Hubo una semana en marzo del año 1918 que fue capaz de reunir tanta agonía humana como ninguna otra en toda la historia del mundo. Y dentro de esa semana hubo un día en el que pareció que la humanidad entera estaba clavada en una cruz; en ese día el planeta entero debe de haber estado a punto de sufrir una convulsión universal, los corazones de toda la humanidad a punto de fallar de temor.
En Ingleside amaneció calmo, frío y gris. La señora Blythe, Rilla y la señorita Oliver se habían preparado para ir a la iglesia en un suspenso atemperado por la esperanza y la fe. El doctor estaba de viaje, lo habían convocado a la casa de los Marwood en Upper Glen porque una esposa de guerra estaba tratando de darle una vida y no una muerte a este mundo. Susan comunicó que se quedaría en casa toda la mañana, decisión bastante extraña de su parte.
—Es que hoy preferiría no ir a la iglesia, querida señora —explicó—. Si llegara a ver a Patillas-en-la-Luna con esa mirada satisfecha y feliz que pone cuando piensa que los hunos están ganando, podría perder la paciencia y el sentido del decoro y terminar tirándole la Biblia por la cabeza, cosa que me pondría en una situación desgraciada a mí y a todo el santo edificio. No, querida señora, me quedaré aquí a rezar con todas mis fuerzas.
—Creo que yo también hubiera preferido quedarme en casa, no sé si me alcanza con lo bueno que la iglesia pueda proporcionarme hoy —confesó la señorita Oliver a Rilla mientras iban por el camino rojizo y escarchado que conducía a la iglesia—. No hago otra cosa que preguntarme si la línea sigue resistiendo.
—El próximo domingo es Pascua —dijo Rilla—. ¿Eso será un presagio de vida o de muerte para nuestra causa?
Esa mañana el señor Meredith leyó del texto: «Aquel que soporte hasta el final se salvará». Sus palabras despertaron fe y esperanza en todos. Rilla, mirando el cuadro en memoria de los caídos que veía desde su reclinatorio, se consagró a la memoria de Walter Cuthbert Blythe, y se sintió elevada por encima de sus miedos, se sintió imbuida de nuevas fuerzas. Walter no podía haber entregado su vida en vano. Su don había sido el de la visión profética, él había previsto la victoria. Ella se aferraría a esta creencia… la línea resistiría.
Renovada, Rilla volvió de la iglesia casi con alegría. Los demás también volvían esperanzados a Ingleside. No había nadie en la sala, excepto Jims, que se había quedado dormido en el sofá y Doc, sosegado en siniestro reposo, estaba echado en la alfombra junto al hogar con una expresión que tendía, más bien, a Hyde.
No había nadie en el comedor tampoco y lo más extraño de todo era que no había cena y la mesa ni siquiera estaba puesta. ¿Dónde estaba Susan?
La señora Blythe exclamó, preocupada:
—¿Se habrá enfermado? Me pareció extraño que no hubiese querido ir a la iglesia esta mañana.
La puerta de la cocina se abrió y apareció Susan en el umbral con una expresión tan terrorífica en la cara que la señora Blythe dio un grito de pánico.
—Susan, ¿qué pasó?
—Quebraron la defensa británica y París está cayendo bajo las armas de Alemania.
Las tres mujeres se miraron, aturdidas.
—No, no es verdad… no puede ser —gritó Rilla.
—Sería… ridículo —dijo Gertrude Oliver y luego soltó una horrible carcajada.
—Susan, ¿quién te dijo eso?, ¿de dónde sacaste la noticia? —preguntó la señora Blythe.
—Lo supe por un llamado de larga distancia desde Charlottetown hace una hora —respondió Susan—. La noticia les llegó anoche. El que llamó fue el doctor Holand y dijo que era una triste realidad. Desde ese momento no pude hacer nada, querida señora, lamento muchísimo que no esté servida la cena. Es la primera vez que soy tan descuidada. Si tienen un poquito de paciencia, muy pronto habrá algo de comer. Pero creo que se me quemaron las papas.
—¿Cenar? Nadie tiene ganas de cenar, Susan —replicó la señora Blythe—. Ay, esto es increíble… tiene que ser una pesadilla.
—Perdimos París… perdimos Francia… perdimos la guerra —susurró Rilla, confundida entre las últimas ruinas de su esperanza, su confianza y su fe.
—Ay, Dios… ay, Dios… —se lamentaba Gertrude Oliver mientras caminaba por la habitación retorciéndose las manos—. ¡Ay, Dios!
Nada más… ninguna otra palabra… nada más que una única plegaria vieja como el tiempo… el llanto de la agonía suprema, de la súplica suprema, el llanto que proviene del corazón del ser humano cuando ve que ha perdido todo tipo de sostén humanamente posible.
—¿Dios murió? —preguntó una vocecita asustada desde el pasillo que daba al living. Jims estaba allí, con el rostro enrojecido de sueño y los ojitos oscuros llenos de temor—. Ay, Willa, Willa… ¿se murió Dios?
