26

Fue la vida, no la muerte, lo que llegó a Ingleside en lo más tenebroso de la noche. Los niños, dormidos por fin, debieron de sentir incluso en sueños que la Sombra se había ido tan silenciosa y rápidamente como había llegado. Pues cuando despertaron, en un día con una bienvenida lluvia, tenían la luz del sol en los ojos. Casi no fue necesario que una Susan diez años más joven les diera la buena noticia. La crisis había pasado y mamá sobreviviría.

Era sábado, de modo que no había clases. No podían estar fuera, aunque les encantaba la lluvia. Pero el agua caía a cantaros y tuvieron que quedarse dentro de la casa. Pero nunca habían sido más felices. Papá, que casi no dormía desde hacía una semana, se había tendido en la cama del dormitorio de huéspedes a dormir una profunda siesta… no sin antes enviar un mensaje de larga distancia a una casa de tejas verdes en Avonlea, donde dos ancianas señoras temblaban cada vez que sonaba el teléfono.

Susan, que últimamente no ponía el corazón en sus postres, preparó un glorioso «revuelto de naranjas» para el almuerzo, prometió un budín de mermelada para la cena, y cocinó una doble tanda de galletitas de caramelo. Don Petirrojo gorjeaba por todos lados. Las mismas sillas parecían querer bailar. Las flores del jardín volvieron a levantar la cabeza con valentía, mientras la tierra seca daba la bienvenida a la lluvia. Y Nan, en medio de toda su felicidad, trataba de afrontar las consecuencias de su trato con Dios.

No había pensado en intentar retractarse, pero seguía posponiéndolo, con la esperanza de que reunir algo más de coraje para cumplirlo. La sola idea «le congelaba la sangre en las venas», como le gustaba decir a Amy Taylor. Susan se dio cuenta de que a la niña le pasaba algo y le dio aceite de ricino, pero no hubo mejoría aparente. Nan tomó la dosis en silencio, aunque no pudo evitar pensar que Susan le daba aceite de ricino con mucha mayor frecuencia desde aquel trato anterior. Pero ¿qué era el aceite de ricino comparado con caminar por un cementerio de noche? Nan sencillamente no veía cómo podría hacerlo. Pero era su deber.

Mamá estaba tan débil todavía, que no le dejaban ver a nadie más que por unos breves instantes. Y se la veía tan blanca y delgada… ¿Era porque ella, Nan, no había cumplido con su parte del trato?

—Tenemos que darle tiempo —dijo Susan.

«¿Cómo puede dársele tiempo a nadie?», se preguntó Nan. Pero ella sabía por qué mamá no mejoraba más rápidamente. Nan apretó los dientes. Al día siguiente, era otra vez sábado y al día siguiente, por la noche, haría lo que había prometido.

Llovió otra vez toda la mañana y Nan no pudo evitar una sensación de alivio. Si era una noche lluviosa, nadie, ni siquiera Dios, podía esperar que fuera a merodear entre las tumbas. Para el mediodía, la lluvia había cesado pero, desde el puerto y Glen, se elevó una niebla que envolvió a Ingleside en su magia fantasmagórica. De modo que Nan no perdió las esperanzas. Si había niebla, tampoco podría ir. Pero para la hora de la cena, se levantó viento y el paisaje de embrujo de la niebla se desvaneció.

—No habrá luna esta noche —dijo Susan.

—Ay, Susan, ¿no puedes hacer una luna? —exclamó Nan, desolada. Si iba a tener que caminar por un cementerio, tenía que haber luna.

—Bendita seas, criatura, nadie puede hacer lunas —dijo Susan—. Quise decir que va a haber muchas nubes y no se verá la luna. ¿Pero a ti en qué puede molestarte que haya luna o no?

Eso era exactamente lo que Nan no podía explicar, y Susan se preocupó más que antes. A esta niña le pasaba algo… había actuado de manera muy rara toda la semana. No comía ni la mitad que antes y estaba apagada. ¿Estaría preocupándose por la madre? No tenía por qué… la querida señora se estaba recuperando bien.

Sí, pero Nan sabía que mamá pronto dejaría de recuperarse bien, si ella no cumplía con su trato. A la caída del sol, las nubes se fueron y salió la luna. Pero era una luna tan extraña… una luna inmensa, roja como la sangre. Nan nunca había visto una luna como ésa. La aterrorizó. Casi habría preferido la oscuridad.

Las mellizas se fueron a la cama a las ocho, y Nan tuvo que esperar a que Di se durmiera. Di se tomó su tiempo. Estaba muy triste y desilusionada para dormirse en seguida. De regreso de la escuela, su amiga, Elsie Palmer, había ido caminando a su casa con otra niña, y Di tenía la sensación de que la vida ya casi no tenía sentido. Eran las nueve ya cuando Nan consideró que era seguro levantarse de la cama y vestirse con dedos que le temblaban tanto que apenas podía con los botones. Luego bajó los escalones y salió por la puerta lateral mientras Susan ponía pan en el horno y pensaba, satisfecha, que todos aquellos que se encontraban bajo su cuidado estaban a salvo en la cama, a excepción del pobre doctor, que había sido llamado con urgencia a Harbour Mouth, donde un niño se había tragado un clavo.

