué causa la causa?… Mamá, ¿no preferirías que te matara una víbora de cascabel y no un tigre?, porque el tigre te desfiguraría entera y te comería… Mamá, ¿qué es un lobezno?… Mamá, ¿una viuda es de verdad una mujer a la que se le cumplieron los sueños? Lo dijo Wally Taylor… Mamá, ¿qué hacen los pajaritos cuando llueve muy fuerte?… Mamá, ¿es cierto que somos una familia demasiado fantasiosa?».

La última pregunta era de Jem, que había oído en la escuela que lo había dicho la señora de Alec Davies. A Jem no le gustaba nada la señora de Alec Davies porque, cada vez que se encontraba con papá o mamá, invariablemente lo taladraba con su largo dedo índice y preguntaba: «¿Jemmy es un buen chico en la escuela?». ¡Jemmy! Tal vez fueran un poquito fantasiosos. Seguro que Susan lo había pensado cuando descubrió que el camino de tablas que llevaba al granero estaba profusamente decorado con manchones de pintura carmesí. «Las necesitábamos para nuestro simulacro de batalla, Susan —le explicó Jem—. Representan manchas de sangre».

Por la noche, podía haber una hilera de gansos silvestres que volaban con el fondo de una luna baja y roja, y Jem, cuando los veía, sentía un deseo misterioso de volar él también muy lejos… a costas ignotas, de donde traería monos… leopardos… papagayos… cosas así… y de ir a explorar el mar Caribe.

Algunas frases, como «el mar Caribe», siempre le sonaban irresistiblemente atrayentes…, «secretos del mar» era otra. Ser atrapado en el abrazo mortal de una serpiente pitón y tener un combate con un rinoceronte herido eran ideas rutinarias para Jem. Y la sola palabra «dragón» le provocaba un entusiasmo tremendo. Su figura preferida, pegada sobre la pared a los pies de la cama, era la de un caballero con armadura sobre un hermoso y robusto caballo blanco con las patas delanteras en el aire mientras su jinete atravesaba a un dragón que tenía una preciosa cola que ondeaba a su espalda y terminaba en una horquilla. Arrodillada detrás de las figuras, se veía a una dama vestida de rosa, serena y con las manos entrelazadas. Era indudable que la dama se parecía muchísimo a Maybelle Reese, por cuyos favores (a los nueve años) ya se cruzaban lanzas en la escuela de Glen. Hasta Susan se había dado cuenta del parecido, y le hizo una broma a Jem, que se ruborizó de furia. Pero el dragón en realidad era algo decepcionante… parecía tan pequeño e insignificante bajo el inmenso caballo. No parecía que se necesitara demasiado valor para clavarle una lanza. Los dragones de quienes Jem rescataba a Maybelle en sus sueños secretos eran mucho más «dragonescos». Y sí el lunes pasado la había rescatado de la vieja gansa de Sarah Palmer. Acaso —¡ah, «acaso» era una palabra espléndida!— ella había notado el aire majestuoso con que él había agarrado al animal sibilante por el cuello, que parecía una serpiente, y lo había arojado por encima del cerco. Pero una gansa no era tan romántica como un dragón.

Fue un octubre ventoso… pequeños vientos ronroneaban en el valle o vapuleaban las copas de los arces… rugían en la costa o se agazapaban cuando llegaban a las rocas… se agazapaban y saltaban. Las noches, con su soñolienta y rojiza luna llena, eran lo suficientemente frescas como para que fuera agradable pensar en la cama calentita; los arbustos de arándanos se pusieron color escarlata, los helechos secos eran de un intenso marrón rojizo, las hojas de zumaque ardían detrás del granero, y aquí y allá había manchas de hierba verde sobre los secos campos de cultivo de Upper Glen, y había crisantemos dorados y color vino en el rincón del jardín de los abetos. Había ardillas que parloteaban, gozosas, por todas partes, y grillos violinistas que tocaban para las danzas de las hadas en mil colinas. Había manzanas para juntar y zanahorias para desenterrar. A veces, los chicos iban a buscar caracolas con el capitán Malachi cuando las misteriosas «mareas» así lo permitían… mareas que venían a acariciar la tierra pero que retrocedían a su propio mar profundo. En todo Glen olía a hojas quemadas, en el granero había una montaña de calabazas amarillas, y Susan cocinó los primeros pasteles de arándanos.

