No era fácil ganar dinero en Glen, pero Jem puso manos a la obra con determinación. Hizo trompos para los chicos de la escuela con carretes viejos y los vendió a dos centavos cada uno. Vendió tres valiosos dientes de leche por tres centavos. Todos los domingos le vendía su porción de pastel crujiente de manzana a Bertie Shakespeare Drew. Todas las noches guardaba lo que había ganado en un cerdito de hojalata que le había regalado Nan para Navidad. Era una hucha muy bonita y reluciente, con una ranura para meter las monedas. Cuando se habían metido cincuenta monedas, la hucha se abría sola, suavemente; bastaba retorcerle la cola y devolvía el tesoro. Para juntar los últimos ocho centavos, Jem le vendió a Mac Reese su ristra de huevos de pájaros. Era la mejor ristra de todo Glen, y le dolió un poquito perderla. Pero se acercaba la fecha del cumpleaños y tenía que conseguir el dinero. Apenas le pagó Mac los ocho centavos, los metió en el cerdito, y lo contempló, exultante.
—Retuércele la cola a ver si es verdad que se abre —dijo Mac, que no creía que se abriera. Pero Jem se negó; no lo abriría si no era para ir a buscar el collar.
La Sociedad Auxiliar Misionera se reunió en Ingleside la tarde siguiente… y no lo olvidó jamás. Justo en el medio de la plegaria de la señora de Norman Taylor (y la señora de Norman Taylor tenía fama de enorgullecerse mucho de sus plegarias), un niño frenético entró corriendo en la sala.
—¡Mi cerdito de hojalata no está, mamá…! ¡Mi cerdito de hojalata no está!
Ana lo sacó de la habitación, pero la señora Taylor siempre consideró que su plegaria se había estropeado y, dado que había querido especialmente impresionar a la esposa de un misionero que estaba de visita, pasaron muchos años antes de que perdonara a Jem o aceptara a su padre como su médico otra vez. Cuando las damas se hubieron ido, Ingleside fue revisada de cabo a rabo en busca del cerdito, pero sin resultado. Jem, entre el reto por su comportamiento y la angustia ante la pérdida, no podía recordar cuándo lo había visto por última vez ni dónde. Cuando llamaron por teléfono a Mac Reese, éste respondió que había visto al cerdito por última vez sobre el escritorio de Jem.
—Susan, ¿Mac Reese…?
—No, mi querida señora, estoy segura de que no. Los Reese tienen sus defectos… son terriblemente apegados al dinero… pero tienen que conseguirlo honestamente. ¿Dónde puede estar esa bendita hucha?
—¿Y si se la comieron las ratas? —sugirió Di.
Jem se burló de la idea pero lo preocupó. Claro que las ratas no pueden comerse un cerdito de hojalata con cincuenta monedas dentro. ¿O sí pueden?
—No, no, querido. Tu hucha aparecerá —lo tranquilizó mamá.
No había aparecido cuando Jem fue a la escuela al día siguiente. La noticia de la pérdida llegó a la escuela antes que él, y sus compañeros le dijeron muchas cosas, no exactamente de consuelo. Pero en el recreo Sissy Flagg se pegó a él para congraciarse. A Sissy Flagg le gustaba Jem, y a Jem no le gustaba Sissy Flagg, a pesar de —o tal vez a causa de— sus espesos rizos amarillos y sus inmensos ojos castaños. Incluso a los ocho años, uno puede tener problemas relacionados con el otro sexo.
—Yo puedo decirte quién tiene tu hucha.
—¿Quién?
—Tienes que elegirme a mí para «Clap-in and Clap-out»[2] y te lo diré.
Era un trago amargo pero Jem lo ingirió. ¡Cualquier cosa para encontrar su hucha! Sufrió una agonía de rubores sentado junto a una triunfante Sissy mientras los dos jugaban, y cuando sonó la campana, él pidió su recompensa.
—Alice Palmer dice que Willy Drew le dijo que Bob Russell le dijo que Fred Elliott dijo que sabía dónde estaba tu hucha. Ve y pregúntale a Fred.
—¡Tramposa! —exclamó Jem, mirándola con odio—. ¡Tramposa!
Sissy rió con arrogancia. ¡Qué le importaba! Jem Blythe había tenido que sentarse con ella una vez.
Jem fue a preguntarle a Fred Elliott, que al principio declaró no saber nada del viejo cerdito. Jem estaba desolado. Fred Elliott era tres años mayor que él y muy pendenciero. De pronto, Jem tuvo una inspiración. Señaló con un índice mugriento y expresión severa a la cara coloradota de Fred Elliott.
—Tú eres un transustanciacionalista —dijo con toda claridad.
