Un aeroplano sobrevolaba Glen St. Mary, como un enorme pájaro recortado contra el cielo del oeste: un cielo tan claro y de un color tan amarillo que daba la impresión de un espacio de libertad vasto y fresco. El pequeño grupo en el jardín de Ingleside lo contemplaba con ojos fascinados, si bien ese verano no era nada extraordinario ver un avión. Susan siempre se entusiasmaba mucho. ¿Quién sabe si no sería Shirley allí arriba en las nubes, volando a la isla desde Kingsport? Pero Shirley se había ido a Europa, así que ese avión en particular y el piloto no interesaban a Susan. No obstante, levantó la vista con respeto.
—Me pregunto, mi querida señora —dijo con solemnidad— qué pensarían los ancianos sepultados en el cementerio si pudieran levantarse de sus tumbas por un instante y ver este espectáculo. Estoy segura de que mi padre no lo aprobaría, porque no creía en ideas modernas de ninguna clase. Cosechó a mano hasta el día de su muerte. Ni oír hablar de máquinas. Lo que había estado bien para su padre, estaba bien para él, solía decir. Espero que no esté mal decir que pienso que se equivocaba en ese aspecto, pero no sé si llego al punto de dar mi aprobación a los aeroplanos, por más que sean una necesidad militar. Si el Todopoderoso hubiera querido que volásemos, nos habría provisto de alas. No lo hizo, así que es evidente que quería que nos quedásemos en tierra. En fin, mi querida señora, le aseguro que no me van a ver haciendo piruetas por el cielo en un aeroplano.
—Pero no te vas a negar a hacer algunas piruetas en el automóvil nuevo de papá cuando llegue, ¿verdad, Susan? —bromeó Rilla.
—Tampoco pienso poner a prueba a mis viejos huesos en automóviles —replicó Susan—. Pero no los miro con espanto como alguna gente de mente estrecha. Patillas-en-la-Luna dice que habría que echar al gobierno por permitirles andar por la isla. Tengo entendido que le sale espuma por la boca cada vez que ve uno. El otro día vio uno por el camino estrecho que va alrededor de su campo de trigo y Patillas saltó la cerca y se detuvo en la mitad del camino, horquilla en mano. El hombre que venía en la máquina era un agente de alguna clase y Patillas odia a los agentes tanto como a los automóviles. Le dijo que se quedara ahí porque no había lugar para pasar; el pobre hombre no podía pisarlo, tampoco. Patillas-en-la-Luna agitó la horquilla y gritó: «¡Salga de aquí con su máquina diabólica o lo voy a atravesar con la horquilla!». Y aunque no me lo crea, mi querida señora, el agente tuvo que retroceder hasta el camino a Lowbridge casi dos kilómetros, porque Patillas lo seguía blandiendo la horquilla e insultándolo. Ahora bien, mi querida señora, para mí esa conducta no es razonable, pero con esto de los aviones y los automóviles, esta isla ya no es lo que era.
El aeroplano se elevó, descendió en picada y volvió a elevarse, hasta convertirse en un punto sobre las colinas.
—Me pregunto —comentó la señorita Oliver— si la humanidad será más feliz gracias a los aeroplanos. Me da la impresión de que el total de la felicidad humana sigue siendo igual, era tras era, a pesar de que pueda cambiar en distribución y que las «diversas invenciones» no la aumentan ni la disminuyen.
—Al fin y al cabo, «el Reino de los Cielos» está dentro de uno —acotó el señor Meredith contemplando el punto en el cielo que simbolizaba la última victoria del hombre en una lucha antigua como el tiempo—. No de logros materiales ni triunfos.
—A mí los aeroplanos me parecen fascinantes —dijo el doctor—. El sueño de volar siempre fue uno de los sueños preferidos de la humanidad. Y todos los sueños se van haciendo realidad. Depende del esfuerzo. Me gustaría volar en uno.
—Shirley me dijo en una carta que su primer vuelo fue una gran decepción —dijo Rilla—. Esperaba sentir la sensación de elevarse de la tierra como un pájaro y en cambio sintió que la tierra caía debajo de él. Y la primera vez que voló solo se sintió muy extraño. Dice que de pronto le pareció estar flotando en el espacio y le dieron ganas de volver al viejo planeta y a la compañía de otros seres humanos.
