—Me parece que ya no tenemos inviernos como los de antes, ¿no, mamá? —preguntó Walter, sombrío.
Pues la nieve de noviembre se había ido hacía ya tiempo, y durante todo diciembre, Glen St. Mary había sido una tierra negra y adusta, bordeada por un golfo gris salpicado por una cresta rizada de espuma blanca. Había habido muy pocos días de sol, cuando el puerto resplandecía entre los brazos dorados de las colinas; los demás habían sido todos tristes y gélidos. En vano los habitantes de Ingleside esperaban nieve para Navidad, pero los preparativos seguían avanzando, y cuando finalizaba la última semana, Ingleside estaba llena de misterio, secretos, susurros y aromas deliciosos. Ahora bien, la víspera de la Navidad todo estaba preparado. El abeto que Walter y Jem habían traído del Pozo estaba en una esquina de la sala; las puertas y ventanas estaban adornadas con grandes coronas verdes atadas con cintas rojas. Las barandas lucían lazos de ramas, y la despensa de Susan casi desbordaba. A última hora de la tarde, cuando todos se habían resignado a una opaca Navidad «verde», alguien miró por una ventana y vio copos blancos, grandes como plumas, que caían pesadamente.
—¡Nieve! ¡Nieve! ¡Nieve! —gritó Jem—. ¡Una Navidad blanca después de todo, mamá!
Los niños de Ingleside se fueron a la cama contentos. Era muy agradable acurrucarse calentitos y escuchar la tormenta que rugía fuera, en la noche gris y nevada. Ana y Susan se pusieron a adornar el árbol de Navidad, «portándose ambas como dos criaturas», como pensó despectivamente la tía Mary María. A ella no le parecía conveniente poner velas en un árbol («¿y si se prende fuego la casa?»). A ella no le gustaban las bolas de colores («¿y si las mellizas se las comen?»). Pero nadie le prestó la menor atención. Habían aprendido que ése era el único requisito que podía hacer llevadera la vida con la tía Mary María.
—¡Terminado! —gritó Ana, mientras aseguraba la gran estrella plateada en la punta del orgulloso abeto—. Ah, Susan, ¡quedó precioso! ¿No es maravilloso poder ser niñas otra vez en Navidad sin que nos dé vergüenza? Me alegra tanto que haya nevado… pero espero que la tormenta no dure toda la noche.
—Va a haber tormenta todo el día de mañana —dijo la tía Mary María, muy segura de sí—. Lo sé por mi pobre espalda.
Ana atravesó la sala, abrió la gran puerta del frente y miró hacia afuera. El mundo estaba perdido en una blanca pasión de nieve. Los vidrios de las ventanas estaban grises por la nieve caída. El pino escocés era un enorme fantasma enfundado en su sábana.
—No parece muy prometedor —admitió Ana con desgana.
—Por ahora es Dios quien maneja el tiempo, mi querida señora, y no la señorita Mary María Blythe —le dijo Susan por detrás del hombro.
—Al menos espero que esta noche no haya ninguna llamada de urgencia —dijo Ana.
Susan echó una última mirada a la oscuridad antes de cerrarle la puerta a la noche tormentosa.
—A ti no se te ocurra tener un niño esta noche —advirtió torvamente en dirección al Upper Glen, donde la señora de George Drew esperaba su cuarto hijo.
A pesar de la espalda de la tía Mary María, la tormenta se agotó durante la noche, y la mañana llenó el pozo secreto de la nieve, entre las colinas, con el vino rojo de un amanecer invernal. Todos los niños se levantaron temprano, con los ojos muy abiertos y expectantes.
—¿Pudo Papá Noel atravesar la tormenta, mamá?
—No. Estaba enfermo y ni siquiera lo intentó —dijo la tía Mary María, que estaba de buen humor (para ella) y tenía ganas de hacer chistes.
—Claro que Papá Noel ha llegado —dijo Susan antes de que los ojos de los niños tuvieran tiempo de enturbiarse—, y después de tomar el desayuno, van a ver lo que hizo con el árbol.
