Ingleside, 1 de noviembre de 1917
Ya llegó noviembre… y el valle está todo gris y marrón, salvo donde los álamos de Italia se elevan aquí y allá como grandes antorchas doradas en el paisaje sombrío. Todos los demás árboles se quedaron sin hojas. Ha sido muy difícil mantener el ánimo últimamente. El desastre de Caporetto es algo terrible y ni siquiera Susan puede consolarse con el estado actual de las cosas. Los demás ni lo intentamos. Gertrude no deja de decir con desesperación: «No pueden tomar Venecia… no es posible que tomen Venecia», como si con el solo hecho de repetirlo pudiera evitarlo. Pero yo no tengo ni la menor idea de qué puede impedirles tomar Venecia. Sin embargo, como dice Susan todo el tiempo, en 1914 parecía que no había nada que fuera a impedirles tomar París y no lo hicieron así que ella afirma que no van a llegar a Venecia. Ah, rezo y espero que no la tomen… Venecia, la bella reina del Adriático. Nunca la visité pero me inspira los mismos sentimientos que a Byron… siempre me encantó, siempre fue para mí «una ciudad mágica del corazón». Quizá me haya contagiado de Walter, porque él la amaba. Siempre soñó con conocer Venecia. Me acuerdo de que una vez planeamos hacer un viaje alguna vez juntos y flotar en una góndola bajo la luz de la luna, sí, lo dijimos una noche en el Valle del Arco Iris justo antes de que estallara la guerra.
Cada otoño, desde que empezó la guerra, se produjo un golpe terrible para nuestras tropas: Antwerp en 1914, Serbia en 1915; Rumania el otoño pasado y ahora, Italia, lo peor de todo. Creo que me daría por vencida y cedería a la desesperación si no fuera por lo que dijo Walter en su última carta: «los muertos y los vivos luchan de nuestro lado y un ejército así no puede ser vencido».
Todos estuvimos haciendo campaña por el nuevo Préstamo de la Victoria. Nosotras, con la Cruz Roja Juvenil, hicimos recorridas a domicilio y conseguimos a varios clientes duros que al principio se habían negado a invertir. Yo —sí, yo— ataqué a Patillas-en-la-Luna. Supuse que me diría que no y además, me haría pasar un mal rato. Pero ante mi gran sorpresa, se mostró muy agradable y prometió allí mismo comprar un bono de mil dólares. Será pacifista, pero sabe reconocer una buena inversión cuando se la ponen delante.
Papá dice que fue el discurso de Susan en la Campaña para el Préstamo de la Victoria lo que convirtió al señor Pryor. Lo dice para tomarle el pelo. Yo no lo creo porque el señor Pryor está muy resentido con Susan desde que rechazó de plano sus avances amorosos. Pero es cierto que Susan pronunció un discurso y que fue el mejor de la reunión. Fue la primera vez que hizo una cosa así y juró que era la última. Estaba todo Glen en la reunión y se hicieron varios discursos, pero el ambiente estaba frío y no podíamos levantar el entusiasmo de la gente. Susan estaba horrorizada ante la falta de fervor. Ella quería que la isla encabezara la lista de los mayores aportes. Nos susurraba a Gertrude y a mí que esos discursos «no tenían sal»; lo decía con furia, y cuando nadie se adelantó para subscribirse al préstamo, Susan «perdió la cabeza». Por lo menos, así dice ella. Se puso de pie de un salto, con una expresión muy decidida bajo el sombrero —es la única mujer de Glen St. Mary que todavía usa sombrero— y comentó con tono sarcástico:
«Sin duda es mucho más barato "hablar" de patriotismo que "pagar" por él. Y claro, esto que les pedimos no es una limosna, les estamos pidiendo que nos presten el dinero por nada. Sin duda el Káiser se sentirá muy decepcionado cuando se entere de esta reunión».
Susan cree a pies juntillas que los espías del Káiser, presumiblemente representados por el señor Pryor, le informan de inmediato sobre cualquier suceso de Glen. Norman Douglas gritó:
«¡Eso, eso!».
