—«Ha llegado el momento —dijo la Morsa—, de hablar de… tener un perro» —dijo Gilbert.
No habían tenido perro en Ingleside desde que el viejo Rex había sido envenenado, pero los niños tienen que tener un perro y el doctor decidió traerles uno. Pero estuvo tan ocupado ese otoño, que lo pospuso una y otra vez hasta que al final, un día de noviembre, Jem llegó de pasar la tarde con un compañero de clase, con un perro… un cachorrito amarillento con dos orejitas negras muy tiesas.
—Me lo dio Joe Reese, mamá. Se llama Gyp. ¿No tiene una cola preciosa? Puedo quedármelo, ¿verdad, mamá?
—¿De qué raza es, querido? —preguntó Ana, vacilante.
—Creo… creo que es de una cantidad de razas —dijo Jem—. Eso lo hace más interesante, ¿no te parece, mamá? Más divertido que si fuera de una sola raza. Por favor, mamá.
—Ah, si tu padre dice que sí…
Gilbert dijo «sí» y Jem comenzó el usufructo de su herencia. Todos los de Ingleside recibieron bien a Gyp en la familia, excepto Camarón, que expresó su opinión sin circunloquios. Hasta a Susan le gustó, y cuando ella hilaba en la buhardilla, en los días de lluvia, Gyp —en ausencia de su amo, que había ido a la escuela— se quedaba con ella, cazando ratas imaginarias en rincones oscuros y lanzando alaridos de terror cada vez que el entusiasmo lo acercaba demasiado a la rueca pequeña. Esta rueca no se usaba nunca —la habían dejado allí los Morgan cuando se mudaron— y estaba en su rincón como una viejecita encorvada. Nadie entendía por qué Gyp le tenía tanto miedo. No le molestaba la rueca grande, sino que se sentaba muy cerca de ella mientras Susan la hacía girar con la manivela, y corría de un lado a otro al lado de Susan cuando ésta caminaba por la buhardilla haciendo girar entre los dedos la larga hebra de lana. Susan admitió que un perro puede ser muy buena compañía, y decía que su gracia de acostarse boca arriba agitando las patitas delanteras en el aire cuando quería un hueso era lo más inteligente del mundo. Se enfadó tanto como Jem cuando Bertie Shakespeare comentó, despectivamente:
—¿Y a eso lo llamas perro?
—Nosotros lo llamamos perro —dijo Susan con una calma extrema—. Tal vez tú quieras llamarlo hipopótamo.
Y ese día Bertie tuvo que irse a su casa sin que le regalaran una porción de una creación deliciosa que Susan llamaba «pastel crujiente de manzana» y que siempre preparaba para los dos niños y sus amigos. Susan no estaba cerca cuando Mac Reese preguntó: «¿Eso lo trajo la marea?», pero Jem supo defender a su perro, y cuando Nat Flagg dijo que las patas de Gyp eran demasiado largas para su tamaño, Jem repico que las patas de un perro tenían que ser lo suficientemente largas como para llegar al suelo. Natty no era muy inteligente y esa respuesta lo derrotó.
Noviembre se mostraba mezquino con el sol ese año: los crudos vientos soplaban por el bosque desnudo y entre las ramas plateadas de los arces y el Pozo estaba casi constantemente cubierto de niebla… no una niebla embrujada y misteriosa sino lo que papá llamaba «una niebla dura, demacrada, deprimente, densa y destemplada». Los niños de Ingleside tenían que pasar casi todo el tiempo libre en la buhardilla, pero se hicieron excelentes amigos de dos perdices que iban todos los atardeceres a un inmenso y viejo manzano, y cinco de sus preciosos grajos seguían siendo fieles, y graznaban divertidamente mientras devoraban la comida que los niños les ponían. Sólo que eran glotones y egoístas e impedían que los demás pájaros se acercaran.
Con diciembre, el invierno se instaló, y nevó sin parar durante tres semanas. Los campos más allá de Ingleside eran ininterrumpidas campiñas plateadas, los postes de cercos y portones usaban todos gorras blancas, las ventanas blanqueaban con diseños de hadas, y las luces de Ingleside resplandecían a través de los crepúsculos oscuros y nevados, dándole la bienvenida a todos los viajeros. A Susan le parecía que nunca había habido tantos nacimientos como en ese invierno, y cuando le dejaba «algo para comer» al doctor en la despensa noche tras noche, opinaba, con el entrecejo fruncido, que sería un milagro que el doctor llegara a la primavera.
—¡El noveno de los Drew! ¡Como si ya no hubiera suficientes Drew en el mundo!
—Supongo que para la señora Drew será la maravilla que es Rilla para nosotros, Susan.
—Usted siempre tiene que bromear, mi querida señora.
