La suerte no abandonó a Ana. La Sociedad Auxiliar Misionera Femenina le pidió que visitara a la señora de George Churchill para pedirle su contribución anual. La señora Churchill rara vez iba a la iglesia y no era miembro de la Sociedad, pero «creía en las misiones» y siempre daba una suma generosa, si alguien iba a pedírsela. A la gente le gustaba tan poco hacerlo, que los miembros se turnaban, y este año le tocaba ir a Ana.
De modo que una noche, tomó una senda llena de margaritas a través de terrenos que llevaban, cruzando la dulce y fresca cima de una colina, hasta el camino donde estaba la granja de los Churchill, a un kilómetro y medio de Glen. Era un camino bastante aburrido, con cercos que parecían serpientes grises que subían pequeñas lomas, pero tenía casas iluminadas, un arroyo, el aroma de los campos de heno que corren hasta el mar y jardines. Ana se detenía a mirar cada jardín. Su interés en los jardines era perenne. Gilbert solía decir que Ana tenía que comprar un libro si veía la palabra «jardín» en la tapa.
Un bote perezoso surcaba las aguas en el puerto, y a lo lejos, un buque esperaba el viento. Ana siempre miraba los buques que salían de un puerto con un aceleramiento del pulso. Entendía lo que quiso decir el capitán Franklin Drew una vez, cuando dijo, al tiempo que subía a su barco: «¡Dios, qué pena me dan los que dejamos en la costa!».
La gran casa de los Churchill, con el severo trabajo del enrejado alrededor de su techo con mansarda, miraba al puerto y las dunas más abajo. La señora Churchill la recibió cortésmente, si bien con poca efusividad, y la hizo pasar a una tenebrosa y espléndida sala, cuyas oscuras paredes empapeladas exhibían innumerables retratos de Churchills y Elliotts idos. La señora Churchill se sentó en un sofá de felpa verde, entrelazó sus largas y finas manos y miró fijamente a su visitante.
Mary Churchill era alta, enjuta y austera. Tenía mentón prominente, profundos ojos azules como los de Alden, y una boca grande y de labios apretados. Nunca desperdiciaba palabras y nunca chismorreaba. Por eso a Ana le resultó difícil llegar con naturalidad a su objetivo, pero lo consiguió por intermedio del nuevo ministro, el del otro lado del puerto, que a la señora Churchill no le gustaba.
—No es un hombre espiritual —dijo la señora Churchill con frialdad.
—He oído decir que sus sermones son notables —dijo Ana.
—Yo escuché uno y no deseo escuchar más. Mi alma necesitaba alimento y recibió una conferencia. Cree que el Reino de los Cielos puede ser alcanzado por medio del cerebro. No es así.
—Hablando de ministros… tienen uno muy inteligente ahora en Lowbridge. Creo que está interesado en mi joven amiga, Stella Chase. Los rumores dicen que no se salva.
—¿Quiere decir que habría boda? —preguntó la señora Churchill.
Ana se sintió humillada pero reflexionó que una tenía que tragarse cosas así cuando interfiere en asuntos que no son de su incumbencia.
—Pienso que sería una boda muy apropiada, señora Churchill. Stella es especialmente apta para ser la esposa de un ministro. Le he dicho a Alden que no debe intentar echarlo a perder.
—¿Por qué? —preguntó la señora Churchill, sin un parpadeo.
—Bueno… en verdad… no sé… pero creo que Alden no tiene la menor posibilidad. Al señor Chase nadie le parece lo bastante bueno para Stella. A los amigos de Alden no nos gustaría verlo abandonado de pronto, como si fuera un guante usado. Es un muchacho muy bueno para que le suceda algo así.
—Jamás ninguna muchacha ha dejado a mi hijo —dijo la señora Churchill, apretando los delgados labios—. Ha sido siempre al revés. Él ha visto la verdad detrás de las risitas, los coqueteos y los rubores. Mi hijo puede casarse con la mujer que él elija, señora Blythe, cualquier mujer.