—Eh, no me insultes, jovencito Blythe.
—Eso no es un insulto —dijo Jem—. Es una palabra vudú. Si vuelvo a pronunciarla y te señalo con el dedo… así… tendrás mala suerte durante una semana. Se te pueden caer los dedos de los pies. Contaré hasta diez y si no me lo has dicho entonces, te maldeciré.
Fred no le creyó. Pero esa noche se corría la carrera de patines y no pensaba correr ningún riesgo. Además, los dedos de los pies eran los dedos de los pies. Cuando Jem llegó a seis, se rindió.
—Está bien… está bien. No te canses la mandíbula diciéndolo otra vez. Mac sabe dónde está tu cerdito… dice que lo cogió él.
Mac no estaba en la escuela, pero cuando Ana oyó la historia de Jem, llamó por teléfono a su madre. La señora Reese fue un ratito después, ruborizada y pidiendo disculpas.
—Mac no robó el cerdito, señora Blythe. Sólo quería saber si de verdad se abría, y entonces cuando Jem salió de la habitación, le retorció la cola. El cerdito se partió en dos y él no pudo unirlo. Entonces puso las dos mitades del cerdito y el dinero en una bota de Jem, en el armario. No tendría que haberlo tocado… y el padre casi lo mata de una paliza… pero no lo robó, señora Blythe.
—¿Cuál fue la palabra que le dijiste a Fred Elliott, pequeño Jem? —preguntó Susan cuando hubieron encontrado el cerdito desmembrado y contado el dinero.
—Transustanciacionalista —dijo Jem, orgulloso—. Walter la encontró en el diccionario la semana pasada… tú sabes que a él le encantan las palabras grandes y llenas, Susan, y… y los dos aprendimos a pronunciarla. Nos la repetimos el uno al otro veintiuna veces en la cama antes de dormir, para recordarla.
Ahora que ya había comprado y guardado el collar en la tercera caja empezando por arriba en el cajón del medio de la cómoda de Susan (ella había sido cómplice del plan todo el tiempo), Jem tenía la sensación de que el cumpleaños no llegaba nunca. Estaba fascinado con la ignorancia de su madre. Ella no sabía lo que estaba escondido en el cajón de la cómoda de Susan… ella no sabía lo que le depararía su cumpleaños… ella no sabía, cuando le cantaba a las mellizas para que se durmieran, qué le traería a ella el barco:
Navegando, navegando,
Un buque en altamar yo vi,
y repleto estaba de cosas,
muy hermosas para mí.
A principios de marzo, Gilbert tuvo un ataque de gripe que casi desemboca en neumonía. Fueron días de preocupación en Ingleside. Ana hacía lo de siempre: arreglaba embrollos, daba consuelo, se inclinaba sobre camas iluminadas por la luna para ver si los queridos cuerpecitos estaban abrigados; pero los niños extrañaban sus risas.
—¿Qué hará el mundo si papá se muere? —susurró Walter, con los labios blancos.
—No se va a morir, mi amor. Ya está fuera de peligro.
Ana se preguntaba qué haría su pequeño mundo de Cuatro Vientos, de Glen y de Harbour Head si… si le pasaba algo a Gilbert. Todos habían llegado a depender tanto de él… La gente de Upper Glen en especial parecía creer que de verdad podía resucitar a los muertos y que no lo hacía sólo para no contrariar la voluntad del Todopoderoso. Lo había hecho una vez, decían… El viejo tío Archibald MacGregor le había asegurado solemnemente a Susan que Samuel Hewett estaba muerto como una piedra cuando el doctor Blythe lo hizo reaccionar. Fuera como fuere, cuando los enfermos veían el delgado rostro bronceado y los afables ojos color avellana de Gilbert junto a su cama y oían sus animadas palabras —«¡Pero si usted no tiene nada!»—, bien, le creían hasta que al final se hacía realidad. En cuanto a homónimos, tenía más de los que podía contar. Todo el distrito de Cuatro Vientos estaba lleno de jóvenes Gilbert, hasta había una diminuta Gilbertine.
De modo que papá anduvo bien otra vez y mamá volvió a reír y, por fin, llegó la noche de la víspera de su cumpleaños.
—Si te vas temprano a la cama, pequeño Jem, mañana llegará antes —le aseguró Susan.
Jem lo intentó pero no funcionaba. Walter se quedó dormido en seguida, pero Jem daba vueltas en la cama. Tenía miedo de dormir. ¿Y si no despertaba a tiempo y todos los demás le daban sus regalos a mamá? Él quería ser el primero. ¿Por qué no le había pedido a Susan que no se olvidara de despertarlo?
Ella había salido a hacer una visita pero cuando volviera, se lo pediría. ¿La oiría? Bien, bajaría y se acostaría en el sofá de la sala y entonces no podía no oírla.