La señorita Oliver dejó de caminar y de exclamar y se detuvo frente a Jims, que tenía los ojos llenos de lágrimas de angustia. Rilla corrió a calmarlo. Susan se incorporó rápidamente del sillón donde se había dejado caer.
—No —dijo llena de energía, recuperando su verdadera forma de ser—. Dios no está muerto… y Lloyd George tampoco. Nos estábamos olvidando de eso, querida señora. No llores, pequeño Kitchener. Las cosas podrían estar mucho peor. La defensa británica cedió pero no la marina. Concentrémonos en eso. Ya estoy mejor, voy a preparar un bocado para todos, porque hay que recuperar fuerzas.
Todos fingieron comer el «bocado» de Susan, nadie en Ingleside pudo olvidar esa tarde negra. Gertrude Oliver no hacía más que caminar, todos caminaban menos Susan, que se puso a tejer sus zoquetes grises para la guerra.
—Querida señora, finalmente me veo obligada a tejer en domingo. Jamás se me había pasado por la cabeza, porque sea como fuere, lo consideraba una violación del Tercer Mandamiento. Pero sea pecado o no, hoy tengo que tejer porque si no tejo me vuelvo loca.
—Teje si puedes, Susan —respondió la señora Blythe nerviosa—. Si yo pudiera tejer… lo haría… pero no puedo.
—Si pudiéramos conseguir más información —se quejó Rilla—. Debe de haber algo que nos dé esperanza… si supiéramos todo.
—Sabemos que los alemanes están bombardeando París —dijo la señorita Oliver con amargura—. En tal caso deben de haber arrasado con todo y ya deben de estar en las mismas puertas de la ciudad. No, perdimos… hagamos frente a los hechos como otros pueblos en otros tiempos. Muchas naciones sufrieron derrotas con la razón de su lado y buenos soldados y luchadores…
—Yo no pienso darme por vencida de esa manera —gritó Rilla, recuperando el color—. No me voy a desesperar. Aunque Alemania arrase con toda Francia, todavía no nos conquista. Me da vergüenza haber tenido esta hora de desesperación. No va a volver a pasar, no pienso volverme a desplomar. Voy a llamar al pueblo de inmediato para pedir más detalles.
Pero era imposible comunicarse con el pueblo. La operadora de larga distancia estaba atiborrada de llamados similares provenientes de todas partes. El país estaba aturdido y se comunicaba. Rilla se dio por vencida y se escapó al Valle del Arco Iris. Se arrodilló sobre el pasto marchito y gris en el rincón donde ella y Walter se habían reunido a charlar por última vez, con la cabeza reclinada sobre el tronco lleno de musgo de un árbol caído. El Sol apareció por entre las oscuras nubes y el valle se llenó de un pálido esplendor dorado. Las campanas de los Amantes del Árbol brillaban mágicamente a intervalos en el viento impetuoso de marzo.
—Dios, dame fuerza —susurró Rilla—. Sólo fuerza… y coraje.
Luego, juntó las manos como Jims y dijo:
—Por favor, haz que mañana vengan mejores noticias. Estuvo arrodillada así largo rato y cuando volvió a Ingleside estaba más calma, más resuelta. El doctor había vuelto a casa, cansado pero triunfante, porque el pequeño Douglas Haig Marwood había logrado llegar a tiempo a la vida. Gertrude seguía deambulando sin descanso pero la señora Blythe y Susan ya habían reaccionado. Susan estaba planeando una nueva estrategia para la defensa en los puertos del canal.
—Escuché en lo de Marwood que habían roto la línea defensiva —dijo el doctor—. Pero esa historia de que los alemanes estén bombardeando París es un poco increíble. Aunque hayan superado la línea, hay cincuenta millas desde el punto más cercano hasta París. ¿Cómo podrían acercar la artillería lo suficiente como para atacar en tan poco tiempo? Créanme, señoras, parte de la noticia es falsa.
Este punto de vista animó un poco a las mujeres y les permitió sobrellevar mejor la tarde. Y a las nueve en punto recibieron un llamado de larga distancia que las ayudó a pasar mejor la noche.
—La defensa fue superada sólo en parte, cerca de San Quintín —dijo el doctor mientras colgaba el receptor—, y las tropas británicas se están retirando en orden. Eso no está tan mal. En cuanto a los bombardeos a París, vienen de una distancia de setenta millas… de un arma sorprendente que acaban de inventar los alemanes y que acompaña a las tropas ofensivas. Éstas son todas las noticias hasta la fecha y el doctor Holland dice que son confiables.
—Ayer nos hubiesen parecido espantosas —dijo Gertrude—, pero si lo comparamos con lo que escuchamos esta mañana parecen buenas. De todas maneras —continuó, tratando de sonreír—, me parece que no voy a poder dormir mucho esta noche.
—Hay algo por lo que hay que estar agradecidas en todo caso, querida señorita Oliver —dijo Susan—, y es que la prima Sophia no haya venido por aquí hoy. Realmente no hubiera sido capaz de soportarla, encima de todo lo demás.