30. La marea cambia

Susan se sintió apenada al ver cómo habían arado el hermoso césped de Ingleside para plantar papas en primavera. Pero no dijo una palabra a pesar de que tuvo que sacrificar su cantero de peonías. Sin embargo, cuando el gobierno dispuso adelantar la hora para aprovechar mejor la luz solar, Susan se opuso. Existía un Poder Mayor que el Gobierno de la Unión al que Susan debía obediencia.

—¿A usted le parece correcto inmiscuirse en la organización del Todopoderoso? —demandó indignada, dirigiéndose al doctor.

El doctor, con bastante indiferencia, le respondió que se debía respetar la ley y que había que adelantar los relojes. Pero el doctor no ejercía ningún poder sobre el pequeño reloj despertador de Susan.

—Éste lo compré yo con mi dinero, querido doctor —dijo seria—, así que va a seguir marcando la hora de Dios y no la de Borden.

Susan se levantaba y se iba a dormir de acuerdo con la «hora del Señor» y regulaba sus salidas y entradas según la misma. Las comidas las servía, protesta mediante, según la hora de Borden y del mismo modo iba a la iglesia, cosa que le parecía el colmo de los agravios. Pero rezaba y alimentaba a las gallinas según su reloj, de manera que siempre miraba al doctor con un brillo de triunfo furtivo en sus ojos. Por lo menos en algo lo había vencido.

—Patillas-en-la-Luna está encantado con esto del cambio de horario —le contó una vez—. Y claro, ¿cómo no?, si fueron los alemanes los que inventaron el sistema. Oí que estuvo a punto de perder toda su cosecha de trigo. Las vacas de Warren Mead entraron en su campo la semana pasada… el mismo día en que los alemanes capturaron el Chemangde-dam, cosa que puede haber sido una coincidencia o no, e hicieron estragos; hasta que la señora Clow las vio desde la ventana de su altillo. Al principio pensó no avisarle a Pryor. Me contó que lo único que sintió fue una satisfacción maligna cuando vio a esas vacas pastoreando en el trigo. Pensó que era lo que Pryor se merecía. Pero después pensó que esa cosecha de trigo era importante y que «Ahorrar y servir» significaba que esas vacas tenían que desaparecer de ahí lo más pronto posible. Así que llamó a Patillas para avisarle. El único agradecimiento que recibió fue unas extrañas palabras que él le dijo directamente. No está preparada para afirmar si fueron maldiciones porque no se puede asegurar lo que se oye por el teléfono; pero tiene su opinión y yo también; no lo voy a decir porque veo que ahí viene el señor Meredith y es pariente de Patillas, así que hay que ser discretos.

—¿Están buscando la estrella nueva? —preguntó Meredith a la señorita Oliver y a Rilla, que estaban en medio de las papas florecientes, mirando el cielo.

—Sí, y ya la encontramos… ¿ve? Está justo sobre la punta del pino más alto.

—Es maravilloso poder ver algo que pasó hace tres mil años. ¿No es cierto? —dijo Rilla—. Los astrónomos dicen que fue en ese entonces cuando se produjo la explosión que originó esta nueva estrella.

—Pero ni siquiera eso, si lo ponemos en la perspectiva correcta, puede hacerme olvidar que los alemanes están a un paso de París —dijo Gertrude, nerviosa.

—Creo que me hubiera gustado ser astrónomo —dijo el señor Meredith, contemplando las estrellas.

—Seguramente hay un extraño placer en mirar el cielo —coincidió la señorita Oliver—, un placer no terrenal en más de un sentido. Me hubiese gustado tener amigos astrónomos.

—Es lindo hablar de las legiones celestes —rió Rilla.

—Me pregunto si a los astrónomos les interesan las cosas que pasan en la Tierra —dijo el doctor—. Quizás a los que están estudiando los canales de Marte les parezcan insignificantes unos pocos metros de trincheras perdidas en el frente occidental.

—Leí en alguna parte —dijo el señor Meredith— que Ernest Renan escribió uno de sus libros durante el sitio de París en 1870 y que «disfrutó mucho al escribirlo». Supongo que uno debería llamarlo filósofo.

—Y yo leí —agregó la señorita Oliver— que antes de morir dijo que lo único que lamentaba era morir sin saber lo que «ese hombre tan interesante, el Emperador alemán, haría de su vida». Si Ernest Renan viviera para ver lo que ese hombre tan interesante le hizo a su amada Francia, sin nombrar al mundo restante, me pregunto si su indiferencia sería la misma que en 1870.

«Me pregunto dónde estará Jem esta noche», pensó Rilla en un súbito acceso amargo de recuerdos.

