—Pensé que era mejor venir, querida —dijo la señorita Cornelia—, a explicarte lo del teléfono. Fue todo un gran error, lo siento, la prima Sarah no se murió, después de todo.
Ahogando una sonrisa, Ana le ofreció una silla en la galería a la señorita Cornelia, y Susan, apartando la mirada del cuello de encaje que estaba tejiendo en punto escocés para su sobrina Gladys, exhaló con una cortesía escrupulosa:
—Buenas noches, señora Elliott.
—Esta mañana llegó del hospital la noticia de que había fallecido durante la noche, y pensé que debía avisarte, ya que ella era paciente del doctor. Pero era otra Sarah Chase; la prima Sarah vive y seguirá viviendo, gracias a Dios. Se está muy bien aquí, Ana. Siempre digo que si en algún lugar hay brisa es en Ingleside.
—Susan y yo estábamos disfrutando del encanto de esta noche estrellada —dijo Ana.
Dejó a un lado el vestido fruncido de muselina rosada que le estaba haciendo a Nan, y entrelazó las manos sobre las rodillas. Una excusa para no hacer nada por un ratito siempre era bienvenida. Ni ella ni Susan tenían muchos momentos de ocio esos días.
Estaba por salir la luna y la profecía era más encantadora de lo que sería el hecho consumado. Las azucenas «resplandecían ardientes» a lo largo del sendero, y el aroma de la madreselva iba y venía en alas del viento soñador.
—Mire esa oleada de amapolas que nacieron contra el muro del jardín, señorita Cornelia. Susan y yo estamos muy orgullosas de nuestras amapolas este año, aunque no les hicimos absolutamente nada. En primavera, a Walter se le cayó un paquete de semillas ahí y éste es el resultado. Todos los años tenemos alguna preciosa sorpresa como ésa.
—A mí me encantan las amapolas —dijo la señorita Cornelia—, aunque no duran mucho.
—Tienen apenas un día de vida —admitió Ana—, pero ¡con qué majestuosidad, con qué esplendor lo viven! ¿No es mejor eso que ser una rígida y fea zinnia que dura prácticamente para siempre? En Ingleside no tenemos zinnias. Son las únicas flores de las que no somos amigas. Susan ni siquiera les habla.
—¿Están asesinando a alguien en el Pozo? —preguntó la señorita Cornelia.
De hecho, los gritos provenientes de allí parecían indicar que estaban quemando vivo a alguien. Pero Ana y Susan estaban demasiado acostumbradas para ser interrumpidas.
—Persis y Kenneth han estado todo el día aquí y coronan la visita con un banquete en el Pozo. En cuanto a la señora Chase, Gilbert fue a la ciudad esta mañana, de modo que ya estará enterado de la verdad. Me alegro por todos de que esté bien… los otros médicos no estuvieron de acuerdo con el diagnóstico de Gilbert, y él estaba un poco preocupado.
—Cuando se internó en el hospital, Sarah nos advirtió que no debíamos enterrarla hasta no estar seguros de que estaba muerta —dijo la señorita Cornelia, mientras se abanicaba majestuosamente y se preguntaba cómo hacía la esposa del doctor para estar siempre tan fresca—. Ya sabes, siempre tuvimos un poco de temor de que su esposo hubiera sido enterrado vivo… se lo veía tan bien. Pero a nadie se le ocurrió considerarlo hasta que ya fue demasiado tarde. Era hermano del Richard Chase que compró la vieja granja Moorside y se mudó allí desde Lowbridge en la primavera. Él sí es gracioso. Dice que vino al campo en busca de un poco de paz… porque en Lowbridge se pasaba todo el tiempo eludiendo viudas… —«Y solteronas» podría haber agregado la señorita Cornelia, pero no lo hizo por consideración a Susan.
—Conocí a su hija Stella, viene al coro. Hemos simpatizado mucho.
—Stella es una muchacha encantadora… una de las pocas muchachas que todavía se ruborizan. Siempre la he querido mucho. Su madre y yo éramos grandes amigas. ¡Pobre Lisette!
—¿Murió joven?
—Sí, cuando Stella tenía apenas ocho años. A Stella la crió Richard. ¡A pesar de ser un hereje! Dice que las mujeres son sólo importantes desde el punto de vista biológico… no sé bien qué quiere decir. Siempre dice cosas grandilocuentes como ésa.
—Al parecer, no le salió mal la crianza de la hija —dijo Ana, que consideraba a Stella Chase una de las muchachas más encantadoras que había conocido.
