23

Los niños de Ingleside tenían mala suerte con sus mascotas. El cachorrito de abundante pelo rizado que un día papá había traído de Charlottetown se fue a la semana siguiente y desapareció. No se volvió a saber nada de él y, aunque se rumoreó que habían visto a un marinero de Harbour Head que subía a bordo de su barco a un cachorrito negro la noche en que zarpó, el destino del perro permaneció como uno de los hondos y oscuros misterios de la crónica de Ingleside. A Walter lo afectó más que a Jem, que todavía no había olvidado del todo su angustia por la muerte de Gyp y jamás volvería a permitirse querer a un perro demasiado. Luego el Tigre Tom, que vivía en el granero y tenía prohibida la entrada a la casa por sus inclinaciones a la rapiña, fue hallado frío y tieso en el suelo del granero y hubo que enterrarlo con pompa y circunstancia. Bun, el conejo de Jem, que había comprado a Joe Russell por veinticinco centavos, cayó enfermo y murió. Tal vez su muerte fuera acelerada por un remedio que le dio Jem; tal vez no. Joe se lo había recomendado, y Joe tenía que saber. Pero Jem se sentía como si hubiera asesinado a Bun.

—¿Hay una maldición en Ingleside? —preguntó con tristeza cuando Bun ya descansaba junto al Tigre Tom. Walter le escribió un epitafio, y él, Jem y las mellizas anduvieron con cintas negras atadas a los brazos durante una semana, para horror de Susan, que lo consideraba un sacrilegio. Susan no quedó desconsolada por la muerte de Bun, que una vez se había soltado y había hecho destrozos en su jardín. Menos aún aprobó a los dos sapos que Walter trajo y puso en el sótano. Cuando oscureció, Susan sacó a uno, pero no pudo encontrar al otro, y Walter, preocupado, no podía dormir.

—A lo mejor eran marido y mujer —pensaba—. A lo mejor se sienten muy solos y están muy tristes separados. Susan sacó al más pequeño, que entonces debe de ser la señora, y a lo mejor está muerta de miedo solita en el patio tan grande sin nadie que la proteja… como una viuda.

Walter no podía soportar pensar en la desdicha de la viuda, de modo que bajó al sótano a buscar al sapo caballero, pero lo único que consiguió fue voltear una pila de latas vacías que Susan guardaba allí, lo cual provocó un estruendo capaz de despertar a los muertos. Sin embargo, sólo despertó a Susan, que bajó con una vela, cuya llama oscilante dibujaba las sombras más siniestras sobre su rostro enjuto.

—Walter Blythe, ¿qué estás haciendo?

—Susan, tengo que encontrar al sapo —dijo Walter con desesperación—. Susan, piensa cómo te sentirías sin tu esposo, si lo tuvieras.

—¿De qué recórcholis estás hablando? —preguntó la comprensiblemente azorada Susan.

En ese punto, el sapo caballero, que evidentemente se había tenido por perdido cuando Susan apareció en escena, saltó desde detrás del barril de pepinos en vinagre de Susan. Walter se le echó encima y lo sacó por la ventana donde se espera que se haya reunido con su supuesto amor y haya vivido feliz para siempre.

—Sabes que no tienes que traer a esos animales al sótano —dijo Susan, firme—. ¿Qué van a comer?

—Yo iba a cazarles insectos, ¿qué te imaginas? —dijo Walter, ofendido—. Quería estudiarlos.

—Sencillamente no se puede con ellos —gimió Susan mientras subía las escaleras detrás de un joven Blythe muy indignado. Y no se refería a los sapos.

