6

—¿Por qué está la casa toda iluminada? —exclamó Ana, cuando llegaba con Gilbert al portón, a las once de la noche—. Habrán venido visitas.

Pero no había visitas a la vista cuando Ana entró corriendo en la casa. No había nadie más visible. Había luz en la cocina, en la sala, en la biblioteca, en el comedor, en la habitación de Susan y en el hall de arriba, pero no había señales de ningún ocupante.

—¿Qué puede…? —comenzó a decir Ana, pero fue interrumpida por el timbre del teléfono.

Gilbert contestó, escuchó un momento, lanzó una exclamación de horror y salió disparado sin siquiera una mirada hacia Ana. Evidentemente había sucedido algo espantoso y no había tiempo que perder en explicaciones.

Ana estaba acostumbrada a esto, como debe estarlo la esposa de un hombre que convive con la vida y con la muerte. Con un filosófico encogerse de hombros, se quitó el abrigo y el sombrero. Estaba algo enfadada con Susan, que verdaderamente no tendría que haber salido dejando todas las luces encendidas y todas las puertas abiertas.

—Mi… querida… señora —dijo una voz que no podía ser la de Susan, pero sí lo era.

Ana miró a Susan. Susan sin sombrero, con los cabellos grises llenos de briznas de heno, y el vestido estampado sucio y descolorido. ¡Y la cara!

—¡Susan! ¿Qué pasó? ¡Susan!

—El pequeño Jem ha desaparecido.

—¡Desaparecido! —Ana se quedó mirándola, sin expresión—. ¿Qué quiere decir? ¡No puede haber desaparecido!

—Sí —jadeó Susan, retorciéndose las manos—. Estaba en los escalones laterales cuando me fui a Glen. Volví antes de que oscureciera, y no estaba allí. Al principio no me asusté, pero no pude encontrarlo por ningún lado. Busqué en todos los cuartos de la casa… Él dijo que iba a escaparse…

—¡Tonterías! No haría semejante cosa, Susan. Se ha preocupado innecesariamente. Tiene que estar en algún lado… o se habrá quedado dormido… Tiene que estar en algún lado.

—Lo he buscado en todas partes, en todas partes. He rastreado el terreno y los cobertizos. Míreme el vestido. Recordé que él siempre decía que sería divertido dormir en el granero. Allí fui…, y me caí por el agujero del rincón sobre un montón de paja… y sobre un nido con huevos. Es una suerte que no me haya roto una pierna… si es que puede decirse que algo es una suerte cuando el pequeño Jem está perdido.

Ana seguía negándose a asustarse.

—¿Le parece que, después de todo, se habrá ido a Harbour Mouth con los otros chicos, Susan? Jamás ha desobedecido una orden, pero…

—No, mi querida señora, no… la inocente criaturita no ha desobedecido. Fui corriendo a lo de los Drew después de buscar en todos lados, y Bertie Shakespeare acababa de llegar a su casa. Me dijo que Jem no había ido con ellos. Se me encogió el corazón. Usted me lo había confiado a mí y… Llamé a casa de los Paxton y me dijeron que ustedes habían estado allí pero que ya se habían ido y no sabían adónde.

—Fuimos hasta Lowbridge a visitar a los Parker…

—Llamé a todos los lugares donde pensé que pudieran estar. Luego volví al pueblo… Los hombres han comenzado la búsqueda.

—Ah, Susan, ¿era necesario?

—Mi querida señora, busqué en todas partes, en cualquier lugar donde pudiera estar una criatura. ¡Ay, por lo que he pasado esta noche! Y él dijo que iba a tirarse al estanque…

A pesar de sí misma, un escalofrío hizo estremecer a Ana. Por supuesto que Jem no se tiraría al estanque… era una tontería… pero en el estanque había un viejo bote que Carter Flagg usaba para salir a pescar truchas, y en su arranque desafiante de la tarde, Jem podría haber intentado navegar por el estanque en él… muchas veces había querido hacerlo… hasta podía haber caído al estanque tratando de desatar el bote. Súbitamente, el miedo asumió una forma espantosa. «Y no tengo la menor idea de adónde fue Gilbert», pensó, perturbada.

—¿A qué se debe todo este alboroto? —preguntó la tía Mary María, apareciendo de pronto en la escalera, con la cabeza rodeada por un halo de pinzas y el cuerpo envuelto en una bata con bordado de dragones—. ¿Será posible que en esta casa jamás se pueda dormir tranquila?