Y un muchacho de atrás dijo:
«¿Y Lloyd George?», con un tono que no agradó a Susan. Lloyd George es su héroe preferido, ahora que Kitchener ya no está.
«Apoyo incondicionalmente a Lloyd George», replicó Susan.
«Supongo que su apoyo le debe levantar muchísimo el ánimo», se burló Warren Mead con una de sus risotadas groseras.
El comentario de Warren fue la chispa que encendió la pólvora. Susan «entró con todo», como dice ella y «se hizo oír». Y la verdad es que habló muy bien. Por cierto, a su discurso no le faltó sal. Cuando entra en calor, Susan tiene un poder de oratoria considerable y la forma en que se dedicó a dejar chiquitos a esos hombres fue cómica, maravillosa y efectiva al mismo tiempo. Dijo que eran las personas como ella, millones, los que apoyaban a Lloyd George y lo alentaban. Ésa fue la nota de su discurso. ¡Vieja y querida Susan! Es una dínamo perfecta, produce patriotismo, lealtad y desdén hacia los flojos de todo tipo y cuando descargó sus opiniones sobre los presentes, los dejó electrizados. Susan siempre dice que no es feminista, pero esa noche dejó bien paradas a las mujeres. Casi se podía ver a los hombres tratando de desaparecer dentro de la ropa. Cuando terminó con ellos, estaban completamente mansitos. En el cierre, les ordenó —sí, les ordenó— que se adelantaran hasta la plataforma y se suscribieran a los Bonos para la Victoria. Y luego de un aplauso atronador, la mayoría lo hizo, hasta Warren Mead. Cuando salió publicado el monto total de suscripciones en los periódicos de Charlottetown al día siguiente, descubrimos que Glen y los alrededores habían superado a todos los distritos de la isla. Gracias a Susan, por supuesto. Ella, pobre, regresó a casa esa noche muy avergonzada. Tenía miedo de haberse portado muy mal y le confesó a mamá que «no había sido una dama».
Esta tarde salimos todos —menos Susan— a dar una vuelta experimental en el automóvil nuevo de papá. Nos fue muy bien, a pesar de que al final caímos con poca gloria en la zanja a causa de una dama malhumorada, a saber, la señorita Elizabeth Carr de Upper Glen, que no quiso correr el caballo del camino para dejarnos pasar, por más bocina que tocamos. Papá estaba furioso; pero en el fondo de mi ser, creo que estoy del lado de la señorita Elizabeth. Si yo hubiera sido una señorita solterona manejando mi propio carro y dando rienda suelta a mis pensamientos, no hubiera movido una rienda por la bocina de un automóvil pretencioso. Me hubiera quedado muy tranquila, como ella, que dijo:
«Si está decidido a pasar, vaya por la zanja».
Y por allí fuimos… y nos hundimos en la arena… y nos quedamos como tontos mientras la señorita Elizabeth azuzaba su caballo y se alejaba victoriosa.
Jem se reirá cuando le cuente esto. Hace mucho que conoce a la señorita Elizabeth.
Pero… ¿y Venecia? ¿Se salvará?
19 de noviembre de 1917
Todavía no está a salvo… el peligro es mucho. Pero los italianos están conteniendo al enemigo sobre la línea del Piave. Los críticos militares aseguran que no van a poder seguir así y que tendrán que retroceder hasta el Adige. Pero Susan, Gertrude y yo pensamos que tienen que resistir porque Venecia debe salvarse, ¿así que a quién le importa lo que opinan los críticos?
Ay, ¡si pudiera creer lo que estoy escribiendo!
Nuestras tropas canadienses tuvieron otra gran victoria: tomaron las Colinas Passchendaele y resistieron todos los ataques del enemigo. Ninguno de nuestros muchachos estuvo en la batalla, pero ¡ay, la lista de víctimas de otras familias! Joe Milgrave participó pero salió ileso. Miranda pasó unos días difíciles hasta que recibió noticias de él. Es maravilloso cómo ha florecido Miranda desde su casamiento. Ya no es la misma. Hasta sus ojos se oscurecieron, y están más profundos y supongo que es porque brillan con la intensidad que ella tiene adentro. Mantiene a raya a su padre en una forma asombrosa: iza la bandera cada vez que se toma un metro de trinchera en el frente occidental y asiste con regularidad a la Cruz Roja Juvenil; se da unos aires de «mujer casada» que son fatales, pero es la única recién casada de Glen con el marido en el frente, de manera que no hay por qué mezquinarle la satisfacción que le causa.
