32. Noticias de Jem

4 de agosto de 1918

Hoy se cumplen cuatro años desde el baile en el faro: cuatro años de guerra. Parecen doce. Yo tenía quince años entonces. Ahora, diecinueve. Creía que estos cuatro años serían los más encantadores de mi vida y fueron años de guerra, años de temor, angustia y preocupación, pero tengo la humilde esperanza de que también hayan sido años de crecimiento en fuerza y personalidad.

Hoy, cuando atravesaba el corredor, oí a mamá diciéndole algo a papá sobre mí. No fue mi intención escuchar a escondidas, no pude evitar hacerlo, y tal vez sea por eso que oí lo que nunca oyen los que andan escuchando a hurtadillas: algo bueno de sí mismos. Y porque fue mamá la que lo dijo voy a escribirlo aquí en mi diario, para consolarme cuando vienen esos días de desazón en los que siento que soy frívola, egoísta y débil y que no hay nada bueno en mí.

«Rilla maduró tanto en estos cuatro años. Era una chiquilina tan irresponsable. Ahora es una joven capaz, adulta y un enorme consuelo para mí. Nan y Di están más lejos en este tiempo, estuvieron tan poco en casa, pero Rilla y yo estamos cada vez más unidas. Somos compinches. No sé cómo hubiera podido sobrevivir a estos años terribles sin ella, Gilbert».

Bueno, ahí está: eso es lo que dijo mamá. Me siento feliz, arrepentida, orgullosa y ¡humilde! Es hermoso que mi madre piense eso de mí pero no lo merezco del todo. No soy tan buena ni fuerte como ella dice. Muchísimas veces estuve furiosa, impaciente, acongojada y desesperada. El sostén de la familia fueron mamá y Susan. Pero yo ayudé un poquito, creo, y eso me hace sentir feliz y agradecida.

Las noticias de la guerra fueron buenas: los franceses y norteamericanos están haciendo retroceder cada vez más a los alemanes. A veces me parece que esta buena racha no puede durar: después de cuatro años de desastres, esta seguidilla de victorias resulta increíble. No hacemos mucho aspaviento. Susan mantiene izada la bandera pero no perdemos la cordura. El precio es demasiado caro para festejos. Solamente nos sentimos agradecidos de que no haya sido pagado en vano.

No tenemos noticias de Jem. Esperamos… no nos atrevemos a hacer otra cosa. Pero hay momentos en los que todos sentimos que esperar es una tontería aunque no lo decimos en voz alta. Con el correr de las semanas, estas horas de desesperanza se hacen cada vez más frecuentes. Y tal vez nunca lleguemos a saber nada. Eso es lo más terrible de todo. Me pregunto cómo lo estará soportando Faith. A juzgar por sus cartas, no abandonó la esperanza en ningún momento, pero debe de haber tenido horas oscuras de duda como el resto de nosotros.

20 de agosto de 1918

Los canadienses entraron en acción nuevamente y el señor Meredith recibió un cable hoy, diciendo que Carl tiene una herida leve y está en el hospital. No especificaba dónde recibió la herida, y como en general lo dicen, todos estamos preocupados.

Todos los días hay noticias de una nueva victoria.

30 de agosto de 1918

Los Meredith recibieron carta de Carl. La herida «fue leve», pero fue en el ojo derecho ¡y perdió la vista!

«Un ojo alcanza para mirar bichos», escribe Carl alegremente. Y todos somos conscientes de que podría haber sido mucho peor. ¡Si hubieran sido los dos! Pero lloré toda la tarde después de leer la carta de Carl. ¡Esos hermosos y valientes ojos azules!

El consuelo es que no regresará al frente. Volverá a casa en cuanto salga del hospital. Será el primero de los nuestros. ¿Cuándo vendrán los demás?

Y hay uno que no volverá. Por lo menos, no vamos a verlo en carne propia, si vuelve. Pero ay, pienso que va a estar ahí; cuando vuelvan los soldados canadienses, habrá un ejército de sombras con ellos: el ejército de los caídos. ¡No vamos a verlos, pero van a estar allí!

1º de septiembre de 1918

Mamá y yo fuimos a Charlottetown ayer a ver la película Corazones del Mundo. Me porté como una imbécil; papá me va a torturar con eso hasta el fin de mis días. Pero… es que parecía todo tan real y yo estaba tan compenetrada que olvidé todo menos las escenas que veía ante mis ojos. Y después, muy cerca del final, llegó una escena terriblemente emocionante. La heroína luchaba con un horrible soldado alemán que trataba de llevársela a la rastra. Yo sabía que ella tenía un cuchillo, la había visto ocultarlo para tenerlo listo, y no podía entender por qué no lo sacaba y acababa de una vez con ese animal. Pensé: debe de haberse olvidado y justo en el momento de más tensión de la escena perdí la cabeza por completo. Me puse de pie en el cine repleto y grité a voz en cuello: «¡Tienes el cuchillo en la media, tienes el cuchillo en la media!».

