21

Abril llegó de puntillas, hermoso, con mucho sol y suaves brisas durante algunos días, hasta que una tormenta de nieve que venía del nordeste volvió a echar un manto blanco sobre el mundo. «La nieve en abril es horrible —se dijo Ana—. Es como una bofetada cuando se espera un beso». Ingleside estaba orlada de carámbanos y, durante dos largas semanas, los días fueron fríos y las noches heladas. Luego la nieve comenzó a desaparecer sin muchas ganas, y cuando llegó la noticia de que alguien había visto al primer petirrojo en el Pozo, Ingleside recuperó el ánimo y osó creer que el milagro de la primavera de verdad volvería a suceder.

—¡Ay, mamá, hoy huele a primavera! —exclamó Nan encantada, oliendo el aire fresco y húmedo—. Mamá, ¿no es cierto que la primavera es una época excitante?

La primavera intentaba sus primeros pasos ese día, como un bebé que aprende a caminar. La estampa invernal de árboles y campos comenzaba a dejarse cubrir por un asomo de verde y Jem otra vez había traído las primeras anémonas. Pero una señora enormemente gorda, hundida en uno de los silloncitos de Ingleside, jadeante, suspiraba y decía con tristeza que las primaveras no eran tan lindas ahora como cuando ella era joven.

—¿No le parece que tal vez el cambio esté en nosotros… y no en las primaveras, señora Mitchell? —preguntó Ana, con una sonrisa.

—Puede ser. Yo sé que yo he cambiado, demasiado lo sé. No creo que nadie se imagine, cuando me mira ahora, que yo era una de las muchachas más lindas de la zona.

Ana reflexionó que ella seguro no se lo imaginaba. Los cabellos finos, duros, color ratón, que se escapaban por debajo del sombrero con crespones y el largo velo de viuda, estaban salpicados de gris; los ojos, azules e inexpresivos, se veían desvaídos y huecos; y decir que tenía nada más que doble papada era no saber contar. Pero la viuda de Anthony Mitchell estaba muy satisfecha de sí misma en esos momentos, pues nadie en Cuatro Vientos tenía mejor atavío que ella. Su voluminoso vestido negro era de crespón. En esos días, las mujeres se ponían luto con la intensidad con que se abocarían a una venganza.

Ana se salvó de la imperiosidad de decir nada porque la señora Mitchell no le daba oportunidad.

—Mi sistema de agua dulce se secó esta semana… hay una pérdida… por eso vine al pueblo esta mañana, para que Raymond Russell vaya a arreglármelo. Y pensé para mis adentros: «Ya que estoy aquí, podría acercarme por Ingleside y pedirle a la esposa del doctor Blythe que escriba un pangenírico para Anthony».

—¿Un panegírico? —preguntó Ana, atónita.

—Sí… esas cosas que ponen en los diarios sobre los muertos, ¿sabe lo que digo? —explicó la viuda de Anthony—. Quiero que Anthony tenga uno muy bueno, algo fuera de lo común. Usted escribe cosas, ¿no?

—De vez en cuando, escribo algún cuento —admitió Ana—. Pero una madre atareada no tiene mucho tiempo para esas cosas. Tuve sueños maravillosos en una época, pero ahora me temo que nunca figuraré en el Quién es quien, señora Mitchell. Y nunca he escrito un panegírico.

—Ah, no han de ser difíciles. El viejo tío Charlie Bates, de cerca de mi casa, escribe casi todos para Lower Glen, pero no es para nada poético, y yo me he empeñado en que quiero una poesía para Anthony. Ah, a él siempre le gustó tanto la poesía… Yo fui a esa charla que dio usted sobre vendajes en el Instituto de Glen la semana pasada y me dije para mí: «Una persona con esa facilidad de palabra seguro que puede escribir un pangenírico poético». ¿Me hará ese favor, señora Blythe? A Anthony le hubiera gustado. Él siempre la admiró a usted. Una vez me dijo que cuando usted entraba en una habitación, hacía que todas las demás mujeres parecieran «vulgares y poco distinguidas». A veces hablaba como un poeta pero no tenía mala intención.

