14

Fue lo que Susan llamaba un invierno inestable: todo congelamiento y descongelamiento, lo que mantuvo a Ingleside decorada con fantásticas guirnaldas de carámbanos. Los niños les daban de comer a siete grajos que iban regularmente al jardín en busca de sus raciones y que se dejaban coger por Jem, aunque le huían a cualquier otra persona. Durante enero y febrero, Ana se quedaba levantada hasta tarde, devorando catálogos de semillas. Luego los vientos de marzo se arremolinaron sobre las dunas, el golfo y las colinas. Los conejos, según decía Susan, estaban poniendo huevos de Pascua.

—¿Verdad que marzo es un mes incitante, mami? —exclamó Jem, que era el hermanito menor de todos los vientos habidos y por haber.

Podrían haber prescindido de la incitación de Jem cuando el niño se lastimó la mano con un clavo herrumbrado y pasó unos cuantos días con mucho dolor, mientras la tía Mary María contaba todas las historias de envenenamiento de la sangre que había oído en su vida. «Pero —pensó Ana cuando el peligro hubo pasado—, hay que estar preparados para cualquier cosa cuando se tiene un hijo pequeño que siempre está probando experimentos nuevos».

¡Y hete aquí que llegó abril! Con las risas de la lluvia de abril… los murmullos de la lluvia de abril… el goteo, el revuelo, el empuje, el voleo, el paso de baile, la vuelta en el aire de la lluvia de abril.

—Ah, mamá, el mundo se ha lavado bien la cara, ¿verdad? —exclamó Di la mañana en que regresó el sol.

Había pálidas estrellas de primavera sobre campos de niebla, había sauces en el pantano. Hasta las ramas de los árboles parecieron haber perdido de pronto su clara y fría silueta para volverse suaves y lánguidas. El primer petirrojo fue todo un acontecimiento; el Pozo fue una vez más un lugar lleno de un libre y silvestre deleite; Jem le llevó a su madre las primeras anémonas… para ofensa de la tía Mary María, convencida de que tendría que habérselas regalado a ella; Susan comenzó a limpiar los estantes de la buhardilla, y Ana, que casi no había tenido un minuto para ella en todo el invierno, se puso la alegría primaveral como un vestido y literalmente vivía en el jardín, mientras que Camarón mostraba sus éxtasis primaverales retorciéndose en todos los senderos.

—Te preocupas más por ese jardín que por tu marido, Anita —dijo la tía Mary María.

—Mi jardín es tan bueno conmigo… —respondió Ana, en medio de una ensoñación, y entonces, al darse cuenta de lo que podría deducirse de su respuesta, se puso a reír.

—Dices cosas tan raras, Anita. Claro que yo sé que no es tu intención decir que Gilbert no es bueno, pero ¿y si te escuchara un extraño?

—Mi querida tía Mary María —dijo Ana, divertida—, realmente no soy responsable de las cosas que diga en esta época del año. Todos los que me rodean lo saben. Siempre me vuelvo un poco loca en primavera. Pero es una locura tan divina… ¿Se ha fijado en esas nieblas, encima de las dunas, que parecen brujas bailarinas? ¿Y los narcisos? Nunca antes hemos tenido tantos narcisos en Ingleside.

—A mí, los narcisos no me gustan mucho. Son demasiado ostentosos —dijo la tía Mary María. Se acomodó el chal y entró en la casa para protegerse la espalda.

—¿Sabe, mi querida señora —dijo Susan, con aire de mal agüero—, qué fue de esos nuevos lirios que usted quería plantar en aquel rincón sombreado? Ella los plantó esta tarde, cuando usted no estaba. En la parte más soleada del jardín trasero.

—¡Ay, Susan! ¡Y no podemos quitarlos porque ella se ofendería!

—Si usted me lo permitiera, mi querida señora…

—No, no, Susan, los dejaremos ahí por ahora. Lloró, ¿recuerda?, cuando le comenté que no tendría que haber podado la buganvilla antes de que floreciera.

