Nan y Di iban a ir a la escuela. Comenzaron la última semana de agosto.
—¿Para la noche ya lo sabremos todo, mamá? —preguntó Di con mucha solemnidad la primera mañana.
Ahora, a principios de septiembre, Ana y Susan se habían acostumbrado (y hasta les causaba placer) a ver a los dos piojitos salir todas las mañanas, tan pequeñitas, tan contentas, tan limpitas, convencidas de que ir a la escuela era toda una aventura. Siempre llevaban una manzana en la cesta, para la maestra, y vestidos fruncidos rosados y celestes. Como no se parecían para nada, jamás las vestían igual. Diana, con sus cabellos rojos, no podía vestirse de rosado, que sí le quedaba bien a Nan, que era de lejos la más bonita de las mellizas de Ingleside. Tenía cabellos y ojos castaños y un hermoso color de piel, del que era muy consciente, ya a los siete años. Había algo de las estrellas del cielo en ella. Llevaba la cabeza en alto, con el mentón apenas adelantado, y por eso ya había quienes la creían un poco presumida.
—Va a imitar todas las poses y las mañas de la madre —dijo la esposa de Alec Davies—. Ya tiene todo el aire y la gracia de la madre, en mi opinión.
Las mellizas eran diferentes no sólo en el aspecto físico. Di, a pesar de su parecido con su madre, salía al padre en cuanto a su disposición y sus cualidades. Tenía ya la semilla del espíritu práctico de él, su absoluto sentido común, su brillante sentido del humor. Nan había heredado entero el don materno de la imaginación, y ya hacía la vida interesante para sí misma y a su manera. Por ejemplo, ese verano se divirtió muchísimo haciendo tratos con Dios, que funcionaban de la siguiente manera: «Si tú haces esto y lo otro, yo haré aquello de más allá».
Todos los niños de Ingleside habían comenzado su vida con el clásico «Con Dios me acuesto…» y luego fueron promovidos al «Padre Nuestro» y más adelante se los alentó para que hicieran sus peticiones en sus propias palabras. Qué fue lo que dio a Nan la idea de que podía inducirse a Dios a otorgarle sus pedidos prometiéndole portarse bien o mostrar fortaleza sería difícil de averiguar. Tal vez una maestra de catecismo bastante joven y bonita fuera indirectamente responsable por sus frecuentes advertencias de que si no eran buenas, Dios no haría esto o lo otro por ellas. Fue fácil dar vuelta la idea y llegar a la conclusión de que si uno era de ésta o esta otra manera, o hacía esto o lo otro, uno tenía derecho a esperar que Dios hiciera las cosas que uno quería. El primer «trato» de Nan en la primavera había tenido tanto éxito, que compensó algunos fracasos, y entonces ella prosiguió todo el verano. Nadie sabía nada de esto, ni siquiera Di. Nan atesoraba su secreto y se ponía a rezar a horas diversas y en lugares distintos, en lugar de hacerlo sólo por las noches. A Di no le parecía bien, y se lo dijo.
—No mezcles a Dios con todo —le dijo severamente a Nan—. Lo haces demasiado común.
Ana, que las oyó, la corrigió:
—Dios está en todas las cosas, querida. Es el Amigo que está siempre cerca de nosotros para darnos fortaleza y coraje. Y Nan tiene razón, puede rezarle cuando y donde quiera.
Claro que si Ana hubiera sabido la verdad sobre la devoción de su pequeña hija, más bien se habría horrorizado.
Una noche de mayo, Nan había dicho:
—Si me haces crecer el diente antes de la fiesta de Amy Taylor, la semana que viene, querido Dios, me tomaré sin protestar todas las dosis de aceite de ricino que nos dé Susan.
Al día siguiente el diente, cuya ausencia había dejado un feo y prolongado vacío en la bonita boca de Nan, comenzó a asomar, y para el día de la fiesta, ya había terminado de crecer. ¿Qué señal más clara se podía esperar? Nan mantuvo su parte del trato con total lealtad, y Susan se asombró, encantada, cada vez que, después de eso, le dio aceite de ricino. Nan se lo tomaba sin muecas ni protestas, aunque a veces deseaba haber fijado un límite de tiempo, digamos, tres meses.
Dios no siempre respondía. Pero cuando le pidió que le enviara un botón especial para su tira de botones (coleccionar botones se había extendido de pronto entre las niñas pequeñas de Glen como una epidemia de paperas), asegurándole que si lo hacía ella no volvería a quejarse cuando Susan le diera el plato cascado… el botón vino al día siguiente, pues Susan encontró uno en un vestido viejo, en el altillo. Un hermoso botón rojo incrustado de diamantes diminutos, o lo que Nan creyó que eran diamantes. Todas la envidiaron por ese elegante botón, y cuando Di no quiso el plato cascado esa noche, Nan dijo, con aire de virtuosa:
—Dámelo a mí, Susan. Lo usaré siempre después de esto.