Las noticias de los rusos también son malas: el gobierno de Kerensky ha caído y Lenin es dictador en Rusia. Es difícil mantener el valor en la sombría desesperanza de estos días grises de otoño, llenos de suspenso y noticias desalentadoras. Pero estamos empezando a entusiasmarnos con las elecciones que se acercan. La conscripción es el tema más importante de la votación y será la elección más emocionante que hayamos tenido. Todas las mujeres que tienen la edad suficiente y cuyos maridos, hijos o hermanos están en el frente, pueden votar. ¡Ay, si tuviera veintiún años! Gertrude y Susan están furiosas porque no votarán.
«No es justo —declara Gertrude con vehemencia—. Agnes Carr puede votar porque el marido está en el frente. Hizo todo lo que pudo para impedir que partiera y ahora va a votar en contra del Gobierno de Unión. ¡Y yo no puedo votar porque el que está en el frente es mi novio y no mi marido!».
En cuanto a Susan, cuando piensa que ella no puede votar y un pacifista como el señor Pryor sí, sus comentarios son más que ácidos.
Siento compasión por los Elliott y Crawford y MacAllister del puerto. Siempre se alinearon en campos muy marcados de Liberales y Conservadores, y ahora están a la deriva. Algunos preferirían morir antes de votar por Sir Robert Borden, y sin embargo tienen que hacerlo porque creen que ha llegado el momento de que tengamos conscripción. Y algunos pobres conservadores que están en contra de la conscripción tienen que votar por Laurier, que siempre fue anatema para ellos. Algunos se lo están tomando muy mal. Otros parecen tener la misma actitud que la señora Elliott en cuanto a la Unión Eclesiástica.
Estuvo aquí anoche. Ya no viene con tanta frecuencia como antes. Se está poniendo demasiado viejita para caminar hasta aquí, la pobre y querida señorita Cornelia. Odio la idea de que envejezca. Siempre la quisimos muchísimo y ella fue muy buena con todos nosotros, la muchachada de Ingleside.
Me acuerdo que se enfrentaba amargamente a la idea de la Unión Eclesiástica. Pero anoche, cuando papá le contó que ya prácticamente estaba decidido, dijo con tono resignado:
«Bueno, en un mundo en el que están rompiendo y desgarrando todo ¿qué importancia tiene una rotura más? Comparados con los alemanes, los metodistas hasta me resultan atractivos».
La Cruz Roja Juvenil marcha bien, a pesar de la vuelta de Irene. Tengo entendido que tuvo inconvenientes con la sociedad de Lowbridge. En la última reunión me clavó una puñalada llena de almíbar, diciendo que me reconoció en la plaza de Charlottetown gracias a mi sombrero verde de terciopelo. Todo el mundo me reconoce por ese sombrero detestable y detestado. Ésta será la cuarta temporada que lo uso. Hasta mamá quiso que me comprara otro este otoño, pero me negué. Mientras dure la guerra, ése será mi sombrero de invierno.
23 de noviembre de 1917
La línea del Piave todavía se mantiene… y el general Byng tuvo una victoria espléndida en Cambrai. Icé la bandera cuando lo supe, pero Susan se limitó a decir:
«Voy a poner una olla de agua a hervir esta noche. Veo que el pequeño Kitchener siempre tiene un ataque de crup luego de cualquier victoria británica. Espero que no corra sangre alemana en sus venas. Nadie sabe mucho sobre la familia de su padre».
Jims tuvo algunos ataques de crup este otoño aunque de los comunes, no esa cosa espantosa del año pasado. Pero sea cual fuere la sangre que le corre por las venas, es buena y sana. Está rozagante, regordete y precioso. Dice cosas cómicas y hace preguntas de lo más insólitas. Le gusta mucho sentarse en una silla en particular en la cocina; pero es la silla preferida de Susan también, y cuando ella la quiere, Jims tiene que desocuparla. La última vez que ella lo bajó, Jims se volvió y preguntó, muy serio:
«¿Susan, cuando estés muerta, puedo sentarme en la silla?».