—Pero despreciarnos los narcisos, mi querida señora… que son famosos en todo el puerto…

—Y con razón. Mire cómo se ríen de usted por preocuparse por los comentarios de la tía Mary María. Susan, después de todo, las capuchinas están naciendo en este rincón. Es tan gracioso, cuando una ha abandonado toda esperanza de algo, descubrir de pronto que está sucediendo. Voy a hacer un pequeño jardín de rosas en el rincón del sudoeste. El nombre mismo, «jardín de rosas», me vuelve loca. ¿Alguna vez vio un azul tan azul en el cielo, Susan? Y si presta mucha atención ahora, de noche, se puede escuchar los parloteos de todos los arroyitos del campo. Esta noche tengo ganas de dormir en el Pozo con una almohada de violetas silvestres.

—Lo va a encontrar muy húmedo —dijo Susan, paciente. La querida señora era siempre así en primavera. Ya se le pasaría.

—Susan —dijo Ana, con tono seductor—, quiero organizar una fiesta de cumpleaños para la semana que viene.

—Bien, ¿y por qué no? —preguntó Susan. Por supuesto que nadie de la familia cumplía años en la última semana de mayo, pero si la señora quería una fiesta de cumpleaños, ¿por qué privarse?

—Para la tía Mary María —continuó Ana, decidida a pasar cuanto antes lo peor—. Cumple años la semana próxima. Gilbert dice que son cincuenta y cinco y estuve pensando…

—Mi querida señora, ¿realmente está pensando en organizar una fiesta para esa…?

—Cuente hasta cien, Susan… cuente hasta cien, Susan querida. A ella la complacería tanto… ¿Y qué tiene en la vida, después de todo?

—Culpa de ella.

—Tal vez. Pero, Susan, de verdad quiero hacer eso por ella.

—Mi querida señora —dijo Susan, con gesto adusto—, usted ha sido siempre muy buena y me ha dado una semana de licencia cada vez que la he necesitado. ¡Tal vez deba tomarme la semana próxima! Le pediré a mi sobrina Gladys que venga a ayudarla. Y entonces, la señorita Mary María Blythe puede festejar una docena de cumpleaños, por lo que a mí respecta.

—Si usted lo ve así, Susan, abandonaré la idea, por supuesto —dijo Ana, despacio.

—Mi querida señora, esa mujer se ha impuesto en su vida y tiene intenciones de quedarse aquí para siempre. La ha importunado, ha fastidiado al doctor y les ha hecho la vida imposible a los niños. No digo nada de mí, pues, ¿quién soy yo? Ha rezongado, ha regañado, ha insinuado y ha gimoteado… ¡y ahora usted quiere organizarle una fiesta de cumpleaños! Bien, lo único que yo puedo decir es que, si eso es lo que usted quiere hacer, bien, pues, adelante, lo haremos.

—¡Ésa es mi Susan!

A esto siguieron planes y maquinaciones. Habiéndose rendido, Susan estaba decidida, por el honor de Ingleside, a que la fiesta fuera algo que ni siquiera Mary María Blythe pudiera criticar.

—Creo que haremos un almuerzo, Susan. Así se irán temprano y yo podré ir al concierto de Lowbridge con el doctor. Lo mantendremos en secreto; será una sorpresa para ella. No sabrá absolutamente nada hasta último momento. Invitaré a todos los de Glen con quienes simpatiza.

—¿Y a quiénes se refiere usted específicamente, mi querida señora?

—Bien, a los que tolera. Y a la prima, Adella Carey, de Lowbridge, y a otras personas de la ciudad. Prepararemos una gran torta de cumpleaños, de ciruelas, con cincuenta y cinco velitas y…

—Que yo voy a preparar, por supuesto…

—Susan, usted sabe que hace la mejor torta de fruta en la Isla Príncipe Eduardo…

—Lo que yo sé es que soy como arcilla en sus manos, mi querida señora.

Una misteriosa semana fue la que siguió. Un aire muy secreto invadió Ingleside. Todos juraron no desvelar el secreto a la tía Mary María. Pero Ana y Susan no contaron con los chismes. La noche antes de la fiesta, la tía Mary María llegó de una visita que había hecho en Glen y las encontró sentadas en el porche, a oscuras, como cansadas.