—El pequeño Jem ha desaparecido —volvió a decir Susan, demasiado atrapada en las garras del terror como para resentirse por el tono de la señorita Blythe—. Su madre me lo confió…

Ana había ido a revisar ella misma la casa. ¡Jem tenía que estar en algún lado! No estaba en su dormitorio la cama no había sido tocada… No estaba en el dormitorio de las mellizas, ni en el de ella… No estaba… no estaba en ninguna parte de la casa. Ana, después de un peregrinaje desde la buhardilla hasta el sótano, volvió a la sala en un estado que se aproximaba mucho al pánico.

—No quiero ponerte nerviosa, Ana —dijo la tía Mary María, bajando la voz tétricamente—, pero ¿te fijaste en el tanque del agua de lluvia? El año pasado, el pequeño Jack MacGregor se ahogó en un tanque de agua de lluvia, en la ciudad.

—Yo… yo me fijé —dijo Susan, retorciéndose otra vez las manos—. Yo… llevé un palo y revisé el fondo…

El corazón de Ana, que se había paralizado con la pregunta de la tía Mary María, retomó su actividad. Susan logró controlarse y dejó de retorcerse las manos. Había recordado demasiado tarde que no había que preocupar a la querida señora.

—Debemos tranquilizarnos y controlarnos —dijo, con voz temblorosa—. Como usted dice, mi querida señora, tiene que estar en alguna parte. No pudo haberse disuelto en el aire.

—¿Se fijaron en la carbonera? ¿Y en el reloj? —preguntó la tía Mary María.

Susan se había fijado en la carbonera pero a nadie se le había ocurrido pensar en el reloj. Era lo bastante grande como para que un niño pequeño se ocultara en él. Ana, sin pensar que sería absurdo que Jem pudiera haber estado acurrucado allí durante cuatro horas, corrió a ver. Pero Jem no estaba en el reloj.

—Yo sentí que iba a suceder algo cuando me fui a acostar esta noche —dijo la tía Mary María, llevándose las manos a las sienes—. Cuando leí mi capítulo de la Biblia, como todas las noches, las palabras «No sabes lo que deparará cada día» parecieron saltar a los ojos desde la hoja. Fue una señal. Será mejor que te prepares para lo peor, Ana. Pudo haberse ido hasta el pantano. Es una lástima que no tengamos algunos sabuesos.

Con un tremendo esfuerzo, Ana consiguió reír.

—Me temo que no hay ninguno en la Isla, tía. Si tuviéramos el viejo setter de Gilbert, Rex, que fue envenenado, él enseguida encontraría a Jem. Estoy segura de que estamos alarmándonos por nada…

—Tommy Spencer, de Carmody, desapareció misteriosamente hace cuarenta años y jamás lo encontraron… ¿o sí? Bueno, si lo hallaron, fue sólo su esqueleto. No es para reírse, Anita. No sé cómo puedes tomarlo con tanta calma.

Sonó el teléfono. Ana y Susan se miraron.

—No puedo… no puedo contestar, Susan —dijo Ana en un susurro.

—Yo tampoco puedo —dijo Susan, sin más. Se odiaría toda la vida por dar muestras de semejante debilidad ante Mary María Blythe, pero no podía evitarlo. Dos horas de una búsqueda llena de terror y fantasías distorsionadas habían convertido a Susan en una ruina.

La tía Mary María avanzó hacia el teléfono y levantó el auricular. Sus rizos dibujaron una silueta con cuernos contra la pared, y a pesar de su angustia, Susan pensó que le habían dado el aspecto de Satanás en persona.

—Carter Flagg dice que han buscado por todas partes pero todavía no hay señales de él —informó la tía Mary María con frialdad—. Pero dice que el bote está suelto en medio del estanque y que no se ve a nadie dentro, hasta donde pueden ver. Van a dragar el estanque.

Susan sostuvo a Ana justo a tiempo.

—No… no… no me voy a desmayar, Susan —dijo Ana a través de unos labios blancos—. Ayúdeme a llegar a una silla… gracias. Tenemos que encontrar a Gilbert.

—Si James se ha ahogado, Anita, debes recordar que se ha salvado de mucho sufrimiento en este desdichado mundo —dijo la tía Mary María a manera de consuelo.

—Voy a traer la linterna para volver a buscar por fuera —dijo Ana apenas pudo ponerse de pie—. Sí, Susan, ya sé que usted ya lo hizo, pero déjeme… déjeme. No puedo quedarme sentada esperando.

—Entonces, póngase un suéter, mi querida señora. Hay mucho rocío y el aire está húmedo. Voy a traerle el suéter rojo… Está colgado en una silla en el dormitorio de los muchachos. Espere aquí a que se lo traiga.

Susan corrió escaleras arriba. Unos minutos después, algo que podría describirse como un alarido resonó en Ingleside. Ana y la tía Mary María subieron corriendo y arriba encontraron a Susan riendo y llorando en el hall, más cerca de la histeria de lo que Susan Baker había estado jamás en toda su vida…, o volvería a estar.

