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—Qué precioso día… está hecho especialmente para nosotras —dijo Diana—. Pero me parece que no durará mucho; mañana tendremos lluvia.

—No importa. Beberemos de su belleza hoy, aunque mañana la luz de su sol se haya ido. Disfrutaremos de nuestra amistad aunque debamos separarnos mañana. Mira esas colinas largas, de ese verde dorado… esos valles con su azul de neblina. Son nuestros, Diana… no me importa si aquella colina pertenece a Abner Sloane… hoy es nuestra. Hay viento del oeste: va a ser un día perfecto.

Y así fue. Recorrieron todos los queridos lugares de antes: el Sendero de los Amantes, el Bosque Encantado, Idlewild, el Valle de las Violetas, el Sendero del Abedul, el Lago de Cristal. Había algunos cambios. Los pequeños abedules de Idlewild —donde hacía tanto tiempo habían tenido una casita de muñecas— se habían convertido en árboles adultos; el Sendero del Abedul, no hollado en tanto tiempo, estaba recubierto de helechos; el Lago de Cristal había desaparecido por completo y dejado apenas un hueco húmedo y musgoso. Pero el Valle de las Violetas estaba púrpura debido a las flores y el vástago de manzano que Gilbert había hallado una vez en lo más profundo del bosque era un árbol inmenso moteado de diminutos capullos terminados en puntas rojas.

Ellas iban sin sombrero. El cabello de Ana aún brillaba como caoba lustrada, a la luz del sol, y el de Diana todavía era de un negro brillante. Intercambiaban miradas de regocijo, de entendimiento, de cálida amistad. Por momentos, caminaban en silencio… Ana siempre decía que dos personas que se entendían tanto como ella y Diana podían sentir cada una los pensamientos de la otra. A veces salpicaban la conversación con ¿te acuerdas…? «¿Te acuerdas el día que te caíste en el corral de los patos de los Cobb, en la calle Tory…? ¿Te acuerdas de cuando asustamos a la tía Josephine…? ¿Te acuerdas de nuestro Club de Cuentos…? ¿Te acuerdas de la visita de la señora Morgan, cuando te manchaste la nariz de rojo…? ¿Te acuerdas de cómo nos hacíamos señales con velas desde las ventanas…? ¿Te acuerdas de cómo nos divertimos en la boda de la señorita Lavender y de los moños azules de Charlotta…? ¿Te acuerdas de la Sociedad para el Mejoramiento?». Casi les parecía que podían oír sus antiguas carcajadas resonando a través de los años.

La AVIS estaba, al parecer, muerta. Había ido desintegrándose poco a poco tras la boda de Ana.

—No pudieron sostenerla, Ana. Los jóvenes de Avonlea no son lo que eran en nuestros tiempos.

—No hables como si «nuestros tiempos» hubieran terminado, Diana. Tenemos apenas quince años y somos almas gemelas. El aire no está lleno de luz: es luz. Creo que me han crecido alas.

—Yo me siento igual —dijo Diana, olvidando que esa mañana había hecho subir la marca de la balanza a setenta kilos—. A menudo siento que me encantaría convertirme en pájaro por un rato. Ha de ser maravilloso volar.

La belleza las rodeaba por todas partes. Insospechados matices resplandecían en las penumbras de los bosques y relucían en los seductores senderos. El sol de primavera se colaba a través de las jóvenes hojas verdes. Se oían alegres gorjeos de pájaros por todas partes. Había pequeños claros donde uno sentía que se bañaba en un lago de oro líquido. A cada paso, alguna dulce fragancia primaveral les asaltaba los sentidos… helechos aromáticos… bálsamo de abetos… el saludable olor de los campos recién arados. Había un sendero bordeado de cerezos en flor… un viejo campo con césped, cubierto de pequeños arbolitos que recién comenzaban a vivir y tenían el aspecto de duendes traviesos que se hubieran agazapado entre los pastos altos… arroyos que aún no eran «demasiado anchos para saltarlos»… flores de vicarios bajo los abetos… ramas de jóvenes helechos rizados… y un abedul al que algún vándalo había arrancado la corteza blanca en algunas partes, dejando expuesta la corteza oscura. Ana lo miró durante un rato tan largo, que a Diana le llamó la atención. No veía lo que veía Ana: matices del blanco más puro, exquisitos tonos dorados que se hacían más y más profundos hasta llegar a la última capa, que revelaba un castaño oscuro hondo e intenso… como queriendo demostrar que todos los abedules, tan virginales y fríos exteriormente, tenían sin embargo sentimientos cálidos.

