Para fines de agosto, Ana volvió a ser la de siempre, a la espera de un feliz otoño. La pequeña Bertha Marilla crecía en belleza día a día y era el centro de la adoración para sus amantes hermanos y hermanas.
—Yo creía que un bebé era algo que chillaba todo el tiempo —dijo Jem, dejando, extasiado, que los deditos minúsculos de la niña se aferraran a uno de los suyos—. Eso me dijo Bertie Shakespeare.
—Yo dudo de que los niños de los Drew chillen todo el tiempo, mi querido Jem —dijo Susan—. Chillarán cuando piensan que están condenados a ser Drew, supongo. Pero Bertha Marilla es una niña de Ingleside, querido Jem.
—Cómo me gustaría haber nacido en Ingleside, Susan —dijo Jem, apenado. Siempre había lamentado no haber nacido en la casa. Di lo atormentaba con eso a veces.
—¿No encuentras la vida aquí algo aburrida? —le había preguntado una vez a Ana una excompañera de clase de Queen’s (que ahora vivía en Charlottetown), en tono condescendiente.
¡Aburrida! Ana casi se le rió en la cara. ¡Ingleside aburrida! Con un bebé delicioso que tenía todos los días alguna maravilla nueva que mostrar… con visitas de Diana, de la pequeña Elizabeth y de Rebecca Dew para hacer planes… con la esposa de Sam Ellison, de Upper Glen, en manos de Gilbert y con una enfermedad de la que sólo tres personas en el mundo habían padecido… con Walter, que empezaba a ir a la escuela… con Nan, que se había tomado un frasco entero de perfume que sacó de la cómoda de mamá (todos pensaron que se moriría, pero no le hizo absolutamente nada)… con una extraña gata negra, que había tenido nada menos que diez gatitos en el patio trasero… con Shirley, que se había encerrado en el baño y se había olvidado de cómo se hacía para abrir… con Camarón, que se había enrollado en una hoja de papel cazamoscas… con la tía Mary María, que había prendido fuego a las cortinas de su cuarto en medio de la noche, mientras andaba con una vela, y había despertado a todos con alaridos espantosos. ¡Una vida aburrida!
Pues la tía Mary María seguía en Ingleside. Ocasionalmente decía, con tono patético:
—Cuando se cansen de mí, háganmelo saber… Estoy acostumbrada a cuidarme sola.
Había sólo una respuesta posible y por supuesto Gilbert siempre la decía. Aunque no la decía con el mismo entusiasmo que al principio. Hasta el «sentido de familia» de Gilbert comenzaba a diluirse un poco; se estaba dando cuenta, casi con impotencia («típico de un hombre», como decía, frunciendo la nariz, la señorita Cornelia), de que la tía Mary María estaba comenzando a convertirse en un problema. Un día, Gilbert se atrevió a dejar caer una muy sutil sugerencia sobre cuánto sufrían las casas si se las dejaba deshabitadas mucho tiempo; y la tía Mary María estuvo de acuerdo con él, y comentó, con toda calma, que estaba pensando en vender su casa de Charlottetown.
—No es mala idea —la alentó Gilbert—. Yo conozco una casita muy linda que se vende en la ciudad… un amigo mío se va a California… Es muy parecida a aquella que tanto le gusto, donde vive la señora Sarah Newman…
—Sola —dijo la tía Mary María, con un suspiro.
—A ella le gusta —dijo Ana, esperanzada.
—Hay algo extraño en cualquier persona a la que le guste vivir sola, Ana —dijo la tía Mary María.
Susan tuvo dificultades para reprimir un gemido.
Diana fue a pasar una semana en septiembre. Luego vino la pequeña Elizabeth, bueno, ya no era la pequeña Elizabeth, sino la alta, esbelta, hermosa Elizabeth, pero aún con sus cabellos dorados y su sonrisa melancólica. Su padre volvía a la oficina de París y Elizabeth iba con él a hacerse cargo de la casa. Ella y Ana hicieron varias caminatas por la orilla del viejo puerto, y llegaron a casa bajo silenciosas y vigilantes estrellas otoñales. Evocaron la vida de Álamos Ventosos y retrotrajeron sus pasos en el mapa del País de las Hadas, que Elizabeth mantenía y pensaba mantener para siempre.