A Susan le pareció espantoso y creo que fue allí cuando empezó a preocuparse por los antepasados de Jims. La otra noche llevé a Jims conmigo hasta el almacén. Era la primera vez que salía tan tarde de noche y cuando vio las estrellas, exclamó.
«¡Willa, mira la Luna grande y todas las lunitas!».
Y el miércoles pasado, por la mañana, cuando despertó, mi despertador se había parado porque me olvidé de darle cuerda. Jims saltó de su cuna y corrió hacia mí, espantado.
«¡El reloj se murió, Willa! ¡El reloj se murió!».
Una noche estaba enojado conmigo y con Susan porque no le dimos algo que quería. Dijo sus oraciones muy ofuscado y cuando llegó a la petición «Hazme cada día más bueno —añadió—: Y a Willa y a Susan también, porque son muy malas».
No ando por allí citando los comentarios de Jims a todo el mundo. ¡Siempre me aburrió cuando me lo hacían a mí! Lo único que hago es guardarlos en este viejo diario.
Esta noche, cuando lo acosté, Jims me miró y me preguntó con tono serio:
«¿Por qué ayer no puede volver, Willa?».
Ay, Jims, ¿por qué? Ese hermoso ayer de sueños y risas, cuando los muchachos estaban aquí, cuando Walter y yo leíamos, hablábamos y mirábamos la Luna y los atardeceres juntos en el Valle del Arco Iris. ¡Si pudiera volver! Pero el ayer no vuelve nunca, pequeño Jims… y el hoy está lleno de nubes… y no nos atrevemos a pensar en el mañana.
11 de diciembre de 1917
Hoy llegaron noticias maravillosas. Ayer las tropas británicas capturaron Jerusalén. Izamos la bandera y a Gertrude le volvió la antigua chispa por un instante.
«Después de todo —dijo—, vale la pena vivir en los días que ven logrado el objetivo de las cruzadas. Los fantasmas de los que lucharon en ellas deben haber golpeado los muros de Jerusalén, anoche, con Corazón de León a la cabeza».
Susan también tenía motivos para mostrarse satisfecha. «¡Me alegra tanto poder pronunciar Jerusalén y Hebrón! —exclamó—. Me producen una sensación reconfortante ¡después de Przemysl y Brest, o Litovsk! Bueno, ya echamos a los turcos, y Venecia está a salvo y a Lord Lansdowne no hay que tomarlo en serio; no veo motivos para preocuparse».
¡Jerusalén! ¡La bandera de Inglaterra flota sobre ti… la Medialuna ha desaparecido! ¡Qué bien se hubiera sentido Walter con eso!
18 de diciembre de 1917
Ayer hubo elecciones. Al anochecer, mamá, Susan, Gertrude y yo nos reunimos en la sala a esperar; papá se había ido al pueblo. No teníamos forma de escuchar las noticias, porque la tienda de Carter Flagg no está en nuestra línea y cuando tratábamos de llamar, Central siempre respondía que la línea estaba ocupada, cosa que sin duda es cierta, porque de seguro toda la zona estaba intentando comunicarse con la tienda por los mismos motivos que nosotros.
A eso de las diez, Gertrude fue al teléfono y por casualidad captó a alguien del puerto hablando con Carter Flagg. Gertrude escuchó descaradamente y recibió su castigo: el Gobierno de Unión no había «hecho nada» en el Oeste.
Nos miramos, espantadas. Si el gobierno no había podido triunfar en el Oeste, estaba derrotado.
«Canadá se ha deshonrado a ojos del mundo», dijo Gertrude con amargura.
«Si todos fueran como la familia de Mark Crawford esto no hubiera sucedido —se quejó Susan—. Ellos encerraron al tío en el granero esta mañana y no lo dejaron salir hasta que prometió que votaría la Unión. Eso es lo que llamo persuasión eficaz, mi querida señora».
