Carl Meredith y Miller Douglas volvieron justo antes de Navidad y Glen St. Mary los recibió en la estación con una banda que había prestado Lowbridge y discursos de creación local. A Miller se lo veía ágil y sonriente a pesar de su pierna de madera; se había convertido en un hombre de espaldas anchas y porte imponente y la Medalla D.C. que lucía reconcilió a la señorita Cornelia con las falencias de su linaje hasta el punto de hacerle aceptar tácitamente su compromiso con Mary. Esta última se dio ciertos aires, sobre todo cuando Carter Flagg tomó a Miller en su tienda como jefe de empleados… pero nadie se resintió por eso.
—Desde luego, ya no podemos pensar en trabajar la tierra —dijo Mary a Rilla—, pero Miller cree que le va a gustar estar a cargo del negocio cuando se acostumbre de nuevo a la vida tranquila y Carter Flagg va a ser mejor patrón que la vieja Kitty. Nos vamos a casar en otoño. Pensamos vivir en la vieja casa Mead, con las ventanas salientes y mansardas en el techo. Siempre me pareció la mejor casa de Glen, pero jamás soñé que viviría allí. Por supuesto que vamos a alquilarla pero si todo va como pensamos y Carter Flagg asocia a Miller, algún día será nuestra. Bueno, puede decirse que avancé algo socialmente, ¿no crees?, considerando de dónde vengo. Jamás aspiré a ser la esposa de un comerciante. Pero Miller es muy ambicioso y yo pienso apoyarlo. Dice que no vio a una sola francesa a la que valiera la pena mirar y que su corazón me fue fiel desde el momento en que se fue.
Jerry Meredith y Joe Milgrave volvieron en enero y durante todo el invierno los muchachos de Glen y las zonas aledañas fueron llegando de a dos y de a tres. Ninguno volvía igual a como se había ido, ni siquiera aquellos que habían tenido la fortuna de no recibir heridas.
Un día de primavera, cuando los narcisos se agitaban en la brisa en el jardín de Ingleside y en las orillas del arroyo del Valle del Arco Iris lucían las dulces violetas blancas y púrpura, el perezoso tren de la tarde entró en la estación dé Glen. Era muy raro que la gente que iba a Glen lo tomara, así que no había nadie para recibirlo salvo el nuevo agente ferroviario y un perrito negro y amarillo, que durante más de cuatro largos años había salido a recibir cada tren que entraba en Glen St. Mary. Lunes había salido al encuentro de miles de trenes y no había encontrado nunca al muchacho al que aguardaba con lealtad, pero seguía vigilando, sin perder la esperanza que le iluminaba los ojos. Quizá su corazón perruno le fallara en alguna oportunidad; se estaba poniendo viejo y reumático; y cuando volvía a su guarida después de la partida de los trenes su paso ya no era ágil como antes… no trotaba, sino que caminaba con la cabeza gacha y la cola caída.
Un pasajero descendió del tren… un individuo alto con un gastado uniforme de teniente, que cojeaba levemente. Tenía el rostro bronceado y había algunas hebras grises en los rizos rubio-rojizos que le caían sobre la frente. El nuevo agente de la estación lo miró con atención. Estaba acostumbrado a ver bajar del tren a los uniformados, algunos recibidos por una tumultuosa multitud y otros que llegaban sin avisar, solos como éste. Pero había una cierta distinción en el porte y los rasgos de ese hombre que le llamó la atención y lo hizo preguntarse quién sería.
Un rayo negro y amarillo pasó a toda velocidad junto al jefe de estación. ¿Lunes tieso? ¿Lunes reumático? ¿Lunes, viejo? No vayan a creer. Lunes era un cachorro, loco de alegría rejuvenecedora.