—Colgado en la pared de mi habitación, dondequiera que vaya —dijo.
Un día, el viento sopló en el jardín de Ingleside: el primer viento del otoño. Ese atardecer, el rosado del crepúsculo fue algo austero. Súbitamente el verano había envejecido. Llegaba la nueva estación.
—Es pronto para que llegue el otoño —dijo la tía Mary María en un tono que daba a entender que el otoño la había insultado.
Pero el otoño también era hermoso. Con el gozo de los vientos que soplaban desde el golfo azul oscuro y el esplendor de las lunas. Había asteres líricos en el Pozo y niños riendo en el manzanar cargado de frutas, atardeceres claros y serenos en las altas praderas de las colinas de Upper Glen, y cielos llenos de nubes atravesados por aves oscuras y, a medida que los días se hicieron más breves, hubo nieblas grises que cubrían sigilosas las dunas y el puerto.
Con las hojas que caían, Rebecca Dew llegó a Ingleside a hacer su visita prometida hacía años. Vino para una semana pero le insistieron para que se quedara dos, y nadie fue tan insistente como Susan. Susan y Rebecca Dew parecieron descubrir a primera vista que eran almas gemelas… tal vez porque las dos querían a Ana, tal vez porque las dos odiaban a la tía Mary María.
Una noche, en la cocina, mientras la lluvia se escurría sobre las hojas muertas y el viento gemía entre las esquinas y las paredes de Ingleside, Susan le contó todos sus pesares a la comprensiva Rebecca Dew. El doctor y su esposa habían salido a hacer una visita, los críos estaban cómodamente instalados en sus camas, y la tía Mary María estaba por suerte fuera de juego con un dolor de cabeza («como una barra de hierro que me oprimiera el cerebro», se había quejado).
—Cualquiera que coma tanta caballa frita como comió esa mujer hoy en la cena se merece que le duela la cabeza —comentó Rebecca Dew mientras abría la puerta del horno y ponía con toda comodidad los pies dentro—. No niego que yo comí bastante, pues debo decirle, señorita Baker, que nunca conocí a nadie que preparara la caballa frita como usted… pero yo no me comí cuatro porciones.
—Mi querida señorita Dew —dijo Susan con seriedad, dejando el tejido y mirando con ojos implorantes a los ojitos negros de Rebecca, en el tiempo que ha estado aquí, usted ha visto en parte lo que es Mary María Blythe. Pero no ha visto la mitad, no, ni la cuarta parte. Mi querida señorita Dew, tengo la impresión de que puedo confiar en usted. ¿Puedo abrirle el corazón en estricta confianza?
—Puede, señorita Baker.
—Esa mujer llegó aquí en junio, y en mi opinión, tiene intención de quedarse el resto de su vida. Todos en la casa la detestan, hasta el doctor ya ha dejado de quererla, por más que lo oculte. Pero él es muy considerado con los lazos familiares y dice que en su propia casa no se debe hacer sentir incómoda a la prima de su padre. Yo he rogado —prosiguió Susan, en un tono que parecía implicar que lo había hecho de rodillas—, le he rogado a la señora que se ponga firme y diga que Mary María Blythe debe irse. Pero la señora tiene el corazón muy bondadoso, de modo que estamos indefensos, señorita Dew, completamente indefensos.
—Ojalá yo pudiera manejarla —dijo Rebecca Dew, que también había sufrido considerablemente por algunos de los comentarios de la tía Mary María—. Yo sé tan bien como nadie, señorita Baker, que no debemos violar las convenciones de la hospitalidad, pero le aseguro, señorita Baker, que yo se lo diría en la cara.