Pero en la biblioteca o en la gran cocina, los niños planearon la casa para jugar que harían en el Pozo mientras fuera rugía la tormenta o unas nubes blancas y esponjosas soplaban sobre estrellas congeladas. Pues soplara mucho o soplara poco viento, en Ingleside siempre había fuegos encendidos, refugio de la tormenta, alegría y camas para criaturitas cansadas.
La Navidad llegó y se fue sin ser ensombrecida este año por la sombra de la tía Mary María. Había huellas de conejos en la nieve para seguir, e inmensos campos cubiertos sobre los cuales uno corría carreras con la propia sombra, y colinas relucientes para deslizarse en trineo, y patines nuevos para probar sobre el estanque en el mundo helado y rosado de los atardeceres de invierno. Y siempre un perro amarillento con orejas negras que corría o te esperaba o te recibía con ladridos de alegría cuando al llegar a casa, un perrito que dormía a los pies de la cama a la hora de dormir y se acostaba a los pies cuando aprendía ortografía, que se sentaba cerca durante las comidas y recordaba su presencia de vez en cuando con la patita.
—Mamita, yo no sé cómo podía vivir antes de que llegara Gyp. Sabe hablar, mamá, de verdad… con los ojos, habla.
Y de pronto: ¡la tragedia! Gyp amaneció un poco desganado. No quiso comer aunque Susan lo tentó con un hueso que a él le encantaba; al día siguiente mandaron a buscar al veterinario de Lowbridge, quien movió la cabeza con pesimismo. Era difícil afirmar nada… a lo mejor el perro había comido algo venenoso en el bosque… podía recuperarse o no. El perrito yacía muy quieto, sin hacerle caso a nadie más que a Jem; casi hasta el final trató de mover la cola cuando Jem lo tocaba.
—Mamita, ¿está mal que rece por Gyp?
—Claro que no, querido. Siempre podemos rezar por los que amamos. Pero me temo que ese perrito está muy enfermo…
—¡Mamá, no creerás que Gyppy se va a morir!
Gyp murió a la mañana siguiente. Era la primera vez que la muerte entraba en el mundo de Jem. Ninguno de nosotros olvida jamás la experiencia de ver morir a un ser que queremos, aunque sea «sólo un perrito». Nadie en la casa llena de llantos usó esa expresión, ni siquiera Susan, que se sonó la nariz, muy colorada, y murmuró:
—Nunca antes me había encariñado con un perro, y no volveré a encariñarme después se sufre mucho.
Susan no conocía el poema de Kipling sobre la tontería de darle el corazón a un perro para que lo destroce, pero, de haberlo conocido y a pesar de su desprecio por la poesía, habría pensado que por una vez un poeta había hablado, con sensatez.
La noche fue dura para el pobre Jem. Mamá y papá tuvieron que salir. Walter había llorado hasta quedarse dormido, y él estala solo… sin siquiera un perro con quien hablar. Los queridos ojos castaños que siempre se posaban en él tan llenos de confianza estaban vidriosos por la muerte.
—Diosito querido —rezó Jem—, por favor, cuida a mi perrito, que se murió hoy. Lo vas a reconocer por las orejitas negras. No dejes que se sienta solo y me extrañe…
Jem ocultó la cara en la colcha para ahogar un sollozo. Cuando apagara la luz la noche oscura lo miraría por la ventana, y Gyp ya no estaría. La fría mañana invernal vendría, y Gyp ya no estaría. Un día seguiría al otro durante años y años, y Gyp ya no estaría. No podía soportarlo.
Entonces, un brazo muy tierno lo rodeó y se sintió estrechado en un cálido abrazo. Ah, todavía quedaba amor en el mundo, aunque Gyp se hubiera ido.
—Mamá, ¿siempre será así?
—No siempre. —Ana no le dijo que pronto olvidaría… que antes de que pasara mucho tiempo. Gyppy sería apenas un querido recuerdo—. No siempre, pequeño Jem. Esta herida se curará algún día, como se te curó la mano quemada, aunque al principio te dolía tanto.
—Papá dijo que me traería otro perro. No tengo que tener otro perro, ¿no? No quiero otro perro, mamá… nunca.
—Lo sé, querido.
Mamá lo sabía todo. Nadie tenía una madre como la que tenía él. Quería hacer algo por ella… y de pronto se dio cuenta de lo que haría. Le compraría uno de esos collares de perlas que había en el negocio del señor Flagg. Una vez le había oído decir que le encantaría tener un collar de perlas, y papá había dicho: «Cuando llegue nuestro barco, te compraré uno, nenita».
Había que pensar cómo. Tenía una mensualidad pero la necesitaba toda para cosas necesarias, y los collares de perlas no estaban entre las cosas del presupuesto. Además, Jem quería ganar él mismo el dinero. Entonces sí sería su regalo. El cumpleaños de mamá era en marzo… faltaban sólo seis semanas. ¡Y el collar costaba como cincuenta centavos!