Cuando el tren se detuvo en el desvío de Millward, Rilla y Jims estaban parados sobre la plataforma trasera del vagón. La tarde de agosto era calurosa y pesada y los vagones iban tan llenos que no se podía respirar. Nadie sabía por qué los trenes tenían que parar en el desvío de Millward. No se sabía de nadie que hubiera subido o bajado del tren en ese lugar. La casa más cercana estaba a ocho kilómetros y lo único que rodeaba la estación eran arándanos silvestres y coníferos achaparrados.
Rilla iba hacia Charlottetown a pasar la noche con una amiga y al día siguiente de compras para la Cruz Roja. Se había llevado consigo a Jims, en parte porque no quería molestar a Susan ni a su madre y en parte porque íntimamente deseaba tenerlo todo para ella antes de que se diera la posibilidad de tener que entregarlo para siempre. Jim Anderson le había escrito no hacía mucho. Estaba herido en el hospital y no tenía posibilidad de volver al frente y apenas pudiera iría en busca de Jims.
A Rilla le dolía esa situación y, al mismo tiempo la preocupaba. Ella amaba a Jims profundamente. Iba a sufrir mucho cuando tuviera que entregarlo; ahora, si Jim Anderson fuese una persona totalmente diferente, con un hogar adecuado para él, la cosa no sería tan fea. Pero entregar a Jims a un padre errante, vagabundo e irresponsable, a pesar de lo grande y bueno que pudiera ser su corazón —y sabía que Jim Anderson tenía un corazón así—, era un proyecto amargo para Rilla.
Ni siquiera había probabilidades de que Anderson se quedara en Glen; ya no tenía lazos que lo retuvieran, hasta podría regresar a Inglaterra.
Quizá no volvería a ver a su querido y adorable Jims, a quien había criado con tanto esmero. ¿Y cuál sería el destino del niño con semejante padre? Rilla tenía intenciones de rogarle que dejara a Jims con ella pero, después de haber leído la carta de Anderson, no tenía esperanzas de que aceptara.
«Si se quedara en el Glen y yo pudiera tenerlo cerca y verlo de vez en cuando, no me sentiría tan mal —reflexionaba—. Pero estoy segura de que se va… Y Jims no va a tener ni una oportunidad. Es un chico tan brillante… tiene ambiciones, que no sé de quién las heredó… y no es perezoso. Pero su padre nunca va a tener un centavo para darle educación, para ayudarlo en la vida. Jims, mi pequeño bebé de guerra, ¿qué va a ser de ti?».
Jims no tenía ninguna preocupación por su futuro. Miraba divertido las payasadas de una ardilla que jugaba en el techo de la pequeña parada. Cuando el tren arrancó, Jims se estiró para darle una última mirada a Chipy, soltándose de la mano de Rilla. Y ella estaba tan enfrascada pensando qué sería de Jims en el futuro que se olvidó de ver qué era lo que le estaba sucediendo en el presente. Lo que pasó fue que Jims perdió el equilibrio, salió cabeza abajo por los escalones, se precipitó por la plataforma y aterrizó sobre un montón de helechos del otro lado.
Rilla gritó y perdió el control. De un salto pasó los escalones y se bajó del tren.
Afortunadamente, el tren iba a una velocidad bastante baja; por suerte también, Rilla reaccionó como para correr en el sentido en que iba la máquina; pero de todos modos, se cayó y resbaló despatarrada por el terraplén para terminar en un pozo lleno de plumerillos y chamico.
Nadie había visto la escena y el tren desapareció rápidamente en la curva. Rilla se incorporó, mareada pero ilesa, logró salir del pozo y voló desesperada por la plataforma, esperando encontrar a Jims hecho pedazos. Pero el niño parecía bastante bien, excepto por algunos moretones y el susto.
Estaba tan asustado que ni siquiera lloraba, pero Rilla, cuando lo vio sano y salvo, se puso a llorar desconsolada, con mucho ruido.
—Tden muy malo —dijo Jims, disgustado—, y Dios muy malo —agregó desafiando al cielo.
Rilla soltó una carcajada en medio de sus sollozos, y el resultado fue algo que su padre hubiera llamado histeria. Pero Rilla trató de recuperarse antes de que el ataque la dominara.
—Rilla Blythe, estoy avergonzada de ti. Un poco de corrección, por favor y Jims, no vuelvas a decir cosas así.
—Dios me tidó del tden —declaró Jims desafiante—. Alguien me tidó, tú No me tidaste, así que fue Dios.