En Ingleside resonaban las risas desde el alba hasta el atardecer. Incluso cuando los niños mayores estaban en la escuela, Shirley y Rilla eran ya lo bastante grandes como para mantener la tradición de risas. Hasta Gilbert reía más que de costumbre este otoño. «Me gusta tener un papá que se ríe», reflexionó Jem. El doctor Bronson, de Mowbray Narrows, no se reía nunca. Se decía que se había hecho de una clientela gracias a su aspecto de búho sabio, pero papá tenía mejor clientela, y la gente tenía que estar muy enferma para no poder reírse de sus bromas.

Ana se ocupaba del jardín todos los días cálidos, bebiendo el color como si fuera vino, allí donde los últimos rayos del sol caían sobre arces rojos, y se deleitaba en la exquisita tristeza de la belleza efímera. Una tarde de un gris dorado, ella y Jem plantaron todos los bulbos de tulipanes que en junio tendrían una resurrección de rosado, escarlata, púrpura y oro.

—¿No es lindo prepararse para la primavera cuando sabemos que tenemos que enfrentarnos con el invierno, Jem?

—Y me gusta embellecer el jardín —dijo Jem—. Dice Susan que es Dios el que hace todo lo hermoso, pero nosotros podemos ayudarlo un poquito, ¿verdad, mamá?

—Siempre… siempre, Jem. Él comparte con nosotros ese privilegio.

Pero nada es totalmente perfecto. Los habitantes de Ingleside estaban preocupados por Don Petirrojo. Les habían dicho que cuando los petirrojos se fueran, él también querría irse.

—Manténgalo encerrado hasta que se vayan los otros y venga la nieve —aconsejó el capitán Malachi—. Entonces se olvidará de los demás y estará bien hasta la llegada de la primavera.

De modo que Don Petirrojo era una especie de prisionero. Se volvió muy inquieto. Volaba sin rumbo por la casa o se posaba en el alféizar y miraba con nostalgia a sus camaradas que se preparaban para responder a quién sabe qué misteriosa llamada. Comenzó a fallarle el apetito y ni siquiera los gusanos o las nueces más deliciosas de Susan lo tentaban. Los niños le explicaron todos los peligros que podía encontrar… frío, hambre, enemistad, tormentas, noches oscuras, gatos. Pero Don Petirrojo sentía o había oído la llamada y todo su ser ansiaba responder.

Susan fue la última en rendirse. Estuvo muy triste varios días, pero al fin dijo:

—Dejadlo ir. Es contrario a la naturaleza retenerlo.

Lo soltaron el último día de octubre, después de un mes de encierro. Los niños le dieron un beso de despedida con los ojos llenos de lágrimas. Él se fue volando alegremente, volvió a la mañana siguiente al alféizar de la ventana de Susan a buscar migajas, y luego extendió las alas para el largo vuelo.

—Puede que vuelva a nosotros en la primavera, mi amor —le dijo Ana a Rilla, que no paraba de sollozar.

Pero Rilla no se iba a dejar consolar.

—Esho esh muy lejosh —sollozó.

Ana sonrió y suspiró. Las estaciones que a su nenita le parecían tan lejanas estaban pasando demasiado rápido para ella. Otro verano que terminaba, despedido de la vida por el oro sin tiempo de las copas de los álamos de Lombardía. Pronto, demasiado pronto, los niños de Ingleside ya no serían niños. Pero todavía eran suyos, suyos para esperarlos cuando llegaban a casa por las noches, suyos para llenar la vida de asombro y deleite, suyos para ser amados y reprendidos… un poquito. Pues a veces se portaban muy mal, aunque no se merecían que la señora de Alec Davies se hubiera referido a ellos como «esos demonios de Ingleside» cuando se enteró de que Bertie Shakespeare había salido algo chamuscado mientras hacía de indio piel roja que era quemado en una pira en el Valle del Arco Iris. Jem y Walter tardaron más de lo previsto en desatarlo. Ellos también se chamuscaron un poquito, pero de ellos nadie se apiadó.

Noviembre fue un mes triste ese año, un mes de viento del este y niebla. Algunos días no había más que una niebla fría que pasaba o flotaba por encima del mar gris más allá del banco de arena. Los temblorosos álamos dejaron caer sus últimas hojas. El jardín estaba muerto y todo su color y su personalidad se habían perdido, sólo se libraba el cantero de los espárragos, que seguía siendo una fascinante selva dorada. Walter tuvo que abandonar su puesto de estudio en el arce, y estudiar en la casa. Llovía… y llovía… y llovía.

—¿Volverá el mundo a ser un mundo seco algún día? —se quejaba Di, desolada.

Luego hubo una semana impregnada en la magia de un sol de veranillo, y en los atardeceres fríos, mamá acercaba un fósforo al hogar y Susan servía patatas asadas para la cena.