—El primigenio fuego de la Tierra en sus corazones —murmuró Ana.

Y por fin, tras atravesar un bosquecito lleno de hongos, encontraron el jardín de Hester Gray. No había cambiado mucho. Todavía poseía la dulzura de sus hermosas flores. Había aún muchos lirios de junio, como llamaba Diana a los narcisos. Los cerezos estaban más viejos pero tenían bastantes flores blancas. Todavía podía encontrarse el camino central bordeado de rosales, y el viejo malecón estaba blanco con las flores de fresas, azul con las violetas y verde con los helechos. Comieron en un rincón del jardín, sentadas sobre unas piedras musgosas, con un arbusto de lilas a sus espaldas, que agitaba sus banderas púrpuras. Las dos tenían hambre y las dos hicieron justicia a la comida.

—¡Qué bien sabe todo al aire libre! —suspiró Diana—. Tu torta de chocolate, Ana…, no hay palabras, pero tienes que darme la receta. A Fred le va a encantar. Él puede comer cualquier cosa, porque no engorda. Yo siempre digo que no voy a comer más tortas, porque cada año engordo más. Me da pánico llegar a ser como la tía abuela Sarah… Era tan gorda, que había que tirar de ella para levantarla cada vez que se sentaba. Pero cuando veo una torta como ésta… y anoche, en la recepción… ay, se habrían ofendido mucho si no hubiera comido.

—¿Te divertiste?

—Ah, sí, digamos que sí. Pero caí en las garras de la prima de Fred, Henrietta, y a ella le encanta contar sus operaciones y lo que sintió y cómo le habría explotado el apéndice si no se lo hubiera sacado a tiempo. «Me dieron quince puntos. Ay, Diana, ¡cómo sufrí!». Ella disfruta mucho, pero yo no. Y es cierto que sufrió; entonces, ¿por qué no va a disfrutar contándolo ahora? Jim estuvo tan gracioso… Aunque no sé si a Mary Alice le habrá gustado mucho… Bueno, un trozo pequeño, lo mismo da ir presa por un robo que por dos, ¿no?, una porción bien pequeñita no va a cambiar las cosas… Jim dijo que la noche antes de la boda estaba tan asustado, que tuvo ganas de tomar el tren hasta el puerto. Dijo que todos los novios sienten lo mismo pero no se atreven a decirlo. ¿Te parece que a Gilbert y a Fred les habrá pasado lo mismo, Ana?

—Seguro que no.

—Eso dijo Fred cuando le pregunté. Dijo que lo único que lo aterraba era que yo cambiara de idea en el último momento, como Rose Spencer. Aunque nunca se sabe lo que piensa un hombre. Pero es inútil preocuparse ahora por eso. ¡Qué bien hemos pasado esta tarde! Tengo la sensación de que hemos vivido otra vez muchos momentos felices de antes… Ojalá no tuvieras que irte mañana, Ana.

—¿No puedes venir a visitarnos a Ingleside este verano, Diana? Antes del verano… antes del verano, no recibiré visitas por un tiempo.

—Me encantaría. Pero me parece imposible que pueda escaparme de casa en el verano. Siempre hay tanto que hacer…

—Vendrá Rebecca Dew, por fin, y me alegro mucho. Aunque me temo que la tía María también venga. Se lo dio a entender a Gilbert. Él quiere que venga tan poco como yo, pero es «de la familia» y eso implica que la puerta de la casa de Gilbert debe estar siempre abierta para ella.