Fue todo un escándalo. ¡Lo más gracioso fue que justo cuando grité, la muchacha sacó el cuchillo y apuñaló al soldado!

Todos rieron a carcajadas. Recuperé la cordura y me hundí en mi asiento. Ah, qué mortificada estaba. Mamá se sacudía de risa. Me dieron ganas de sacudirla yo. ¿Por qué no me hizo sentar y me tapó la boca antes de permitirme eso? Ella alega que no tuvo tiempo.

Por suerte el cine estaba a oscuras y creo que no había nadie que me conociera. ¡Y yo que creí que me estaba volviendo sensata, controlada y adulta! Es evidente que me falta recorrer un buen camino antes de llegar a esa condición.

20 de septiembre de 1918

En el Este, Bulgaria pidió la paz y en el Oeste, los ingleses han destrozado la línea de Hindenburg; y aquí en Glen St. Mary el pequeño Bruce Meredith ha hecho algo maravilloso por el amor que hay detrás. A mí me parece maravilloso. La señora Meredith vino esta noche y nos lo contó. Mamá y yo lloramos, y Susan se levantó e hizo ruido con las ollas y los utensilios de cocina.

Bruce siempre quiso mucho a Jem; nunca lo olvidó en todos estos años. Es tan fiel como Lunes, a su modo. Siempre le dijimos que Jem volvería. Pero parece que anoche estuvo en la tienda de Carter Flagg y oyó decir a su tío Norman que Jem Blythe no regresaría y que era mejor que los de Ingleside dejaran de esperar noticias. Bruce volvió a su casa y lloró hasta quedarse dormido. Esta mañana su madre lo vio salir con una expresión acongojada, pero decidida, con su gatito en la mano. No pensó más en ello, hasta que lo vio volver más tarde, con expresión trágica y él le contó, sollozando, que había ahogado a Stripey.

«¿Por qué?», exclamó la señora Meredith.

«Para que vuelva Jem —sollozó Bruce—. Pensé que si sacrificaba a Stripey, Dios mandaría de vuelta a Jem. Así que lo ahogué y… ay, mamá, fue muy triste para mí, pero seguro que ahora Dios hará que Jem vuelva porque Stripey era lo que yo más quería. Le dije a Dios que le daba a Stripey para que hiciera volver a Jem. ¿Te parece que ahora sí va a volver, mamá?».

La señora Meredith no sabía qué decirle al pobre chico. Sencillamente no se atrevía a decirle que quizá su sacrificio no haría volver a Jem, que ése no era el modo de obrar de Dios. Le advirtió que no esperara que sucediera de inmediato, que quizá pasaría mucho tiempo antes de la vuelta de Jem.

Pero Bruce contestó:

«No tendría que pasar más de una semana, mamá. Ay, mamá, Stripey era un gatito tan lindo, ronroneaba tanto. ¿No te parece que a Dios le va a gustar tanto que nos mandará de nuevo a Jem?».

El señor Meredith está preocupado por el efecto de eso sobre la fe de Bruce en Dios y la señora Meredith está preocupada por el efecto que tendrá el hecho sobre Bruce si su esperanza no se cumple. Y a mí me dan ganas de llorar cada vez que pienso en ello. Fue tan magnífico… triste y hermoso. ¡Qué chiquillo leal y cariñoso! Adoraba ese gatito. Y si todo fue en vano… se le partirá el corazón, porque todavía no tiene edad suficiente para comprender que Dios no responde a nuestras plegarias del modo en que lo esperamos… y que no negocia con nosotros cuando Le entregamos algo que amamos.

24 de septiembre de 1918

Hace horas que estoy aquí, arrodillada junto a la ventana a la luz de la Luna, dando gracias a Dios una y otra vez. La dicha de anoche y la de hoy fue tan grande que casi fue un dolor… como si nuestros corazones no pudieran abarcarla.

Anoche estaba sentada aquí, en mi habitación, a las once de la noche, escribiendo una carta para Shirley. Todos estaban acostados, menos papá, que había salido. Oí sonar el teléfono y corrí a levantar el tubo antes de que despertara a mamá. Era una llamada de larga distancia y cuando atendí, me dijeron: «Hablamos de la compañía de telégrafos de Charlottetown. Hay un cable de ultramar para el doctor Blythe».

Pensé en Shirley… se me detuvo el corazón… luego oí decir al hombre: «Es de Holanda».

El mensaje era: «Acabo de llegar. Escapé de Alemania. Estoy bien. Va carta. James Blythe».