Ya había pasado un mes desde las noticias sobre Jem. No se había sabido nada más, a pesar de los esfuerzos. Llegaron dos o tres cartas, escritas antes del asalto a la trinchera y desde entonces sólo un silencio profundo. Ahora los alemanes estaban de nuevo en El Marne, presionando cada vez más cerca de París, y los rumores decían que venía otra ofensiva austríaca contra la línea del Piave. Rilla sacó la vista de la estrella, descorazonada. Era uno de esos momentos en que la fe y el coraje se le escapaban… esos momentos en que le parecía imposible continuar un día más. Si por lo menos tuvieran alguna noticia sobre Jem… es imposible soportar lo que no se sabe. Estar sitiado por el miedo, la duda y el suspenso es algo que se hace muy difícil de soportar para nuestro espíritu. Estaba claro que si Jem hubiera estado vivo, habría llegado alguna noticia. Tiene que estar muerto. Pero lo peor era que… nunca… nunca lo sabrían, nunca estarían completamente seguros. Y Lunes esperaría ese tren hasta morir de viejo. Lunes era sólo un pobre perrito reumático, que no sabía mucho más que ellos sobre la suerte corrida por su amo.

Rilla tuvo una «noche blanca» y no se durmió hasta muy tarde. Al despertar vio que Gertrude Oliver estaba inclinada sobre la ventana buscando un encuentro con el misterio plateado del amanecer. Su perfil, sagaz, llamativo, enmarcado por el pelo negro y voluminoso, se destacaba con claridad contra el dorado pálido del cielo oriental. Rilla recordó que Jem admiraba las líneas de las cejas y el mentón de la señorita Oliver y sintió un escalofrío. Las cosas que le recordaban a Jem le hacían sentir un dolor intolerable. La muerte de Walter le había dejado una herida profunda en el corazón. Pero había sido una herida limpia y, como todas, se había curado lentamente, dejando una cicatriz para siempre. La tortura de la desaparición de Jem era algo diferente, era una herida envenenada, y no cicatrizaba. Ese alternar constante entre esperanza y desilusión, la espera diaria de una carta que nunca llega, y que quizá nunca llegará, el informe en los diarios sobre el maltrato que recibían los prisioneros, la incertidumbre amarga sobre el tipo de herida que había sufrido Jem, eran todas cosas muy difíciles de soportar.

Gertrude Oliver se volvió. Tenía un raro brillo en los ojos:

—Rilla, tuve otro sueño.

—Ay, no, no —exclamó Rilla; los sueños de la señorita Oliver siempre presagiaban algún desastre.

—Pero éste fue buen sueño, Rilla. Escucha: Soñé lo mismo una vez hace cuatro años, que estaba de pie en los escalones del pórtico y miraba hacia el valle. Todavía seguía cubierto por las olas que llegaban hasta mis pies. Pero mientras miraba, las olas se iban retirando, tan rápido como llegaban hace cuatro años, se iban para atrás… se retiraban más y más hasta llegar al golfo; y tuve frente a mí un valle hermoso y brillante, con un arco iris desplegándose sobre el Valle del Arco Iris… un arco iris de colores tan espléndidos que me mareaba… y me desperté. Rilla, Rilla Blythe… cambió la marea, estoy segura.

—Ojalá pudiera creerlo —suspiró Rilla. Entonces Gertrude recitó con alegría: «Mis profecías tristes fueron realidad. Creed en ellas cuando auguran felicidad».

Y continuó:

—Te aseguro que no tengo dudas.

Y sin embargo a pesar de la gran victoria italiana en el Piave, Rilla tuvo dudas durante todo el mes siguiente, un mes durísimo, y cuando a mediados de julio los alemanes cruzaron el Marne, otra vez la envolvió la desesperación.

Hasta que llegó el día: al igual que en 1914, la marea en el Marne cambió. Las tropas francesas y norteamericanas asestaron un golpe durísimo a un flanco expuesto del enemigo, y con una rapidez digna de un sueño el curso de la guerra cambió.

—Los aliados tuvieron dos victorias tremendas —dijo el doctor el 20 de julio.

—Es el principio del fin… lo siento… lo siento —declaró la señora Blythe.

—Gracias a Dios —acotó Susan juntando sus manos temblorosas. Luego agregó, por lo bajo—: Pero eso no va a devolvernos a los muchachos que se fueron.

Pero fue afuera e izó la bandera por primera vez desde la caída de Jerusalén. Al verla flamear gallarda en el viento, Susan levantó la mano y la saludó, como había visto hacer a Shirley:

—Todos dimos algo para que puedas seguir flameando. Cuatrocientos mil muchachos partieron al extranjero… cincuenta mil de ellos murieron. ¡Pero vales la pena!

El viento le agitaba el pelo gris sobre la cara, el delantal que la cubría de pies a cabeza tenía un diseño más bien económico y para nada sentador; pero la figura de Susan era imponente en ese momento. Era una de las tantas mujeres —valientes, infatigables, heroicas, pacientes— que habían hecho posible la victoria. En ella, todos saludaban al símbolo por el cual habían peleado sus seres queridos. Algo de esto pasó por la mente del doctor al verla desde la puerta.

—Susan —le dijo cuando ella volvió adentro—, estuviste genial, desde el principio.