Se arrojó contra el soldado alto con un ladrido que se le atragantó de pura felicidad. Se tendió en el suelo, estremeciéndose en un frenesí de bienvenida. Trató de trepar por las piernas del soldado y cayó y se revolcó, presa de un éxtasis que parecía a punto de partir su cuerpito en pedazos. Le lamió las botas y cuando el teniente logró, con risa en los labios y lágrimas en los ojos, levantar al perro en brazos, Lunes, apoyó la cabeza contra el hombro uniformado y lamió el cuello bronceado del teniente, emitiendo extraños sonidos que eran ladridos y sollozos a la vez.
El jefe de estación había oído la historia de Lunes. Ahora sabía quién era el soldado. La larga vigilia del perrito amarillo había terminado. Jem Blythe había vuelto a casa.
Todos estamos felices… tristes… y agradecidos —escribió Rilla en su diario una semana más tarde—, aunque Susan no se ha recuperado todavía, creo que nunca lo hará, del impacto de que Jem llegara a casa la noche que ella, después de un día cansador, había preparado una cena de «sobras». Jamás olvidaré cómo corrió enloquecida desde la despensa al sótano, buscando delicias escondidas. Como si a alguien le importara qué había sobre la mesa; nadie pudo comer, de todos modos. Ya era bastante alimento mirar a Jem. Mamá parecía no poder sacarle los ojos de encima, como si tuviera miedo de que si dejaba de mirarlo, desapareciera. Es maravilloso tenerlo de vuelta… y también a Lunes. Lunes se niega a separarse un instante de Jem. Duerme a los pies de su cama y se acuesta junto a él durante las comidas. Y el domingo fue a la iglesia con él e insistió en ubicarse en nuestro banco. Allí se durmió a los pies de Jem. En la mitad del sermón se despertó y le pareció que debía volver a dar la bienvenida a Jem: se puso a saltar y ladrar y no se calmó hasta que Jem lo levantó en brazos. Pero a nadie le importó y el señor Meredith se acercó y le acarició la cabeza luego del servicio y dijo:
«La confianza, el cariño y la lealtad son dones preciosos, cualquiera sea el sitio donde los encontremos. El afecto de este perrito es un tesoro, Jem».
Una noche, cuando Jem y yo conversábamos en el Valle del Arco Iris, le pregunté si alguna vez había tenido miedo en el frente.
«¡Miedo! Miles de veces tuve miedo… estaba enfermo de miedo. Yo, que solía reírme de Walter cuando se asustaba. Sabes, Walter en ningún momento tuvo miedo. No desde que llegó al frente. Las realidades nunca lo asustaron, era su imaginación la que le hacía sentir pánico. Su coronel me dijo que Walter era el hombre más valiente del regimiento. Rilla, no tomé conciencia de que Walter estaba muerto hasta que volví a casa. No sabes cómo lo echo de menos ahora… ustedes aquí ya se acostumbraron, pero para mí es nuevo. Walter y yo nos criamos juntos… éramos amigos además de hermanos… y ahora aquí, en este viejo valle que amábamos de niños, acabo de darme cuenta de que no volveré a verlo».
Jem volverá a la universidad en otoño, como Jerry y Carl. Calculo que Shirley también va a ir. Piensa volver a casa en julio. Nan y Di van a seguir enseñando. Faith no espera volver hasta septiembre. Supongo que ella también va a enseñar porque ella y Jem no se van a casar hasta que él termine su carrera de medicina. Creo que Una Meredith decidió tomar un curso de Ciencias del Hogar en Kingsport y Gertrude se va a casar con el mayor Grant. Está feliz, «desvergonzadamente feliz» como dice ella, pero pienso que su actitud es hermosa. Todos hablan de planes y esperanzas, con más sobriedad que antes, pero con interés y la decisión de seguir adelante y hacer las cosas bien a pesar de los años perdidos.