»He estado leyendo muchos pangeníricos… tengo un álbum inmenso lleno… pero me pareció que no había ninguno que a él le hubiera gustado. Él se reía mucho de éstos. Y es hora de que se lo mande hacer. Ya hace dos meses que se murió. Se murió lentamente pero sin dolor. No es una buena época para morirse, tan cerca de la primavera, señora Blythe, pero me las he arreglado lo mejor posible. Supongo que el tío Charlie se va a poner loco de furia si le encargo a otra persona escribir el pangenírico de Anthony, pero no me importa. El tío Charlie habla muy bien, pero él y Anthony nunca se llevaron del todo bien y eso quiere decir que no voy a permitir que él escriba el pangenírico de Anthony. Yo fui la esposa de Anthony… su fiel y amante esposa, durante treinta y cinco años… treinta y cinco años, señora Blythe —repitió, como temiendo que Ana pensara que habían sido sólo treinta y cuatro—, y voy a mandar a hacer un pangenírico que a él le hubiera gustado, aunque me cueste. Eso es lo que me dijo mi hija Seraphine… está casada y vive en Lowbridge, ¿sabe? Lindo nombre Seraphine, ¿verdad? Lo saqué de una lápida. A Anthony no le gustaba, quería ponerle Judith, por la madre. Pero yo dije que era demasiado solemne, y él aceptó, con mucha generosidad. No era hombre de discutir, aunque siempre la llamó Seraph… ¿Dónde estaba?

—Su hija le decía…

—Ah, sí. Seraphine me dijo: «Mamá, aunque hayas mandado hacer otras cosas, o no, manda a que le hagan un lindo pangenírico a papá». Su padre y ella estaban muy unidos, aunque él se burlaba de ella a veces, pero a mí me hacía lo mismo. ¿Verdad que lo hará, señora Blythe?

—Es que no sé mucho de su esposo, señora Mitchell.

—Ah, yo puedo contárselo todo… siempre y cuando no quiera saber el color de sus ojos. ¿Sabe, señora Blythe, que Seraphine y yo estábamos charlando de esto y lo otro después del funeral, y yo no pude decir de qué color tenía los ojos, después de vivir con él durante treinta y cinco años? Eran suaves y como soñadores, eso sí. Me miraba con una mirada tan seductora cuando me cortejaba. Le fue muy difícil conquistarme, señora Blythe. Estuvo loco por mí durante años. Yo era muy arrogante entonces y estaba decidida a elegir con mucho cuidado. La historia de mi vida podría resultarle muy emocionante si alguna vez se le termina el material, señora Blythe. Ah, pero esos días ya se fueron. Tenía más enamorados de los que pueda imaginar. Pero venían y se iban… y Anthony seguía viniendo. Era bastante guapo, además… tan esbelto. Yo nunca soporté a los hombres gordos, y él estaba bastante más encumbrado socialmente que yo, sería la última en negarlo. «Para una Plummer, será ascender un buen escalón casarse con un Mitchell», decía mi madre. Yo era una Plummer, señora Blythe, hija de John A. Plummer. Y me decía unos piropos tan románticos, señora Blythe. Una vez me dijo que yo tenía el encanto etéreo de la luz de la luna. Yo supe que era algo bonito, aunque hasta el día de hoy no sé lo que quiere decir «etéreo». Pensaba buscarlo en el diccionario pero nunca lo hice. Bien, la cuestión es que al final le di mi palabra de honor de que sería su esposa. Es decir… le dije que lo aceptaba. Si me hubiera visto con mi traje de novia, señora Blythe. Todos dijeron que parecía un cuadro. Delgada como una trucha y con los cabellos dorados como el oro, y una piel… Ah, el tiempo hace estragos en nosotros. A usted todavía no le ha llegado, señora Blythe. Usted es todavía muy bonita y además muy educada. Pero no todas podemos ser inteligentes… algunas tenemos que dedicarnos a cocinar. Ese vestido que tiene puesto es precioso, señora Blythe. Usted nunca se pone negro, ¿no?, hace bien, ya tendrá oportunidad de usarlo en breve. Déjelo para cuando no le quede más remedio. Ah, ¿dónde estaba?

