Gilbert fue dos semanas a cazar a Nueva Escocia (ni siquiera Ana pudo convencerlo de que se tomara un mes), y terminó noviembre en Ingleside. Las colinas oscuras, con los abetos más oscuros formados en fila sobre ellas, se veían tristes en los anocheceres tempranos, pero Ingleside florecía con el fuego del hogar y con risas, aunque los vientos que soplaban del Atlántico cantaban sobre cosas melancólicas.
—¿Por qué no es feliz el viento, mamá? —preguntó Walter una noche.
—Porque recuerda todos los dolores del mundo desde que empezó el tiempo —le respondió Ana.
—Gime porque hay humedad en el aire —dijo, frunciendo la nariz, la tía Mary María, y a mí me está matando este dolor en la espalda.
Pero algunos días hasta el viento soplaba con alegría a través del plateado bosque de arces grises, y otros días no había viento, sólo un suave sol veraniego y las sombras quietas de los árboles desnudos en todo el parque y una inmovilidad helada durante la puesta de sol.
—Mirad el lucero de la tarde por encima del álamo de Lombardía, en aquel rincón —dijo Ana—. Cada vez que veo algo así, recuerdo que debo alegrarme de vivir.
—Dices cosas tan extrañas, Anita. Las estrellas son muy comunes en la Isla Príncipe Eduardo —dijo la tía Mary María, y pensó: «¡Ja, estrellas! ¡Como si nadie hubiera visto una estrella antes! ¿Ignora Ana el terrible desperdicio en el que se incurre todos los días en la cocina? ¿Ignora la imprudencia con la que Susan Baker consume huevos y huevos y usa manteca de cerdo cuando bien podría arreglarse con grasa común? ¿O no le importa? ¡Pobre Gilbert! ¡Con razón vive uncido a la noria!».
Noviembre pasó en grises y castaños, pero una mañana la nieve había tejido su viejo encantamiento blanco, y Jem gritó, encantado, mientras bajaba corriendo a desayunar.
—¡Ay, mamá, pronto será Navidad y vendrá Papá Noel!
—Supongo que no creerás todavía en Papá Noel —dijo la tía Mary María.
Ana le dirigió una mirada de alarma a Gilbert, quien dijo con gravedad:
—Queremos que nuestros hijos posean su patrimonio de fantasía todo el tiempo que puedan, tía.
Por suerte, Jem no había prestado atención a las palabras de la tía Mary María. Él y Walter estaban demasiado ansiosos por salir al nuevo y maravilloso mundo al cual el invierno llevaba su propio encanto. Ana odiaba siempre ver la belleza de la nieve inmaculada estropeada por huellas, pero eso era inevitable y todavía quedaba belleza de sobra al anochecer, cuando el poniente se incendiaba por encima de todos los claros blanquecinos entre las colinas violáceas, y Ana se sentaba en la sala ante un fuego de madera de arce. «El fuego de un hogar es siempre tan hermoso», pensó. Hacía cosas tan extrañas, tan inesperadas. Partes de la habitación cobraban vida y luego volvían a desvanecerse. Las fotos iban y venían. Las sombras se agazapaban y saltaban. Toda la escena se reflejaba, fantasmagórica, en el gran ventanal sin cortinas; la tía Mary María parecía estar sentada muy derecha (la tía Mary María nunca se permitía arrellanarse) bajo el árbol de navidad.
Gilbert sí estaba arrellanado en el diván, intentando olvidar que ese día había perdido a un paciente por una neumonía. Dentro de su cesta, la pequeña Rilla trataba de comerse los puñitos sonrosados. Hasta Camarón, con las patitas blancas enrolladas bajo el pecho, se atrevía a ronronear sobre la alfombra frente al hogar, para gran desaprobación de la tía Mary María.
—Hablando de gatos —dijo la tía Mary María con tono patético, aunque nadie había mencionado a ningún gato, ¿todos los gatos de Glen nos visitan por la noche? Realmente no alcanzo a comprender cómo alguien pudo dormir anoche con todos esos maullidos. Claro que, como mi dormitorio está atrás, supongo que tengo un lugar preferencial para el concierto.
Antes de que nadie tuviera que responder, entró Susan y dijo que había visto a la señora de Marshall Elliott en la tienda de Carter Flagg, y que vendría cuando terminara sus compras. Susan no agregó que la señora Elliott había preguntado, preocupada: «¿Qué le pasa a la señora Blythe, Susan? El domingo pasado, en la iglesia, la encontré tan cansada, tan preocupada… Nunca antes la había visto así». Y Susan había respondido, con tono sombrío: «Yo puedo decirle lo que le pasa a la señora Blythe. Tiene un empacho de tía Mary María. Y el doctor parece no darse cuenta, a pesar de que idolatra la tierra que ella pisa». «¿No es típico de un hombre?», había dicho la señora Elliott.