A Susan le pareció que era un gesto angelical y altruista, y así lo dijo. Ante lo cual Nan se sintió, y se le notaba, muy complacida de sí misma. Consiguió un día esplendido para el picnic de la escuela dominical, cuando todo el mundo predecía lluvia la noche anterior, prometiendo lavarse los dientes todas las mañanas sin esperar a que se lo indicaran. Un anillo perdido le fue devuelto con la condición de que tuviera las uñas siempre escrupulosamente limpias, y cuando Walter le dio su cuadro de un ángel en vuelo, que ella había codiciado durante tanto tiempo, Nan, de allí en adelante, se comió toda la grasa de la carne en todas las cenas.
Sin embargo, cuando le pidió a Dios que hiciera otra vez joven a su gastado y remendado osito de peluche, prometiendo mantener ordenado el cajón de su cómoda, se vio enfrentada a un obstáculo inesperado. El osito no se hizo joven aunque todas las mañanas Nan lo miraba, esperando ansiosamente el milagro y deseaba que Dios se diera prisa. Por fin se resignó a la edad del osito. Después de todo, era un lindo osito y sería terriblemente difícil mantener ordenado ese cajón de la cómoda. El osito nuevo que le trajo papá no le gustó y, si bien con mil recelos, decidió que no tenía por qué tomarse mucho trabajo con el cajón de la cómoda. Su fe regresó cuando pidió que su gatito de porcelana recuperara su ojito, al día siguiente el ojo estaba en su lugar, aunque algo torcido, lo que le daba al gato un poco el aspecto de un gato bizco. Susan lo había encontrado, barriendo, y lo había pegado con pegamento, pero Nan no lo sabía y con mucha alegría cumplió su promesa de caminar catorce veces en cuatro patas alrededor del granero. Qué beneficio podía reportarle a Dios o a quienquiera caminar catorce veces en cuatro patas alrededor del granero era algo que Nan no se detuvo a considerar. Pero no le gustó nada hacerlo… los chicos siempre querían que ella y Di hicieran de algún animal en el Valle del Arco Iris… y tal vez hubiera en su pequeña cabecita alguna idea de que la penitencia podría ser agradable al Ser misterioso que daba o quitaba a placer. Al menos, se le ocurrieron varios extraños despliegues de destreza ese verano, que hicieron que Susan se preguntara frecuentemente de dónde sacan los niños las cosas que se les ocurren.
—Mi querida señora, ¿por qué supone usted que Nan tiene que recorrer todos los días la sala dos veces sin pisar el piso?
—¡Sin pisar el piso! ¿Cómo lo hace, Susan?
—Saltando de un mueble al otro, incluyendo el guardafuego. Ayer se tropezó en él y se cayó de cabeza en el recipiente del carbón. Mi querida señora, ¿no le estará haciendo falta una dosis de medicina para los parásitos?
En las crónicas de Ingleside, siempre se habló de ese año como el año en el que papá casi tuvo neumonía y mamá la tuvo. Ana, ya con un catarro muy fuerte, salió una noche con Gilbert para ir a una fiesta en Charlottetown… con un vestido nuevo que le quedaba muy bien y el collar de perlas de Jem. Estaba tan guapa que todos sus hijos, que fueron a verla antes de que saliera, pensaron que era maravilloso tener una madre de la cual estar orgullosos.
—Esa enagua tan crujiente… —suspiró Nan—. ¿Cuándo crezca voy a tener enaguas de tafetán como ésa, mamá?
—Dudo de que las jovencitas usen enaguas para ese entonces —dijo papá—. Me retracto, Ana, admito que ese vestido es precioso, aunque a mí no me gusten las lentejuelas. Pero no trates de seducirme, mujer. Ya te he dicho todos los piropos de la noche. Recuerda lo que leímos hoy en la Revista Médica: «La vida no es más que química orgánica bien equilibrada», y que eso te haga humilde y modesta. ¡Lentejuelas, caramba! Enaguas de tafetán, en verdad. No somos más que «una fortuita concatenación de átomos». Lo dice el gran doctor Von Bemburg.
—No me nombres a ese horrible Von Bemburg. Seguramente sufre de indigestión crónica. Él será una concatenación de átomos. Yo, no.