Gertrude y yo no pudimos descansar luego de eso. Caminamos de un lado a otro hasta que las piernas cedieron y tuvimos que sentarnos por la fuerza. Mamá tejía sin parar como un reloj y fingía estar muy tranquila. Nos engañó a todas hasta el día siguiente, cuando la descubrí destejiendo seis centímetros de media. ¡Había tejido mucho más allá del comienzo del talón!
Papá no volvió hasta las doce. Se quedó en el umbral, nos miró y lo miramos. No nos atrevíamos a preguntarle qué noticias traía. Entonces dijo que era Laurier el que no había «hecho nada» en el Oeste y que el Gobierno de Unión había triunfado por mayoría. Gertrude aplaudió. Yo tuve ganas de llorar y reír, los ojos de mamá brillaron como en los viejos tiempos y Susan emitió un chillido.
«Esto sí que no le va a gustar al Káiser», vaticinó.
Nos fuimos a acostar, pero la emoción era tan grande que no pudimos dormir. En realidad, como dijo Susan solemnemente esta mañana:
«Mi querida señora, creo que la política es demasiado agotadora para las mujeres».
31 de diciembre de 1917
Pasó nuestra cuarta Navidad en guerra. Estamos tratando de juntar valor para enfrentar otro año igual. Alemania ha triunfado durante casi todo el verano. Y ahora dicen que tiene las tropas del frente ruso listas para un Gran Avance en la primavera. A veces pienso que no podemos pasar el invierno esperando eso.
Recibí muchas cartas de Europa esta semana. Shirley está en el frente, ahora, y escribe con la misma tranquilidad y objetividad con que escribía sobre el fútbol de Queen’s.
Carl escribió que había estado lloviendo durante semanas y que las noches en las trincheras siempre le recuerdan la vez que tuvo que hacer penitencia en el cementerio por escapar del fantasma de Henry Warren. Las cartas de Carl siempre están llenas de bromas y cosas divertidas. Cuenta que hicieron una gran cacería de ratas la noche antes de escribir la carta —había que traspasarlas con la bayoneta— y él ganó. Tiene una rata amaestrada que lo conoce y duerme en su bolsillo por las noches. Las ratas no le molestan a Carl, no es como a otras personas: siempre se llevó bien con los animalitos. Dice que está estudiando las costumbres de la rata de trincheras y que algún día piensa escribir un tratado sobre el tema que lo hará famoso.
La carta de Ken fue muy corta. Todas sus cartas son bastante cortas, ahora, y no pone con tanta frecuencia esas frasecitas cariñosas que tanto me gustan. A veces pienso que ya se olvidó de la noche en que vino a despedirse… y luego aparece un renglón o una palabra que me hace pensar que la recuerda y que no la olvidará nunca. Por ejemplo, la carta de hoy no tenía nada que no hubiera podido escribir a cualquier chica, salvo que firmó Tu Kenneth, en lugar de «Kenneth», como hace por lo general. Ahora, el cambio, ¿habrá sido intencional o una distracción? Me voy a pasar la mitad de la noche preguntándomelo. Lo ascendieron a capitán, ahora. Me siento feliz y orgullosa… y sin embargo, capitán Ford suena tan lejano y altanero. Ken y el capitán Ford parecen dos personas diferentes. Es posible que esté prácticamente de novia con Ken —la opinión de mamá al respecto es mi apoyo y sostén— ¡pero no con el capitán Ford!
Y Jem es teniente, ahora… se ganó el ascenso en el campo. Me mandó una fotografía con el nuevo uniforme. Se lo veía delgado y viejo… viejo, mi niño-hermano Jem. No puedo olvidar la cara de mamá cuando se la mostré. «¿Ése… es mi pequeño Jem… el bebé de la Casa de los Sueños?», fue lo único que dijo.
Recibí carta de Faith, también. Está trabajando en el Destacamento de Voluntarias en Inglaterra y escribe con alegría y esperanzas.