—Yo se lo diría, si no supiera cuál es mi lugar, señorita Dew. Pero nunca olvido que yo no soy la señora aquí. A veces, señorita Dew, me digo solemnemente: «Susan Baker, ¿eres un felpudo o no lo eres?». Pero usted ve que tengo las manos atadas. No puedo abandonar a la señora y no debo crearle más problemas peleando con Mary María Blythe. Continuaré esforzándome por cumplir con mi deber. Porque, mi querida señorita Dew —agregó Susan, con gravedad—, con alegría daría la vida por el doctor o por su esposa. Éramos una familia tan feliz antes de que ella viniera aquí, señorita Dew… Pero está haciéndonos la vida imposible, y yo ignoro cuál será el desenlace de esto, dado que no soy profetisa, señorita Dew. Mejor dicho, sí lo sé. Terminaremos todos en un manicomio. No es una cosa, señorita Dew, son muchas, señorita Dew, cientos, señorita Dew. Se puede soportar la picadura de un mosquito, señorita Dew… ¡pero piense en millones de mosquitos!
Rebecca Dew pensó en lo que se le decía con un apesadumbrado movimiento de la cabeza.
—Se pasa el tiempo diciéndole a la señora cómo manejar la casa y qué ropa ponerse. Me vigila todo el tiempo… y dice que nunca ha visto niños tan pendencieros. Mi querida señorita Dew, usted ha visto con sus propios ojos que nuestros niños nunca pelean…, bueno, casi nunca.
—Son los niños más admirables que he visto, señorita Baker.
—Anda husmeando y espiando…
—Yo la he sorprendido, sí, señorita Baker.
—Anda todo el tiempo ofendida, con el corazón destrozado por cualquier cosa, pero nunca lo bastante ofendida como para levantarse e irse. Se sienta por ahí con aire de mujer solitaria y abandonada hasta que la pobre señora no sabe qué hacer. No hay nada que le venga bien. Si se abre una ventana, se queja de las corrientes de aire. Si están todas cerradas, dice que de vez en cuando a ella le gusta el aire fresco. No soporta las cebollas… ni siquiera el olor a cebolla. Dice que la descomponen del estómago. Entonces la señora dice que no usemos. Ahora bien —dijo Susan con firmeza—, será un gusto poco refinado que a una le gusten las cebollas, mi querida señorita Dew, pero en Ingleside todos nos confesamos culpables.
—Yo me confieso muy partidaria de las cebollas —admitió Rebecca Dew.
—No soporta los gatos. Dice que los gatos la asustan. No importa que los vea o no. Saber que hay un gato cerca es suficiente para ella. Y entonces el pobre Camarón apenas puede aparecer por la casa. A mí nunca me han gustado mucho los gatos, señorita Dew, pero sostengo que tienen derecho a mover la cola. Y ella está siempre con: «Susan, no se olvide de que no puedo comer huevos, por favor», o «Susan, ¿cuántas veces tengo que decirle que no soporto las tostadas frías?», o «Susan, hay gente que puede tomar el té hervido pero yo no pertenezco a esa afortunada clase de personas». ¡Té hervido, señorita Dew! ¡Como si yo pudiera ofrecerle a alguien té hervido!
—Nadie podría suponerlo de usted, señorita Baker.
—Si hay una pregunta que no debe hacerse, ella la hará. Está celosa porque el doctor le cuenta cosas a su esposa antes de contárselas a ella… y siempre trata de sonsacarle cosas sobre sus pacientes. Nada le molesta más a él, señorita Dew. Un médico debe saber cuándo callarse la boca, como usted se dará cuenta. ¡Y los escándalos que hace con el fuego! «Susan Baker —me dice—, espero que jamás encienda el fuego con queroseno. Ni deje trapos mojados en queroseno por ahí, Susan. Se ha sabido que pueden provocar combustión espontánea en menos de una hora. ¿Cómo se sentiría si tiene que presenciar cómo se quema la casa, Susan, sabiendo que ha sido culpa suya?». Bien, mi querida señorita Dew, cómo me reí con ese tema. Esa misma noche prendió fuego a las cortinas y sus alaridos todavía me suenan en los oídos. ¡Y justo cuando el pobre doctor había podido dormirse después de dos noches en vela!
»Lo que más me enfurece, señorita Dew, es que antes de salir va a mi despensa y cuenta los huevos. Necesito de toda mi filosofía para no decirle: «¿Por qué no cuenta también las cucharas?». Los niños la odian, por supuesto. La señora ya ha dejado de impedir que se lo demuestren. Un día llegó a pegarle una bofetada a Nan cuando el doctor y la señora habían salido… Le pegó… sólo porque Nan la llamó «Señora Matusalén», porque había oído a ese pícaro de Ken Ford decirlo.