—No, no fue Él. Fuiste tú que te soltaste de mi mano y te inclinaste demasiado. Te advertí que no lo hicieras. Así que fue culpa tuya.
Jims la miró para ver si en realidad estaba convencida de lo que decía y después volvió a mirar al cielo.
—Entonces perdóname, Dios —agregó con firmeza.
Rilla también miró el cielo, y no le gustó su aspecto: una gran nube de tormenta venía por el nordeste. ¿Qué podía hacer? Ya no había más trenes esa noche porque el especial de las nueve sólo pasaba los sábados. ¿Serían capaces de llegar a la casa de Hannah Brewster, a tres o cuatro kilómetros de allí, antes de que se largara la tormenta? Rilla sabía que si hubiera estado sola podría haberlo hecho con facilidad pero con Jims la cosa era diferente. ¿Aguantarían sus piernitas?
—Tendremos que probar —dijo Rilla, desesperada—. Podríamos quedarnos en el refugio hasta que pasara la tormenta, pero podría llover toda la noche, y además va a estar tan oscuro. Si llegáramos a lo de Hannah, pasaríamos allí la noche.
Hannah Brewster, que antes se llamaba Hannah Crawford, había vivido en el Glen e ido al colegio con Rilla. Habían sido muy buenas amigas aunque Hannah era tres años mayor. Se había casado muy joven y se había ido a vivir a Millward. Y con el trabajo duro y los bebés y un marido con complicaciones, su vida no había sido muy fácil así que no fueron muchas las veces que Hannah visitó Ingleside. Rilla la había visitado poco tiempo después de su boda pero después, durante varios años no la vio ni supo nada sobre ella. Sabía que tanto ella como Jims serían bienvenidos en cualquier casa donde viviera Hannah, la de rostro rosado, corazón abierto y gran generosidad.
Durante los primeros kilómetros la cosa fue bastante bien, pero la segunda parte se puso más difícil. El camino, no demasiado frecuentado, era desparejo y tenía huellas profundas. Jims estaba tan cansado que Rilla tuvo que cargarlo durante el último tramo. Llegó a la casa de los Brewster casi exhausta, y soltó a Jims sobre el camino con un suspiro de alivio. El cielo estaba negro de nubes, las primeras gotas comenzaban a caer y el retumbar de los truenos era cada vez más fuerte. De pronto descubrió algo desagradable. Las persianas estaban cerradas y las puertas con llave. Evidentemente los Brewster no estaban en casa. Rilla corrió al pequeño granero y también estaba cerrado. No veía ningún otro refugio. La casita despojada y blanca no tenía ni siquiera una galería o un porche.
Era casi de noche y ya estaba empezando a desesperarse.
«Voy a entrar aunque tenga que romper una ventana —se dijo con decisión—. Hannah no se va a molestar por eso. Si supiera que estuve en su casa para refugiarme de una gran tormenta y no pude entrar se pondría muy mal».
Por suerte no tuvo necesidad de recurrir a la rotura de vidrios. La ventana de la cocina se subía con bastante facilidad. Rilla levantó a Jims y se introdujo con dificultad justo en el momento en que la tormenta descargaba toda su furia sobre el lugar.
—¡Ay, mira los pedacitos de trueno! —exclamó Jims fascinado al ver el granizo que entraba bailando por la ventana detrás de ellos. Rilla la cerró. Después, se puso a buscar una lámpara y cuando la encontró, cosa que le costó bastante, la encendió enseguida. Se encontraron en una cocina pequeña y muy cómoda. Hacia un lado se veía una sala prolija y bien amueblada, del otro había una despensa que parecía estar bien surtida.
—Me voy a sentir como si estuviera en casa —dijo Rilla—. Sé que eso es exactamente lo que Hannah esperaría de mí. Voy a preparar algo para Jims y para mí y después, si sigue la tormenta y no llega nadie, pienso irme arriba y ocupar la habitación de huéspedes. No hay nada mejor que actuar con cordura en una situación de emergencia. Si no me hubiera comportado como una gansa cuando Jims se cayó del tren y en lugar de tirarme, hubiera tratado de que alguien detuviera el tren, no estaría en medio de este embrollo. Ahora que estoy metida en el baile, bailemos lo mejor posible.