Creo que se siente casi feliz: vio a Jem en su última licencia y está tan cerca de él que podría ir a verlo si lo hirieran. Eso significa tanto para ella… ¡Ay, ojalá estuviera con Faith! Pero mi trabajo es quedarme aquí en casa. Sé que Walter no hubiera querido que dejase a mamá y trato de «cumplir» con él aun en los detalles de la vida cotidiana. Walter murió por Canadá… yo debo vivir por él. Es lo que me pidió que hiciera.
28 de enero de 1918
«Voy a anclar mi alma atormentada a la flota británica y a preparar unas galletas», dijo Susan hoy a la prima Sophia, que había llegado con un extraño cuento acerca de un nuevo submarino de máxima potencia lanzado por los alemanes. Pero Susan últimamente no está de buen humor, debido a las disposiciones culinarias. Su lealtad al Gobierno de Unión está a prueba. Al principio sobrevivió con gallardía: cuando llegó la orden acerca de la harina, Susan comentó alegremente:
«Estoy demasiado vieja para aprender trucos nuevos, pero voy a aprender a hacer pan de guerra si eso ayuda a derrotar a los hunos».
Pero las siguientes sugerencias iban contra su espíritu. De no haber sido por el decreto de papá, creo que le hubiera hecho pito catalán a Sir Robert Borden.
«¿Cómo quieren que haga una torta sin manteca ni azúcar, mi querida señora? No puede hacerse… es decir, una torta que sea torta, claro está. Por supuesto, uno puede hacer un mazacote, mi querida señora. ¡Y ni siquiera podemos camuflarlo con un poco de cobertura! Pensar que iba a vivir para ver el día en que un gobierno en Ottawa se metería en mi cocina para imponerme racionamiento».
Susan daría hasta la última gota de sangre por su país y su rey, pero renunciar a sus recetas es asunto mucho más grave.
Recibí cartas de Nan y Di, también… es decir, notas. Están demasiado ocupadas para escribir cartas, se acercan los exámenes. Esta primavera se gradúan en Artes. Es evidente que voy a ser la burra de la familia. Pero nunca tuve ganas de ir a la universidad y ahora tampoco me atrae. Creo que no tengo ambiciones. Hay una cosa que realmente quiero ser… y no sé si va a pasar o no. Si no es así, no quiero ser nada. Pero no lo escribiré. Está muy bien pensarlo; pero como diría la prima Sophia, no quedaría elegante escribirlo.
Bueno, sí lo voy a escribir. No me voy a dejar asustar por las convenciones ni por la prima Sophia. ¡Quiero ser la esposa de Kenneth Ford! Ya está. Lo escribí.
Acabo de mirarme en el espejo y no me ruboricé. Creo que no soy una damisela delicada.
Hoy fui a ver a Lunes. Está tieso y reumático, pero sigue allí, esperando el tren. Meneó la cola y me miró a los ojos. «¿Cuándo va a volver Jem?», parecía preguntarme. Ay, Lunes, no hay respuesta a esa pregunta; tampoco para la otra pregunta que todos nos hacemos. ¿Qué va a pasar cuando Alemania vuelva a atacar en el frente occidental, buscando el último golpe hacia la victoria?
1º de marzo de 1918
«¿Qué va a traernos la primavera? —preguntó Gertrude hoy—. Le tengo más miedo que a ninguna otra primavera en mi vida. ¿Creen que dejaremos de tener miedo alguna vez? Hace casi cuatro años que nos acostamos con miedo y nos levantamos con miedo. El miedo fue el convidado de piedra en todas las comidas, el compañero no deseado en todas las reuniones».
«Hindenburg dice que va a llegar a París el primero de abril», suspiró la prima Sophia.
«¡Hindenburg! —No hay poder de pluma ni tinta que pueda expresar el desprecio que infundió Susan al nombre—. ¿Acaso ha olvidado qué día es el primero de abril?».
«Hasta ahora, Hindenburg cumplió siempre», dijo Gertrude con el mismo pesimismo que podría haber empleado la prima Sophia.
«Sí, luchando contra rusos y rumanos —replicó Susan—. Espere a que se encuentre con los ingleses y los franceses, para no mencionar a los yanquis, que van hacia allí a toda velocidad y van a hacerlo bien, estoy segura».