No me desmayé ni grité. No me sentí feliz ni sorprendida. No sentí nada. Quedé como atontada, como cuando me enteré que Walter se había enrolado. Colgué y me di vuelta. Mamá estaba en la puerta de su dormitorio. Tenía puesta la vieja bata rosada y llevaba el pelo atado en una larga trenza. Le brillaban los ojos. Parecía una jovencita.

«¿Noticias de Jem?», preguntó.

¿Cómo lo supo? Yo no había dicho una sola palabra por el teléfono, salvo: «Sí… sí… sí». Ella dice que no sabe cómo lo supo, pero lo supo. Estaba despierta, oyó el teléfono y supo que había noticias de Jem.

«Está vivo… está bien… está en Holanda», le conté.

Mamá salió al corredor y exclamó:

«Tengo que hablarle a tu padre y decírselo. Está en Upper Glen».

Estaba serena y contenida, cosa que no hubiera esperado. Pero yo, no. Desperté a Gertrude y a Susan y se lo conté. Susan primero dijo:

«Gracias a Dios —y luego—: ¿No les dije que Lunes lo sabía? —Y después—: Voy abajo a preparar una taza de té».

Y desapareció por la escalera en camisón. Les dio el té a mamá y a Gertrude… yo volví a mi habitación, cerré la puerta con llave, me arrodillé junto a la ventana y lloré… como Gertrude cuando recibió su buena noticia.

Creo que por fin sé exactamente qué sentiré en la mañana de la resurrección.

4 de octubre de 1918

Hoy llegó la carta de Jem. Solamente hace seis horas que está aquí y ya está casi deshecha de tanto que la leímos. La empleada del correo contó a todo el mundo que había llegado y todos vinieron a enterarse de las noticias.

Jem recibió una herida fea en el muslo; lo recogieron y lo llevaron a prisión, delirando de fiebre. No sabía ni dónde estaba ni lo que le pasaba. Pasaron semanas antes de que se recuperara y pudiera escribir. Entonces escribió, pero la carta no llegó nunca. No lo trataron mal en el campo… pero la comida era horrible. Sólo le daban un poco de pan negro y repollo hervido y de tanto en tanto un poco de sopa con porotos negros. ¡Y nosotros aquí, comiendo platos suculentos tres veces por día! Nos escribió con frecuencia pero intuyó que las cartas no llegaban porque no recibía respuesta. En cuanto tuvo fuerza suficiente, trató de escapar, pero lo atraparon y lo llevaron de vuelta; un mes más tarde lo volvió a intentar con un compañero y lograron llegar a Holanda.

No puede volver a casa enseguida. Todavía no está tan bien como decía el cable porque la herida no ha cicatrizado bien y tiene que recibir un tratamiento en un hospital de Inglaterra. Pero dice que con el tiempo quedará bien y ahora sabemos que está a salvo y que en algún momento va a volver con nosotros. ¡Y eso cambia tanto las cosas!

Hoy también recibí carta de Jim Anderson. Se casó con una muchacha inglesa, le dieron de baja y está por volver a Canadá con su esposa. No sé si alegrarme o no. Depende de la clase de mujer que sea. También recibí una carta de naturaleza algo misteriosa. Es de un abogado de Charlottetown, que me pide que vaya a verlo en cuanto pueda, respecto de un asunto relacionado con las posesiones de la «difunta señora Matilda Pitman».

Leí un anuncio de la muerte de la señora Pitman —un paro cardíaco— en el Enterprise hace unas semanas. Me pregunto si esa carta tendrá algo que ver con Jims.

5 de octubre de 1918

Esta mañana fui a la ciudad y me entrevisté con el abogado de la señora Pitman, un hombrecillo delgado y anguloso, que habló de su clienta con tanto respeto que era evidente que estaba tan dominado por ella como Robert y Amelia. Le redactó un testamento nuevo un tiempo antes de su muerte. Poseía treinta mil dólares, que en gran parte heredó Amelia Chapley. Pero dejó cinco mil dólares a mi nombre, en fideicomiso para Jims. El interés se usará como yo crea conveniente para su educación y el capital se le entregará cuando cumpla veinte años. No hay duda de que Jims nació bajo una buena estrella. Yo lo salvé de una muerte lenta a manos de la señora Conover… Mary Vance lo salvó de morir de crup diftérico… su estrella lo salvó cuando cayó del tren. ¡Y ahora esta herencia! Es evidente, como dijo la señora Pitman y como yo siempre creí, que no es un niño común y que tampoco lo espera un destino común.

En cualquier caso, tiene el futuro asegurado y Jim Anderson no podrá despilfarrarse la herencia aunque quiera. Ahora, si la madrastra inglesa es una buena mujer, me puedo sentir muy tranquila respecto del porvenir de mi bebé de guerra.

Me pregunto qué pensarán del asunto Robert y Amelia. ¡Calculo que después pie esto van a clausurar con tablas las ventanas cuando se vayan de su casa!