»Esta casa —agregó—, está mucho mejor arreglada que cuando la visité antes. Por supuesto que en ese entonces Hannah y Ted recién empezaban. Pero siempre tuve la idea de que Ted no era muy próspero. Es probable que le haya ido mucho mejor de lo que yo suponía. Supongo que sí, si pudieron pagar muebles como éstos. Estoy más que feliz por la suerte de Hannah.
La tormenta y los truenos pasaron pero siguió lloviendo con fuerza. A las once de la noche Rilla llegó a la conclusión de que no vendría nadie. Jims se había quedado dormido en el sofá, así que lo levantó, lo llevó al cuarto de huéspedes y lo acostó. Luego se desvistió, se puso un camisón que encontró colgado en el lavabo y se deslizó soñolienta entre las sábanas que olían a lavanda. Estaba tan cansada, después de tanta aventura y esfuerzo, que ni siquiera lo raro de la situación pudo mantenerla despierta; en pocos minutos quedó profundamente dormida.
A las ocho de la mañana, Rilla se despertó asustada. Alguien hablaba con voz áspera y desagradable:
—Ey, ustedes, a despertarse. Quiero saber qué significa esto.
Rilla se despertó al instante, en eso no hubo ninguna dificultad. Nunca en toda su vida se había despertado tan completamente como en ese momento. En la habitación había tres personas, una de ellas era un hombre, y los tres eran completos desconocidos para Rilla. El hombre era robusto, con barba blanca y tupida y expresión enojada. A su lado había una mujer alta, delgada, angulosa, de pelo violentamente colorado que llevaba puesto un sombrero indescriptible. Parecía estar mucho más alterada y sorprendida que el hombre, si es que tal cosa era posible. Por detrás se veía a una pequeña viejita que estaría cerca de los ochenta. Era una persona llamativa, a pesar de su pequeñez, usaba un vestido negro monótono, el pelo blanquísimo, la cara pálida como un cadáver y unos ojos chispeantes y renegridos. Parecía tan asombrada como los otros dos, pero Rilla descubrió que no estaba disgustada.
También se dio cuenta de que algo andaba mal, espantosamente mal. Después el hombre dijo, con voz más severa que antes:
—Oigan, ¿quiénes son ustedes y qué hacen aquí?
Rilla se incorporó y se apoyó en un codo, sintiéndose desesperadamente aturdida y tonta. Escuchó que la señora de negro y blanco se reía para sus adentros.
Rilla pensó: «Esa mujer tiene que ser real. No puedo estar soñándola». Después, dijo en voz alta:
—¿No es ésta la casa de Theodore Brewster?
—No —contestó la grandota, que hablaba por primera vez—, este lugar nos pertenece. Se lo compramos a los Brewster en otoño. Se fueron a Greenvale. Nosotros somos de la familia Chapley.
La pobre Rilla se desplomó sobre la almohada, agobiada.
—Entonces, les pido disculpas, pensé que los Brewster vivían aquí. La señora Brewster es amiga mía. Yo soy Rilla Blythe, la hija del doctor Blythe de Glen St. Mary. Yyyooo… iba a la ciudad… con… con… mi… este niñito… y él… se cayó del tren… yo salté detrás y nadie se dio cuenta. Cuando vi que ya no podíamos volver a casa anoche y que venía una tormenta… vinimos hasta aquí… nosotros entramos por… por la ventana y nos acomodamos como si estuviéramos en casa.
—Así parece —dijo la mujer con sarcasmo.
—Una historia creíble —dijo el hombre.
—No nacimos ayer —agregó la mujer.
La señora Blanco y Negro no dijo una palabra, pero mientras los otros dos pronunciaban esas alentadoras palabras, sucumbió a un acceso de risa silenciosa, meneando la cabeza y golpeando el aire con las manos.
Rilla, irritada por la desagradable actitud de los Chapleys, recuperó la compostura y perdió los estribos. Se sentó en la cama y dijo con su voz más altanera:
—No sé cuándo nacieron ni dónde, pero debe de haber sido un sitio donde se enseñaban modales por demás extraños. Si son tan amables de marcharse de mi habitación, eeh, quiero decir, de esta habitación, para que yo pueda levantarme y vestirme, no abusaré de su hospitalidad —esto dicho con gran sarcasmo— ni un minuto más. Y les pagaré generosamente la comida que consumimos y el alojamiento.
La figura en blanco y negro aplaudió en silencio. Quizás el señor Chapley se amilanó ante el tono de Rilla, o quizá lo tranquilizó la idea del pago; en cualquier caso, habló con más cortesía.
