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—¡Qué blanca está hoy la luz de la luna! —dijo Ana Blythe para sus adentros mientras recorría el sendero del jardín de la casa de Diana Wright, rumbo a la puerta del frente. Pequeños pétalos de capullos de cerezos caían, desprendidos por la brisa marina.

Se detuvo un momento para mirar las colinas y los bosques que había amado en otros tiempos y que aún amaba. ¡Querido Avonlea! Glen St. Mary era ahora su lugar y lo había sido ya durante muchos años, pero Avonlea tenía algo que Glen St. Mary no podría tener nunca. Fantasmas de sí misma la esperaban en cada rincón… los campos por los que había vagado le daban la bienvenida… los ecos no borrados de la dulce vida de antaño estaban alrededor… cada rincón tenía algún recuerdo querido. Aquí y allí, había jardines encantados donde florecían todas las rosas del pasado. A Ana siempre le gustaba ir a Avonlea incluso cuando, como en esta ocasión, la razón de la visita era triste. Habían venido al funeral del padre de Gilbert, y Ana iba a quedarse una semana más. Marilla y la señora Lynde no se resignaban a dejarla partir tan pronto.

Su vieja habitación de la buhardilla seguía preparada para recibirla, y cuando Ana subió la noche de su llegada, se encontró con que la señora Lynde había puesto un gran ramo de primaverales flores silvestres en su honor… un ramo que, cuando Ana hundió la cara entre las flores, parecía haber guardado toda la fragancia de años nunca olvidados. La Ana de antes estaba esperándola allí. Profundas y atesoradas alegrías de otros tiempos le aletearon en el corazón. La habitación de la buhardilla la abrazaba, la retenía, la envolvía. Miró con cariño la vieja colcha de hojas de manzano que la señora Lynde le había tejido, y las almohadas impecables adornadas con anchas puntillas tejidas por la señora Lynde, las alfombras tejidas por Marilla, el espejo que había reflejado la cara de la huerfanita con su frente virgen de niña, la huerfanita que se había quedado dormida llorando aquella primera noche, hacía tanto. Ana olvidó que era una alegre madre de cinco hijos, y que, en Ingleside, Susan Baker tejía otra vez misteriosos escarpines. Una vez más, se sentía Ana, la de Tejas Verdes.

Cuando la señora Lynde entró con toallas limpias, la halló todavía mirándose al espejo con expresión soñadora.

—Me alegro mucho de tenerte otra vez en casa, Ana, así es. Hace nueve años que te fuiste, pero al parecer ni Marilla ni yo podemos dejar de extrañarte. No estamos tan solas ahora que Davy se ha casado. Millie es encantadora, ¡qué tortas hace!, aunque es curiosa como una ardilla con todo. Pero siempre he dicho, y seguiré diciéndolo, que no hay nadie como tú.

—Ah, pero no puedo engañar a este espejo, señora Lynde. Me está diciendo, con toda claridad: «Ya no eres tan joven como eras» —dijo Ana, con gesto caprichoso.

—Tienes muy bien el cutis —dijo la señora Lynde, consolándola—. Aunque claro que nunca tuviste muchos colores.

—Al menos, todavía no tengo asomo, de doble papada —dijo Ana, con alegría—. Y mi viejo dormitorio me recuerda, señora Lynde. Me alegro. Me dolería tanto regresar y descubrir que me ha olvidado. Y es maravilloso volver a ver la luna apareciendo por detrás del Bosque Encantado.

—Parece un gran pedazo de oro en el cielo, ¿no? —dijo la señora Lynde, sintiendo que entraba en un desbordado vuelo poético y agradeciendo que Marilla no estuviera cerca para oírla.

—Mire esos abetos puntiagudos que se recortan contra ella, y los abedules en el valle, que aún levantan los brazos hacia el cielo. Ahora son árboles grandes; eran tan pequeñitos cuando yo llegué aquí, que eso me hace sentir un poquito vieja.

—Los árboles son como los niños —dijo la señora Lynde—. Es terrible cómo crecen apenas una les da la espalda por un minuto. Mira a Fred Wright, no tiene más que trece años y está tan alto como el padre…

»Hay pastel de pollo caliente para la cena y te he preparado mis bizcochitos de limón. No temas dormir en esa cama. He oreado las sábanas y Marilla, que no sabía que yo lo había hecho, volvió a orearlas, y Millie, que no sabía que las dos lo habíamos hecho, las oreó por tercera vez. Espero que Mary María Blythe salga mañana. Disfruta mucho de los funerales.