En aquellos atardeceres, el gran hogar era el centro de la casa. Era el lugar más importante de la casa cuando se reunían a su alrededor después de comer. Ana cosía y planeaba pequeños guardarropas de invierno… «Nan tiene que tener un vestido rojo, lo desea tanto…», y a veces pensaba en Hannah, que todos los años tejía el vestido del pequeño Samuel. Las madres han sido iguales a través de los siglos… una gran hermandad de amor y servicio… tanto las recordadas como las no recordadas.

Susan escuchaba silabear a los niños y luego ellos se divertían como querían. Walter, que vivía en su mundo de fantasías y hermosos sueños, estaba ocupadísimo escribiendo una serie de cartas que la ardilla que vivía en el Valle del Arco Iris le enviaba a la ardilla que vivía detrás del granero. Susan simuló burlarse de ellas cuando él se las leyó, pero en secreto las copió para mandárselas a la señorita Rebecca Dew.

Me parecieron bonitas, mi querida señorita Dew, aunque usted tal vez las considere demasiado triviales. En ese caso, perdonará a una vieja chocha por molestarla con ellas. Walter es tenido por un niño muy inteligente en la escuela, y al menos estas composiciones no son poesía. Debo asimismo agregar que el pequeño Jem obtuvo noventa y nueve en su examen de matemáticas la semana pasada y nadie puede entender por qué no le dieron los cien. Tal vez no deba decirlo, mi querida señorita Dew, pero estoy convencida que ese niño ha nacido para cosas grandes. Quizá no vivamos para verlo, pero puede llegar a ser primer ministro de Canadá.

Camarón tomaba el sol y la gatita de Nan, Saucecito, que siempre hacía pensar en una delicadísima y exquisita señora vestida de negro y plata, se subía a las piernas de cualquiera, sin hacer distinciones.

—Tenemos dos gatos y en la alacena hay huellas de ratones por todas partes —era el comentario de Susan.

Los niños charlaban de sus aventuras, y el rugido del océano lejano atravesaba la fría noche de otoño.

A veces, la señorita Cornelia iba a hacer una breve visita, mientras su esposo intercambiaba opiniones en la tienda de Carter Flagg. Los niños aguzaban los oídos porque la señorita Cornelia siempre sabía los últimos chismes y escuchándola siempre se enteraban de cosas interesantísimas sobre la gente. Sería tan divertido, el domingo siguiente, sentarse en la iglesia a mirar a los susodichos y saborear lo que uno sabía de ellos, todos modositos como se los veía.

—Caramba, qué bien se está aquí, querida Ana. Es una noche verdaderamente desagradable, y está empezando a nevar. ¿Ha salido el doctor?

—Sí, me dio mucha lástima verlo salir… pero llamaron por teléfono de Harbour Head para avisar que la señora de Brooker Shaw insistía en verlo —dijo Ana, mientras Susan, veloz y disimuladamente, sacaba de la alfombra, frente al hogar, un inmenso hueso de pescado que había traído Camarón, rogando que la señorita Cornelia no lo hubiera visto.

—Está tan enferma como yo —dijo Susan, con gesto amargo—. Pero me han dicho que tiene un nuevo camisón de encaje y sin duda quiere que su médico se lo vea puesto. ¡Camisones de encaje…!

—Se lo trajo la hija, Leona, de Boston. Vino el viernes, ¡con cuatro baúles! —dijo la señorita Cornelia—. Me acuerdo de cuando se fue a los Estados Unidos, hace nueve años, arrastrando una vieja y gastada maleta Gladstone, de la que se le salían las cosas. Fue cuando ella estaba tan mal por las calabazas que le dio Phil Turner. Ella intentaba ocultarlo, pero todo el mundo lo sabía. Ahora ha regresado «para cuidar a su madre», según dijo. Va a tratar de coquetear con el doctor, te lo advierto, querida Ana. Pero no creo que a él le importe, por más que sea hombre. Y tú no eres como la esposa del doctor Bronson, de Mowbray Narrows. Tengo entendido que ella se pone muy celosa de las pacientes de su esposo.

—Y de las enfermeras —dijo Susan.

—Bueno, algunas enfermeras son demasiado bonitas para ser enfermeras —dijo la señorita Cornelia—. Janie Arthur, por ejemplo; descansa entre un caso y otro y trata de evitar que sus dos pretendientes averigüen el uno la existencia del otro.