—Bien, me parece justo. Si paga, no hay problema.
—Claro que no va a pagar —declaró la señora Blanco y Negro con voz sorprendentemente clara, resuelta y autoritaria—. Quizá tú no tengas vergüenza, Robert Chapley, pero tienes una suegra que se avergüenza por ti. Ningún desconocido va a pagar alojamiento en una casa donde viva la señora Matilda Pitman. Recuerda que, aunque es cierto que mi condición ha empeorado en la vida, nunca perdí la dignidad. Sabía que eras miserable cuando Amelia se casó contigo y la contagiaste. Pero la señora Matilda Pitman tuvo la sartén por el mango mucho tiempo y seguirá haciéndolo. Escucha bien, Robert Chapley, vete y deja vestirse en paz a esa chica. Y tú, Amelia, baja a prepararle el desayuno.
Rilla no había visto, jamás en su vida, algo que se pareciera a la sumisión con la que esos dos seres corpulentos obedecieron a la diminuta anciana. Bajaron sin una mirada, sin una palabra de protesta. En cuanto la puerta se cerró detrás de ellos, la señora Matilda Pitman rió en silencio, meciéndose de lado a lado.
—¿No es gracioso? —jadeó—. En general los dejo con la cuerda suelta, pero de tanto en tanto tengo que dar un tirón y me gusta hacerlo con fuerza. No se atreven a enfrentarse conmigo porque tengo bastante efectivo y tienen miedo de que no vaya a dejárselo todo a ellos. Cosa que no pienso hacer. Les voy a dejar una parte pero no todo, nada más que para fastidiarlos. Aún no sé a quién le voy a dar el resto pero tengo que decidirme pronto porque a los ochenta años se vive de prestado. Bueno, tómate tu tiempo para vestirte, querida; voy a ver qué hacen esos inútiles. Hermoso niño, ese que tienes allí. ¿Es tu hermano?
—No, es un bebé de guerra. Yo lo cuido porque su madre murió y el padre está en el extranjero —respondió Rilla en voz baja.
—Bebé de guerra. Ajá. Bueno, será mejor que yo desaparezca antes de que él se despierte porque se va a poner a llorar si me ve. No les caigo bien a los chicos. No conozco a ninguno que se haya acercado a mí por propia voluntad. Nunca tuve hijos. Amelia es mi hijastra. Bueno, creo que con eso me ahorré muchos problemas. Si no les caigo bien a los chicos, ellos tampoco me caen bien a mí, así que estamos a mano. Pero ése sí que es bonito, por cierto.
Jims eligió ese momento para despertar. Abrió los grandes ojos castaños y contempló a la señora Matilda Pitman sin parpadear. Luego se sentó y sonrió, mostrando los hoyuelos, la señaló y dijo a Rilla con tono solemne:
—Linda cheñora, Rilla, linda cheñora.
La señora Matilda Pitman sonrió. A los ochenta años, todavía conservaba su vanidad.
—Dicen que los niños y los locos dicen la verdad —comentó—. Estaba acostumbrada a los cumplidos, de joven… pero ya no son tan frecuentes a mi edad. No me habían hecho uno en años. Me gusta. Supongo, monito, que no me darías un beso.
Entonces Jims hizo algo sorprendente. No era un niño demostrativo y escatimaba los besos incluso para los habitantes de Ingleside. Pero sin una palabra, se puso de pie, envuelto en su camisón, corrió al pie de la cama, arrojó los brazos alrededor del cuello de la señora Matilda Pitman, la abrazó y depositó tres o cuatro besos sonoros en su mejilla.
—Jims —protestó Rilla, horrorizada ante tanta confianza.
—Déjalo —ordenó la señora Matilda Pitman, acomodándose el sombrerito—. Me gusta ver que alguien no me tiene miedo. Todos me tienen miedo… tú también, aunque tratas de disimularlo. ¿Y por qué? Por supuesto, Robert y Amelia me tienen miedo porque yo quiero que me lo tengan. Pero el resto de la gente… Sí, ellos también me tienen miedo por más cortés que me muestre. ¿Vas a guardarte a este niño?
—Lamentablemente, no. Su padre volverá pronto.
—¿Es bueno? El padre, quiero decir.
—En fin… es bondadoso y amable… pero es pobre… y creo que nunca dejará de serlo —farfulló Rilla.
