16

Ana se quedó despierta durante horas esa noche y varias noches siguientes, pensando en Alden y Stella. Tenía la sensación de que Stella ansiaba casarse, tener un hogar, niños… Una noche había rogado para que le permitieran bañar a Rilla… «Es tan delicioso bañar un cuerpecito gordito… —y había agregado, con timidez—: Es tan lindo, señora Blythe, que unos preciosos bracitos aterciopelados se estiren hacia mí. Los niños son una delicia tan grande, ¿no?». Ana pensó que sería una lástima que un padre gruñón impidiera el florecimiento de esas esperanzas secretas. Sería un matrimonio ideal. Pero ¿cómo podía materializarse, si todos los involucrados eran necios y cabezones? Pues la necedad y la obstinación no eran exclusividad de los mayores. Ana sospechaba que tanto Alden como Stella tenían algunas de estas características. Por lo tanto, se necesitaría una técnica completamente diferente de las empleadas en cualquiera de los casos anteriores. Justo a tiempo, Ana recordó al padre de Dovie.

Ana inclinó el mentón y puso manos a la obra. Pensó que, a partir de ese momento, Alden y Stella podían considerarse casados.

No podía haber pérdida de tiempo. Alden, que vivía en Harbour Head e iba a la iglesia anglicana del puerto, ni siquiera conocía aún a Stella Chase… tal vez ni siquiera la había visto. Hacía meses que no parecía interesarse en ninguna muchacha, pero podría comenzar a interesarse en cualquier momento. La señora Janet Swift, de Upper Glen, tenía la visita de una sobrina muy hermosa, y Alden siempre estaba detrás de las muchachas nuevas. Lo primero que había que hacer, entonces, era que Alden y Stella se conocieran. ¿Cómo? Tenía que hacerlo de alguna manera en apariencia totalmente inocente. Ana se devanó los sesos pero no se le ocurrió nada más original que dar una fiesta e invitarlos a los dos. No le gustaba del todo la idea. Hacía demasiado calor para fiestas… y los jóvenes de Four Winds eran tan desordenados… Ana sabía que Susan jamás consentiría que se celebrara una fiesta sin prácticamente limpiar toda Ingleside, desde el sótano hasta la buhardilla… y Susan estaba sintiendo el calor este verano. Pero una buena causa exige sacrificios. Jen Pringle, licenciada en Bellas Artes, había escrito para decir que iba a concretar su tan anunciada visita a Ingleside, y ésa sería la excusa para una fiesta. La suerte parecía estar de su lado. Jen vino…, se enviaron las invitaciones… Susan le dio una buena sacudida a Ingleside… ella y Ana cocinaron todo para la fiesta, ambas inmersas en una ola de intenso calor.

Ana estaba miserablemente agotada la noche anterior a la fiesta. El calor había sido terrible… Jem estaba en cama, con un ataque de lo que Ana temía en secreto fuera apendicitis, aunque Gilbert le quitó importancia y dijo que habían sido las manzanas verdes… y Camarón había sido casi quemado vivo cuando Jen Pringle, tratando de ayudar a Susan, tiró de la cocina una olla llena de agua caliente, que cayó encima del gato. A Ana le dolían todos los huesos, además de la cabeza, los pies y los ojos. Jen había ido con un grupo de muchachos a ver el faro, y le había dicho a Ana, que se fuera directamente a la cama; pero en lugar de irse a la cama, ella se sentó en la galería en medio de la humedad —consecuencia de la tormenta de la tarde— a charlar con Alden Churchill, que había; ido a buscar un remedio para la bronquitis de su madre pero que no había querido entrar en la casa. Ana pensó que era una oportunidad que le enviaba el cielo, porque ella necesitaba mucho hablar con él. Eran buenos amigos, ya que Alden iba a menudo con similar propósito.

Alden se sentó en el escalón de la galería, con la cabeza descubierta apoyada contra el poste. Era, como Ana había pensado siempre, un joven muy atractivo: alto y de espaldas anchas, con un rostro blanco como la nieve, que jamás se bronceaba, vivaces ojos azules y cabello corto castaño oscuro. Tenía una voz risueña y unos modales encantadores que gustaban a las mujeres de todas las edades. Había ido tres años a Queen’s y había pensado en ir a Redmond, pero la madre no lo dejó, alegando razones bíblicas, y Alden se había instalado, bastante contento, en la granja. Le gustaba trabajar la tierra, le había dicho a Ana; era un trabajo independiente, al aire libre; tenía la habilidad de la madre para hacer dinero, y la atractiva personalidad del padre. No era de extrañar que se lo considerara un muy buen partido.

—Alden, quiero pedirte un favor —dijo Ana, cautivante—. ¿Me lo harías?

—Cómo no, señora Blythe —contestó él, con entusiasmo—. Dígame qué. Usted sabe que haría cualquier cosa por usted.

Era verdad que Alden quería mucho a la señora Blythe y que sería capaz de hacer cualquier cosa por ella.

—Me temo que pueda ser aburrido para ti —dijo Ana, preocupada—. Pero es lo siguiente… quiero que te ocupes de que Stella Chase lo pase bien en mi fiesta, mañana por la noche. Tengo tanto miedo de que se aburra… No conoce a muchas personas jóvenes de por aquí todavía, la mayoría son menores que ella, al menos los muchachos. Invítala a bailar y fíjate que no se quede sola y aislada. Es tan tímida con los desconocidos… Quiero que lo pase bien.

—Ah, sí, haré lo posible —dijo Alden, muy dispuesto.

—Pero no debes enamorarte de ella, eh —le advirtió Ana, riendo con cautela.

—Tenga compasión, señora Blythe. ¿Por qué no?

—Bueno —agregó Ana, con tono confidencial—, creo que el señor Paxton, de Lowbridge, está interesado en ella.