—¡Ah! Es que hubiera sido imposible educar mal a Stella. No es que niegue que Richard tiene algo en la cabeza. Pero es un loco con los muchachos… ¡jamás le ha permitido a Stella tener un admirador en toda su vida! Todos los muchachos que han intentado acercarse a ella fueron aterrorizados por él a fuerza de sarcasmos. Es la criatura más sarcástica de la que hayas oído hablar. Stella no puede con él… y la madre de ella tampoco pudo. No supieron cómo hacerlo. Él funciona al revés, pero ninguna de las dos se dio cuenta jamás.
—Me pareció que Stella lo quiere mucho.
—Sí, así es. Lo adora. Él es un hombre muy agradable cuando se sale con la suya en todo. Pero tendría que tener más sentido común con respecto al casamiento de Stella. Tiene que saber que no va a vivir toda la vida… aunque si una lo oye hablar, diría que sí. No es viejo, claro, se casó muy joven. Pero viene de una familia propensa a los ataques. ¿Y qué haría Stella después de que él se vaya? Marchitarse, supongo.
Susan levantó la mirada de la intricada rosa de su tejido lo suficiente como para decir, decidida:
—Yo no estoy de acuerdo con que los viejos les estropeen la vida a los jóvenes de esa manera.
—Tal vez si Stella de verdad se enamorara de un hombre, las objeciones del padre podrían no importarle demasiado.
—Ahí es donde te equivocas, querida Ana. Stella no se casaría con nadie que no le gustara a su padre. Y hay otra persona a la que le van a estropear la vida: el sobrino de Marshall, Alden Churchill. Mary está decidida a que el muchacho no se case mientras ella pueda retenerlo a su lado. Ella es más díscola que Richard… si fuera una veleta señalaría el norte cuando el viento viene del sur. La propiedad es de ella hasta que Alden se case, entonces pasará a él. Cada vez que él ha comenzado a cortejar a una muchacha, ella de alguna manera se las ha ingeniado para ponerle punto final al asunto.
—¿De verdad es pura responsabilidad de ella, señora Elliott? —preguntó Susan, secamente—. Hay quien piensa que Alden es muy voluble. He oído que lo llaman inconstante.
—Alden es bien parecido y las chicas lo persiguen —replicó la señorita Cornelia—. A mí no me parece mal que las tenga en vilo un tiempo y las deje cuando les ha enseñado una lección. Pero hubo una o dos muchachas encantadoras que a él le gustaban, y Mary puso obstáculos todas las veces. Ella misma me lo dijo… me dijo que iba a la Biblia… ella siempre «va a la Biblia»… encontraba un versículo y en todas las ocasiones era una advertencia contraria a que Alden se casara. Yo no tengo paciencia, ni con ella ni con sus tonterías. ¿Por qué no puede ir a la iglesia como el resto de nosotros en Four Winds? No, ella tiene que inventarse una religión propia, que consiste en «ir a la Biblia». El otoño pasado, cuando cayó enfermo ese caballo tan valioso… como cuatrocientos dólares costaría… en lugar de mandar a buscar al veterinario de Lowbridge, «fue a la Biblia» y encontró un versículo: «El Señor te da y el Señor te quita». De modo que se negó a mandar a buscar al veterinario y el caballo se murió. Imagínate, aplicar un versículo de esa manera, querida Ana. Para mí es una irreverencia. Se lo dije en la cara, pero su única respuesta fue una mirada despectiva. Y no quiere que le instalen teléfono… «¿Te parece que le voy a hablar a una caja en la pared?», dice cuando alguien toca el tema.
La señorita Cornelia hizo una pausa, casi sin aliento. Las excentricidades de su cuñada siempre la impacientaban.
—Alden no se parece nada a su la madre —dijo Ana.
—Alden es como el padre… no ha habido un hombre mejor… para ser hombre. El porqué de su casamiento con Mary es algo que los Elliott jamás pudieron comprender. Aunque se pusieron más que contentos de casarla tan bien… ella siempre había tenido un tornillo flojo y era muy flacucha. Claro que tenía muchísimo dinero, su tía Mary le había dejado todo, pero ésa no fue la razón. George Churchill estaba verdaderamente enamorado de ella. No sé cómo soporta Alden los caprichos de su madre, pero ha sido un buen hijo.
—¿Sabe qué acaba de ocurrírseme, señorita Cornelia? —dijo Ana con una sonrisa traviesa—. ¿No sería lindo que Alden y Stella se enamoraran?
—No hay muchas posibilidades y además no llegarían a ningún lado. Mary haría un escándalo y Richard en un minuto le mostraría la puerta a un simple granjero, aunque ahora él mismo sea un granjero. Pero Stella no es el tipo de chica que le gusta a Alden… a él le gustan las muchachas risueñas y animadas. Y a Stella tampoco le gustaría el tipo de él. Me enteré de que el nuevo ministro de Lowbridge la miraba con ojos de cordero.
—¿No es un poco anémico y corto de vista? —preguntó Ana.