—¿A oscuras, Anita? No entiendo cómo alguien puede sentarse en la oscuridad. A mí me provoca tristeza.

—No es oscuridad, es el crepúsculo… Ha habido una relación amorosa entre la luz y la oscuridad, y hermosa en exceso es la criatura engendrada —dijo Ana, más para sí misma que para los demás.

—Supongo que tú sabrás a qué te refieres, Anita. ¿De manera que vas a ofrecer una fiesta mañana?

Ana se enderezó de un salto. Susan, que ya estaba sentada muy derecha, no pudo erguirse más.

—Pero… pero… tía…

—Siempre dejas que me entere de las cosas por los extraños —dijo la tía Mary María, pero al parecer más apenada que enojada.

—Es que… queríamos que fuera una sorpresa, tía.

—No entiendo para qué quieres organizar una fiesta en esta época del año, cuando no se puede depender del tiempo, Anita.

Ana exhaló un suspiro de alivio. Evidentemente, la tía Mary María sabía sólo que habría una fiesta, no que ésta tuviera ninguna relación con ella.

—Quise… quise que fuera antes de que se terminen las flores de primavera, tía.

—Me pondré el vestido de tafetán granate, supongo. Anita, de no haberme enterado de esto en el pueblo, mañana todas tus amigas me habrían sorprendido con un vestido de algodón.

—Oh, no, tía. Íbamos a avisarle a tiempo para que se vistiera, por supuesto… bien, si mi consejo te sirve de algo, Anita, y a veces me siento casi llevada a creer que no es así, te diría que en el futuro sería mejor que no fueras tan misteriosa con las cosas. A propósito, ¿sabes que en el pueblo están diciendo que fue Jem el que arrojó una piedra contra la ventana de la iglesia metodista?

—No fue él —dijo Ana, con calma—. Él me dijo que no había sido.

—¿Estás segura, querida Anita, de que no te mintió?

La «querida Anita» habló aún con calma.

—Muy segura, tía Mary María. Jem jamás me ha mentido en toda su vida.

—Bien, me pareció conveniente que estuvieras al tanto de lo que se está diciendo.

La tía Mary María se marchó con su usual estilo majestuoso, evitando con gesto ostentoso a Camarón, que estaba acostado de espaldas en el suelo, esperando a que alguien le rascara la panza.

Susan y Ana exhalaron un profundo suspiro.

—Creo que me voy a la cama, Susan. Y espero que haga buen tiempo mañana. No me gusta nada esa nube negra encima del puerto.

—Hará buen día, mi querida señora —la tranquilizó Susan—. Eso dice el calendario.

Susan tenía un calendario que predecía el tiempo para todo el año y acertaba lo suficiente como para que pudiera dársele crédito.

—Deje la puerta lateral abierta para el doctor, Susan. Puede llegar tarde de la ciudad hoy. Fue a buscar las rosas… cincuenta y cinco rosas color oro, Susan… Le oí decir a la tía Mary María que las rosas amarillas son las únicas que le gustan.

Media hora después, leyendo su capítulo de la Biblia de todas las noches, Susan se encontró con el siguiente versículo: «Aparta tu pie de la casa de tu vecino, no sea que él se canse de ti y te odie. —Puso una ramita en la página, para marcar el lugar—. Ya en aquella época…», reflexionó.

Ana y Susan se levantaron temprano, deseosas de terminar ciertos preparativos de último momento antes de que se levantara la tía Mary María. A Ana siempre le gustaba levantarse temprano y aprovechar esa mística media hora antes del alba cuando el mundo pertenece a las hadas y a los antiguos dioses. Le gustaba ver el cielo matutino, rosa pálido y dorado, detrás de la torre de la iglesia, el resplandor delicado y traslúcido del amanecer derramándose sobre las dunas, las primeras violentas espirales de humo que salían flotando de los techos del pueblo.

—Es como si hubiéramos mandado a hacer el día a medida, mi querida señora —dijo Susan, complacida, mientras salpicaba coco rallado sobre una torta bañada con crema de naranja—. Después del desayuno, voy a probar a ver cómo me salen esos nuevos bollitos de manteca, y cada media hora llamaré a Carter Flagg para estar segura de que no se olvide del helado. Habrá tiempo de lavar los escalones de la galería.

