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—Usted se lo buscó, mi querida señora —dijo Susan, que había escuchado casi toda la conversación mientras pulía la platería en la despensa.

—¿Verdad que sí? Ah, Susan, pero yo quiero escribir ese obituario. Me simpatizaba Anthony Mitchell, aunque lo vi muy pocas veces, y estoy segura de que se revolvería en la tumba si le escribieran un panegírico como los que aparecen en el Daily Enterprise. Anthony tenía un muy poco conveniente sentido del humor.

—Anthony Mitchell era un muchacho excelente cuando era joven, mi querida señora. Aunque un poco soñador, decían. No era todo lo emprendedor que Bessy Plummer hubiera querido, pero llevaba una vida decente y pagaba sus deudas. Claro que se casó con la muchacha que menos le convenía. Lo que pasa es que aunque ahora Bessy Plummer parece una tarjeta postal cómica, en esa época era muy linda. Algunas de nosotras —concluyó Susan con un suspiro— no tenemos ni eso para recordar.

—Mamá —dijo Walter—, los dragoncillos están saliendo todos juntos alrededor del patio de atrás. Y dos petirrojos empezaron a hacerse un nidito en el alféizar de la ventana de la despensa. Los vas dejar, ¿verdad, mamá? ¿No vas a abrir la ventana para que no se asusten y se vayan, verdad?

Ana había visto a Anthony Mitchell una o dos veces, aunque la casita gris donde vivía, entre los bosques de abetos y el mar, con el gran sauce que la cubría como un inmenso paraguas, estaba en Lower Glen, y era el médico de Mowbray Narrows quien atendía a casi toda la gente de por allí. Pero Gilbert le había comprado heno en alguna ocasión, y una vez, cuando Mitchell trajo una carga, Ana lo había llevado por el jardín, y habían descubierto que hablaban el mismo idioma. Le había caído simpático, con su cara delgada de líneas marcadas, afable, con sus ojos valientes y vivaces, de ese color avellana tirando al dorado, ojos que nunca habían bajado la mirada ni temblado, a excepción, tal vez, de una vez, cuando la hueca y pasajera belleza de Bessy Plummer lo hizo caer en un matrimonio descabellado. Pero nunca se lo vio desdichado o insatisfecho. Mientras pudiera arar, cuidar su jardín y cosechar, estaba tan contento como una pradera llena de sol. Sus cabellos negros tenían tenues toques de plata, y un espíritu maduro y sereno se revelaba en sus poco usuales pero dulces sonrisas. Sus viejos campos le habían dado pan y deleite, la alegría de la conquista y el consuelo en la hora de dolor. Ana se alegraba de que lo hubieran enterrado cerca de esos campos. Si bien se había «ido contento», también había vivido contento. El doctor de Mowbray Narrows comentó que cuando le había dicho a Anthony Mitchell que no podía darle esperanzas de recuperación, Anthony había sonreído y dicho: «Bien, la vida se ha vuelto un poco monótona ahora que me estoy poniendo viejo. La muerte será una especie de cambio. Tengo mucha curiosidad, doctor». Hasta su esposa, entre todos sus absurdos delirios, había dicho algunas cosas que revelaban al verdadero Anthony. Ana escribió el poema La tumba del anciano unas noches después, junto a la ventana de su habitación, y lo releyó con satisfacción.

Cavadla donde puedan los vientos soplar

suaves y hondos entre las ramas de los pinos,

y donde, a través de los prados del levante,

llegue el murmullo del mar.

Y las gotas de la lluvia al caer

arrullen suavemente su sueño.

Cavadla donde los amplios valles

se extiendan, verdes, alrededor.

En tierras labrantías se posó su planta,

y trebolares del poniente su pie holló.

En prados lozanos y en flor anduvo

y allí antaño árboles plantó.

Cavadla donde las estrellas

estén siempre cerca

y la gloria del sol se recueste

y se prodigue sobre su lecho.

Donde los húmedos pastos abriguen

tiernamente su sueño.

Pues estas cosas le fueron caras

a través de tantos y tan vividos años,

debe la gracia de estas mismas cosas

adornar su lugar de descanso,

y así el murmullo del mar

será por siempre su canto fúnebre.