Después del desayuno, papá desapareció misteriosamente, pero nadie se dio cuenta porque todos estaban tan absortos con el árbol, un árbol viviente, lleno de burbujas doradas y plateadas y velas encendidas en la habitación todavía a oscuras y rodeado de paquetes de todos los colores, atados con cintas preciosas. Entonces apareció Papá Noel, un Papá Noel con un traje todo rojo con piel blanca, una larga barba blanca y una barriga tan graciosa… Susan había metido tres almohadones debajo de la casaca de terciopelo rojo que Ana le había hecho a Gilbert. Al principio, Shirley gritó de terror pero, a pesar de todo, no quiso que lo sacaran de la habitación. Papá Noel repartió todos los regalos con un discursito muy gracioso para cada uno, en una voz que parecía extrañamente conocida aun a través de la máscara, hasta que se le prendió fuego la barba en una vela y la tía Mary María obtuvo una leve satisfacción con el incidente, aunque no la suficiente para impedirle que suspirara penosamente.
—Ah, qué pena. La Navidad no es lo que era cuando yo era pequeña. —Miró con desaprobación el regalo que la pequeña Elizabeth le había enviado a Ana desde París: una hermosa reproducción en bronce de Artemisa con el Arco de Plata—. ¿Quién es esa desvergonzada? —preguntó con severidad.
—La diosa Diana —dijo Ana, intercambiando una sonrisa con Gilbert.
—¡Ah, una pagana! Bien, entonces es diferente, supongo. Pero yo en tu lugar, Anita, no la dejaría donde puedan verla los niños. A veces me veo obligada a pensar que ya no queda decencia en el mundo. Mi abuela —agregó la tía Mary María, con la deliciosa incoherencia que caracterizaba tantos de sus comentarios— nunca usaba menos de tres enaguas, invierno y verano.
La tía Mary María había tejido muñequeras para todos los niños, en un espantoso color púrpura, y un suéter para Ana. Gilbert recibió una corbata color bilis, y Susan, una enagua de franela roja. Hasta Susan consideraba que las enaguas de franela roja estaban pasadas de moda, pero le dio las gracias a la tía Mary María con gesto galante.
«A alguna pobre en un asilo puede hacerle falta —pensó—. ¡Tres enaguas, caramba! Yo me precio de ser una mujer muy decente y sin embargo me gusta la muchacha del Arco de Plata. Tal vez esté un poco livianita de ropa, pero si yo tuviera un cuerpo como el suyo, no sé si lo ocultaría mucho. Ahora vamos a ocuparnos del relleno del pavo, aunque no puede ser gran cosa sin cebollas».
Ingleside estuvo llena de felicidad ese día: una sencilla, anticuada felicidad, a pesar de la tía Mary María, a quien por cierto no le gustaba nada ver feliz a la gente.
—Carne blanca, nada más, por favor… James, toma la sopa sin hacer ruido… Ah, no trinchas como lo hacía tu padre, Gilbert. Él le daba a cada persona la parte que le gustaba… Mellizas, de vez en cuando, a los ancianos nos gustaría que se nos permitiera intercalar alguna palabra… A mí me educaron con la norma de que a los niños hay que verlos y no oírlos… No, gracias, Gilbert, yo no quiero ensalada. No como nada crudo. Sí, Anita, quiero un poquitito de pastel. Los pasteles de frutas y especias son muy indigestos.
—Los pasteles de frutas y especias de Susan son poemas, así como sus pasteles de manzana son canciones —dijo el doctor—. Yo quiero una porción de cada uno, Ana nenita.
—¿De verdad te gusta que te digan «nenita» a tu edad, Anita…? Walter, no te comiste todo el pan con manteca. A tantos niños pobres les gustaría comer pan con manteca… James, querido, suénate la nariz y terminemos de una vez por todas. No soporto que estés todo el tiempo sorbiendo el aire.
Pero fue una Navidad alegre y preciosa. Hasta la tía Mary María se ablandó un poco después de la comida; dijo casi gentilmente que los regalos que había recibido eran muy bonitos y hasta soportó a Camarón con un aire de paciente martirologio que hizo que todos los demás se sintieran avergonzados de quererlo.
—Creo que nuestros pequeños lo han pasado bien —dijo Ana, feliz, ese atardecer, mientras miraba el diseño de los árboles contra las colinas blancas y el cielo del crepúsculo, y a los niños que estaban fuera echando migajas de pan a los pájaros. El viento suspiraba suavemente en los arbustos, enviaba la nevisca sobre el césped y prometía más tormenta para el día siguiente, pero Ingleside había vivido su hermoso día.
—Supongo que sí —admitió la tía Mary María—. Lo que sí es cierto es que armaron un buen alboroto. Pero lo que comieron… bien, se es joven sólo una vez y supongo que tienes suficiente aceite de ricino en casa.