—Me alegro —dijo Ana, poniéndose de pie de un salto para encender una lámpara—. Hace tanto que no veo a la señorita Cornelia… Ahora nos pondremos al día con las noticias.
—¡Me lo imagino! —dijo Gilbert.
—Esa mujer es una chismosa malintencionada —dijo la tía Mary María con severidad.
Tal vez por primera vez en su vida, Susan saltó en defensa de la señorita Cornelia.
—Eso sí que no es cierto, señorita Blythe, y Susan Baker jamás tolerará que en su presencia se la calumnie de esa forma. ¡Malintencionada, caramba! ¿Oyó hablar, señorita Blythe, del muerto que se asusta del degollado?
—Susan… Susan… imploró Ana.
—Le pido disculpas, mi querida señora. Admito que he olvidado cuál es mi lugar. Pero hay cosas que una no puede tolerar.
Dichas estas palabras, una puerta fue cerrada de un portazo, como rara vez se cerraban las puertas en Ingleside.
—¿Ves, Anita? —dijo la tía Mary María con intención—. Pero supongo que si tú estás dispuesta a dejar pasar por alto semejante conducta en una sirvienta, entonces nadie puede hacer nada.
Gilbert se levantó y fue a la biblioteca, donde un hombre cansado podría encontrar un poco de paz. Y la tía Mary María, a quien no le gustaba la señorita Cornelia, se fue a la cama. Por eso, cuando la señorita Cornelia llegó, encontró a Ana sola, inclinada sobre la cesta de la niña. La señorita Cornelia no comenzó, como era su costumbre, a desgranar su carga de chismes. En cambio, tras de dejar sus cosas a un lado, se sentó junto a Ana y le tomó una mano.
—Ana querida, ¿qué pasa? Sé que pasa algo. ¿Te está torturando mucho esa encantadora Mary María?
Ana intentó sonreír.
—Ah, señorita Cornelia… sé que soy una tonta por hacerme tanto problema, pero… hoy ha sido uno de esos días en los que parece que no podré soportarla más. Nos… nos está envenenando la vida aquí.
—¿Por qué no le dices sencillamente que se vaya?
—Ah, no podemos hacer eso, señorita Cornelia. Al menos, yo no puedo y Gilbert no querrá hacerlo. Dice que no podría volver a mirarse la cara en el espejo, si echa de su casa a alguien de su propia sangre.
—¡Santo cielo! —exclamó la señorita Cornelia—. Ella tiene suficiente dinero y una buena casa. ¿Sería echarla decirle que sería mejor que se fuera a vivir a su casa?
—Lo sé… pero Gilbert… no creo que se dé cuenta de todo. Pasa mucho tiempo fuera de casa, y en realidad, son cosas tan pequeñas que… me da vergüenza…
—Lo sé, querida. Justamente son esas cosas pequeñas las más importantes. Claro que un hombre no puede entender. Conozco a una mujer de Charlottetown que la conoce bien. Dice que Mary María Blythe jamás tuvo una amistad en toda su vida. Dice que tendría que llamarse Blight[1] y no Blythe. Lo que tú necesitas, cariño, es la firmeza necesaria para decir que no la vas a soportarla más.
—Me siento como cuando en las pesadillas una trata de correr y solamente puede arrastrar los pies —dijo Ana, apesadumbrada—. Si fuera de vez en cuando, además, pero es todos los días. Ahora las horas de las comidas son un verdadero suplicio. Gilbert dice que ya no puede trinchar un ave.
—De eso sí se dio cuenta —subrayó la señorita Cornelia.
—Nunca podemos mantener una conversación de verdad en la mesa porque es seguro que ella va a decir algo desagradable cada vez que cualquiera diga algo. Corrige a los niños continuamente por sus modales y siempre les llama la atención sobre sus defectos cuando hay gente. Antes nuestras comidas eran tan agradables… ¡y ahora! A ella no le gusta la risa, y usted sabe cómo somos nosotros de risueños. Siempre hay alguien diciendo un chiste… o lo había. No deja pasar nada. Hoy dijo: «Gilbert, no frunzas el entrecejo. ¿Te has peleado con Anita?». Sólo porque estábamos callados. Usted sabe que Gilbert siempre queda un poco deprimido cuando pierde un paciente que él considera que podría haber vivido. Y entonces nos dio un discurso sobre nuestra tontería y nos advirtió que no fuéramos rencorosos. Ah, después los dos nos reímos, pero ¡en ese momento!