«Dijiste lo mismo antes de Mons, Susan», le recordé.
«Hindenburg dice que sacrificará un millón de vidas para quebrar el frente aliado —prosiguió Gertrude—. A ese precio, tiene que comprar algunos éxitos. ¿Cómo vamos a aguantar aunque pierda al final? Estos últimos dos meses de estar agazapados esperando el golpe me parecieron más largos que todo el resto de la guerra. Ojalá no existieran las tres de la mañana. Es a esa hora que veo a Hindenburg en París y a Alemania triunfante. No me pasa en todo el resto del día; sólo a esa maldita hora».
Susan adoptó una expresión reprobadora al oír el adjetivo de Gertrude, pero no dijo nada.
«Me gustaría que fuera posible tomar una poción mágica y dormir durante los próximos tres meses… luego despertar y ver que Armagedón ha pasado», suspiró mamá casi con impaciencia.
No es frecuente que mamá tenga ese tipo de deseos… o al menos que sienta la necesidad de expresarlo en palabras. Mamá cambió mucho desde aquel terrible día de septiembre cuando nos enteramos de que Walter no regresaría; pero siempre fue valerosa y paciente. Ahora parecería que hasta ella ha llegado al límite de la tolerancia.
Susan se le acercó y le palmeó el hombro.
«No tenga miedo ni pierda la esperanza, mi querida señora —le dijo con suavidad—. Anoche yo también me sentí un poco así; me levanté de la cama, encendí la luz y leí la Biblia. ¿Y cuál cree que fue el primer versículo sobre el que se posaron mis ojos? "Lucharán contra ti, pero no vencerán, porque Yo estoy contigo, dice el Señor, para salvarte". No tengo el don de los sueños, como la señorita Oliver pero supe en ese mismo momento, mi querida señora, que era algo significativo y que Hindenburg no va a entrar en París. Así que no leí más, volví a la cama y no me desperté a las tres ni a ninguna otra hora».
Repito las palabras que leyó Susan una y otra vez para mis adentros. El Señor está con nosotros… como también los espíritus de todos los hombres justos y hasta las legiones y las armas que Alemania está mandando al frente tienen que ceder ante semejante barrera. Así me siento en algunos buenos momentos; pero en otros, como Gertrude, me parece que no puedo seguir aguantando esta calma espantosa y amenazadora, la calma antes de la tormenta.
23 de marzo de 1918
¡Empezó el Armagedón! ¡La última gran lucha! ¿Será así realmente, me pregunto? Ayer fui hasta el correo a buscar la correspondencia. Era un día sombrío, amargo. No había nieve, pero la tierra estaba helada, gris, sin vida, y soplaba un viento cortante. Todo el paisaje del valle estaba feo y triste.
Entonces vi el periódico con los grandes titulares negros. Alemania atacó el 21. Alega haber tomado gran cantidad de armas y prisioneros. El general Haig informa que «prosiguen las cruentas luchas». No me gusta cómo suena esa última expresión.
Ninguna de nosotras puede hacer nada que necesite concentración, así que todas tejemos furiosamente porque eso se puede hacer en forma mecánica. Por lo menos, la terrible espera terminó. Llegó el golpe… ¡pero no van a vencernos!
Ay, ¿qué estará pasando esta noche en el frente occidental mientras escribo estas líneas, sentada aquí en mi habitación con el diario delante de mí? Jims duerme en la cuna y el viento gime contra las ventanas; sobre mi escritorio cuelga el retrato de Walter, que me mira con sus ojos, profundos y hermosos; la Mona Lisa que me regaló la última Navidad que estuvo en casa está a un lado de su retrato y al otro, una copia enmarcada de El Gaitero. Me parece que oigo la voz de Walter recitando ese poemita en el que puso su alma y que por lo tanto, vivirá para siempre, inmortalizando el nombre de Walter en el futuro de nuestra tierra. Siento que mi interior está calmo, sereno, «en casa». Siento a Walter muy cerca… si pudiera correr el fino velo que cuelga entre los dos, lo vería, como él vio al Gaitero la noche antes de Courcelette.
¿Y allí, en Francia, esta noche… resiste la línea?