—¿Ajá? —dijo la boca de Ana. Pero su tono dijo: «Soy, por supuesto, demasiado cortés como para contradecirla, pero no me ha hecho cambiar de opinión».
Mary Churchill comprendió, y su rostro blanco y marchito tomó algo de color cuando ella salió de la habitación en busca de su aporte para la misión.
—Tiene una vista magnífica desde aquí —dijo Ana cuando la señora Churchill la acompañaba a la puerta.
La señora Churchill le dirigió una mirada de desaprobación al golfo.
—Si usted sintiera el viento cortante del este en invierno, señora Blythe, tal vez la vista no le parecería tan bonita. Esta noche hace bastante frío. ¿No tiene miedo de tomar frío con ese vestido tan fino? No porque no sea bonito. Usted es todavía lo bastante joven como para preocuparse por la ropa y las vanidades. Yo ya he dejado de interesarme en esas cosas transitorias.
Ana se sentía bastante satisfecha con la entrevista mientras se iba a su casa a través de la semipenumbra verde del crepúsculo.
—Claro que una no puede contar con la señora Churchill —le dijo a una bandada de estorninos que estaban de reunión en un pequeño claro en medio del bosque—, pero creo que la preocupé un poco. Me di cuenta de que no le gustó nada que la gente piense que alguien podría darle calabazas a Alden. Bien, he hecho lo que estaba en mí hacer con todos los involucrados, con excepción del señor Chase, y no veo qué puedo hacer con él, si ni siquiera lo conozco. Me pregunto si tendrá idea de que Alden y Stella se ven. Poco probable. Stella jamás osaría llevar a Alden a su casa, por supuesto. Ahora bien, ¿qué voy a hacer con el señor Chase?
Fue realmente milagroso cómo las cosas se arreglaron solas para ayudarla. Un atardecer, la señorita Cornelia fue a pedirle a Ana que la acompañara a casa de los Chase.
—Voy a pedirle a Richard Chase una contribución para la nueva cocina de la iglesia. ¿Vendrías conmigo, querida, para darme apoyo moral? Odio vérmelas a solas con él.
Encontraron al señor Chase sentado frente a su casa, parecido, con sus largas piernas y su larga nariz, a una grulla meditativa. Tenía unos pocos mechones de sedosos cabellos peinados sobre la calva, y los ojitos grises brillaron cuando las vio. Resultó que estaba pensando que si esa que venía con la vieja Cornelia era la esposa del doctor, qué buena figura tenía. En cuanto a la prima Cornelia —prima tercera—, era demasiado robusta y tenía tanto intelecto como un saltamontes, pero no era mal bicho, si uno no la acariciaba a contrapelo.
Cortésmente las invitó a pasar a su pequeña biblioteca, donde la señorita Cornelia, con un gruñido, se instaló en una silla.
—Hace un calor espantoso esta noche. Me temo que se avecina una tormenta. ¡Dios nos ampare, Richard, ese gato está cada vez más grande!
Richard Chase tenía un pariente en forma de gato amarillo de tamaño anormal, que ahora trepaba a sus rodillas. Él lo acarició tiernamente.
—Thomas el Versista le enseña al mundo lo que es un gato —dijo—. ¿No es así, Thomas? Mira a tu tía Cornelia, Versista. Observa las miradas funestas que te dirige con esas órbitas creadas sólo para expresar bondad y afecto.
—¡No me llames tía de ese animal! —protestó, tajante, la señorita Cornelia—. Una broma es una broma, pero eso es llevar las cosas demasiado lejos.
—¿No te parece mejor ser la tía del Versista que de Neddy Churchill? —preguntó Richard Chase, quejumbroso—. Neddy es un glotón y un borracho, ¿no? Te he oído recitar el catálogo de sus pecados. ¿No preferirías ser tía de un hermoso y honrado gato como Thomas, con impecables antecedentes en lo que hace al whisky y a las gatitas?