—¿Ese pedante fanfarrón? —explotó Alden, con inesperado apasionamiento.

Ana simuló regañarle.

—Caramba, Alden, tengo entendido que es un joven muy agradable. Y sólo un hombre de su tipo podría tener alguna oportunidad con el padre de Stella, ¿sabes?

—¿Ah, sí? —dijo Alden, y se hundió en la indiferencia.

—Sí, y no sé si incluso él lo conseguirá. Tengo entendido que para el señor Chase nadie es lo bastante bueno para Stella. Un granjero común y corriente no tendría la menor posibilidad. Por eso no quiero que te crees problemas enamorándote de una muchacha a la que no podrías conseguir jamás. Te doy un consejo de amiga. Estoy segura de que tu madre pensaría lo mismo que yo.

—Ah, gracias… ¿Y qué tipo de muchacha es ella? ¿Es guapa?

—Bueno, admitiré que no es una belleza. Yo quiero mucho a Stella, pero es un poquito pálida y retraída. No es muy fuerte, pero creo que el señor Paxton tiene dinero. En mi opinión, sería una boda ideal y no quiero que nadie lo eche a perder.

—¿Por qué no invitó al señor Paxton a su fiesta y le pidió a él que le hiciera pasar una buena velada a su Stella? —preguntó Alden, bastante furioso.

—Sabes que un ministro no vendría a un baile, Alden. Pero no seas malo, y ocúpate de que Stella lo pase bien.

—Ah, voy a hacer que se divierta como loca. Buenas noches, señora Blythe.

Alden se fue abruptamente. Ya sola, Ana se echó a reír.

«Bien, si sé algo de la naturaleza humana, ese muchacho se abocará a la tarea de demostrarle al mundo que puede conseguir a Stella si se lo propone, a pesar de quien sea. Mordió muy bien el anzuelo del ministro. Pero supongo que voy a pasar una muy mala noche con este dolor de cabeza».

Pasó una mala noche complicada con lo que Susan llamaba «una tortícolis en la nuca», y por la mañana se sentía tan brillante como una franela gris, pero por la noche fue una anfitriona alegre y galante. La fiesta fue un éxito. Todos se divirtieron mucho. Stella, sin duda. Ana pensó que Alden se ocupó de ello casi se diría con demasiado ímpetu para lo que requerirían las buenas formas. Era un poco excesivo para un primer encuentro el que Alden se llevara a Stella a un rincón oscuro de la galería y la mantuviera allí una hora entera. Pero en términos generales, Ana estaba satisfecha cuando, a la mañana siguiente, reflexionó sobre todo lo ocurrido. Cierto que la alfombra del comedor estaba prácticamente arruinada por dos platos con helado que le habían caído encima y por una porción de torta pisoteada sobre ella; los candelabros de cristal Bristol, de la abuela de Gilbert, se habían hecho añicos; alguien había volcado un balde con agua de lluvia en una de las habitaciones, y el agua había pasado para abajo y había empapado y decolorado horriblemente el techo de la biblioteca; las borlas del sofá grande estaban medio arrancadas; el gran helecho de Boston, orgullo del corazón de Susan, al parecer había servido de asiento a una persona grande y pesada. Pero en el haber estaba el hecho de que, a menos que las señales fallaran, Alden se había enamorado de Stella. Ana pensó que el balance era favorable.

En las semanas siguientes, la chismografía local confirmó esta opinión. Se hizo cada vez más evidente que Alden había sido flechado. Pero ¿y Stella? Ana no creía que Stella fuera el tipo de muchacha que cae con demasiada facilidad ante la mano tendida de un hombre. Tenía una pizca de la necedad de su padre, que en ella funcionaba como una encantadora independencia.

Otra vez la suerte ayudó a la preocupada casamentera. Stella fue una noche a Ingleside a ver las espuelas de caballero, y luego se sentó en la galería a charlar. Stella Chase era una muchacha pálida, delgada, algo tímida pero muy dulce. Tenía suaves cabellos dorados y ojos castaños. Ana pensó si serían las pestañas las que hacían el truco, pues la joven no era en realidad bonita. Pero sus pestañas eran increíblemente largas, y cuando Stella las levantaba y las dejaba caer, algo les sucedía a los corazones masculinos. Tenía una cierta distinción que la hacía parecer mayor que sus veinticuatro años, y una nariz que en años por venir sería decididamente aguileña.

—He escuchado cosas sobre ti, Stella —dijo Ana, sacudiendo un dedo en su dirección—. Y… no sé… si me gustan… ¿Me perdonas si te digo que no sé si Alden Churchill es el hombre adecuado para ti?

Stella la miró con expresión de sorpresa.

—Pero… yo creí que a usted le gustaba Alden, señora Blythe.

—Y me gusta. Pero… ¿sabes?, tiene fama de ser muy inconstante. He oído decir que ninguna muchacha puede retenerlo mucho tiempo. Muchas lo han intentado, y han fallado. No me gustaría ver que te deja así como así, si cambia de idea.

—Creo que se equivoca con respecto a Alden, señora Blythe —dijo Stella, despacio.

—Eso espero, Stella. Si fueras otro tipo de muchacha… alegre y dicharachera, como Eileen Swift…

—Ah, caramba, tengo que irme —dijo Stella—. Papá está solo.

Cuando ella se hubo ido, Ana sonrió. «Creo que Stella se fue jurando en secreto que va a demostrarles a los amigos entrometidos que ella puede retener a Alden y que ninguna Eileen Swift pondrá jamás las garras sobre él. Ese pequeño movimiento de la cabeza y el súbito rubor de las mejillas me lo dijeron. Suficiente para los jóvenes. Me temo que los mayores serán nueces más difíciles de partir».