—Ah, entiendo… haragán y gastador. Bueno, veremos. Tengo una idea. Es buena y además, Robert y Amelia se van a poner furiosos. Y eso es lo que la hace más valiosa para mí, aunque me gusta ese niño porque no me tiene miedo. Supongo que vale la pena arriesgarse a sufrir algunos contratiempos. Bueno, vístete, como te dije y baja cuando estés lista.
Rilla se sentía tiesa y entumecida por el golpe y la caminata de la noche anterior, pero no tardó en vestirse y vestir a Jims. Cuando bajó a la cocina encontró un desayuno humeante sobre la mesa. El señor Chapley brillaba por su ausencia y la señora Chapley cortaba pan con aire sombrío. La señora Matilda Pitman estaba sentada en un sillón, tejiendo un calcetín gris para el ejército. Seguía con el sombrero puesto y la expresión triunfante en el rostro.
—Acérquense, mis queridos y desayunen bien —dijo.
—No tengo apetito —musitó Rilla con tono casi suplicante—. No podría comer nada y además, es hora de que salga hacia la estación. Tengo que tomar el tren de la mañana. Por favor, discúlpenme y permítanme partir… me voy a llevar un pedazo de pan con manteca para Jims si me lo permiten.
La señora Matilda Pitman agitó una aguja de tejer con aire juguetón.
—Siéntate y come —ordenó—. Son órdenes de la señora Matilda Pitman. Todo el mundo obedece a la señora Matilda Pitman… hasta Robert y Amelia…
Rilla la obedeció. Se sentó y bajo la fabulosa influencia de la mirada hipnotizadora de la señora Matilda Pitman, comió bastante. La obediente Amelia no abrió la boca; la señora Pitman tampoco, pero siguió tejiendo y riendo por lo bajo. Cuando Rilla terminó, la señora Matilda Pitman enrolló el calcetín.
—Ahora puedes irte si lo deseas —dijo—, pero no te sientas obligada. Puedes quedarte todo lo que quieras; haré que Amelia cocine para ti.
La independiente señorita Blythe, a la que ciertas muchachas de la Cruz Roja acusaban de ser dominante y mandona, estaba completamente intimidada.
—Gracias —murmuró—, pero tengo que irme, en serio.
—Bueno, en ese caso —dijo la señora Matilda Pitman, abriendo la puerta—, el transporte está listo. Le dije a Robert que atara el caballo al carro y los llevara a la estación. Me gusta dar órdenes a Robert. Es casi el único pasatiempo que me queda. Tengo más de ochenta años y la mayoría de las cosas perdieron su sabor para mí, salvo tiranizar a Robert.
Robert estaba sentado en el asiento delantero de un calesín prolijo con neumáticos de goma. Debió de oír cada palabra de su suegra, pero no dio señal alguna de haberlo hecho.
—De veras —balbuceó Rilla, juntando el poco coraje que le quedaba—, me gustaría que me permitiera… eehh… —Tembló bajo la mirada de la señora Pitman—. Recompensarlos por… por…
—La señora Matilda Pitman no cobra hospedaje a desconocidos ni permite semejante cosa donde ella vive, por más avaros que sean los que viven con ella. Vete a la ciudad y no olvides pasar por aquí cuando estés por la zona. No tengas miedo. Aunque veo que no eres miedosa, a juzgar por la forma en que vapuleaste a Robert esta mañana. Me gusta tu espíritu. La mayoría de las muchachas de hoy son criaturas tímidas e insignificantes. Y cuida bien a ese niño. No es una criatura común. Ah y dile a Robert que esquive los charcos. No quiero que se ensucie el calesín nuevo.
Mientras se alejaban, Jims arrojó besos a la señora Matilda Pitman hasta que la perdió de vista y la anciana lo saludó agitando la media. Robert no abrió la boca hasta llegar a la estación, pero esquivó los charcos. Cuando Rilla bajó del carro, le agradeció cortésmente. La única respuesta que obtuvo fue un gruñido. Robert hizo girar el caballo y enfiló hacia su casa.
«Bueno —se dijo Rilla, inspirando con fuerza—. Ahora tengo que volver a ser Rilla Blythe. En estas últimas horas fui otra persona… no sé quién… una creación de esa anciana extraordinaria. Creo que me hipnotizó. ¡Qué aventura para contar a los muchachos!».
Luego suspiró. Recordó amargamente que sólo quedaban Jerry, Ken, Carl y Shirley para leer sus cartas. Y Jem, que hubiera disfrutado inmensamente de la señora Matilda Pitman, ¿dónde estaba Jem?