Ana estaba cortando un ramo de lirios para el florero de su cuarto, y otro de las peonías de Susan para el escritorio de Gilbert… las peonías eran blanquísimas con motitas de un rojo sangre en el corazón, como el beso de un dios. El aire cobraba vida después del caluroso día de junio, y casi no podía decirse si el puerto estaba color plata o color oro.
—Va a haber una hermosa puesta de sol esta tarde, Susan —dijo, asomándose por la ventana de la cocina al pasar por allí.
—No puedo admirar la puesta de sol hasta que no acabe de fregar los platos, mi querida señora —protestó Susan.
—Habrá terminado para entonces, Susan. Mire esa enorme nube blanca encima del Pozo, con la parte superior rosada. ¿No le gustaría volar hasta allí arriba y posarse en ella?
Susan se imaginó volando por encima del valle, con el paño de cocina en una mano, hasta la nube. No le gustó. Pero ahora había que ser benevolente con la querida señora.
—Hay un bicho nuevo comiéndose los rosales —continuó Ana—. Voy a fumigarlos mañana. Me gustaría hacerlo esta noche, va a ser uno de esos atardeceres en los que me encanta trabajar en el jardín. Esta noche las rosas están creciendo. Espero que haya jardines en el cielo, Susan, jardines en los que podamos trabajar, quiero decir, para ayudar a las rosas a que crezcan.
—Pero que no haya bichos replicó Susan.
—Nooo, supongo que no. Pero un jardín terminado no sería muy divertido, Susan. Cada uno debe trabajar por sí mismo en un jardín porque de lo contrario se pierde el significado. Quiero sacar las hierbas malas, transplantar, cambiar las plantas de lugar, podar. Y quiero que en el cielo estén las flores que amo… Preferiría mis propios pensamientos a los asfódelos, Susan.
—¿Por qué no puede trabajar esta noche, si quiere? —interrumpió Susan, que pensaba que de verdad la señora se estaba volviendo muy extravagante.
—Porque el doctor quiere que salga con él. Va a ver a la pobre señora de John Paxton. Se está muriendo; él no puede hacer nada por ella, pero le gusta que vaya a verla.
—Ah, bien, mi querida señora, todos sabemos que nadie puede morir o nacer sin tenerlo a él cerca, y será agradable dar un paseo. Creo que yo misma voy a caminar hasta el pueblo para aprovisionar la despensa después de acostar a las mellizas y a Shirley y de abonar la planta que me regaló la señora de Aaron Ward. No está floreciendo como debería. La señorita Blythe acaba de subir, suspirando a cada escalón, diciendo que está a punto de sufrir uno de sus dolores de cabeza, de modo que al menos tendremos un poco de paz y tranquilidad.
—Que Jem se acueste en hora, por favor, Susan —dijo Ana mientras se alejaba a través del atardecer, que era como una copa de fragancia que se hubiera derramado—. Está mucho más agotado de lo que él cree. Y nunca quiere ir a acostarse. Walter no viene a dormir esta noche; Leslie me pidió que se quedara con ellos.
Jem estaba sentado en uno de los escalones de la puerta lateral, con un pie descalzo enganchado en la rodilla, mirando ceñudo a todo en general, y a una enorme luna que aparecía por detrás de la aguja de la iglesia de Glen en particular. A Jem no le gustaban las lunas grandes.
—Cuida de que no se te quede la cara así para siempre —le había dicho la tía Mary María al pasar junto a él para entrar en la casa.
Jem se puso más ceñudo que antes. No le importaba que la cara se le quedara así para siempre. Ojalá.
—Vete y deja de seguirme todo el tiempo —le dijo a Nan, que había salido a estar con él cuando ya se habían ido mamá y papá.
—¡Cascarrabias! —dijo Nan. Pero antes de irse corriendo dejó sobre el escalón, junto a él, el rojo caramelo con forma de león, que le había traído.
Jem lo ignoró. Se sentía más maltratado que nunca. No lo trataban bien. Todos lo atormentaban. ¿No había dicho Nan, esa misma mañana: «Tú no naciste en Ingleside, como el resto de nosotros?». Antes del mediodía, Di se había comido su conejito de chocolate, aun sabiendo que era suyo. Hasta Walter lo había abandonado, para irse a cavar pozos en la arena con Ken y Persis Ford. ¡Qué divertido! Y a él le habría gustado tanto ir con Bertie a ver el tatuaje… Jem estaba seguro de que en toda su vida había deseado algo tanto como esto. Quería ver el maravilloso barco que Bertie decía que había en la repisa del hogar del capitán Bill. Era una lástima espantosa, eso era.