El aeroplano desapareció. El doctor echó la cabeza atrás con un suspiro.
—Después de ver perderse en el cielo a uno de esos hombres-pájaro, vuelvo a la Tierra con la sensación de no ser más que un insecto. Ana —dijo, volviéndose hacia su esposa—, ¿te acuerdas de la primera vez que te llevé a dar un paseo en calesín en Avonlea, la noche que fuimos al concierto en Carmody, el primer otoño que enseñabas en Avonlea? Tenía la yegüita negra con la estrella blanca en la frente y un calesín nuevo, y me sentía el hombre más orgulloso del mundo. Supongo que nuestro nieto llevará a la novia a dar un paseo en aeroplano, como si fuera lo más normal del mundo.
—Un aeroplano no puede ser tan lindo como la pequeña Silverspot —dijo Ana—. Una máquina es eso, una máquina y nada más pero Silverspot, vaya, tenía una gran personalidad, Gilbert. Un paseo detrás de ella tenía algo que no podría igualar ni un vuelo entre las nubes del atardecer. No, no envidio a la novia de mi nieto. El señor Meredith tiene razón. «El reino de los Cielos» y del amor y de la felicidad no depende de lo externo.
—Además —observó el doctor, con el rostro serio—, nuestro nieto tendrá que prestar toda su atención al aeroplano y no podrá soltar las riendas para perder su mirada en la de su amada. Y tengo la horrible sospecha de que no se puede comandar un aeroplano con una sola mano. No… —El doctor sacudió la cabeza—. Creo que todavía preferiría a Silverspot, después de todo.
La línea rusa se quebró de nuevo ese verano y Susan declaró con amargura que lo había esperado desde que a Kerensky se le había ocurrido la peregrina idea de casarse.
—Lejos está de mí objetar el sagrado estado matrimonial, mi querida señora, pero pienso que cuando un hombre está a cargo de una revolución, tiene las manos llenas y tiene que posponer el matrimonio hasta un momento mejor. Esta vez los rusos están fritos y no tendría sentido negarlo. ¿Pero escuchó usted la respuesta de Woodrow Wilson a las propuestas papales de paz? Es magnífica. Realmente, ni yo misma hubiera podido expresarlo mejor. Me parece que voy a poder perdonarle todo a Wilson por eso. Conoce el significado de las palabras, de eso no hay duda. Hablando de significados, ¿supo usted la última historia de Patillas-en-la-Luna, mi querida señora? Parece que estaba en la escuela del Camino a Lowbridge el otro día y tuvo la idea de tomar examen de ortografía en cuarto grado. Allí tienen clases en el período de verano, ya sabe, con vacaciones en primavera y otoño, todavía, no son gente moderna. Mi sobrina, Ella Baker, va a esa escuela y fue la que me contó la historia. La maestra no se sentía bien, al parecer tenía una jaqueca horrible y salió a tomar un poco de aire fresco mientras el señor Pryor tomaba examen a la clase. Los niños lo estaban haciendo bien con la ortografía, pero cuando Patillas comenzó a interrogarlos sobre el significado de las palabras, se quedaron en el aire, porque no las habían aprendido. Ella y los otros estudiantes se sintieron muy mal. Adoran a su maestra y parece que el hermano del señor Pryor, Abel Pryor, es apoderado de la escuela y está en contra de ella y hace mucho que está tratando de convencer a los demás apoderados de su punto de vista. Mi sobrina Ella y los demás tenían miedo de que si el cuarto grado no podía decirle a Patillas el significado de las palabras, él pensaría que la maestra no servía y se lo haría saber a Abel y éste aprovecharía la ocasión. Pero el pequeño Sandy Logan salvó la situación. Es del orfanato, pero listo como un zorro y le tomó el tiempo a Patillas de inmediato.
»—¿Qué quiere decir anatomía? —preguntó Patillas.
»—Dolor de estómago —contestó Sandy, rápido como un rayo y sin siquiera parpadear. Patillas-en-la-Luna es un hombre muy ignorante, mi querida señora; ni siquiera él conocía el significado de las palabras.