—Mi querida señora… ¡está ahí! El pequeño Jem está ahí… dormido en el asiento de la ventana, detrás de la puerta. No se me ocurrió fijarme ahí, la puerta lo ocultaba, y como no estaba en la cama…

Ana, debilitada por el alivio y la alegría, entró en el dormitorio y cayó de rodillas junto al asiento de la ventana. Pronto ella y Susan se echarían a reír por su propia tontería, pero ahora no podía haber más que lágrimas de agradecimiento. El pequeño Jem estaba profundamente dormido sobre el asiento, tapado con una manta, con su gastado osito de peluche apretado entre las manitas bronceadas por el sol y un nada rencoroso Camarón estirado encima de sus piernas. Sus rizos rojos caían sobre el almohadón. Parecía estar en medio de un sueño placentero, y Ana no quiso despertarlo. Pero de pronto, él abrió los ojos, que eran como estrellas color avellana, y la miró.

—Jem, querido, ¿por qué no estás en tu cama? Nos… nos asustamos… No podíamos encontrarte por ningún lado y… y no se nos ocurrió buscarte aquí…

—Quería estar aquí porque así podría veros a ti y a papá cuando llegarais a casa. Me sentí tan solo que tuve que venir a acostarme.

Mamá lo tomó en sus brazos y lo llevó a su cama. Le gustaba tanto que lo besara, sentir que lo arropaba con caricias y palmaditas que le hacían sentir que lo querían. ¿Qué importancia tenía ponerse a mirar cómo alguien tatuaba una vieja serpiente? Mamá era tan buena… la mejor mamá del mundo. A la madre de Bertie Shakespeare, todo el mundo en Glen le decía «Señora Bruja», por lo mala que era y él sabía, porque lo había visto, que le daba sopapos a Bertie por cualquier cosa.

—Mamá —dijo semidormido—, claro que te voy a traer anémonas la primavera próxima, y todas las primaveras. Puedes confiar en mí.

—Por supuesto que sí, mi amor —dijo mamá.

—Bien, ya que todos han solucionado sus inquietudes, supongo que podemos respirar en paz y retirarnos a nuestras habitaciones —dijo la tía Mary María. Pero había una especie de malhumorado alivio en su tono.

—Fue una tontería de mi parte no recordar el asiento de la ventana —dijo Ana—. Ha sido un chasco y el doctor no permitirá que lo olvidemos, puedes estar segura. Susan, por favor, llame al señor Flagg y avísele que hemos encontrado a Jem.

—¡Cómo se va a reír de mí! —dijo Susan, contenta—. No es que me importe… que se ría todo lo que quiera ahora que el pequeño Jem está a salvo.

—Me gustaría tomar una taza de té —dijo en un suspiro la tía Mary María, con tono quejoso y envolviendo sus enjutas formas en los dragones.

—No tardo nada —dijo Susan en seguida—. A las tres nos vendrá bien una taza de té.

Después de hablar por teléfono, Susan dijo:

—Mi querida señora, cuando el señor Flagg oyó que el pequeño Jem estaba bien, dijo: «Gracias a Dios». No volveré a decir ni una palabra contra ese hombre, cobre lo que cobre. ¿Y no le parece que podríamos comer pollo mañana, mi querida señora? A modo de pequeña celebración, digamos. Y el pequeño Jem tendrá sus bollitos preferidos para el desayuno.

Hubo otra llamada telefónica, de Gilbert esta vez, para avisar que llevaba a un niño quemado, de Harbour Head, al hospital de la ciudad y que no lo esperaran hasta el día siguiente.

Ana se inclinó sobre el alféizar de su ventana para dirigir una agradecida última mirada nocturna al mundo antes de irse a la cama. Soplaba un viento fresco desde el mar. Una especie de éxtasis iluminado por la luna recorría los árboles del Pozo. Ana podía hasta reír, con un estremecimiento detrás de la risa, por el pánico de una hora atrás y las absurdas sugerencias y tétricos recuerdos de la tía Mary María. Su hijo estaba a salvo… Gilbert luchaba en algún lado para salvar la vida de otro niño… «Dios querido, ayúdalo y ayuda a la madre… ayuda a todas las madres en todas partes del mundo. Necesitamos tanta ayuda, teniendo a esos corazoncitos y esas almitas tan sensibles, tan llenas de amor, que buscan en nosotras la guía, el amor y la comprensión».

La noche envolvente y amiga se apoderó de Ingleside y todos, incluso Susan, que sentía que querría meterse en algún agujerito tranquilo y pagar su culpa de alguna manera, se quedaron dormidos bajo la protección de su techo.