Jem bajó de puntillas y se acurrucó sobre el sofá. Veía Glen. La luna llenaba con su magia los agujeros entre las dunas blancas y nevadas. Los grandes árboles, que eran tan misteriosos durante la noche, extendían los brazos alrededor de Ingleside. Oyó todos los ruidos nocturnos de una casa… una madera que cruje… alguien que se da vuelta en la cama… el crujido y la caída de los carbones en el hogar… la carrerita de un ratoncito en un armario. ¿Eso era una avalancha? No, sólo nieve que se deslizaba desde el techo. La casa estaba un poco sola… ¿por qué no venía Susan? Si tuviera a Gyp ahora… querido Gyppy. ¿Había olvidado a Gyp? No, no olvidado, exactamente. Pero ahora no dolía tanto pensar en él; uno pensaba en otras cosas la mayor parte del tiempo. Que duermas bien, perrito querido. Tal vez algún día tuviera otro perro, después de todo. Le gustaría tener uno en ese momento… o a Camarón. Pero Camarón no estaba. ¡Gato egoísta! ¡No pensaba más que en lo que le interesaba a él!
Ni señales de Susan todavía, que debía llegar por el largo camino que serpenteaba sin fin a través de esa extraña distancia iluminada por la luna y que, a la luz del día, era el conocido pueblo de Glen. Bien, tendría que imaginarse cosas para pasar el tiempo. Algún día iría a Baffin Land a vivir con los esquimales. Algún día navegaría por mares lejanos y para la cena de Navidad cocinaría un cocodrilo, como el capitán Jim. Iría al Congo en expedición, a buscar gorilas. Sería buzo y vagaría a través de radiantes salas de cristal en el fondo del mar. Le pediría al tío Davy que le enseñara a ordeñar dentro de la boca del gato, la próxima vez que fuera a Avonlea. El tío Davy era todo un experto en eso. Tal vez se hiciera pirata. Susan quería que fuera ministro de la Iglesia. Un ministro podía hacer mucho bien, pero ¿no sería mucho más divertido ser pirata? ¿Y si el soldadito de madera saltaba de la repisa del hogar y se le disparaba el arma? ¿Y si las sillas se ponían a caminar por la habitación? ¿Y si la alfombra de tigre cobraba vida? ¿Y si los «osos falsos» que él y Walter habían inventado en toda la casa cuando eran muy jóvenes de verdad estuvieran allí? Jem de pronto sintió miedo. A la luz del día, no olvidaba fácilmente la diferencia entre la fantasía y la realidad, pero era diferente en la noche interminable. Tictac hacía el reloj… tictac… y por cada tictac había un oso falso sentado en un escalón de la escalera. Las escaleras estaban negras con tantos osos falsos. Se quedarían ahí sentados hasta que amaneciera… parloteando.
«¿Y si Dios se olvidaba de hacer salir el sol?». El pensamiento era tan espantoso, que Jem ocultó la cara en la manta para apartarlo, y así lo encontró Susan, profundamente dormido, cuando regresó a casa a la intensa luz anaranjada de un amanecer de invierno.
—¡Pequeño Jem!
Jem se estiró y se incorporó, bostezando. Había sido una noche atareada para el Platero Escarcha y los bosques parecían el país de las hadas. Una colina lejana estaba coronada por una torre roja. Todos los campos blancos más allá de Glen se veían de un hermoso color rosáceo. Era la mañana del cumpleaños de mamá.
—Te estaba esperando, Susan… para decirte que me llamaras… pero no viniste.
—Fui a ver a la familia de John Warren, porque murió la tía y me pidieron que fuera a velarla —explicó Susan, muy animada—. No me imaginé que estarías intentando pillar una neumonía apenas te vuelvo la espalda. Rapidito a la cama, que te llamaré apenas se levante tu madre.
—Susan, ¿cómo haces para apuñalar a un cocodrilo? —quiso saber Jem antes de subir.
—Yo no los apuñalo —respondió Susan.
Mamá se había levantado cuando él fue a su dormitorio, y estaba cepillándose los largos y sedosos cabellos frente al espejo. ¡Qué ojos puso cuando vio el collar!
—¡Jem querido! ¡Para mí!
—Ahora no tienes que esperar a que llegue el barco de papá —dijo Jem con mundana indiferencia. ¿Qué era eso verde que destellaba en la mano de mamá? Un anillo… el regalo de papá. Sí, muy bien, pero los anillos eran cosas comunes y corrientes… hasta Sissy Flagg tenía uno. ¡Pero un collar de perlas!
—Un collar es un precioso regalo de cumpleaños —dijo mamá.