—El pobre Ned es un ser humano —replicó la señorita Cornelia—. A mí no me gustan los gatos. Ése es el único defecto que le encuentro a Alden Churchill. Tiene una extraña predilección por los gatos. Sólo el Señor sabe de dónde le salió… tanto el padre como la madre los detestan.
—¡Qué muchacho sensato ha de ser!
—¡Sensato! Bien… sí, es bastante sensato, excepto en lo que hace a los gatos y a su pasión por el evolucionismo, otra cosa que no heredó de la madre.
—¿Sabes, señora Elliott? —dijo Richard Chase, muy solemne—. Yo tengo una inclinación secreta por la teoría del evolucionismo.
—Eso me has dicho en otra oportunidad. Bien, cree en lo que quieras, Dick Chase… es típico de un hombre. Gracias a Dios nadie podría jamás hacerme creer a mí que desciendo de un mono.
—Confieso que no se te nota, eres una mujer muy guapa. No veo rastros simiescos en tu rosada, serena y eminentemente graciosa fisonomía. Sin embargo, tu tatarabuela se balanceó de las ramas un millón de veces colgada de la cola. La ciencia lo prueba, Cornelia… te guste o no.
—No me gusta, entonces. No voy a discutir contigo sobre ése ni sobre ningún otro punto. Yo tengo mi religión y no hay antepasados monos en ella. A propósito, Richard, este verano no veo muy bien a Stella.
—La afecta mucho el calor. Se recuperará cuando refresque un poco.
—Eso espero. Lisette se recuperó todos los veranos menos el último, Richard, no te olvides de eso. Stella tiene la constitución de su madre. Está bien que no se case.
—¿Por qué dices que no va a casarse? Pregunto por curiosidad, Cornelia, pura curiosidad. Los procesos del pensamiento femenino me resultan profundamente interesantes. ¿A partir de qué premisas o datos llegas a la conclusión, en ese encantador estilo tuyo, de que Stella no va a casarse?
—Bien. Richard, para decirlo sin rodeos, no es el tipo de muchacha que gusta a los hombres. Es una muchacha buena y dulce, pero no seduce a los hombres.
—Ha tenido admiradores. He gastado mucho en comprar y mantener escopetas y perros guardianes.
—Admirarían tu dinero, supongo. Se descorazonaron en seguida, ¿me equivoco? Una andanada de sarcasmo de tu parte y se fueron. Si hubieran querido a Stella de verdad, no se habrían amilanado ante eso ni ante tus imaginarios perros guardianes. No, Richard, debes admitir el hecho de que Stella no es una muchacha que consiga novios interesantes. Tampoco lo era Lisette, tú lo sabes. No había tenido ni un admirador hasta que llegaste tú.
—¿Pero no valió la pena esperar a que llegara yo? Lisette era una muchacha muy prudente. Yo no voy a entregarle mi hija a cualquiera. Ella es mi estrella y, a pesar de tus comentarios despectivos, puede brillar en los palacios de los reyes.
—No hay reyes en Canadá —replicó la señorita Cornelia—. Yo no digo que Stella no sea una muchacha muy dulce. Sólo digo que los hombres no lo ven así y, considerando su constitución física, me parece conveniente. Y es una suerte para ti, también. Tú no podrías vivir sin ella, te sentirías tan desvalido como un bebé. Bien, prométenos una contribución para la cocina de la iglesia, y nos vamos. Ya sé que te mueres por ponerte a leer.
—¡Admirable mujer clarividente! ¡Eres un tesoro de prima política! Lo admito: me muero por leer. Pero nadie que no fuera tú habría tenido la perspicacia de darse cuenta ni la bondad de salvarme la vida actuando en consecuencia. ¿Cuánto me vais a sacar?
—Puedes contribuir con cinco dólares.