—Yo le hubiera pegado a ella —dijo Rebecca Dew con violencia.
—Yo le dije que si volvía a hacer algo parecido, yo le daría una bofetada a ella. «En ocasiones le hemos dado un azote en el trasero a los niños de Ingleside —le dije—, pero jamás una bofetada, de modo que no lo olvide». Estuvo resentida y ofendida durante una semana, pero al menos jamás osó ponerles la mano encima a ninguno de ellos desde entonces. Pero le encanta cuando los padres los castigan. «Si yo fuera tu madre…», le dijo una tarde al pequeño Jem. «Oh, no, usted nunca va a ser la madre de nadie», dijo la pobre criatura. Ella lo impulsó a ello, señorita Dew, absolutamente. El doctor lo mandó a la cama sin cenar pero ¿quién supone usted que se ocupó de que más tarde le llegara la comida de contrabando?
—Ah, ¿quién, en verdad? —cloqueó Rebecca Dew, entrando en el espíritu de la historia.
—Le habría partido el corazón, señorita Dew, si hubiera escuchado la oración que él inventó más, tarde, toda entera imaginada por él: «Ay, Dios, por favor, perdóname por ser impertinente con la tía Mary María. Y por favor, Dios, ayúdame a ser siempre muy amable con la tía Mary María». Me hizo saltar las lágrimas, pobre corderito. Yo no tolero la irreverencia o la impertinencia de los jóvenes hacia los viejos, mi querida señorita Dew, pero debo admitir que cuando un día Bertie Shakespeare Drew le arrojó una pelotita de papel, y no le dio en la nariz por pocos centímetros, yo lo esperé en el portón cuando se iba para la casa y le regalé una bolsa con bollitos. Por supuesto que no le dije por qué se la regalaba. Quedó encantado, porque los bollos no crecen en los árboles, señorita Dew, y la Señora Bruja jamás los hace.
»Nan y Di, y esto no se lo diría a nadie que no fuera usted, señorita Dew, y al doctor y a la señora ni en sueños se les ocurre, porque de lo contrario lo evitarían… Nan y Di le pusieron de nombre «tía Mary María» a su vieja muñeca de porcelana con la cabeza rota, y cada vez que la tía las reprende, ellas van y ahogan a la muñeca en el tonel del agua de lluvia. Nos hemos divertido mucho con la ceremonia del ahogo, puedo asegurarle. Pero no es de creer lo que hizo esa mujer la otra noche, señorita Dew.
—De ella se puede creer cualquier cosa, señorita Baker.
—No quiso probar bocado en la cena porque estaba ofendida no sé por qué, pero antes de irse a acostar fue a la despensa y se comió todo el almuerzo que yo le había preparado al pobre doctor, hasta la última migaja, mi querida señorita Dew. Espero que no me considere una hereje, señorita Dew, pero no puedo entender por qué el Señor no se cansa de cierta gente.
—No debe perder el sentido del humor, señorita Baker —dijo con firmeza Rebecca Dew.
—Ah, tengo muy claro que puede ser gracioso ver a un sapo en el potro de tormentos, señorita Dew. Pero la cuestión es: ¿lo ve así el sapo? Lamento haberla fastidiado con todo esto, mi querida señorita Dew, pero ha sido un gran alivio. No puedo decirle estas cosas a la señora y últimamente venía sintiendo que si no hablaba con alguien, explotaría.
—Qué bien conozco esa sensación, señorita Baker.
—Ahora bien, mi querida señorita Dew —dijo Susan, poniéndose animadamente de pie—, ¿qué tal una tacita de té antes de irnos a dormir? ¿Y una pata de pollo frío, señorita Dew?
—Nunca he negado —dijo Rebecca Dew, sacando del horno sus pies ya bien cocinados—, que si bien no debemos olvidar las cosas más elevadas de la vida, la buena comida es, con moderación, una cosa buena.