—Tendrá mucha compañía, no se sentirá solo… están los cuatro nuestros y además van a visitarnos mi sobrina y mi sobrino de Montreal. Lo que no se le ocurre a uno se le ocurre a los demás.
La grande, afable y alegre esposa del doctor Parker le dirigió una amplia sonrisa a Walter… que la devolvió no sin algo de reserva. No estaba demasiado seguro de que le gustara la señora Parker, a pesar de sus sonrisas y su jovialidad. Era enorme. El doctor Parker sí le gustaba. En cuanto a «los cuatro nuestros» y la sobrina y el sobrino de Montreal, Walter no los había visto jamás. Lowbridge, donde vivían los Parker, quedaba a diez kilómetros de Glen, y Walter nunca había estado allí, aunque el doctor Parker y señora y el doctor Blythe y señora se visitaban con frecuencia. El doctor Parker y papá eran grandes amigos, aunque Walter a veces tenía la sensación de que a mamá no le importaría en absoluto prescindir de la señora Parker. Con sus seis años —y Ana lo sabía—, Walter percibía cosas que otros chicos no percibían.
Walter tampoco estaba muy seguro de que en realidad quisiera ir a Lowbridge. Algunas visitas eran espléndidas. Un viaje a Avonlea, por ejemplo… ¡ah, eso sí que era divertido! Y pasar la noche con Kenneth Ford en la antigua Casa de los Sueños era todavía más divertido… aunque eso no podía considerarse una visita, porque la Casa de los Sueños siempre había sido una especie de segundo hogar para los chiquillos de Ingleside. Pero ir a Lowbridge dos semanas enteras, entre extraños, era un asunto muy diferente. Sin embargo, parecía cosa decidida. Por alguna razón que Walter no alcanzaba a comprender, papá y mamá estaban contentos con el plan. «¿Querrán deshacerse de todos sus hijos?», se preguntó Walter con inquietud. Jem no estaba, pues se lo habían llevado a Avonlea hacía dos días, y él había oído a Susan haciendo misteriosos comentarios sobre «enviarle las mellizas a la señora de Marshall Elliott cuando llegara el momento». ¿Qué momento? La tía Mary María parecía muy sombría por algo y se la había oído decir que «ojalá todo hubiera terminado ya». ¿Ojalá que qué hubiera terminado? Walter no tenía idea. Pero había algo extraño en el aire en Ingleside.
—Lo llevaré mañana —dijo Gilbert.
—Mis hijos estarán muy entusiasmados —dijo la señora Parker.
—Es muy gentil de su parte, de verdad —dijo Ana.
—Es mejor así, sin duda —le dijo Susan a Camarón, en la cocina.
—Es muy generoso de parte de la señora Parker quitarte a Walter de las manos, Anita —dijo la tía Mary María cuando los Parker se fueron—. Me dijo que lo quería mucho. La gente es rara, ¿no? Bien, ahora tal vez al menos por dos semanas podré entrar en el baño sin tropezar con un pez muerto.
—¡Un pez muerto, tía! ¡No me diga…!
—Digo exactamente lo que tengo intenciones de decir. Siempre lo hago. ¡Un pez muerto! ¿Alguna vez has pisado un pez muerto con los pies descalzos?
—Noo… pero, cómo…
—Mi querida señora, anoche Walter pescó una trucha y la puso en la bañera para mantenerla con vida —dijo Susan, restándole importancia—. Si se hubiera quedado ahí, todo habría estado bien, pero no sé cómo se salió y se murió durante la noche. Claro que si la gente anda por ahí descalza…
—Tengo por norma no discutir con la gente —dijo la tía Mary María. Se levantó y salió de la habitación.
—Y yo estoy decidida a no dejarme insultar por ella, mi querida señora —dijo Susan.
—Ah, Susan, a mí también me exaspera un poco, pero no me molestará tanto cuando todo esto haya pasado… y ha de ser feísimo pisar un pez muerto.
—¿No es mejor un pez muerto que uno vivo, mami? Un pez muerto no se retuerce —dijo Di.
Dado que hay que decir la verdad a toda costa, debe admitirse que tanto la señora como la ciada de Ingleside rieron las dos.
Y así estaban las cosas. Pero esa noche Ana le preguntó a Gilbert si pensaba que Walter estaría bien en Lowbridge.
—Es tan sensible y tan imaginativo… —dijo, preocupada.
—Demasiado —dijo Gilbert, que estaba cansado después de, como decía Susan, «haber tenido tres niños ese día»—. Caramba, Ana, tengo entendido que a ese pequeño le da miedo subir la escalera en la oscuridad. Le va a hacer muchísimo bien convivir con los críos de los Parker unos días. Volverá hecho otro niño.
Ana no dijo nada más. Sin duda, Gilbert tenía razón. Walter estaba muy solo sin Jem y, en vista de lo sucedido cuando nació Shirley, sería conveniente que Susan tuviera que ocuparse de la menor cantidad posible de cosas además de la casa y de soportar a la tía Mary María… cuyas dos semanas ya se habían extendido a cuatro.