—Nunca discuto con una dama. Cinco dólares serán. Ah, ¿os vais? ¡Nunca pierde el tiempo, esta mujer es única! Una vez que ha alcanzado su objetivo de inmediato lo deja a uno en paz. Ya no hay mujeres como ella. Buenas noches, perla de los parientes políticos.
Durante toda la visita, Ana no había pronunciado palabra. ¿Para qué, si la señora Elliott estaba haciendo su trabajo de manera tan inteligente… e inconsciente?
Cuando Richard Chase se despedía de ellas, de pronto se inclinó hacia adelante, como para hacerle una confidencia a Ana.
—Tiene el par de tobillos más hermosos que he visto en mi vida, señora Blythe, y le aseguro que he visto muchos en mis tiempos.
—¿No es terrible ese hombre? —dijo, alarmada, la señorita Cornelia mientras caminaban por el sendero—. Siempre dice cosas espantosas a las mujeres. No le hagas caso, querida Ana.
Ana no le hizo caso. Más bien le había gustado Richard Chase.
«No creo —reflexionó—, que le haya gustado mucho la idea de que Stella no despierte admiración entre los hombres, a pesar del hecho de que sus ancestros hayan sido monos. Creo que a él también le gustaría la idea de "hacerle ver a la gente". Bien, he hecho todo lo que podía hacer. He interesado a Alden y a Stella, y entre las dos, entre la señorita Cornelia y yo, creo que hemos predispuesto a la señora Churchill y al señor Chase más a favor que en contra del romance. Ahora debo sentarme tranquila a ver qué resulta».
Un mes después, Stella Chase fue a Ingleside y volvió a sentarse en los escalones de la galería junto a Ana… Pensaba que esperaba ser algún día como la señora Blythe, con ese aire maduro, ese aire de una mujer que ha vivido una vida completa y llena de gracia.
La fresca y nublada noche era la secuela de un día fresco, entre gris y amarillento, de principios de septiembre. Estaba entramado con el suave gemido del mar.
—El mar es desdichado esta noche —diría luego Walter, cuando oyera el sonido.
Stella estaba como abstraída y callada. Pero abruptamente, mirando el embrujo de estrellas que se tejía en la noche púrpura, dijo:
—Señora Blythe, quiero decirle algo.
—¿Sí, querida?
—Estoy comprometida con Alden Churchill —dijo Stella, incómoda—. Estamos comprometidos desde la Navidad pasada. Se lo contamos a papá y a la señora Churchill desde el principio, pero lo hemos mantenido en secreto a todos los demás porque es tan bonito tener un secreto. Odiábamos compartirlo con el mundo. Pero nos casaremos el mes próximo.
Ana representó una excelente imitación de una mujer que se ha quedado de piedra. Stella seguía mirando las estrellas, de modo que no vio la expresión del rostro de la señora Blythe. Continuó, algo más cómoda.
—Alden y yo nos conocimos en una fiesta en noviembre. Nos… enamoramos desde el primer momento. Él me dijo que siempre había soñado conmigo… que me había buscado siempre. Dice que se dijo a sí mismo: «He ahí a mi esposa», cuando me vio aparecer en la puerta. Y yo… Yo sentí lo mismo… ¡Ay, somos tan felices, señora Blythe!
Ana siguió sin decir nada.
—La única nube en mi felicidad ha sido su actitud hacia el asunto, señora Blythe. ¿No podría hacer el intento de aprobarlo? Usted ha sido tan buena amiga mía desde que llegué a Glen St. Mary… me he sentido como si usted fuera mí hermana mayor. Y me sentiré muy mal si pienso que mi matrimonio es contrario a sus deseos.
Había lágrimas en la voz de Stella. Ana recuperó el habla.
—Queridísima, tu felicidad es todo lo que quiero. Me gusta Alden… es un muchacho espléndido… sólo que tenía fama de ser inconstante…
—Pero no lo es. Sólo buscaba a la mujer indicada, ¿se da cuenta, señora Blythe? Y no podía encontrarla.