—La tía Mary María… Gilbert la llama así, aunque en realidad es sólo prima del padre. Siempre me llama «Anita» —dijo Ana, estremeciéndose—. Y la primera vez que me vio, después de casada, me dijo: «Es muy extraño que Gilbert te haya elegido a ti. Podría haberse casado con tantas lindas muchachas…». Tal vez por eso que nunca me ha gustado… y sé que Gilbert tampoco la quiere, pero es demasiado apegado a la familia para admitirlo.

—¿Gilbert se quedará muchos días?

—No. Tiene que regresar mañana por la noche. Dejó a un paciente en un estado muy delicado.

—Ah, bien, supongo que habiendo muerto su madre el año pasado, ya no hay nada que pueda retenerlo en Avonlea. El viejo señor Blythe nunca llegó a recuperarse de la muerte de su esposa… no tenía nada por qué vivir. Los Blythe han sido siempre así, siempre han depositado demasiado en las cosas terrenas. Es muy triste pensar que no queda ninguno de la familia en Avonlea. Eran una buena estirpe. Pero claro, hay un montón de Sloane. Los Sloane aún son Sloane, Ana, y lo serán por los siglos de los siglos, amén.

—Que haya cuantos quieran… Después de cenar, voy a salir a caminar por el viejo jardín a la luz de la luna. Supongo que al fin tendré que irme a la cama, aunque siempre he pensado que dormir en las noches de luna es una pérdida de tiempo… pero voy a despertarme temprano para ver las primeras luces de la mañana cuando se desperezan por detrás del Bosque Encantado. El cielo se pondrá color coral y los petirrojos estarán pavoneándose de un lado a otro, y tal vez un gorrioncito gris se pose en el alféizar de la ventana, y habrá pensamientos dorados y púrpuras para mirar…

—Pero los conejos se comieron todos los macizos de lirios de junio —dijo la señora Lynde con tristeza, y bajó la escalera sintiéndose aliviada por dentro de no tener que seguir hablando de la luna.

Ana siempre había sido un poco rara en ese sentido. Y al parecer, no tenía mucho sentido abrigar esperanzas de que cambiara.

Diana avanzó por el sendero para encontrar a Ana. Incluso a la luz de la luna se veía que sus cabellos seguían siendo negros, sus mejillas rosadas, y sus ojos luminosos. Pero la luz de la luna no podía ocultar que estaba un poco más robusta que en años pasados… y Diana nunca había sido lo que la gente de Avonlea consideraba «flacucha».

—No te preocupes, querida, no he venido para quedarme.

—Como si yo fuera a preocuparme por eso —dijo Diana, en tono de reproche—. Sabes que preferiría mil veces pasar la noche contigo que ir a la recepción. Tengo la sensación de que casi no nos hemos visto y ahora ya te vas pasado mañana. Pero es el hermano de Fred, ¿entiendes?, y no tenemos más remedio que ir.

—Por supuesto. Y sólo he venido un momento. He cogido el camino de antes, Di, y pasé por la Burbuja de la Ninfa, por el Bosque Encantado, por tu viejo jardín frondoso y por el Estanque de los Sauces. Hasta me detuve a mirar los sauces al revés en el agua, como solíamos hacer. Han crecido tanto…

—Todo ha crecido —dijo Diana con un suspiro—. ¡Cuándo miro al pequeño Fred! Todos hemos cambiado tanto… excepto tú. Tú no cambias nunca, Ana. ¿Cómo haces para mantenerte tan delgada? ¡Mírame a mí!

—Bastante matrona, cierto —rió Ana—. Pero te has salvado del ensanchamiento de la madurez, Di. En cuanto a que yo no he cambiado, bien, la señora de H. B. Donnell está de acuerdo contigo. En el funeral me dijo que no parecía ni un día mayor. Pero la señora de Harmon Andrews no piensa lo mismo. Me dijo: «¡Dios me ampare, Ana, qué desmejorada estás!». Todo es según los ojos de quien mira, o su conciencia. Los únicos momentos en los que siento que estoy envejeciendo son cuando miro las fotografías de las revistas. Los héroes y las heroínas me están pareciendo demasiado jóvenes. Pero no te preocupes, Di, mañana las dos vamos a volver a ser chicas. Eso es lo que he venido a decirte. Vamos a tomarnos toda la tarde libre y visitaremos los lugares de antes, todos. Caminaremos por los prados y atravesaremos los viejos bosques frondosos de helechos. Veremos todas las viejas cosas que quisimos y las colinas, donde volveremos a encontrarnos con nuestra juventud. Nada parece imposible en primavera, ya lo sabes. Dejaremos de sentirnos madres y personas responsables y seremos tan atolondradas como todavía me considera la señora Lynde en lo más profundo de su alma. No tiene sentido ser siempre sensata, Diana.