Nan salió y fue al Valle del Arco Iris. Debía tomar el atajo a través del Valle y subir por la colina. Sabía que llamaría la atención ver a una de las mellizas de Ingleside andando por el camino y cruzando el pueblo y muy probablemente alguien insistiría en llevarla a su casa. ¡Qué fría estaba la noche de septiembre! No había pensado en eso y no se había puesto nada de abrigo. De noche, el Valle del Arco Iris no era tan acogedor como de día. La luna se había encogido hasta un tamaño razonable y ya no era roja, pero arrojaba siniestras sombras negras. A Nan siempre la habían asustado las sombras. ¿Eran pasos esos que oía en medio de la oscuridad de los helechos mustios junto al arroyo?

Nan levantó la cabeza y adelantó la barbilla.

—No tengo miedo —dijo valientemente, en voz alta—. Sólo tengo una sensación rara en el estómago. Soy una heroína.

La agradable idea de ser una heroína la llevó hasta la mitad del camino de subida a la colina. Pero entonces, una extraña sombra cruzó por el mundo… una nube cubrió la luna… y Nan pensó en el Pájaro. Una vez, Amy Taylor le había contado una terrible historia de un Gran Pájaro Negro que de noche se abalanzaba sobre uno y se lo llevaba. ¿Era la sombra del Pájaro lo que había cruzado encima de ella? Pero mamá le había dicho que no había ningún Gran Pájaro Negro. «No creo que mamá fuera capaz de contarme una mentira… mamá, no», se dijo Nan… y siguió hasta llegar al cerco. Del otro lado, estaba el camino… y al otro lado del camino, el cementerio. Nan se detuvo para recuperar el aliento.

Había otra nube sobre la luna. Alrededor de Nan había una tierra extraña, oscura y desconocida. «¡Ah! ¡Qué grande es el mundo!», pensó Nan, estremeciéndose y acurrucándose contra el cerco. ¡Si pudiera estar en Ingleside! Pero… «Dios me está mirando», se dijo la criaturita de siete años… y trepó el cerco.

Cayó al otro lado, pero se había raspado una rodilla y roto el vestido. Al incorporarse, se enganchó con una varita afilada que le atravesó la zapatilla y le lastimó el pie. Pero, cojeando, cruzó el camino hasta el portón del cementerio.

El viejo cementerio estaba a la sombra de los abetos que había en su extremo oriental. De un lado, estaba la iglesia metodista, y del otro, la casa del pastor presbiteriano, oscura y silenciosa durante la ausencia del ministro. La luna surgió de pronto desde detrás de una nube, y el cementerio se llenó de sombras… sombras que se movían y bailaban… sombras que podían agarrarla si se descuidaba. Un diario que alguien había arrojado volaba por el camino, como una vieja bruja danzarina, y aunque Nan sabía que era un diario, todo formaba parte de la naturaleza misteriosa de la noche. El viento nocturno soplaba entre los abetos. Una hoja muy grande del sauce que había junto al portón le rozó de pronto la mejilla, como el roce de una mano fantasmal. Por un momento, el corazón le dejó de latir… pero puso la mano sobre la manivela del portón.

¿Y si un brazo muy largo sale de una de las tumbas y te arrastra adentro?

Nan se volvió. Ahora sabía que, con trato o sin él, jamás podría caminar por ese cementerio de noche. Un horrendo gemido resonó de pronto muy cerca de ella. No era más que la vieja vaca de la señora de Ben Baker, que pastaba en el camino, y se había acercado desde detrás de unos abetos. Pero Nan no esperó a ver qué era. En un espasmo de pánico incontrolable, salió corriendo colina abajo y luego por el camino hasta Ingleside. Antes de llegar al portón, se dio de bruces con lo que Rilla llamaba «un charquito de barrito». Pero ahí estaba su casa, con las luces suaves y claras en las ventanas, y un momento después Nan aparecía en la cocina de Susan, sucia de barro y con los pies mojados y manchados de sangre.

—¡Dios santo! —exclamó Susan, alelada.

—No pude caminar por el cementerio, Susan… ¡no pude! —jadeaba Nan.

Susan no preguntó nada al principio. Tomó a la helada y aturdida Nan y le quitó las zapatillas y las medias mojadas. La desvistió, le puso el camisón y la llevó a la cama. Luego bajó a buscarle algo de comer. No importaba en qué había andado esa niña, la cuestión era que no se podía dejar que se fuera a dormir con el estómago vacío.

Nan comió algo y bebió un vaso de leche caliente. ¡Menos mal que estaba otra vez en un cuarto calentito e iluminado, y segura en su propia camita! Pero no le diría ni una palabra a Susan.

—Es un secreto entre Dios y yo, Susan.

Susan se fue a la cama jurando que volvería a ser una mujer feliz cuando la querida señora estuviera curada.

—Ya no puedo con ellos —suspiró Susan, impotente.