—¿Qué opina tu padre?
—Ah, papá está muy contento. Alden le cayó bien desde el principio. Discuten horas sobre el evolucionismo. Papá siempre decía que me dejaría casar cuando apareciera el hombre adecuado. Yo me siento muy mal por dejarlo, pero él dice que los pájaros jóvenes tienen derecho al nido propio. La prima Delia Chase vendrá a ocuparse de la casa, y papá la quiere mucho.
—¿Y la madre de Alden?
—Ella también está contenta. Cuando Alden le contó en Navidad que estábamos comprometidos, ella fue a la Biblia y el primer versículo que encontró decía: «El hombre dejará a su padre y a su madre y se irá con su mujer». Dice que entonces vio con toda claridad lo que tenía que hacer y de inmediato dio su consentimiento. Se irá a esa casita que tiene en Lowbridge.
—Me alegro de que no tengas que vivir con ese sofá de felpa verde —dijo Ana.
—¿El sofá? Ah, sí, los muebles son muy anticuados, ¿no? Pero se los lleva con ella, y Alden va a amueblar todo de nuevo. De manera que, como ve, todos están contentos, señora Blythe. ¿Usted no nos daría también sus buenos deseos?
Ana se inclinó hacia adelante y le dio un beso a Stella en la sedosa y fresca mejilla.
—Me alegro muchísimo por ti. Dios bendiga los días que te esperan, mi querida.
Cuando Stella se hubo ido, Ana subió corriendo a su dormitorio para no ver a nadie por unos momentos. Una cínica y torcida luna vieja salía desde detrás de unas nubes sucias, por el este, y los campos parecían hacerle guiños astuta y traviesamente.
Repasó lo sucedido en todas las semanas precedentes. Había arruinado la alfombra del comedor, destruido dos atesoradas joyas heredadas y echado a perder el techo de la biblioteca; había intentado usar a la señora Churchill como a un títere, y la señora Churchill seguramente se había reído de ella todo el tiempo.
«¿Quién ha resultado ser más tonta que nadie en todo este asunto? —le preguntó Ana a la luna—. Ya sé cuál será la opinión de Gilbert. ¡Todo el trabajo que me he tomado para despertar un romance entre dos personas que ya estaban comprometidas! Me curo de mis aspiraciones de casamentera, entonces, me curo. Jamás levantaré un dedo para promover un matrimonio aunque no se case nadie más en el mundo entero. Bien, hay un consuelo… la carta de Jen Pringle de hoy, en la que me cuenta que va casarse con Lewis Stedman, a quien conoció en mi fiesta. Los candelabros de Bristol no fueron sacrificados totalmente en vano, entonces».
—¡Chicos… chicos! ¿No podéis dejar de hacer esos ruidos espantosos?
—Somos búhos… tenemos que ulular —proclamó a voz herida de Jem desde la oscuridad de los arbustos.
Jem sabía que el ulular le salía muy bien. Él podía imitar la voz de cualquier bicho silvestre de los bosques. Walter no era tan bueno, de manera que al final dejó de ser un búho y se convirtió en un niño bastante desilusionado que acudía a su madre en busca de consuelo.
—Mamá, yo creía que los grillos cantaban, y el señor Carter Flagg dijo hoy que no, que hacen ese ruido frotando las patas de atrás. ¿Es así, mamá?
—Algo parecido… no estoy muy segura del proceso. Pero es su manera de cantar.
—No me gusta. Nunca más voy a querer oírlos cantar.
—Sí, claro que sí. Te olvidarás de las patas traseras y pensarás en su coro de hadas por todas las campiñas y las colinas en otoño. ¿No es hora de irse a la cama, hijito?
—Mamá, ¿me cuentas un cuento que me haga dar un escalofrío de miedo? ¿Y te quedarás sentada a mi lado después, hasta que me duerma?
—¿Para qué otra cosa están las madres, mi amor?