Walter estaba tendido despierto en su cama tratando de eludir, mediante el recurso de darle rienda suelta a su imaginación, el terrible pensamiento de que al día siguiente se iría. Walter tenía una imaginación muy vívida. Para él, un gran corcel blanco, como el de la foto de la pared, era un caballo sobre el que podía galopar hacia atrás y hacia adelante en el tiempo y el espacio. La Noche se acercaba… La Noche, como un ángel alto, oscuro, con alas de murciélago, que vivía en los bosques del señor Andrew Taylor en la colina del sur. A veces Walter la esperaba… a veces se la imaginaba tan vívidamente, que comenzaba a temerle. Walter dramatizaba y personificaba todo en su pequeño mundo… el Viento, que le contaba historias por la noche… la Helada, que escarchaba las flores del jardín… el Rocío, que caía plateada y silenciosamente… la Luna, que, estaba seguro, él podría agarrar si pudiera subir a la cumbre de aquella lejana colina púrpura… la Niebla, que venía del mar… el gran Mar, que siempre cambiaba y no cambiaba nunca… la oscura y misteriosa Marea… Eran todos entes para Walter. Ingleside, el Pozo, el bosque de arces, el Pantano y la costa del puerto estaban llenos de duendes, ninfas, dríadas, sirenas y gnomos. El gato de yeso negro de la repisa del hogar era una bruja. Cobraba vida por las noches y rondaba por la casa, enorme. Walter metía la cabeza debajo de la ropa de cama y se estremecía. Siempre se asustaba con sus propias fantasías.
Tal vez la tía Mary María tenía razón cuando decía que era «demasiado nervioso e impresionable», aunque Susan jamás le perdonaría haber dicho eso. Tal vez la tía Kitty MacGregor, de Upper Glen (de quien se decía que tenía «clarividencia»), tuvo razón cuando, una vez que miró profundamente los ojos gris humo, de largas pestañas, de Walter, dijo que «tiene un alma vieja en un cuerpo joven». Podría ser que la vieja alma supiera demasiadas cosas que no siempre el joven cerebro podía comprender.
Por la mañana, le dijeron a Walter que papá lo llevaría a Lowbridge después de comer. Él no dijo nada pero durante la comida tenía una horrible sensación de ahogo y tuvo que bajar rápidamente los ojos para ocultar una súbita niebla de lágrimas. Pero no fue lo bastante rápido.
—No irás a llorar, Walter —dijo la tía Mary María, como si para una criaturita de seis años llorar implicara el bochorno eterno—. Si hay algo que desprecio es un niño llorón. Y no comiste la carne.
—Dejé sólo la grasa —dijo Walter, parpadeando con valentía pero sin atreverse a levantar la mirada—. No me gusta la grasa.
—Cuando yo era pequeña —dijo la tía Mary María— no se me permitía tener preferencias. Bien, probablemente la señora Parker te cure de algunas de tus manías. Es una Winter, creo, ¿o una Clark…? No, tiene que ser una Campbell. Pero los Winter y los Campbell están todos cortados por la misma tijera y no toleran las tonterías.
—Ah, por favor, tía Mary María, no asuste a Walter con su visita a Lowbridge —dijo Ana, con un destello oculto a medias en lo profundo de los ojos.
—Perdóname, Anita —dijo la tía Mary María con gran humildad—. Yo tendría que recordar, por supuesto, que no tengo ningún derecho a enseñarles nada a tus hijos.
—Maldita sea —murmuró Susan. Y se levantó para ir a buscar el postre: budín a la reina, el preferido de Walter. Ana se sentía terriblemente culpable. Gilbert le había dirigido una mirada de ligero reproche como queriendo decir que podría haber sido más paciente con una pobre anciana solitaria. Gilbert mismo estaba un poquito harto. La verdad, como sabía todo el mundo, era que había trabajado en exceso todo el verano, y tal vez la tía Mary María era una tensión extra, aunque él no quisiera admitirlo. Ana decidió que para el otoño, si todo iba bien, lo enviaría, quisiera él o no, a cazar agachadizas en Nueva Escocia durante un mes.
—¿Cómo está su té? —le preguntó, arrepentida, a la tía Mary María.
La tía Mary María frunció los labios.
—Demasiado liviano. Pero no importa. ¿A quién le importa que una pobre vieja tome el té como le gusta? Sin embargo, hay gente que piensa que soy una compañía agradable.
Fuera cual fuere la relación entre las dos oraciones de la tía Mary María, Ana sintió que no se sentía con ánimo de averiguarlo en ese momento. Se había puesto muy pálida.
—Creo que subiré a recostarme —dijo, débilmente, y se levantó de la mesa—. Y creo, Gilbert, que sería mejor que no te entretuvieras en Lowbridge… y de paso, podrías llamar a la señorita Carson.
Se despidió de Walter con un beso algo fugaz y apresurado… como si no estuviera pensando en él en absoluto. Walter no iba a llorar. La tía Mary María le dio un beso en la frente (Walter odiaba que le dieran besos húmedos en la frente), y dijo:
—Cuida los modales en la mesa cuando estés en Lowbridge, Walter. No seas glotón. Si lo eres, vendrá un Gran Hombre Negro con una gran bolsa negra donde se lleva a los niños que se portan mal.
Era una suerte que Gilbert hubiera salido a ensillar a Grey Tom y no hubiera oído lo anterior. Ana y él siempre habían hecho hincapié en no asustar a sus hijos con esas cosas, ni permitir que ninguna otra persona lo hiciera. Susan lo oyó mientras levantaba la mesa y la tía Mary María jamás supo cuán cerca estuvo de que le tiraran a la cabeza la salsera y lo que ésta contenía.