Ahora sí mamá se moriría. Nan despertó con ese terrible convencimiento. No había cumplido su parte del trato y no podía esperar que Dios cumpliera la suya. La vida fue espantosa para Nan esa semana. No encontraba placer en nada, ni siquiera en mirar cómo Susan hilaba en el altillo… algo que antes le parecía tan fascinante. Nunca podría volver a reír. No importaba lo que hiciera. Regaló su perro de serrín, al que Ken Ford le había arrancado las orejas y que ella quería más que al viejo osito (a Nan siempre le gustaban más las cosas viejas), se lo regaló a Shirley porque Shirley siempre lo había querido, y le regaló a Rilla su preciada casa hecha de conchillas, que el capitán Malachi le había traído nada menos que desde las Indias Occidentales, esperando que eso satisficiera a Dios; pero temía que no sería así, y cuando su nuevo gatito, que le había regalado a Amy Taylor porque Amy lo quería, volvió a casa una y otra vez, entonces Nan supo que Dios no estaba contento. Nada lo contentaría, excepto que ella caminara por el cementerio, y la pobre y atormentada Nan sabía ya que eso no podría hacerlo. Era una cobarde. Sólo los cobardes, había dicho una vez Jem, intentaban eludir los tratos.

Se le permitió a Ana sentarse en la cama. Estaba casi bien después de haber estado muy enferma. Pronto podría volver a dirigir su casa, leer sus libros, recostarse cómodamente sobre los almohadones, comer todo lo que quisiera, sentarse junto al hogar, atender el jardín, ver a los amigos, escuchar jugosos chismes, dar la bienvenida a los días como gemas en el collar del año, ser otra vez una parte del colorido espectáculo de la vida.

Había comido tan bien… la pierna de cordero de Susan estaba perfectamente cocida. ¡Qué delicia volver a sentir hambre! Miró toda su habitación, las cosas que la rodeaban y que ella quería. Tenía que cambiar las cortinas… algo entre verde claro y oro pálido; y los nuevos armarios para las toallas del baño no podían esperar más. Luego miró por la ventana. Había algo mágico en el aire. Alcanzaba a ver un fragmento del azul del puerto a través de los arces; el abedul llorón del jardín era una lluvia suave de oro en cascada. Vastos jardines celestiales se arqueaban sobre una tierra opulenta que mantenía al otoño como suyo… una tierra de colores increíbles, luz suave y sombras largas. Don petirrojo arremetía enloquecido contra la copa de un abeto; los niños reían en el huerto, juntando manzanas. La risa había regresado a Ingleside. «La vida es algo más que "una química orgánica en delicado equilibrio"», pensó, feliz.

Nan entró en la habitación, con los ojos y la nariz rojos de haber llorado.

—Mamá… tengo que contártelo… no puedo esperar más. Mamita, he engañado a Dios.

Ana volvió a conmoverse con el roce suave de la manita de una criatura, una criatura que necesitaba ayuda y consuelo para su amargo problema. Escuchó a Nan, que contaba entre sollozos toda su historia, y logró mantener una expresión de seriedad. Ana siempre había conseguido mantenerse seria cuando se imponía hacerlo, por más que después se riera como loca con Gilbert del asunto en cuestión. Sabía que la preocupación de Nan era real y que para ella era espantosa; y también se dio cuenta de que la teología de su hija requería atención.

—Querida, estás muy equivocada. Dios no hace tratos. El da… da sin pedirnos nada a cambio, salvo nuestro amor. Cuando nos pides a papá o a mí algo que quieres, nosotros no hacemos tratos contigo, y Dios es muchísimo más bondadoso que nosotros. Y Él sabe mucho mejor que nosotros qué es bueno dar.

—¿Y Él… Él no te va a hacer morir, mamá, porque yo no cumplí con mi promesa?

—Claro que no, querida.

—Mamá, aunque yo estaca equivocada con Dios… ¿no tendría que cumplir la promesa, ya que la hice? Yo dije que lo haría, ¿entiendes? Papá dice que siempre tenemos que cumplir con nuestras promesas. ¿No será un deshonor para toda la vida si no lo, hago?

—Cuando yo esté curada del todo, mi amor, iré contigo una noche y te esperaré junto al portón… y no creo que vayas a tener ni un poquito de miedo de caminar por el cementerio. Eso aliviará tu pobre conciencia… pero ¿no harás más tratos tontos con Dios?

—No —prometió Nan, aunque tenía la ligera y pesarosa sensación de estar renunciando a algo que, a pesar de todos sus inconvenientes, había sido muy emocionante. Pero sus ojos habían recuperado el brillo, y su voz, un poco de vivacidad—. Me voy a lavar la cara y volveré a darte un beso, mamita. Y te voy a recoger todos los dragoncillos que encuentre. Me sentí horrible sin ti, mamita.

—Ah, Susan —dijo Ana cuando Susan le llevó la cena—, ¡qué mundo éste! ¡Qué hermoso, interesante y maravilloso es! ¿No, Susan?

—Estoy dispuesta a decir —admitió Susan, recordando la hermosa hilera de pasteles que acababa de guardar en la despensa— que es bastante tolerable.