—Estaba… tratando de contarme algo del señor Mitchell.

—Ah, sí. Bueno, nos casamos. Hubo un gran cometa aquella noche, recuerdo que lo vi cuando íbamos hacia casa. Es una verdadera lástima que usted no haya visto ese cometa, señora Blythe. Era sencillamente precioso. No creo que pueda hablar de él en el pangenírico, ¿eh?

—Sería… difícil…

—Bien. —La señora Mitchell abandonó el cometa con un suspiro—. Haga lo que pueda. Él no tuvo una vida muy emocionante. Una vez se emborrachó, dijo que quería saber cómo era, por una vez, era un hombre con una mente muy curiosa. Pero eso no va a poder ponerlo en el pangenírico, claro. Y nunca le pasó nada más. No es que una se queje, pero, en honor a la verdad, era un poco perezoso y tranquilo. Era capaz de quedarse una hora sentado mirando una mata de rosas. Ah, cómo le gustaban las flores… odiaba cortar el césped porque así cortaba las flores silvestres. No importaba que se perdiera la cosecha de trigo siempre y cuando hubiera varas de San José. Y los árboles… yo siempre le decía, en broma, que quería más a sus árboles que a mí. Y la granja… ah, cómo quería a su tierra. Parecía que para él era como una persona. Muchas veces lo oí decir: «Me parece que voy a ir a charlar un ratito con mi granja». Cuando nos hicimos viejos, yo quise que vendiera, ya que no tenemos hijos varones, y nos fuéramos a vivir a Lowbridge, pero él me dijo: «No puedo vender mi granja… no puedo vender mi corazón». ¿No son graciosos los hombres? No mucho antes de morir, un día le vinieron ganas de comer gallina hervida, «como la cocinas tú», me dice. Siempre le gustó mucho como cocino yo, con perdón. Lo único que no podía soportar era mi ensalada de lechuga con nueces. Pero no teníamos ninguna gallina para matar… todas estaban poniendo, no quedaba más que un pollo, y no íbamos a matar un pollo, por supuesto. A mí me gusta ver a los pollos yendo de un lado al otro. No hay muchas cosas más bonitas que un buen pollo, ¿no cree usted, señora Blythe? Bueno, ¿dónde estaba?

—Me decía que su esposo quería que usted le cocinara una gallina.

—Ah, sí. Y he lamentado tanto no haberlo hecho. Me despierto por las noches y pienso en eso. Pero yo no sabía que se iba a morir, señora Blythe. Nunca se quejaba y me dijo que se sentía mejor. Y se interesó por las cosas hasta el final. Si yo hubiera sabido que se iba a morir, señora Blythe, le hubiera cocinado una gallina, aunque fuera la mejor ponedora.

La señora Mitchell se quitó sus guantes de encaje negro y se enjugó los ojos con un pañuelo con una puntilla de al menos dos centímetros.

—La habría disfrutado mucho —dijo, sollozando—. Tuvo sus propios dientes hasta el final, pobre querido. Bueno, así es… —agregó, doblando el pañuelo y volviendo a ponerse los guantes—, tenía sesenta y cinco, así que no estaba lejos de la edad conveniente para morirse. Y tengo otra chapa de féretro. Mary Martha Plummer y yo comenzamos a coleccionar chapas de féretros al mismo tiempo, pero ella en seguida empezó a ganarme… se le murieron tantos parientes, sin contar a sus tres hijos. Ella tiene más chapas de féretros que nadie en los alrededores. Yo parecía no tener mucha suerte, pero ahora tengo toda una repisa llena, al fin. Mi primo, Thomas Bates, fue enterrado la semana pasada y yo quería que la esposa me diera la chapa, pero la hizo enterrar con él. Dice que coleccionar chapas de féretro es un vestigio de barbarie. Ella era una Hampson, de soltera, y los Hampson siempre fueron muy raros. Bueno, ¿dónde estaba?