Tuvieron mejor suerte con el petirrojo. Lo habían encontrado cuando apenas era un pichón sobre el escalón de la puerta, después de una tormenta de viento y lluvia en una noche de junio. Tenía lomo gris, pecho moteado y ojos brillantes, y desde el primer momento pareció tener una confianza absoluta en todos los de Ingleside, sin exceptuar siquiera a Camarón, que jamás intentó molestarlo, ni siquiera cuando Don Petirrojo aterrizaba, con un saltito insolente, en el borde del plato de Camarón y se servía. Al principio le daban de comer gusanos, y tenía tanto apetito, que Shirley se pasaba casi todo el día desenterrándolos. Guardaba los gusanos en latas que dejaba por la casa, para gran desagrado de Susan, pero ésta habría soportado mucho más por Don Petirrojo, que se posaba tan valientemente sobre su dedo, gastado por el trabajo, y le gorjeaba en la misma cara. Susan se había encariñado mucho con Don Petirrojo, así que, en una carta a Rebecca Dew, consideró pertinente mencionar que el pechito había comenzado a ponérsele de un hermoso rojo herrumbre.

No piense, le ruego, mi querida señorita Dew, que me están fallando las facultades mentales. Supongo que es muy tonto encariñarse tanto con un pájaro, pero el corazón humano tiene sus debilidades. No está prisionero como un canario (algo que yo nunca podría tolerar, mi querida señorita Dew) sino que anda libremente de un lado para otro por la casa y el jardín y duerme en un arco junto a la plataforma de estudio de Walter en el manzano que da a la ventana de Rilla. Una vez, cuando lo llevaron al Pozo, salió volando, pero al anochecer volvió para alegría de todos… incluyendo la mía, debo agregar.

El Pozo ya no era «el Pozo». Walter comenzó a pensar que un lugar tan precioso merecía un nombre más acorde con su romanticismo. Una tarde lluviosa tuvieron que jugar en la buhardilla, pero a última hora salió el sol y cubrió todo Glen con su esplendor.

—¡Ah, midad el adco idis de la noche! —exclamó Rilla, que hablaba en una media lengua encantadora.

Era el arco iris más espléndido que habían visto en su vida. Un extremo parecía descansar en la aguja de la iglesia presbiteriana mientras que el otro se hundía en el rincón lleno de juncos del estanque que llegaba hasta el extremo superior del valle. Y allí mismo Walter le puso de nombre Valle del Arco Iris.

El Valle del Arco Iris se había convertido en todo un mundo para los niños de Ingleside. Allí las brisas correteaban sin cesar y los cantos de los pájaros resonaban desde el amanecer hasta el crepúsculo. Los abedules blancos resplandecían en todo el valle de una punta a la otra… La Dama Blanca… Walter decía que una pequeña ninfa de los bosques iba todas las noches a hablar con ellos. Un arce y un abeto —que crecían tan juntos el uno al otro que sus ramas se entremezclaban— fueron bautizados «Los Árboles Amantes», y unos viejos cascabeles que Walter colgó sobre ellos producían mágicos y etéreos tintineos cuando el viento los mecía. Un dragón vigilaba el puente de piedra que habían construido sobre el arroyo. Los árboles que se unían por encima de ellos podían ser, en caso de necesidad, infieles de tez cetrina, y el espeso musgo que crecía en las orillas era una alfombra, delicadísima, de Samarkanda. Robin Hood y sus hombres se agazapaban en todas partes; había tres duendes del agua que vivían en el arroyo; la abandonada casa de los Barclay, al final de Glen, con su acequia llena de pastos altos y el jardín inundado por alcaraveas, fue fácilmente transformada en un castillo sitiado. La espada del Cruzado hacía tiempo que se había herrumbrado, pero la cuchilla de cocina de Ingleside era una hoja forjada en el país de las hadas, y cada vez que Susan no encontraba la tapa de su sartén sabía que estaba haciendo las veces de escudo para un emplumado y resplandeciente caballero abocado a osadas aventuras en el Valle del Arco Iris.

A veces jugaban a los piratas, para contentar a Jem, quien a los diez años comenzaba a disfrutar de un toque de sangre en sus juegos, pero Walter siempre se resistía a caminar por la plancha, que a Jem le parecía lo mejor de todo. A veces se preguntaba si Walter tenía la valentía necesaria para ser un bucanero, pero hacía a un lado el pensamiento, con actitud leal, y había tenido más de una triunfante batalla campal en la escuela con chicos que llamaban «Mariconcito Blythe» a Walter, mejor dicho que lo habían llamado así hasta que descubrieron que hacerlo implicaba un seguro enfrentamiento con Jem, que tenía un argumento muy desconcertante con los puños.