«Estamos en un mundo nuevo —dice Jem— y tenemos que hacerlo mejor que el antiguo. Eso todavía no pasó aunque hay algunos que dicen que sí. Ni siquiera empezamos. El viejo mundo está destruido y tenemos que construir el nuevo. Nos va a llevar años. Ya vi lo suficiente de la guerra como para saber que hay que construir un mundo donde las guerras no sean posibles. Herimos de muerte al prusianismo, pero sigue vivo y no está sólo en Alemania. No basta eliminar al viejo espíritu… hay que hacer surgir al nuevo».
Escribo estas palabras de Jem en el diario para poder leerlas de tanto en tanto y sacar coraje de ellas cuando pierda el ánimo y me cueste un poco mantener la fuerza.
Rilla cerró el diario con un suspiro. Precisamente en esos momentos no le resultaba fácil mantener el ánimo. Todos los demás parecían tener una meta específica o una ambición alrededor de la cual construir sus vidas… ella no. Y se sentía sola, muy sola. Jem había vuelto pero no era el risueño hermano que se había marchado en 1914 y además, pertenecía a Faith. Walter no volvería. Ni siquiera tenía a Jims. De pronto su mundo le parecía enorme y vacío, es decir, le había parecido enorme y vacío desde el momento en que ayer había leído en un periódico de Montreal una lista de una semana de antigüedad con los nombres de los soldados que habían regresado. El capitán Kenneth Ford estaba entre ellos.
Así que Ken había vuelto… y ni siquiera se lo había avisado por escrito. Hacía dos semanas que estaba en Canadá y ella no había recibido ni una línea. Por supuesto, había olvidado —si es que alguna vez hubo algo para olvidar— un entrelazar de manos… un beso… una mirada… una promesa pedida bajo la influencia de una emoción pasajera. Todo era absurdo, ella era una boba romántica e inexperta. Bueno, pero ahora ya no iba a serlo. En el futuro tendría más cabeza y discreción, y no tomaría en serio a los hombres ni a sus costumbres.
«Supongo que lo mejor será ir con Una a estudiar Ciencias del Hogar», pensó mientras se ponía de pie y miraba por la ventana hacia un macizo esmeralda de enredaderas del Valle del Arco Iris, iluminado por la luz violeta del atardecer. Las Ciencias del Hogar no le gustaban para nada en ese momento, pero ya que había que construir un nuevo mundo, lo mejor era ponerse a hacer algo.
Sonó la campanilla de la puerta. Rilla se volvió de mala gana hacia la escalera. Tenía que ir a abrir; no había nadie en casa. Pero lo que menos quería era atender visitas, no ahora. Bajó despacio y abrió la puerta principal.
Había un hombre de uniforme de pie sobre los escalones; un muchacho alto, moreno y de ojos oscuros, con una estrecha cicatriz en la mejilla bronceada. Rilla se quedó mirándolo, aturdida, por un instante. ¿Quién era?
Tenía que conocerlo… sí, había algo en él que le resultaba familiar…
—Rilla-mi-Rilla —dijo él.
—Ken —susurró Rilla. Por supuesto, era Ken… pero se lo veía tanto mayor… estaba tan cambiado… esa cicatriz… las líneas alrededor de los ojos y la boca… la cabeza le daba vueltas y las ideas la aturdían.
Ken tomó la mano temblorosa que ella le tendió y la miró. La delgada Rilla de hacía cuatro años se había redondeado hasta la simetría. Había dejado a una colegiala y ahora encontraba una mujer, una mujer con ojos maravillosos, labios rodeados de hoyuelos y mejillas en flor… una mujer bella y seductora: la mujer de sus sueños.
—¿Eres realmente Rilla-mi-Rilla? —preguntó Ken con una mirada significativa en los ojos.
La emoción sacudió a Rilla de la cabeza a los pies. Dicha, alegría, tristeza, miedo, todas las sensaciones que le habían comprimido el corazón en esos largos cuatro años parecieron brotar a la superficie de su alma por un instante, mientras despertaba lo más profundo de su ser. Trató de hablar; al principio, no le salió la voz. Después…
—Zi —dijo.