»Ella y Susan se llevan muy mal. Y no podemos permitir que Susan masculle cosas que son lo opuesto de la amabilidad. Lo de Susan fue más que mascullar cuando la tía Mary María le dijo que nunca había visto a nadie más mentiroso que Walter… porque lo oyó contándole a Di una historia sobre su encuentro con el hombre de la luna y sobre la conversación que había mantenido con él. Quería fregarle la boca con jabón. Tuvo una batalla sangrienta con Susan esa vez.
»Y les está llenando la cabeza a los niños con todo tipo de ideas macabras. Le habló a Nan de un niño que se portaba mal y entonces se murió mientras dormía, y ahora Nan tiene miedo de dormirse. Le dijo a Di que si era siempre una niña buena, sus padres llegarían a quererla tanto como querían a Nan, aunque fuera pelirroja. Gilbert se enfadó mucho cuando se enteró de eso y le habló duramente. Yo no pude evitar tener esperanzas de que se ofendiera y se fuera… aunque no me gustaría que alguien se fuera de mi casa ofendido. Pero se limitó a mirarnos con esos inmensos ojos azules suyos llenos de lágrimas y dijo que no había tenido mala intención. Dijo que siempre había oído que nunca se quería igual a los mellizos y que consideraba que nosotros preferíamos a Nan y que la pobre Di lo sentía. Lloró toda la noche por el incidente y Gilbert se sintió muy mal… ¡y le pidió perdón!
—¡Fue capaz! —exclamó la señorita Cornelia.
—Ah, no debería hablar así, señorita Cornelia. Cuando pienso en todo lo bueno que tengo, siento que es mezquino de mi parte preocuparme por estas cosas, aun si empañan un poco el horizonte de mi vida. Y ella no siempre es odiosa; en ocasiones puede ser bastante agradable.
—¿No me digas? —preguntó la señorita Cornelia, sarcástica.
—Sí, y amable. Me oyó decir que quería un juego de té y fue a Toronto y me compró uno… ¡por correo! Ay, señorita Cornelia, ¡es tan feo!
Ana emitió una risita que terminó en un sollozo. Luego volvió a reír.
—Pero no hablemos más de ella… ya el panorama no parece tan malo ahora que me he desahogado. Mire a la pequeña Rilla, señorita Cornelia. ¿No se le ven preciosas las pestañas cuando duerme? Ahora sí, démonos un festín de charla.
Ana había vuelto a ser la misma de siempre cuando la señorita Cornelia se fue. Sin embargo, se quedó un rato sentada frente al fuego, pensativa. No le había contado todo a la señorita Cornelia. Nunca le había contado nada a Gilbert. Había tantas pequeñas cosas…
«Tan pequeñas que no puedo quejarme de ellas —pensó Ana—. Y sin embargo… son las pequeñas cosas las que agujerean la trama de la vida, como las polillas, y la destrozan».
La tía Mary María con su juego de hacerse la anfitriona… la tía Mary María invitando gente sin decir ni una palabra al respecto hasta que los invitados se hacían presentes… «Me hace sentir como si no estuviera en mi casa». La tía Mary María cambiando los muebles de lugar cuando Ana no estaba en casa. «Espero que no te moleste, Anita; pero me pareció que necesitamos la mesa aquí mucho más que en la biblioteca». La tía Mary María y su insaciable e infantil curiosidad con respecto a todo… sus preguntas directas sobre asuntos íntimos… «Siempre entrando en mi dormitorio sin golpear… siempre sintiendo olor a humo… siempre arreglando los almohadones que yo aplasté… siempre dando a entender que hablo demasiado con Susan… siempre reprendiendo a los niños… Tenemos que estar encima de ellos todo el tiempo para que se porten bien, y no siempre lo conseguimos».
—Tía Madía mala —había dicho Shirley, clarísimo, un horrible día. Gilbert quiso pegarle, pero Susan se irguió con una ultrajada majestuosidad, y lo impidió.
«Estamos intimidados —pensó Ana—. Esta casa ha comenzado a girar alrededor de la pregunta: "¿Le gustará a la tía Mary María?". No lo queremos admitir pero es cierto. Esto no puede seguir así».
Entonces, Ana recordó lo que había dicho la señorita Cornelia: que Mary María Blythe nunca había tenido un amigo. ¡Qué horrible! Desde su tesoro de amistades, Ana sintió una oleada de compasión por esta mujer que nunca había tenido amigos, que no tenía nada más que una vejez solitaria e inquieta sin nadie que acudiera a ella en busca de refugio o cura, de esperanza y ayuda, de calidez y amor. Seguro que podían tener un poco de paciencia con ella. Estas molestias eran apenas superficiales, después de todo. No podían envenenar las fuertes aguas de la vida.
«Acabo de sufrir un fuerte ataque de compasión por mí misma, nada más —se dijo Ana, mientras levantaba a Rilla de su cesta y disfrutaba de la caricia de la suave mejilla sedosa contra la suya—. Ya pasó y me siento muy avergonzada».