Esta vez Ana no pudo decirle a la señora Mitchell dónde estaba. Lo de las chapas de féretros la había dejado alelada.

—Ah, bueno, la cosa es que el pobre de Anthony se murió. «Me voy contento y en paz», fue todo lo que dijo pero sonrió al final, mirando al techo, no a mí ni a Seraphine. Me alegro tanto de que fuera tan feliz justo antes de morirse. Hubo momentos en que pensé que quizá no era feliz, señora Blythe, era tan impresionable y sensible. Pero estaba realmente noble y sublime en el cajón. Tuvimos un funeral espléndido. Fue un día hermoso. Lo enterramos con carretillas de flores. Yo casi me desmayo al final pero por lo demás todo salió de mil maravillas. Lo enterramos en el cementerio de Lower Glen, a pesar de que toda su familia está enterrada en Lowbridge. Pero él había elegido su tumba hace mucho tiempo, dijo que quería ser enterrado cerca de su granja y donde pudiera oír el mar y el viento en los árboles… hay árboles por tres costados en ese cementerio, sabe. Yo también me alegré, siempre me pareció un cementerio muy bonito, y podemos plantar geranios en la tumba. Era un buen hombre… lo más probable es que ahora esté en el cielo, por eso no se preocupe. Siempre pienso que ha de ser difícil escribir un pangenírico cuando no se sabe dónde está el fallecido. ¿Puedo contar con usted, entonces, señora Blythe?

Ana accedió, presintiendo que la señora Mitchell se quedaría sentada allí sin parar de hablar hasta que ella accediera. Con otro suspiro de alivio, la señora Mitchell logró levantar su humanidad de la silla.

—Tengo que irme. Espero unos pollos de pavo hoy. He disfrutado de mi conversación con usted y me da lástima no poder quedarme más. Una se siente muy sola cuando enviuda. Un hombre puede no ser gran cosa pero una lo extraña cuando se va.

Cortésmente, Ana la acompañó hasta el portón. Los niños cazaban petirrojos en el césped y los narcisos nacían por todas partes.

—Tiene una casa muy bonita… de verdad casa muy bonita, señora Blythe. Yo siempre pensaba que me gustaría tener una casa grande, pero siendo nosotros dos y Seraphine, solos, y además, ¿de dónde íbamos a sacar el dinero?, y Anthony no quería ni hablar de eso. Le tenía muchísimo cariño a la vieja casa. Yo pienso venderla si me hacen una buena oferta, y me iría a vivir a Lowbridge o a Mowbray Narrows, donde decida que sea el mejor lugar para una viuda. El seguro de Anthony me vendrá bien. Digan lo que dijeren es mejor soportar la pena con el estómago lleno que vacío. Usted lo sabrá en carne propia cuando enviude… aunque espero que falten muchos años todavía. ¿Cómo anda el doctor? Ha sido un invierno con muchos enfermos, así que supongo que le habrá ido muy bien… ¡Ah, pero qué agradable familia tiene! ¡Tres niñas! Ahora está muy bien, pero ya verá cuando lleguen a la edad de los novios. No porque yo haya tenido mucho problema con Seraphine. Ella era tranquila… como el padre… y empecinada como él. Cuando se enamoró de John Whitaker, estaba decidida a casarse con él, aunque yo dijera lo contrario. ¡Un serbal! ¿Por qué no lo hizo plantar junto a la puerta del frente? Es muy bueno ese árbol para ahuyentar a las hadas.

—¿Pero quién quiere ahuyentar a las hadas, señora Mitchell?

—Ahí está, hablando como Anthony. Era una broma. Claro que yo no creo en las hadas… pero si llegaran a existir, yo oí decir que son muy traviesas. Bueno, adiós, señora Blythe. Vendré la semana próxima a buscar el pangenírico.