Para Walter, solo en la oscuridad, seguía siendo imposible posible dormir. Nunca antes en su breve vida había dormido solo. Siempre había tenido cerca a Jem o a Ken, presencias cálidas y reconfortantes. El pequeño dormitorio se hizo visible en la penumbra cuando la pálida luz de la luna penetró en él, pero esto era casi peor que la oscuridad. Una foto colgada en la pared a los pies de la cama parecía burlarse de él… las fotos eran siempre tan diferentes a la luz de la luna. Uno veía cosas en ellas que jamás sospecharía a la luz del día. Las largas cortinas de encaje parecían mujeres altas y delgadas que lloraban, una a cada lado de la ventana. Había ruidos en la casa: crujidos, suspiros, susurros. ¿Y si los pájaros del empapelado de verdad estaban cobrando vida y se estaban preparando para arrancarle los ojos? Un miedo espantoso se apoderó de pronto de Walter… y entonces un miedo muy grande borró a todos los otros. Mamá estaba enferma. Tenía que creerlo, ya que Opal le había dicho que era cierto. ¡Tal vez mamá estuviera muriéndose! ¡Tal vez mamá ya estaba muerta! No habría ya una mamá a la cual regresar. ¡Walter vio Ingleside sin mamá!
De pronto, Walter supo que no podría soportarlo. Debía irse a casa. Ya mismo, de inmediato. Tenía que ver a mamá antes de que… antes de que… se muriera. Era eso lo que la tía Mary María había querido decir. Ella sabía que mamá iba a morirse. Sería inútil despertar a nadie para pedir que lo llevaran a su casa. No lo llevarían… se reirían de él. El camino hasta casa era terriblemente largo pero caminaría toda la noche.
Sin hacer ruido, se bajó de la cama y se puso la ropa. Llevó los zapatos en la mano. No sabía dónde había puesto la señora Parker su gorro, pero eso no importaba. No tenía que hacer ruido… tenía que escapar y llegar a su casa para ver a mamá. Le daba pena no poder despedirse de Alice… ella habría comprendido. Cruzó el oscuro vestíbulo… bajó la escalera… escalón por escalón… conteniendo la respiración… ¿los escalones no terminaban nunca…? Hasta los muebles escuchaban… ¡ay!
¡Se le había caído un zapato! Repiqueteó escaleras abajo, resonando de un escalón al siguiente, atravesó el vestíbulo y se detuvo contra la puerta del frente con lo que a Walter le pareció un estruendo ensordecedor.
Desolado, Walter se acurrucó contra la baranda. Todo el mundo tenía que haber oído ese ruido, saldrían corriendo, no lo dejarían irse a su casa… un sollozo de desolación se le ahogó en la garganta.
Pareció que pasaban horas antes de que se atreviera a creer que no se había despertado nadie, antes de que se atreviera a proseguir su cuidadoso camino escalera abajo. Pero por fin lo logró: encontró el zapato y con cuidado movió el picaporte de la puerta. En casa de los Parker jamás se cerraban las puertas. La señora Parker decía que no tenían nada que valiera la pena robar que no fueran los niños, y a éstos nadie los querría.
Walter estaba fuera, y la puerta se había cerrado a sus espaldas. Se puso los zapatos y comenzó a avanzar por la calle. La casa estaba casi en las afueras del pueblo y en seguida estuvo en la carretera. Un momento de pánico se apoderó de él. El miedo de que lo sorprendieran y le impidieran irse había pasado y todos sus viejos miedos a la oscuridad y la soledad volvieron. Nunca antes había estado solo en la noche. Le tenía miedo al mundo. El mundo era tan inmenso y él era tan espantosamente pequeño. Hasta el viento frío y cortante que soplaba desde el este parecía azotarle la cara para obligarlo a regresar.
«¡Mamá iba a morirse!», Walter tragó saliva y enfiló rumbo a su casa. Siguió y siguió, luchando valientemente contra el miedo. Había luna pero su luz le permitía ver cosas, y no se veía nada conocido. Una vez que había salido con papá, había pensado que nunca había visto nada tan precioso como una carretera iluminada por la luna, atravesada por las sombras de los árboles. Pero ahora las sombras eran tan negras y agudas que podían hasta echársele encima. Los campos se habían vuelto extraños. Los árboles ya no eran amigos. Parecían vigilarlo, juntándose frente a él y a sus espaldas. Dos ojos resplandecientes lo miraron desde la cuneta y un gato negro, de un tamaño increíble, cruzó la carretera corriendo. «¿Sería un gato? ¿O…?». La noche estaba fría; Walter temblaba con su camisa finita, pero no le importaría el frío, si pudiera evitar tenerle miedo a todo… y a las sombras y a los ruidos furtivos y a las cosas sin nombre que podían estar acechando en los bosques junto a los cuales pasaba. Se preguntó cómo sería no tenerle miedo a nada… como Jem.