A veces se le permitía a Jem ir a Harbour Mouth por la tarde a comprar pescado. Era una diligencia que a él le encantaba, pues significaba que podría sentarse en la cabaña del capitán Malachi Russell, al pie de un campo cerca del puerto, y escuchar al capitán Malachi y a sus amigotes contar historias. Cada uno de ellos tenía algo que contar cuando se reunían. El viejo Oliver Reese (de quien se sospechaba que de joven había sido pirata) había sido tomado prisionero por un rey caníbal… Sam Elliott había estado en el terremoto de San Francisco… «William el Valiente» MacDougall había mantenido una lucha feroz con un tiburón… Andy Baker había estado en un tornado en el mar. Más aún, Andy podía escupir más lejos, según decía, que cualquier otro hombre de Cuatro Vientos. El capitán Malachi, con su nariz ganchuda y el revuelto bigote canoso, era el preferido de Jem. Había sido capitán de un bergantín cuando no tenía más que diecisiete años, y había navegado hasta Buenos Aires con un cargamento de madera. Tenía un ancla tatuada en cada mejilla, y un maravilloso reloj antiguo al que se le daba cuerda con una llave. Cuando estaba de buen humor, le dejaba a Jem darle cuerda, y cuando estaba de muy buen humor, llevaba a Jem a pescar bacalao o a juntar almejas en la marea baja, y cuando estaba con el mejor de los humores, le mostraba a Jem las muchas maquetas de barcos que había tallado. A Jem esas maquetas le parecían la quintaesencia de lo romántico. Entre ellas, había un barco vikingo, con una vela cuadrada a rayas y un temible dragón en la proa… una carabela de Colón… el Mayflower… un gallardo buque llamado El holandés volador… y un sinfín de hermosos bergantines, goletas, barcas, barcos rápidos y veleros.

—¿Me va a enseñar a tallar barcos como éstos, capitán Malachi? —suplicó Jem.

El capitán Malachi negó con la cabeza y escupió, con aire reflexivo, al golfo.

—Esto no se aprende, hijo. Tendrías que navegar los mares treinta o cuarenta años, y entonces podría ser que un día entendieras a los barcos lo suficiente como para poder tallarlos… pero hay que entenderlos y quererlos. Los barcos son como las mujeres, hijo… a las mujeres también hay que entenderlas y quererlas o si no nunca desvelarán sus secretos. E incluso así, uno cree que conoce a un barco de proa a popa, por dentro y por fuera, y se descubre que todavía no se ha entregado a uno y no le ha dado el alma. Que es capaz de irse volando como un ave, si uno lo deja suelto. Hay un barco que yo navegué y que nunca pude tallar, y lo he intentado cientos de veces. ¡Qué buque empecinado, necio, era! Y hubo una mujer… pero ha llegado el momento de cerrar el pico. Tengo un barco listo para meterlo en una botella y te voy a enseñar el secreto de eso, hijo.

De modo que Jem nunca oyó nada más sobre la «mujer» y no le importó, porque no le interesaba nadie de ese sexo, salvo mamá y Susan. Pero ellas no eran «mujeres». Eran sencillamente mamá y Susan.

Cuando Gyp murió, Jem había creído que jamás querría tener otro perro, pero el tiempo todo lo cura y Jem volvía a tener ganas de tener perro. El cachorrito no era verdaderamente un perro, era sólo un incidente. Jem tenía una procesión de perros desfilando por las paredes de su rinconcito del altillo, donde guardaba la colección de curiosidades del capitán Jim… perros recortados de revistas: un mastín señorial… un lindo bulldog… un pastor holandés al que parecía como si alguien hubiera cogido de la cabeza y de la cola y lo hubiera estirado como a una goma… un perro de lanas afeitado con un pompón en la cola… un fox-terrier… un galgo ruso (Jem se preguntaba si los galgos rusos comían)… un precioso caniche… un dálmata… un perro de aguas de ojos conmovedores. Todos eran perros con pedigree pero, a ojos de Jem, a todos les faltaba algo, no sabía qué.