—Tal vez vaya en invierno. Me encantaría volver a ver Ingleside. Tu casa es preciosa, Ana…, y tu familia también.

—Ingleside es bonita, y ahora la quiero. En un tiempo pensé que jamás llegaría a quererla. No la podía ni ver cuando llegamos, la detestaba por sus mismas virtudes. Eran un insulto para mi querida Casa de los Sueños. Recuerdo que cuando nos fuimos le dije a Gilbert, con pena: «Hemos sido tan felices aquí. Jamás seremos igual de felices en otro lado». Me regodeé en la nostalgia durante un tiempo. Hasta que descubrí que empezaban a brotar semillitas de cariño por Ingleside. Luché contra ese sentimiento, de verdad, pero al fin tuve que rendirme y admitir que la quería. Y la quiero más cada año que pasa. No es una casa muy vieja… las casas demasiado viejas son tristes. Ni demasiado joven… las casas demasiado jóvenes son insulsas. Es dulce. Me gustan todas sus habitaciones. Cada una tiene algún defecto pero también alguna virtud, algo que la distingue de todas las demás, que le da personalidad. Me gustan los magníficos árboles del jardín. No sé quién los plantó, pero cada vez que subo me detengo en el descansillo… ¿te acuerdas de esa ventanita en el descansillo, con ese asiento ancho?… y me siento ahí un momento y digo: «Dios bendiga al hombre que plantó esos árboles, sea quien fuere». En realidad, tenemos demasiados árboles alrededor de la casa, pero no nos resignamos a perder ninguno.

—Típico de Fred. Tiene adoración por ese gran sauce al sur de la casa. Estropea la vista desde las ventanas de la salita, y se lo he dicho mil veces, pero él dice: «¿Serías capaz de cortar algo tan hermoso como ese árbol, por más que te tape la vista?». Y el sauce se queda, y es precioso. Por él le pusimos a la casa el nombre de Granja del Sauce Solitario. El nombre Ingleside me encanta. Es tan íntimo, tan bonito…

—Eso dijo Gilbert. Nos costó mucho elegir el nombre. Pensamos varios pero no tenían nada que ver. Pero cuando se nos ocurrió Ingleside, supimos de inmediato que era el nombre apropiado. Me alegro de tener una casa grande, la necesitamos, con tanta familia. A los niños también les encanta, por pequeños que sean.

—Son tan encantadores… —Con disimulo, Diana se cortó otra «diminuta porción» de torta de chocolate—. Yo encuentro a los míos preciosos. Pero los tuyos tienen algo… ¡y las mellizas! Eso te envidio. Siempre quise tener mellizos.

—Ah, no pude evitar a las mellizas; son mi destino. Pero para mí, es una desilusión que las mías no se parezcan nada. Nan es bonita, con sus cabellos y ojos castaños y tiene facciones muy bonitas. Di es la favorita de su padre, porque tiene los ojos verdes y los cabellos rojos… cabellos rojos con rizos. Shirley es el preferido de Susan. Yo estuve mucho tiempo enferma después de su nacimiento y ella lo cuidó. A veces creo que Susan cree que es suyo. Lo llama «mi morenito», y es una vergüenza cómo lo mima.

—Y todavía es tan pequeño que puedes ir a verlo de noche a ver si se ha destapado para arroparlo —dijo Diana con pena—. Jack tiene nueve años y no quiere que lo arrope. Dice que ya es grande. ¡Y a mí me encantaba hacerlo! Ah, cómo me gustaría que los niños no crecieran tan rápido.

—Ninguno de los míos ha llegado todavía a esa etapa, aunque me he dado cuenta de que, desde que comenzó a ir a la escuela, Jem ya no quiere que lo tome de la mano cuando caminamos por el pueblo —dijo Ana con un suspiro—. Pero él, Walter y Shirley siguen queriendo que los arrope. Walter a veces hace todo un ritual.