—Y tiene los ojos saltones —dijo Susan—. Tiene que tener un aspecto espantoso cuando intenta ponerse sentimental.
—Al menos es presbiteriano —dijo la señorita Cornelia, como si eso disculpara muchas cosas—. Bien, debo irme. He descubierto que si estoy mucho tiempo expuesta al rocío, después me molesta la neuralgia.
—La acompaño hasta el portón.
—Siempre pareciste una reina con ese vestido, Ana querida —dijo la señorita Cornelia, admirativa pero incoherentemente.
Ana se encontró con Owen y Leslie Ford en el portón y regresó a la galería con ellos. Susan había desaparecido en busca de limonada para el doctor, que acababa de llegar a la casa, y los niños vinieron en bandada desde el Pozo, soñolientos y contentos.
—Hacían un ruido terrible cuando llegué —dijo Gilbert—. Seguro que los oían desde todos lados.
Sacudiendo su espesos rizos color miel, Persis Ford le sacó la lengua. Persis era la preferida del «tío Gil».
—Estábamos imitando a los derviches aulladores, y entonces teníamos que aullar, por supuesto —explicó Kenneth.
—Mira cómo te has puesto la camisa —dijo Leslie, algo severa.
—Me caí en el pastel de barro de Di —dijo Kenneth, con desenfadada satisfacción. Odiaba esas camisas almidonadas, impecables, que su madre lo obligaba a ponerse cuando iba a Glen.
—Mamita —dijo Jem—, ¿puedo tomar esas viejas plumas de avestruz que hay en la buhardilla para coserlas en los fondillos de los pantalones, como cola? Mañana vamos a hacer un circo y yo voy a ser el avestruz. Y vamos a tener un elefante.
—¿Sabes que cuesta seiscientos dólares por año alimentar a un elefante? —preguntó Gilbert, solemne.
—Un elefante imaginario no cuesta nada —explicó Jem, paciente.
Ana rió.
—Nunca tenemos que hacer economías en nuestra imaginación, gracias al cielo.
Walter no dijo nada. Estaba un poquito cansado y se contentaba con estar sentado al lado de su madre, sobre los escalones, y apoyar su cabeza de cabellos negros contra el hombro de ella. Mirándolo, Leslie Ford pensó que tenía el rostro de un genio…, la mirada remota, aislada, de un alma de otra estrella. La Tierra no era su hábitat.
Todos estaban contentos a esa hora dorada de un día dorado. Del otro lado del puerto, la campana de una iglesia repicó débil y suavemente, la luna dibujaba diseños sobre el agua. Las dunas resplandecían en una niebla plateada. Había gusto a menta en el aire y algunas rosas invisibles que abrumaban con su dulzor. Y Ana, mirando soñadora el césped con ojos que, a pesar de sus seis hijos, eran todavía muy jóvenes, pensó que no había nada en el mundo tan esbelto y mágico como un jovencísimo álamo de Lombardía a la luz de la luna.
Luego comenzó a pensar en Stella Chase y Alden Churchill, hasta que Gilbert le ofreció un penique por sus pensamientos.
—Estoy pensando seriamente en intentar el oficio de casamentera —replicó Ana.
Gilbert miró a los otros con un cómico gesto de desolación.
—Me temía que algún día volvería a aparecer. Hice lo posible, pero no se puede reformar a una casamentera nata. Es su pasión. La cantidad de casamientos que ha armado es increíble. Yo no podría dormir de noche, si tuviera semejantes responsabilidades en la conciencia.
—Pero son todos felices —protestó Ana—. De verdad soy una adepta. Piensa en todas las parejas que he unido, o que me han acusado de haber unido: Theodora Dix y Ludovic Speed; Stephen Clark y Prissie Gardner; Janet Sweet y John Douglas; el profesor Carter y Esme Taylor; Nora y Jim, y Dovie y Jarvis…
—Ah, lo admito. Esta esposa mía, Owen, nunca perdió el sentido de la expectativa. Para ella, en cualquier momento los olmos pueden dar peras. Supongo que seguirá intentando casar a la gente hasta que crezca, algún día.
—Creo que tuvo algo que ver con otra pareja más —dijo Owen, sonriéndole a su esposa.
—Yo no —se apresuró a decir Ana—. Por eso debes echarle la culpa a Gilbert. Yo hice lo posible para convencerlo de que no hiciera que George Moore se operara. Y hablando de dormir por las noches, hay noches en las que me despierto empapada en sudor porque sueño que lo logré.
—Bien, dicen que sólo las mujeres felices son casamenteras, de modo que eso me deja bien parado —dijo Gilbert, complacido—. ¿Y qué nuevas víctimas tienes en mente ahora, Ana?
Ana se limitó a sonreírle. El de casamentera es un oficio que requiere sutileza y discreción y hay cosas que una mujer no le cuenta ni al propio marido.