Entonces fue cuando apareció el aviso en el Daily Enterprise. «Se vende perro. Ver a Roddy Crawford, Harbour Head». Nada más. Jem no habría sabido decir por qué el aviso se le grabó en la mente ni por qué sintió que había mucha tristeza en su brevedad. Le preguntó a Craig Russell quién era Roddy Crawford.

—El padre de Roddy murió hace un mes y él tiene que irse a vivir con la tía a la ciudad. La madre murió hace años. Y Jake Millison compró la granja. Pero van a echar abajo la casa. Tal vez la tía no quiera que se lleve al perro. El animal no es gran cosa pero Roddy lo adora.

—¿Cuánto pedirá por él? No tengo más que un dólar —dijo Jem.

—Creo que lo que más quiere es una buena casa para el perro —dijo Craig—. Pero tu padre te daría el dinero, ¿no?

—Sí. Pero quiero comprarme mi perro con mi propio dinero —dijo Jem—. Lo sentiría más mi perro.

Craig se encogió de hombros. Esos chicos de Ingleside sí que eran raros. ¿Qué importancia tenía quién ponía el dinero para comprar un perro viejo?

Aquella tarde, papá llevó a Jem hasta la vieja y arrumbada granja de los Crawford, donde encontraron a Roddy y a su perro. Roddy era de más o menos la misma edad que Jem… un muchachito pálido, de lacios cabellos castaños y muchas pecas. El perro tenía sedosas orejas marrones, nariz y cola marrones y hermosísimos ojos color miel, como jamás perro alguno ha tenido nunca. Apenas Jem vio a esa belleza de perro, con esa franja blanca a lo largo de la frente, que le pasaba por entre los ojos y le cubría la nariz, supo que lo quería.

—¿Quieres vender tu perro? —preguntó, ansioso.

—No quiero venderlo —dijo Roddy, despacio—. Pero Jake dice que si no lo vendo lo va a ahogar. Dice que la tía Vinnie no va a querer a un perro.

—¿Cuánto pides por él? —preguntó Jem, temeroso de que le dieran un precio prohibitivo.

Roddy tragó saliva. Le tendió el perro.

—Toma, llévatelo —dijo, con voz ronca—. No voy a venderlo… no. El dinero no podría pagarme a Bruno. Si lo cuidas bien, y eres bueno con él…

—Ah, claro que seré bueno con él —dijo Jem, con entusiasmo—. Pero tienes que aceptar mi dólar. No voy a sentir que el perro es mío, si no lo aceptas.

Casi a la fuerza, puso el dólar en la mano reacia de Roddy.

—Hay cinco por aquí que lo querían, pero yo no quise dárselo a ninguno de ellos. Jake se puso furioso, pero a mí no me importa. No me gustaban. Pero tú… quiero que tú lo tengas, ya que yo no puedo… ¡y sácalo pronto de mi vista!

Jem obedeció. El perrito temblaba en sus brazos pero no protestó. Jem lo llevó amorosamente en brazos todo el camino hasta Ingleside.

—Papá, ¿cómo supo Adán que un perro era un perro?

—Porque un perro no podía ser otra cosa que un perro —dijo papá, sonriendo—. ¿No te parece?

Jem estaba demasiado excitado para dormir esa noche. Nunca había visto a un perro que le gustara tanto como Bruno. Con razón Roddy no quería separarse de él. Pero pronto Bruno olvidaría a Roddy y lo querría a él. Serían amigos. Debía acordarse de decirle a mamá que le pidiera al carnicero que mandara los huesos.

—Amo a todas las personas y a todas las cosas del mundo —dijo Jem—. Querido Dios, bendice a todos los gatos y los perros del mundo pero especialmente a Bruno.

Por fin, Jem se quedó dormido. Tal vez el perrito que estaba tendido a los pies de la cama, con el hocico entre las patitas estiradas, también durmió… y tal vez no.