—¿Hace falta, Susan?

—Mi querida señora, usted ha invitado a la esposa de Marshall Elliott, ¿no? Ella no va a ver los escalones de nuestra galería de otra forma que no sea impecable. Pero usted se ocupará de los adornos, ¿eh, mi querida señora? Yo no nací con el don de arreglar flores.

—¡Cuatro tortas! ¡Guau! —exclamó Jem.

—Cuando ofrecemos una fiesta —dijo Susan, pomposa—, ofrecemos una fiesta.

Las invitadas llegaron a la hora convenida y fueron recibidas por la tía Mary María con su vestido de tafetán granate, y por Ana con un vestido de seda amarilla. Ana había pensado ponerse el vestido de muselina blanca, pues era un día muy cálido, pero decidió que no.

—Muy sensato de tu parte, Anita —comentó la tía Mary María—. El blanco, y lo digo siempre, es un color para las muchachas jóvenes.

Todo transcurrió según lo previsto. La mesa estaba preciosa, con la mejor loza de Ana y la exótica belleza de lirios blancos y púrpuras. Los bollitos de manteca de Susan causaron sensación, pues nunca se había visto nada igual en Glen; su sopa cremosa era la última palabra en sopas; la ensalada de pollo había sido preparada con «pollos de Ingleside, que son pollos»; el atormentado Carter Flagg envió el helado en el momento exacto. Por fin entró Susan, trayendo la torta de cumpleaños con sus cincuenta y cinco velitas encendidas, como si fuera la cabeza del Bautista sobre una bandeja; la colocó sobre la mesa, frente a la tía Mary María.

Ana, por fuera la anfitriona sonriente y serena, hacía un rato que se sentía inquieta. A pesar de que todo parecía deslizarse sobre ruedas, tenía la convicción, cada vez más firme, de que algo había salido terriblemente mal. Al llegar las invitadas, ella había estado demasiado ocupada para darse cuenta del cambio operado en la expresión de la tía Mary María cuando la señora de Marshall Elliott cordialmente le deseó feliz cumpleaños. Pero cuando por fin estuvieron todas sentadas a la mesa, Ana se percató del hecho de que la tía Mary María estaba cualquier cosa menos contenta. En realidad, estaba pálida —¡pero no podía ser de furia!— y no pronunció palabra mientras se desarrollaba la comida, a excepción de muy breves respuestas a comentarios dirigidos a ella. Tomó sólo dos cucharadas de sopa y comió tres bocados de ensalada; en cuanto al helado, para ella fue como si no hubiera existido.

Cuando Susan puso frente a ella la torta de cumpleaños, con sus velas encendidas, la tía Mary María tragó saliva sonoramente pero, como no consiguió sofocar un sollozo, el ruido resultante fue un estertor ahogado.

—Tía, ¿no se siente bien? —se alarmó Ana.

La tía Mary María le dirigió una mirada helada.

Me siento muy bien, Anita. Demasiado bien, en realidad, para una persona de mi edad.

En aquel momento, entraron las mellizas, llevando entre las dos la cesta rebosante con las cincuenta y cinco rosas amarillas y, en medio de un silencio súbitamente gélido, se la entregaron a la tía Mary María con felicitaciones y buenos deseos a media lengua. Un coro de admiración se levantó de la mesa, pero la tía Mary María no se unió a él.

—Las… las mellizas soplarán las velitas por usted —tartamudeó Ana, nerviosa—, y luego… ¿querría cortar la torta?

—Como no estoy tan senil… todavía… Anita, puedo soplar las velas yo sola.

La tía Mary María sopló las velas con deliberado esmero. Con el mismo esmero y deliberación cortó la torta. Luego dejó el cuchillo.

—Ahora tal vez puedan disculparme, Annie. Una mujer tan vieja como yo necesita descansar después de tantas emociones.

La falda de tafetán de la tía Mary María se alejó con un crujido. La cesta de rosas cayó cuando ella la arrastró al pasar. Lo tacones altos de la tía Mary María resonaron en la escalera. Y la puerta de la tía Mary María se cerró con un portazo.

