A la mañana siguiente, Ana terminó aquella semana llena de días agradables, llevando flores a la tumba de Matthew; por la tarde cogió el tren desde Carmody. Durante un rato pensó en todas las cosas queridas que dejaba atrás, y luego sus pensamientos corrieron hacia adelante, hacia las cosas queridas que la esperaban. Su corazón iba cantando porque regresaba a casa, a una casa donde reinaba la alegría, donde todo aquel que cruzaba el umbral sabía que era un hogar, una casa que rebosaba risas, tacitas de plata, fotos y niños… preciosidades con rizos y rodillas gordezuelas, cuartos que le darían la bienvenida, armarios llenos de vestidos aguardándola; una casa, en fin, donde siempre se celebraban los pequeños aniversarios y siempre se susurraban pequeños secretos.
«¡Qué agradable es que me guste regresar a casa!», pensó Ana, sacó del bolso una carta de uno de sus hijos con la que se había reído alegremente la noche anterior, al leérsela con orgullo a los habitantes de Tejas Verdes, la primera carta que había recibido de un hijo suyo. Era una cartita preciosa para venir de una criatura de siete años que hacía sólo un año que iba a la escuela, aunque la ortografía de Jem era todavía un poco vacilante y había un gran borrón de tinta en una esquina del papel.
Di yoró y yoró toda la noche porque Tommy Drew le dijo que iba a quemarle la muñeca en una parrilla. De noche Susan nos cuenta unos cuentos mui lindos pero no es como tu, mamita. Anoche me dejó ayudarla a plantar unas semillas.
«¿Cómo he podido ser feliz lejos de ellos una semana entera?», se preguntó la dueña y señora de Ingleside con reproche.
—¡Es maravilloso que alguien te espere al final de un viaje! —exclamó al bajar del tren en Glen St. Mary y ser recibida por los brazos expectantes de Gilbert.
No estaba segura de que Gilbert la esperaría: siempre había alguien a quien se le ocurría nacer o morirse, pero no había regreso a casa que mereciera la pena si él no estaba esperándola. ¡Y qué elegante era su nuevo traje! «Menos mal que me he puesto la blusa blanca con puntillas con el traje castaño, aunque la señora Lynde me dijo que era un disparate vestirse así para viajar. De no haberme vestido así, no estaría linda para Gilbert».
Ingleside estaba iluminada con alegres farolitos chinos colgados en la galería. Ana corrió alegremente por el sendero bordeado de narcisos.
—¡Ingleside, aquí estoy! —exclamó.
La rodearon todos, riendo, parloteando, bromeando, y Susan Baker sonreía con mesura detrás de todos. Cada uno de sus hijos tenía un ramito recogido especialmente para ella, hasta el pequeño Shirley, con sus dos añitos.
«¡Ah, qué bienvenida! Todo en Ingleside es tan feliz. Es maravilloso pensar que mi familia se alegra tanto de verme».
—Mamá, si te vas otra vez de casa —dijo Jem, con mucha solemnidad—, cogeré apendicitis.
—¿Qué hay que hacer para coger apendicitis? —preguntó Walter.
—¡Shh! —dijo Jem. Le dio un codazo a Walter y murmuró—: Tiene que haber un dolor en algún lugar, yo lo sé, pero sólo quiero asustar a mamá para que no se vaya más.
Había mil cosas que Ana quería hacer al mismo tiempo, abrazar a todos, salir corriendo en el crepúsculo a recoger algunos pensamientos (en Ingleside había pensamientos por todas partes), recoger la vieja muñeca que había quedado sobre el felpudo, oír todos los jugosos chismes y novedades: todos contribuían con algo. Nan, que se había metido el tapón de un tubo de vaselina en la nariz cuando el doctor había salido a atender un caso y Susan se había distraído. «Le aseguro que me preocupé mucho, mi querida señora». La vaca de la señora Jud Palmer, que se había comido cincuenta y siete clavos y hubo que mandar buscar un veterinario de Charlottetown. La distraída de la señora Fenner Douglas, que había ido a la iglesia con la cabeza descubierta. Papá, que había arrancado todos los dientes de león del jardín. «Entre un niño y otro, mi querida señora…, tuvo ocho mientras usted no estaba». El señor Tom Flagg, que se había teñido el bigote («aunque hace apenas dos años de la muerte de su esposa»). Rose Maxwell, de Harbour Head, que había dejado plantado a Jim Hudson, del Upper Glen, y él le había mandado una factura por todo lo que había gastado en ella. De lo concurrido que había estado el funeral de la señora Amasa Warren. Del gato de Carter Flagg, al que le habían arrancado la cola de un mordisco. De Shirley, a quien habían encontrado en un establo, de pie justo debajo de uno de los caballos. «Mi querida señora, ya nunca volveré a ser la misma». Que, lamentablemente, había buenas razones para suponer que los ciruelos estaban apestados. Que Di se había pasado todo el día cantando: «Mami vuelve a casa hoy, a casa hoy, a casa hoy», con la música de Merrily We Roll Along. Que en casa de Joe Reese tenían un gato bizco porque había nacido con los ojos abiertos. Que Jem, sin querer, se había sentado encima de un papel cazamoscas antes de ponerse los pantalones. Y que Camarón se había caído dentro del barril de agua.