Susan le llevó un gran pedazo de torta cubierta con azúcar de arce y nueces, pero Jem había dicho «No, gracias», estoicamente. ¿Por qué Susan no le había guardado un poco del pan de jengibre con crema batida? Seguro que los demás se lo habían comido todo. ¡Cerdos! Se hundió en un pozo más profundo de pesar. Sus amigos ya estarían de camino a Harbour Mouth. No podía soportar ni el pensarlo. Tenía que hacer algo para vengarse. ¿Y si le hacía tajos a la jirafa de serrín de Di sobre la alfombra de la sala? Susan se volvería loca si lo hacía. Susan, con sus nueces, cuando sabía muy bien que él odiaba las nueces en las tortas. ¿Y si le dibujaba un bigote a la imagen del querubín en el calendario del cuarto de Susan? Él siempre había odiado ese querubín gordo, rosado y sonriente porque era idéntico a Sissy Flagg, que había dicho en toda la escuela que Jem Blythe era su novio. ¡Su novio! ¡El novio de Sissy Flagg! Pero a Susan el querubín le parecía precioso.
¿Y si le arrancaba el cuero cabelludo a la muñeca de Nan? ¿O le quebraba la nariz a Gog o a Magog… o a los dos? Tal vez así mamá se diera cuenta de que él ya no era un niño pequeño. Que esperara a que llegara la primavera. Él le había traído anémonas durante años y años y años, desde que tenía cuatro, pero la primavera siguiente no le traería. ¡No, señor!
¿Y si se comía una gran cantidad de las manzanitas verdes del árbol joven, y se ponía muy enfermo? Tal vez así se asustarían. ¿Y si no volvía a lavarse detrás de las orejas? ¿O si el domingo próximo le hacía muecas a todo el mundo en la iglesia? ¿Y si le ponía encima un gusano a la tía Mary María, un gusano grande y peludo? ¿Y si se escapaba al puerto y se escondía en el barco del capitán David Reese y zarpaba por la mañana camino a América del Sur? ¿Lo sentirían, entonces? ¿Y si no volvía nunca? ¿Y si se iba a cazar jaguares a Brasil? ¿Lo sentirían entonces? No, seguro que no. Nadie lo quería. Tenía un agujero en el bolsillo del pantalón. Nadie se lo había cosido. Bien, a él no le importaba. Le mostraría el agujero a todo el mundo en Glen para que la gente supiera lo poco que lo cuidaban. Sus agravios salieron a la superficie y lo abrumaron.
Tictac… tictac… tictac… hacía el gran reloj de pie de la sala, que habían llevado a Ingleside tras la muerte del abuelo Blythe… Un reloj deliberadamente viejo que databa de la época en la que había eso llamado tiempo. A Jem en general le encantaba, pero ahora lo odiaba. Le parecía que se reía de él: «Ja, ja, se acerca la hora de acostarse. Los otros chicos pueden ir a Harbour Mouth, pero tú te vas a la cama. ¡Ja, ja… ja, ja… ja, ja!».
¿Por qué tenía que irse a la cama todas las noches? Sí, ¿por qué?
Susan salió, camino a Glen, se acercó y miró con ternura a la pequeña figura rebelde.
—No tienes por qué acostarte hasta que yo regrese, pequeño Jem —le dijo, indulgente.
—¡Yo no voy a acostarme esta noche! —dijo Jem, con violencia—. Voy a escaparme, eso es lo que voy a hacer, vieja Susan Baker. Voy a ir y voy a tirarme al estanque, vieja Susan Baker.
A Susan no le gustaba que le dijeran vieja, ni siquiera el pequeño Jem. Se alejó en un adusto silencio. Sí, le hacía falta un poco de disciplina. Camarón, que había salido con ella de la casa y tenía ganas de compañía, se sentó sobre las nalgas delante de Jem, pero sólo recibió una mirada airada a modo de respuesta.
—¡Fuera! ¡Sentado ahí, mirándome como la tía Mary María! ¡Fuera! Ah, ¿no te vas, eh? ¡Toma, entonces!
Jem le tiró la pequeña carretilla de lata de Shirley, que estaba cerca, y Camarón salió corriendo con un miau de queja hacia el refugio del seto de eglantinas. ¡Mira eso! ¡Hasta el gato de la familia lo odiaba! ¿Qué sentido tenía seguir viviendo?
Recogió el león de caramelo. Nan le había comido la cola y casi todo el cuarto trasero, pero seguía siendo un león. Podía comérselo. Podría ser el último león que comiera en la vida. Para cuando terminó el león y se chupó los dedos, Jem había tomado una decisión sobre qué hacer. Era lo único que se podía hacer cuando no te dejaban hacer nada.