—¡Caramba! Eso es típico de ti. Me encantaría, pero…

—Nada de peros. Ya sé lo que estás pensando: «¿Quién va a preparar la comida para los hombres?».

—No exactamente. Ana Cordelia sabe cocinar tan bien como yo, a pesar de que no tiene más que once años —dijo Diana, orgullosa—. Lo iba a hacer de todas maneras, porque yo pensaba asistir a la Reunión de Damas de Beneficencia, pero no iré. Te acompañaré. Será como hacer que un sueño se haga realidad. Sabes, Ana, muchas tardes me siento, y pienso que somos niñas pequeñas otra vez… Yo llevaré la comida.

—Y comeremos en el jardín de Hester Gray… Supongo que el jardín de Hester Gray sigue existiendo.

—Supongo que sí —dijo Diana, vacilante—. No he estado allí desde que me casé. Ana Cordelia sale a explorar a menudo, pero siempre le digo que no se aleje mucho de casa. Le encanta vagabundear por el bosque y un día, cuando la reprendí por hablar sola en el jardín, me dijo que no estaba hablando sola, que estaba hablando con el espíritu de las flores. ¿Te acuerdas de ese juego de té para las muñecas con los capullitos rosados, que le enviaste cuando cumplió nueve años? No ha roto ni una pieza. Es muy cuidadosa. Sólo lo usa cuando las Tres Personitas Verdes vienen a tomar el té con ella. No pude sacarle quiénes son. Creo que, en algunas cosas, Ana, esa niña es mucho más parecida a ti que a mí.

—Tal vez haya más en un nombre de lo que Shakespeare quiso admitir. No le quites a Ana Cordelia sus fantasías, Diana. A mí siempre me dan pena los niños que no pasan algunos años en el País de las Hadas.

—Ahora Olivia Sloane es la maestra —dijo Diana, pensativa—. Es graduada, sabes, y va enseñar en la escuela durante un año para estar cerca de su madre. Ella dice que hay que hacer que los niños se enfrenten con la realidad.

—¿Ha llegado el día en que debo escuchar que eres partidaria del «sloanismo», Diana Wright?

—No… no… ¡no! No me resulta nada simpática. Tiene esa mirada redonda de ojos azules, como toda su familia… Y no me molestan las fantasías de Ana Cordelia. Son muy bonitas, como lo eran las tuyas. Supongo que ya tendrá suficiente «realidad», tal como van los tiempos.

—Bien, entonces está decidido. Ven a Tejas Verdes a eso de las dos, y beberemos una copita del licor de grosellas de Marilla… sigue haciéndolo de vez en cuando, a pesar del ministro y de la señora Lynde… nada más que para sentirnos realmente diabólicas.

—¿Te acuerdas del día en que me emborrachaste con ese licor? —preguntó Diana, riendo. La palabra «diabólica» no le importaba tanto dicha por Ana como le habría importado dicha por otra persona. Todo el mundo sabía que Ana no decía esas cosas en serio. Era su manera de ser.

—Mañana tendremos un día de «¿te acuerdas?», Diana. No te entretengo más… ahí viene Fred con el coche. Tu vestido es precioso.

—Fred me convenció de comprarme uno nuevo para la boda. Yo decía que no debíamos gastar dinero, ya que estamos construyendo el nuevo granero, pero él dijo que no iba a permitir que su esposa pareciera una mujer a quien invitaban pero no podía ir, cuando todas las demás irían emperifolladas al máximo. ¿No es típico de un hombre?

—Ah, pareces la señora Elliott, de Glen —dijo Ana con tono severo—. Cuidado con esa tendencia. ¿Te gustaría vivir en un mundo sin hombres?

—Sería horrible —admitió Diana—. Sí, sí, Fred, ya voy. ¡Ay, sí, está bien! Hasta mañana, entonces, Ana.

Ana se detuvo junto a la Burbuja de la Ninfa en el camino de regreso. Le gustaba tanto aquel viejo arroyito… Cada eco de su risa de niña, que el arroyo alguna vez había atrapado, lo había guardado y ahora parecía devolverlo a sus oídos atentos. Sus viejos sueños… podía verlos reflejados en la diáfana Burbuja… viejos juramentos… viejos susurros… El arroyo lo guardaba todo y murmuraba, pero no había nadie escuchando, salvo los sabios y viejos abetos del Bosque Encantado, que escuchaban desde hacía tanto…