Las atónitas invitadas comieron sus porciones de torta de cumpleaños con todo el apetito de que intentaron hacer gala, en un tenso silencio sólo quebrado por una historia que contaba desesperadamente la señora de Amos Martin sobre un médico de Nueva Escocia que había envenenado a varios pacientes inyectándoles el bacilo de la difteria. Las otras, sintiendo que la historia no era de muy buen gusto, no apoyaron su loable esfuerzo por «alegrar la reunión», y todas se fueron apenas fue apropiado irse.

Conmocionada, Ana fue corriendo a la habitación de la tía Mary María.

—Tía, ¿qué ha pasado?

—¿Era necesario gritar mi edad a los cuatro vientos, Anita? ¿E invitar a la Adella Carey ésa… para que averiguara cuántos años tengo…? ¡Hace años que se moría por saberlo!

—Pero tía, nosotros quisimos… queríamos…

—No sé cuál fue tu propósito, Anita. Que hay algo detrás de todo esto, eso lo sé perfectamente bien… Ah, puedo leerte la mente, Anita, pero no intentaré descubrirte… que quede entre tú y tu conciencia.

—Tía Mary María, mi única intención fue que tuviera un feliz cumpleaños. Yo siento muchísimo…

La tía Mary María se llevó el pañuelo a los ojos y sonrió valientemente.

—Claro que te perdono, Anita. Pero te darás cuenta de que después de semejante intento deliberado de herir mis sentimientos, ya no puedo quedarme aquí.

—Tía, no creerá…

La tía Mary María levantó una mano larga, delgada, huesuda.

—No hablemos más del tema, Anita. Necesito paz… sólo paz. «Un espíritu herido, ¿quién puede soportarlo?».

Ana fue al concierto con Gilbert esa noche, pero no puede decirse que lo disfrutara. Gilbert tomó todo el asunto de una manera «típica de un hombre», como hubiera dicho la señorita Cornelia.

—Recuerdo que siempre fue muy susceptible con la edad. Papá la fastidiaba con ese tema. Debí haberte advertido, pero se me olvidó. Si se va, no intentes retenerla… —Y Gilbert se contuvo de agregar: «¡y enhorabuena!».

—No se irá. No tendremos tanta suerte, mi querida señora —dijo Susan, incrédula.

Pero, por una vez, Susan se equivocaba. La tía Mary María se fue al día siguiente, perdonando a todos con sus palabras de despedida.

—No culpes a Anita, Gilbert —dijo, magnánima—. La libro de todo insulto intencional. Nunca me molestó que me ocultara cosas… si bien una mente sensitiva como la mía… pero a pesar de todo, siempre he querido a la pobre Anita… —Dijo esto con el aire de quien confiesa una debilidad—. Pero Susan Baker es harina de otro costal. Las últimas palabras que te digo, Gilbert, son que pongas a Susan Baker en su lugar.

Nadie podía creer al principio en tanta buena suerte. Hasta que por fin cayeron en la cuenta de que la tía Mary María de verdad se había ido… que otra vez era posible reír sin herir los sentimientos de nadie… abrir todas las ventanas sin que nadie se quejara de las corrientes de aire… comer sin que nadie dijera que algo que a uno le gusta mucho trae cáncer de estómago.

«Jamás despedí a una visita de tan buen grado —pensó Ana, con cierto sentimiento de culpa—. Sí que es agradable sentirse dueña de sí misma otra vez».

Camarón se dio una meticulosa lavada, sintiendo que después de todo era bastante divertido ser gato. La primera peonía se abrió en el jardín.

—El mundo está lleno de poesía, ¿no, mamá? —dijo Walter.

—Va a ser un mes de junio muy bonito —predijo Susan—. Lo dice el calendario. Habrá algunas novias y probablemente al menos dos funerales. ¿No parece extraño poder respirar libremente otra vez? Cuando pienso que hice todo lo que estaba en mis manos para impedir que organizara esa fiesta de cumpleaños, mi querida señora, me doy cuenta de que hay una Providencia. ¿No le parece, mi querida señora, que al doctor le gustaría comer un poco de cebolla hoy para acompañar el filete?