—Voy a… voy a hacer como que no tengo miedo —dijo en voz alta… y en seguida se estremeció de terror ante el sonido de su voz, que se perdió en la inmensidad de la noche.
Pero siguió, tenía que seguir si su mamá se iba a morir. Una vez se cayó y se lastimó la rodilla en una piedra. Otra vez oyó un coche que venía tras él, y se ocultó detrás de un árbol hasta que pasó, aterrorizado de que el doctor Parker hubiera descubierto que se había ido y hubiera salido tras él. Una vez se detuvo lleno de espanto por una cosa negra y peluda sentada a la vera del camino. No podía pasar… no podía… pero pasó. Era un gran perro negro… «¿Era un perro…?», pero ya había pasado. No se atrevió a correr por temor a que el perro lo persiguiera. Dirigió una mirada desesperada por encima del hombro: el perro se había levantado y marchaba en dirección opuesta. Walter se llevó la manita a la cara y la encontró empapada en sudor.
Cayó una estrella en el cielo, frente a él, y salpicó destellos. Walter recordó haber oído a la vieja tía Kitty decir que cuando caía una estrella, alguien moría. «¿Sería mamá?». Acababa de sentir que las piernas ya no podrían sostenerlo ni un paso más, pero ante la sola idea de que fuera mamá, volvió a emprender camino. Ahora tenía tanto frío, que casi se le había ido el miedo. ¿Nunca llegaría a su casa? Haría horas que había salido de Lowbridge.
Hacía tres horas. Había salido a las once de la casa de los Parker, y ahora eran las dos. Cuando Walter se encontró en el camino que bajaba hacia Glen, exhaló un suspiro de alivio. Pero al atravesar el pueblo, las casas dormidas le parecieron remotas y lejanas. Se habían olvidado de él. De pronto, una vaca le mugió desde el otro lado de un cerco, y Walter recordó que el señor Joe Reese tenía un toro salvaje. De puro pánico, emprendió una carrera que lo llevó colina arriba hasta la entrada de Ingleside. Estaba en casa… ¡ah, estaba en casa!
Pero entonces se paró en seco, temblando, abrumado por una horrenda sensación de desolación. Había esperado ver las luces cálidas de la casa. ¡Y en Ingleside no había ni una luz!
En realidad sí la había, aunque él no alcanzó a verla; había luz en un dormitorio, donde la enfermera dormía, con la cesta de la recién nacida junto a su cama. Pero para todos los efectos, Ingleside estaba tan oscura como una casa abandonada, y esto doblegó el espíritu de Walter. Jamás había visto, jamás había imaginado, Ingleside oscura por las noches.
¡Eso quería decir que mamá había muerto!
Walter avanzó tropezando por el sendero de entrada y, cruzando la lúgubre sombra oscura de la casa que se proyectaba sobre el césped, llegó a la puerta del frente. Estaba cerrada. Dio un golpecito (no alcanzaba el llamador), pero no hubo respuesta, ni él esperaba que la hubiera, tampoco. Escuchó: no había señales de vida en la casa. Supo que mamá había muerto y que todos se habían ido.
Para entonces, tenía demasiado frío y demasiado cansancio como para llorar, de modo que dio la vuelta hasta el granero y subió la escalera hasta la pila de heno. Ya ni siquiera tenía miedo; lo único que quería era algún lugar protegido del viento frío, donde acostarse hasta la mañana. Tal vez entonces viniera alguien, después de que enterraran a mamá.
Un mimoso gatito atigrado que alguien le había regalado al doctor le ronroneó; olía a heno. Walter se abrazó a él, contento: estaba calentito y vivo. Pero el gatito oyó a los ratones correteando por el suelo y no se quedó. La luna lo miraba a través de la ventana llena de telarañas, pero Walter no halló consuelo en esa luna lejana, fría, incomprensiva. Una luz que brillaba en una casa de Glen era más amiga. Mientras esa luz siguiera encendida, él podría tolerarlo todo.
No podía dormir. Le dolía mucho la rodilla y tenía frío, y una extraña sensación en el estómago. Tal vez él también se estuviera muriendo. Esperaba que así fuera, ya que todos los demás estaban muertos o se habían ido. ¿Las noches no terminaban nunca? Otras noches habían terminado siempre, pero quizás ésta no terminara. Recordó una historia espantosa que había oído: el capitán Jack Flagg, de Harbour Mouth, había dicho que un día en que se levantara muy furioso, no dejaría salir el sol. A lo mejor el capitán Jack se había levantado muy furioso, al fin.
Entonces la luz de Glen se apagó… y él no pudo soportarlo. Pero en el momento en que su pequeño grito de desesperación abandono sus labios, se dio cuenta de que era de día.