29. Heridos y desaparecidos

«GOLPEADOS PERO NO ABATIDOS», decía la primera plana del periódico del lunes y Susan se lo repetía a sí misma una y mil veces mientras hacía su trabajo. El hueco ocasionado por el desastre de San Quintín fue rellenado a tiempo pero la línea aliada iba saliendo inexorablemente del territorio que habían conseguido en 1917 a costa de medio millón de vidas. El miércoles la primera plana decía: «INGLATERRA Y FRANCIA CONTIENEN A LOS ALEMANES»; pero la retirada continuaba. Atrás… y atrás y ¡atrás! ¿Cuándo terminaría? ¿Volverían a romper la defensa otra vez…? ¿Sería esta vez la catástrofe definitiva?

El sábado, los diarios decían: «BERLÍN ADMITE QUE SU OFENSIVA HA SIDO CONTENIDA» y por primera vez los habitantes de Ingleside se animaron a dar un largo suspiro.

—Bueno, ya pasamos una semana… ahora esperemos la próxima —dijo Susan decidida.

—Me siento como un prisionero al que le acaban de detener el potro de tortura —dijo la señorita Oliver a Rilla, cuando iban para la iglesia el domingo de Pascua—. Pero todavía no me bajaron. La tortura puede volver a comenzar de un momento a otro.

—El domingo pasado dudé de Dios —dijo Rilla—, pero no me pasa lo mismo hoy. El Mal no puede ganar. El espíritu está de nuestro lado e inevitablemente sobrevivirá a la carne.

Pero su fe estuvo a prueba varias veces más durante la oscura primavera que sobrevino. Armagedón no fue, como habían deseado, una cosa de días. Se estiró durante semanas y meses. Una y otra vez Hindenburg asestó sus golpes duros y salvajes, sin éxito, pero alarmantes. Una y otra vez los expertos militares consideraron que la situación era extremadamente peligrosa. Una y otra vez la prima Sophia estuvo en completo acuerdo con los expertos militares.

—Si los aliados se retiran tres millas más, la guerra está perdida —se lamentaba.

—¿Te acuerdas de que la Armada británica está anclada en esas tres millas? —preguntaba Susan con desdén.

—Yo opino que los alemanes estarán en París en poco tiempo y te digo más, Susan Baker, en Canadá también.

—Aquí no van a venir. Los hunos nunca van a poner ni un pie en la Isla Príncipe Eduardo, no mientras yo esté viva para empuñar una horqueta —declaró Susan, con una mirada que la hacía parecer capaz de enfrentar ella sola a todo el ejército alemán—. No, Sophia Crawford, a decir verdad estoy harta de tus sombrías predicciones. No niego que se hayan cometido algunos errores. Los alemanes nunca habrían vuelto a Passchendaele si los canadienses se hubieran quedado allí; y fue una mala maniobra confiar en los portugueses en el río Lys. Pero no hay razón alguna para que tú o cualquier otra anden por ahí proclamando que la guerra está perdida. No quiero discutir contigo, y menos en un momento como éste, pero tenemos que mantener la moral bien alta. Así que voy a pensar en voz alta de una vez por todas para decirte que si sigues con tu cacareo, me va a gustar mucho más tu ausencia que tu compañía.

La prima Sophia se fue a su casa llena de inquina a digerir semejante afrenta, y no apareció por la cocina de Susan durante varias semanas. Quizá fue mejor, porque fueron semanas arduas: los alemanes seguían atacando y siempre eran puntos vitales los que caían en sus manos. Hasta que un día de mayo, cuando el viento y el sol retozaban en el Valle del Arco Iris y el bosque de arces estaba verde y brillante y el puerto, azul, salpicado de manchas blancas, llegaron noticias de Jem.

Habían atacado una trinchera en el frente canadiense… una incursión tan pequeña que ni siquiera había aparecido en los despachos y cuando terminó se informó que el teniente James Blythe figuraba como «herido y desaparecido».

—Creo que eso es peor que si nos hubiesen informado de su muerte —se lamentó Rilla, con los labios más blancos que nunca.

—No, no. «Desaparecido» deja abierta una esperanza, Rilla —exhortó Gertrude Oliver.

—Sí… una esperanza que te tortura, te desangra y no te permite resignarte de una vez a lo peor —dijo Rilla—. ¿Ay, señorita Oliver, estaremos semanas y meses sin saber si Jem está vivo o muerto? Quizá nunca nos enteraremos. No… no puedo soportarlo… no puedo. Walter… y ahora Jem. Mi madre se va a morir con esto… mire su cara, señorita Oliver, y se dará cuenta. Y Faith… pobre Faith… ¿Cómo va a aguantar la noticia?

Gertrude tembló de dolor. Y luego dijo suavemente:

—No, esto no va a matar a tu madre. Su templanza está hecha para mucho más. Por otra parte, ella se niega a aceptar que Jem murió, se aferra a la esperanza y todos tenemos que hacer lo mismo. Faith también lo hará.

—Yo no puedo —gimió Rilla—. Jem está herido. ¿Qué posibilidad puede tener? Si los alemanes lo encuentran… ya sabemos cómo tratan a los prisioneros. Ojalá pudiera tener esperanza, señorita Oliver… eso me ayudaría, supongo. Pero siento como si la esperanza hubiese muerto dentro de mí. No hay esperanza sin razón, y no hay razón alguna.

Cuando la señorita Oliver se retiró a su habitación y Rilla se quedó acostada en su cama a la luz de la Luna, rezando desesperadamente por un poco de fuerza, apareció Susan como una sombra y se sentó junto a ella.

—Rilla, querida, no te preocupes, el pequeño Jem no está muerto.

—¿Cómo puedes creer eso, Susan?

—No lo creo. Lo sé. Escúchame. Cuando recibimos la noticia, lo primero que vino a mi mente fue Lunes. Y esta noche, apenas terminé de lavar los platos de la cena y de hacer el pan, me fui derechito a la estación. Ahí estaba Lunes, esperando el tren, tan paciente como de costumbre.

»Mira, Rilla querida, el ataque a la trinchera fue hace cuatro días, el lunes pasado, y le pregunté al agente de la estación: «¿Podría decirme si este perro aulló o hizo algún tipo de revuelo el lunes pasado?». El señor lo pensó un poco y luego dijo: «No, no hizo nada». Y yo le dije: «¿Está seguro? De lo que usted diga dependen muchas cosas». Y él me contestó: «Completamente seguro. El lunes pasado estuve despierto toda la noche porque mi mula estaba enferma y el perro no hizo un solo ruido. Lo hubiera oído porque la puerta del establo estaba abierta y su guarida está justo enfrente». Te juro, Rilla querida, éstas fueron las palabras del hombre. Y tú te acuerdas bien cuánto aulló ese perro la noche de la batalla de Courcelette. Y eso que no amaba a Walter tanto como ama a Jem. Si gimió de esa forma por Walter, ¿no te parece raro que haya dormido profundamente la noche en que mataron a Jem? No, Rilla querida, el pequeño Jem no está muerto, te apuesto lo que quieras. Lunes lo hubiera sabido, como antes, y no seguiría esperando el tren.

Absurdo… irracional… imposible. Pero Rilla creyó, así de simple. La señora Blythe también creyó y el doctor, aunque sonrió simulando una burla, sintió que una extraña confianza reemplazaba su desesperación. Y por más absurdo o tonto que pareciera, todos recobraron el ánimo para seguir adelante; sólo porque un perrito fiel estaba en la estación de Glen esperando con fe inquebrantable que su amo volviera a casa.