Pocos días después, Ana era una «concatenación de átomos» muy enferma, y Gilbert estaba muy preocupado. Susan iba de un lado al otro con cara de cansada, y la enfermera entraba y salía con cara de preocupada, y una sombra innombrable de pronto se detuvo en Ingleside, se extendió, la oscureció. A los niños no les dijeron nada de lo seriamente enferma que estaba su madre, y ni siquiera Jem se dio cuenta del todo. Pero todos sintieron el aire helado, el temor, y andaban por la casa tristes y en silencio. Por una vez no hubo risas en el bosque de arces ni juegos en el Valle del Arco Iris. Pero lo peor de todo era que no les dejan ver a mamá. No había una mamá que los recibiera con sonrisas cuando volvían a casa, ni una Mamá que entrara a darles el beso de las buenas noches, ni una mamá que consolara, se condoliera y comprendiera, ni una mamá que riera de las bromas… nadie sabía reír como mamá. Era mucho peor que cuando no estaba, porque entonces uno sabía que volvería… y ahora uno no sabía nada. Nadie le decía nada a uno… decían «después».
Nan volvió de la escuela muy pálida por algo que le había dicho Amy Taylor.
—Susan, ¿mamá se… mamá no se… no se va a morir, no, Susan?
—Por supuesto que no —dijo Susan, con demasiada vehemencia y rapidez. Le temblaban las manos cuando le sirvió a Nan su vaso de leche—. ¿Con quién has estado hablando?
—Con Amy. Dice que… ay, Susan, ¡dijo que mamá sería un cadáver precioso!
—No te preocupes por lo que haya dicho, preciosa. Los Taylor tienen la lengua muy larga. Tu bendita madre está muy enferma, pero se va a salvar, y eso te lo aseguro. ¿No sabes que tu padre está al timón?
—Dios no permitiría que mamá se muriera, ¿no, Susan? —preguntó Walter, con los labios pálidos, mirándola con la grave intensidad que le hacía tan difícil a Susan contar sus mentiras piadosas.
Susan tenía un miedo espantoso de que sí fueran mentiras. Susan estaba muy asustada. La enfermera había sacudido la cabeza esa tarde. El doctor no había querido bajar a comer.
—Supongo que el Todopoderoso sabrá lo que está haciendo —murmuró Susan mientras lavaba los platos de la cena… y rompía tres… pero, por primera vez en su honesta y sencilla vida, lo dudaba.
Nan andaba por ahí, muy triste. Papá estaba sentado ante el escritorio de la biblioteca, con la cabeza entre las manos. La enfermera entró y Nan la oyó decir que ella creía que la crisis sobrevendría esa noche.
—¿Qué es una crisis? —le preguntó a Di.
—Creo que es cuando nace una mariposa —dijo Di, con cautela—. Vamos a preguntarle a Jem.
Jem lo sabía y se lo dijo antes de irse arriba a encerrarse en su cuarto. Walter había desaparecido… estaba tendido boca abajo debajo de la Dama Blanca, en el Valle del Arco Iris… y Susan había llevado a Shirley y a Rilla a la cama. Nan salió sola y se sentó en los escalones. Detrás de ella, la casa tenía una terrible y desacostumbrada quietud. Ante ella, Glen se recortaba con los últimos rayos del día, pero el largo camino rojo estaba opaco, lleno de polvo, y los pastos quebrados de los campos del puerto estaban blancos, quemados por la sequía. Hacía semanas que no llovía y las flores desfallecían en el jardín… las flores que mamá había amado tanto.
Nan pensaba, muy concentrada. Ahora más que nunca era la oportunidad de hacer un trato con Dios. ¿Qué podía prometer hacer si Él curaba a su madre? Tenía que ser algo imponente… algo que para Él valiera la pena. Nancy recordó lo que un día Dicky Drew le dijo a Stanley Reese en la escuela: «¿A que no te atreves a atravesar el cementerio de noche?». Nan se había estremecido. ¿Cómo podía alguien caminar por el cementerio de noche… cómo podía ocurrírsele a alguien? Nan le tenía al cementerio un terror del que nadie en Ingleside sospechaba. Una vez Amy Taylor le había dicho que estaba lleno de personas muertas… «que no siempre se quedan muertas», había agregado Amy, sombría y misteriosamente. Nan apenas podía pasar junto a él a la luz del día.
A lo lejos, los árboles de una colina dorada y brumosa tocaban el cielo. Nan había pensado en varias oportunidades que, si pudiera llegar a esa colina, ella también podría tocar el cielo. Dios vivía justo del otro lado… Él podría oírla mejor desde allí. Pero ella no podía llegar hasta la colina, debería hacer lo mejor posible desde Ingleside.
—Querido Dios —susurró—, si haces que mamá se mejore voy a atravesar el cementerio de noche. Ay, Dios querido, por favor, por favor. Y si la curas, no voy a molestarte en mucho, mucho tiempo.