—Y todavía no tienes que preocuparte por qué van a ser. Jack está loco por ser soldado cuando sea grande. ¡Soldado! ¡Imagínate!

—En tu lugar, yo no me preocuparía. Se olvidará cuando se le ocurra otra cosa. La guerra es algo del pasado. Jem dice que va a ser marino… como el capitán Jim… y Walter va camino de ser poeta. No es como ninguno de los otros. Pero a todos les encantan los árboles y a todos les gusta jugar en «el Pozo», como lo llaman… Es un pequeño valle, justo detrás de Ingleside, con preciosos senderos y un arroyo. Un lugar común y corriente… Para la gente no es más que «el Pozo», pero para ellos es el País de las Hadas. Todos tienen defectos, pero no son malos chicos, y por suerte, siempre están rodeados de mucho amor.

»Ah, me alegra pensar que mañana a esta hora estaré en Ingleside, contándoles cuentos a mis niños a la hora de dormir y dándoles a las calceolarias y los helechos de Susan su dosis de alabanzas. Susan tiene suerte con los helechos. Nadie puede conseguir helechos como los suyos. Puedo alabar sus helechos con toda honestidad. ¡Pero las calceolarias, Diana! A mí no me parecen flores. Pero no puedo herir los sentimientos de Susan diciéndoselo. Siempre me las arreglo para decirle algo. Hasta ahora la Providencia no me ha abandonado. Susan es tan buena… No sé qué haría sin ella. Y pensar que en un tiempo la consideré «una extraña». Sí, es bonito pensar en ir a casa y, sin embargo, también me da pena irme de Tejas Verdes. Esto es tan hermoso, con Marilla y contigo. Nuestra amistad siempre ha sido algo hermoso, Diana.

—Sí, y las dos siempre… quiero decir, nunca he podido decir las cosas como tú, Ana, pero sí hemos mantenido nuestros «solemnes juramento y promesa», ¿no?

—Siempre, y siempre los mantendremos.

La mano de Ana halló la de Diana. Permanecieron sentadas un largo rato en un silencio demasiado dulce para ser interrumpido con palabras. Las largas y quietas sombras del atardecer cayeron sobre la hierba, sobre las flores y sobre la verde extensión de los prados cercanos. El sol bajó e hizo que las sombras gris rosáceas del cielo más profundas y pálidas detrás de los árboles pensativos, mientras el crepúsculo de primavera se apoderaba del jardín de Hester Gray, por el que ya nadie caminaba. Los petirrojos salpicaban el aire del atardecer con silbidos aflautados. Una inmensa estrella apareció por entre los blancos cerezos.

—La primera estrella es siempre un milagro —dijo Ana, soñadora.

—Podría quedarme sentada aquí para siempre —dijo Diana—. ¡Qué lástima que tengamos que irnos!

—Yo también lo lamento, pero después de todo, sólo hemos simulado tener quince años. Debemos recordar nuestras responsabilidades familiares. ¡El aroma de esas lilas! ¿Nunca se te ocurrió, Diana, que hay algo… no demasiado casto… en el perfume de las lilas? Gilbert se ríe, y a él le encantan, pero a siempre me parece que evocan algo secreto, demasiado dulce.

—Yo siempre digo que es un perfume demasiado pesado para tener dentro de la casa —dijo Diana. Cogió la bandeja con los restos de la torta de chocolate… lo miró con pena… pero negó con la cabeza y la guardó en la cesta, con expresión de nobleza y sacrificio.

—¿No sería divertido, Diana, si ahora, camino a casa, nos encontráramos con nosotras como éramos antes, corriendo por el Sendero de los Amantes?

Diana se estremeció.

—Noooo, no me parecería nada divertido, Ana. No me di cuenta de que había oscurecido tanto. Una cosa es imaginarse cosas a la luz del día, y otra…

Se fueron despacio, en silencio, juntas, con la gloria de la puesta de sol ardiendo sobre las viejas colinas a sus espaldas, y su antiguo cariño, jamás olvidado, ardiéndoles en sus corazones.