—Es guapa, pero no se cocina en el primer hervor —dijo Susan, con firmeza—, y le convendría mucho más elegir de una vez por todas y sentar cabeza. Miren a su tía Eudora… dijo que no pensaba casarse hasta que no se hartara de coquetear, y vean el resultado. Incluso ahora trata de coquetear con cualquier hombre que se le cruce, y ya tiene cuarenta y cinco años. Eso es lo que pasa cuando se convierte en hábito. ¿Alguna vez oyó, mi querida señora, lo que le dijo ella a su prima Fanny cuando ésta se casó? «Coges lo que yo he dejado», le dijo. Me dijeron que hubo un fuerte intercambio de palabras y desde ese entonces no se han vuelto a hablar.

—La vida y la muerte están en el poder de la lengua —murmuró Ana, abstraída.

—Sabias palabras, querida. Hablando de eso, cómo quisiera que el señor Stanley fuera un poco más prudente en sus sermones. Ha ofendido a Wallace Young, y Wallace va a abandonar la Iglesia. Todo el mundo dice que el sermón del domingo pasado fue dirigido a él.

—Si un ministro da un sermón que afecta a un individuo en particular, la gente siempre piensa que lo hizo a propósito —dijo Ana—. Al que le caiga el sayo que se lo ponga, pero eso no quiere decir que lo haya preparado para él.

—Suena sensato —aprobó Susan—. Y a mí no me gusta Wallace Young. Hace tres años, permitió que una firma pintara avisos en sus vacas. Eso es ser demasiado codicioso, en mi opinión.

—Su hermano David se casa por fin —dijo la señorita Cornelia—. Hace muchísimo tiempo que está pensando qué es más barato, si casarse o contratar a una criada. «Puedo llevar la casa sin una mujer, pero es difícil, Cornelia», me dijo una vez después de la muerte de la madre. A mí me dio la impresión de que tanteaba el camino, pero yo no le di el menor aliento. Y por fin va a casarse con Jessie King.

—¡Jessie King! Pero yo pensaba que estaba cortejando a Mary North.

Él dice que no iba a casarse con una mujer que come repollo. Pero hay una historia según la cual se le declaró y ella lo rechazó. Y se dice que Jessie King dijo que ella habría querido un hombre mejor parecido, pero que debía conformarse con éste. Bien, claro que para algunos cualquier puerto es bueno en medio de una tormenta.

—Yo no creo, señora Elliott, que por estas partes digan ni la mitad de las cosas que se dice que dijeron —retrucó Susan—. En mi opinión, Jessie King será para David Young una esposa mucho mejor de lo que él se merece… aunque en cuanto a aspecto personal, debo admitir que él parece algo que el mar arrojó a la orilla.

—¿Sabe que Alden y Stella tienen una hijita? —preguntó Ana.

—Eso oí. Espero que Stella sea más sensata con ella de lo que Lisette fue con Stella. ¿Podrías creer, querida Ana, que Lisette se puso a llorar porque la hija de su prima Dora caminó antes que Stella?

—Nosotras, las madres, somos una raza tonta —dijo Ana, sonriendo—. Recuerdo que me dieron ganas de matar a alguien cuando al pequeño Bob Taylor, que tenía la misma edad que Jem, le salieron tres dientes antes de que a Jem le saliera alguno.

—A Bob Taylor lo operaron de las amígdalas —dijo la señorita Cornelia.

—¿Por qué nosotros nunca tenemos operaciones, mamá? —preguntaron Walter y Di al mismo tiempo y con el mismo tono de ofendidos.

Entonces cruzaron los dedos y pidieron un deseo.

—Pensamos y sentimos igual sobre todo —quiso explicar Di muy seria.

—¿Olvidaré alguna vez la boda de Elsie Taylor? —dijo la señorita Cornelia, evocadora—. Su mejor amiga, Maisie Millison, iba a tocar la Marcha nupcial pero tocó la Marcha fúnebre de Saul. Ella, por supuesto, dijo que se había equivocado por tan emocionada que estaba, pero la opinión de la gente fue muy otra. Ella quería a Mac Moorside para ella. Un pícaro buen mozo con una lengua de plata… siempre les decía a las mujeres lo que creía que ellas querían escuchar. Le hizo la vida imposible a Elsie. Ah, querida Ana, los dos se fueron hace mucho a la Tierra del Silencio, y Maisie hace años que está casada con Harley Russell y todo el mundo se ha olvidado de que él se le declaró creyendo que ella le diría que no, pero ella le dijo que sí. Harley mismo lo ha olvidado… típico de un hombre. Piensa que tiene la mejor esposa del mundo y se congratula a sí mismo por haber tenido la inteligencia de elegirla.