—Creo que a Anthony Mitchell le habría gustado —dijo Ana, abriendo de par en par la ventana para inclinarse hacia la primavera. Ya había hileras desparejas de jóvenes lechugas en el huerto de los niños; la puesta de sol se veía suave, rosada, detrás del bosque de arces; el Pozo resonaba con la suave y dulce risa de los niños—. La primavera es tan bonita, que odio irme a dormir y perderme nada de ella.

La viuda de Anthony Mitchell fue a buscar su «pangenírico» una tarde de la semana siguiente. Ana se lo leyó con secreto orgullo, pero el rostro de la señora Mitchell no expresó una excelsa satisfacción.

—Caramba, eso sí que es animado. Pone las cosas muy bien. Pero… no dice ni una palabra sobre que él está en el cielo. ¿No estaba segura de que esté allí?

—Tan segura que no es necesario mencionarlo, señora Mitchell.

—Bueno, algunas personas podrían tener dudas. Él… no iba a la iglesia con la frecuencia debida… aunque era un miembro bien conceptuado. Y no dice nada de su edad… ni menciona las flores. Ah, no se podían ni contar la cantidad de coronas que había sobre el féretro. ¡Las flores son muy poéticas, creo yo!

—Lo siento…

—No, no es culpa suya… ni por un asomo es culpa suya. Usted hizo lo que pudo y suena hermoso. ¿Cuánto le debo?

—Bueno… nada… nada, señora Mitchell. Ni se me ocurriría cobrar.

—Bueno, yo pensé que me iba a decir eso, así que le traje una botella de mi vino de diente de león. Endulza el estómago, si tiene problemas de gases. Le hubiera traído también una botella de mi té de hierbas, pero tuve miedo de que al doctor no le gustara. Aunque si quiere y le parece que puedo traerla sin que él se entere, no tiene más que decírmelo.

—No, no, gracias —dijo Ana, bastante secamente. No había terminado de recuperarse todavía de lo de «animado».

—Como quiera. La convido con mucho gusto. Yo ya no necesitaré más medicina esta primavera. Cuando mi primo segundo, Malachi Plummer, murió en invierno, le pedí a su viuda que me diera las tres botellas de medicina que sobraron… ellos tenían docenas. Ella iba a tirarlas, pero yo siempre fui de las personas que no soportan ver que se desperdicie nada. Yo no podía traerme más de una botella pero hice que el hombre que habíamos contratado se llevara las otras dos. «Si no le hace ningún bien, tampoco le va a hacer daño», le dije. No voy a decirle que no es un alivio para mí que usted no quisiera aceptar dinero por el pangenírico porque en estos momentos no tengo demasiado efectivo. Los funerales son tan caros…, aunque la de D. B. Martin es una de las funerarias más baratas de los alrededores. Todavía no he pagado siquiera los vestidos de luto. No me sentiré que de verdad estoy de duelo hasta que no haya terminado de pagar. Por suerte, no tuve que mandarme a hacer sombrero nuevo. Éste me lo mandé a hacer hace diez años, para el funeral de mamá. Es una suerte que el negro me quede bien, ¿no? Si usted viera ahora a la viuda de Malachi Plummer, ¡con esa cara amarilla que tiene! Bueno, me tengo que ir. Y le estoy muy agradecida, señora Blythe, aun si… pero estoy segura de que puso lo mejor de usted y es muy buena poesía.

—¿No quisiera quedarse a cenar con nosotros? —preguntó Ana—. Susan y yo estamos solas… el doctor no está y los niños tienen su primera cena en el Pozo.

—No tengo inconveniente —dijo la viuda de Anthony, dejándose caer otra vez y con mucho gusto en su silla—. Me gustaría quedarme un rato más. No sé por qué una tarda tanto en descansar cuando envejece. —Y agregó, con una sonrisa de soñadora beatitud en su rostro sonrosado—: ¿Verdad que lo que huelo son zanahorias fritas?

Ana casi lamentó lo de las zanahorias fritas cuando salió el Daily Enterprise a la semana siguiente. Allí, en la columna de los panegíricos, estaba La tumba del anciano… ¡con cinco estrofas en lugar de las cuatro originales! Y la quinta estrofa decía:

Un maravilloso esposo, compañero y ayuda,

alguien mejor que él no ha hecho el Señor,

un maravilloso esposo, tierno y veraz.

¡Uno en un billón, querido Anthony, fuiste tú!

—¡¡¡!!! —dijo Ingleside.