—Por poco se ahoga, mi querida señora, pero por suerte el doctor oyó sus aullidos en menos que canta un gallo y lo sacó por las patitas de atrás.
«¿Cuánto tiempo es "en menos que canta un gallo", mamá?».
—Parece que se ha recuperado bien —dijo Ana, acariciando las brillantes curvas negras y blancas de un satisfecho gatito de anchas mandíbulas que ronroneaba sobre una silla, junto al fuego.
En Ingleside no era recomendable sentarse en ninguna silla sin asegurarse antes de que no hubiera un gato sobre ella. Susan, a quien no le gustaban mucho los gatos en un principio, juraba que había aprendido a quererlos en defensa propia. En cuanto a Camarón, Gilbert le había puesto ese nombre hacía un año cuando Nan había traído a casa al gatito, flacucho y en un estado lamentable, desde el pueblo, donde unos muchachitos habían estado torturándolo, y el nombre le quedó, aunque ahora era altamente inapropiado.
«Pero ¡Susan! ¿Qué ha pasado con Gog y Magog? Ay, no se habrán roto, ¿no?».
—No, no, mi querida señora —exclamó Susan. Se puso roja de vergüenza y salió corriendo de la habitación. Volvió en seguida con los dos perros de porcelana, que siempre presidían el hogar en Ingleside—. No sé cómo pude olvidarme de volver a ponerlos en su sitio antes de su llegada. ¿Sabe qué sucedió, mi querida señora? La señora de Charles Day, de Charlottetown, estuvo de visita al día siguiente de su partida; y ya sabe lo escrupulosa y cuidadosa que es. Walter pensó que tenía que darle conversación y comenzó señalándole los perros. «Éste es Dios y éste es Mi Dios», dijo, pobrecito inocente. Yo estaba horrorizada, y pensé que me moría al verle la cara a la señora Day. Se lo expliqué lo mejor que pude, porque no quería que nos creyera una familia de herejes, pero decidí guardar los perros en el armario de la loza, fuera de la vista, hasta que usted volviera.
—Mamá, ¿podemos cenar pronto? —preguntó Jem, con aire patético—. Me duele el estómago de hambre. ¡Ah, mamá, hemos hecho la comida preferida de todos!
—Aramos, dijo el mosquito sobre el lomo del buey, pero sí, es cierto —dijo Susan con una sonrisa—. Pensamos que había que celebrar su regreso como corresponde, mi querida señora. ¿Y ahora dónde está Walter? Esta semana es su turno de tocar el gong para llamar a cenar, pobre angelito.
La cena fue una comida de gala; acostar a todos los niños después fue una delicia. Susan hasta le permitió acostar a Shirley, considerando que era una ocasión muy especial.
—Éste no es un día cualquiera, mi querida señora —dijo con solemnidad.
—Ah, Susan, no existe ningún día cualquiera. Cada día tiene algo que los demás no tienen. ¿No lo ha notado?
—Cuán cierto es, mi querida señora. El viernes pasado, por ejemplo, que llovió todo el día, y estuvo tan gris, a mi gran geranio rosado por fin le salieron botones después de haberse negado a florecer durante tres largos años. ¿Y no ha visto mis calceolarias, mi querida señora?
—¡Verlas! ¡Jamás en la vida he visto calceolarias como ésas, Susan! ¿Cómo lo hace?
«Ya está. He hecho feliz a Susan y no he mentido. Jamás he visto calceolarias como las suyas, ¡gracias al cielo!».
—Es el resultado del cuidado y la atención constantes, mi querida señora. Pero hay algo de lo que creo que debo hablarle. Creo que Walter sospecha algo. Sin duda, algunos de los chicos de Glen le han dicho cosas. Hoy en día, hay tantos chicos que saben mucho más de lo que es conveniente… El otro día, Walter me dijo, muy pensativo: «Susan —dijo—, ¿son muy caros los niños?». Me quedé sin habla, mi querida señora, pero mantuve el control de mí misma. «Hay gente que piensa que son un lujo —le dije—, pero en Ingleside pensamos que son una necesidad». Y me reprocho por haberme quejado en voz alta del precio de las cosas en los comercios de Glen. Me temo que pueda haber preocupado a la criatura. Pero si le dice algo, mi querida señora, ya está preparada.
—Veo que manejó la situación de manera maravillosa, Susan —dijo Ana, muy seria—. Y creo que ha llegado el momento de contarles lo que esperamos.
Pero lo mejor de todo fue cuando Gilbert se le acercó; ella estaba junto a la ventana, mirando la niebla que venía desde el mar y se esparcía sobre las dunas iluminadas por la luna, y sobre el puerto y por el largo y angosto valle al que miraba Ingleside y donde se arrebujaba el pueblo de Glen St. Mary.
—¡Regresar al fin de un arduo día de trabajo y encontrarte! ¿Eres feliz, Ana querida?
—¡Feliz! —Ana se inclinó para aspirar el perfume de un florero lleno de azahares que Jem había colocado sobre su tocador. Se sentía rodeada de amor—. Gilbert querido, he disfrutado mucho siendo Ana, la de Tejas Verdes otra vez por una semana, pero es cien veces mejor volver y ser Ana, la de Ingleside.