—¿Por qué se le declaró si quería que le dijera que no? Me parece una conducta muy extraña —dijo Susan. Pero de inmediato agregó, con aplastante humildad—: Aunque claro que yo no sé nada de esas cosas.

—Se lo ordenó el padre. Él no quería, pero pensó que no corría ningún riesgo… Ahí está el doctor.

Cuando entró Gilbert, una pequeña ráfaga de nieve entró con él. Gilbert arrojó el abrigo y se sentó, satisfecho, junto al hogar.

—Se me hizo más tarde de lo que pensaba…

—Sin duda, el nuevo camisón de encaje era muy atractivo —dijo Ana, con una traviesa sonrisa a la señorita Cornelia.

—¿De qué hablan? Alguna broma femenina que va más allá de mi pobre percepción masculina, supongo. Seguí hasta Upper Glen para ver a Walter Cooper.

—Es un misterio cómo se mantiene ese hombre —dijo la señorita Cornelia.

—Yo no tengo paciencia con él —dijo Gilbert, sonriendo—. Tendría que haberse muerto hace mucho ya. Un año atrás, le di dos meses de vida y ahí está, dejándome mal por no morirse.

—Si conociera a los Cooper tan bien como yo, no se arriesgaría a predecir nada sobre ellos. ¿No sabe que su abuelo volvió a la vida después de que habían cavado la fosa y comprado el ataúd? El hombre de las pompas fúnebres no lo quiso de vuelta. Pero tengo entendido que Walter Cooper se está divirtiendo mucho con el ensayo de su propio funeral… típico de un hombre. Bien, ésas son las campanadas de Marshall… y este frasco de peras en conserva es para ti, mi querida Ana.

Todos fueron a la puerta a despedir a la señorita Cornelia. Los oscuros ojos grises de Walter escudriñaron la noche tormentosa.

—¿Dónde estará Don Petirrojo esta noche? ¿Nos extrañará? —dijo, melancólico. Tal vez Don Petirrojo había ido a ese lugar misterioso al que la señora Elliott siempre llamaba la Tierra del Silencio.

—Don Petirrojo está en un lugar lleno de sol en el sur —dijo Ana—. Regresará para la primavera, estoy casi segura, y faltan apenas cinco meses. Criaturitas, tendríais que estar en la cama hace rato.

Susan —decía Di en la despensa—, ¿te gustaría tener un niño? Yo sé dónde puedes conseguir uno… flamante.

—Ah, caramba, ¿dónde?

—Tienen uno nuevo en casa de Amy. Amy dice que lo trajeron los ángeles y ella piensa que bien podrían haber tenido mejor juicio. Ya tienen ocho niños, sin contar éste. Ayer te oí decir que te hacía sentir solitaria ver cómo crecía Rilla… que ahora te quedarías sin bebé. Yo estoy segura de que la señora Taylor te daría el de ella.

—¡Las cosas que se les ocurren a los niños! Los Taylor son de tener familias grandes. El padre de Andrew Taylor nunca supo decir sin pensar cuántos hijos tenía… siempre tenía que hacer una pausa y contarlos. Pero no creo que quiera ningún niño ajeno por ahora.

—Susan, Amy Taylor dice que tú eres una vieja solterona. ¿Lo eres?

—Éste ha sido el destino que me ha deparado la sabiduría de la Providencia —dijo Susan, sin inmutarse.

—¿Te gusta ser una vieja solterona, Susan?

—Mentiría si dijera que sí, pequeñita. Pero —agrego Susan, recordando el destino de algunas esposas a las que conocía— he aprendido que hay compensaciones. Ahora llévale el pastel de manzana a tu padre, que yo le llevaré el té. Ese pobre hombre estará a punto de desmayarse de hambre.

—Mamá, tenemos la casa más bonita del mundo, ¿no? —dijo Walter mientras subía las escaleras, soñoliento—. Sólo que… ¿no te parece que mejoraría si pudiéramos tener algunos fantasmas?

—¿Fantasmas?

—Sí. La casa de Jerry Palmer está llena de fantasmas. Él vio uno… una dama alta vestida de blanco con mano de esqueleto. Yo se lo conté a Susan pero ella dice que era un invento o que estaba enfermo del estómago.

—Susan tiene razón. En cuanto a Ingleside, aquí viven solamente personas felices… de modo que, como verás, no somos «fantasmables». Ahora reza tus oraciones y duérmete.

—Mamá, creo que me porté mal anoche. Dije «el pan nuestro de cada día dánoslo mañana», en lugar de hoy. Me pareció más lógico. ¿Te parece que a Dios le habrá importado, mamá?