»—Muy bien, muy bien —dijo. El resto de la clase captó la broma de inmediato, es decir, tres o cuatro de los más avispados lo hicieron, y la siguieron. Jean Blane declaró que «acústica» significaba «discusión religiosa», y Muriel Baker dijo que un «agnóstico» era el que sufría de indigestión; Jim Carter aseguró que «acerbo» era el que no comía otra cosa que vegetales y así siguieron. Patillas se lo creyó todo y siguió diciendo «Muy bien, muy bien», hasta que Ella creyó que se iba a morir por el esfuerzo de no reír. Cuando volvió la maestra, Patillas la felicitó por la excelente comprensión que tenían los niños de la lección y aseguró que pensaba contarles a los apoderados qué joya tenían en la escuela. Era «muy poco habitual», dijo, encontrar un cuarto grado que pudiese responder tan bien cuando se trataba de explicar el significado de las palabras. Y se marchó, encantado. Pero Ella me lo contó como un gran secreto, mi querida señora, así que tenemos que mantenerlo como tal, por la maestra, ¿sabe? Si Patillas fuera a descubrir cómo lo engañaron, ella perdería su puesto en la escuela en un abrir y cerrar de ojos.
Mary Vance caminó hasta Ingleside esa misma tarde para contarles que a Miller Douglas, herido cuando los canadienses tomaron la Colina 70, habían tenido que amputarle una pierna. Todos en Ingleside se solidarizaron con Mary, cuyo patriotismo había tardado en encenderse, pero ahora ardía fuerte y firme como el de los demás.
—Algunas personas me estuvieron haciendo comentarios sarcásticos. Vas a tener un marido con una sola pierna y todo eso. Pero —dijo Mary, elevándose a las alturas— prefiero a Miller con una sola pierna que a cualquier otro hombre con una docena… a menos —añadió, pensativa—, a menos que se tratara de Lloyd George. Bueno, tengo que irme. Pensé que querrían saber lo de Miller así que me vine desde la tienda, pero tengo que volver porque le prometí a Luke MacAllister que lo ayudaría a armar su parva esta tarde. Ahora depende de nosotras, las mujeres, ver que se termine la cosecha. Quedan pocos varones. Tengo mameluco y les diré que no me queda tan mal. La señora Douglas opina que son indecentes y que habría que prohibirlos y hasta la señora Elliott los mira con mala cara. Pero el mundo avanza, y en cualquier caso, si hay algo que me encanta es escandalizar a Kitty Alec.
—A propósito, papá —dijo Rilla—, voy a reemplazar a Jack Flagg en la tienda de su padre durante un mes. Le dije que lo haría si tú no te oponías. Así él va a poder ayudar a los granjeros con la cosecha. No creo que yo sirviese de mucho en el campo, aunque muchas de las chicas son de gran ayuda, pero puedo dejar libre a Jack haciendo su trabajo en la tienda. Jims ya no da trabajo de día, y de noche pienso estar aquí de vuelta.
—¿Crees que te va a gustar pesar azúcar y habas, y vender manteca y huevos? —bromeó el doctor.
—Pienso que no. Pero eso no es lo importante. Es una forma de ayudar un poco.
Así que Rilla trabajó detrás del mostrador del señor Flagg durante un mes y Susan partió hacia los campos de avena de Albert Crawford.
—Todavía soy tan buena como el que más —dijo con orgullo—. No hay hombre que pueda superarme cuando se trata de armar una parva. Cuando me ofrecí para ayudar, Albert se mostró poco convencido. «Tengo miedo de que el trabajo sea mucho para usted», dijo. «Pruébame por un día y verás —le respondí—. Trabajaré como un demonio».
Ninguno de los de Ingleside dijo nada por un instante. El silencio quería significar que aprobaban y admiraban la valentía de Susan. Pero Susan lo interpretó mal y se ruborizó.
—Esta costumbre de hablar mal se me está pegando, mi querida señora —se disculpó—. ¡A mi edad! Es un muy mal ejemplo para las jóvenes. Pienso que tiene que ver con toda esa lectura de diarios. Están llenos de profanidades y no las escriben con asteriscos, como se hacía en mi juventud. Esta guerra nos desmoraliza a todos.
Susan, de pie sobre un cargamento de grano, con el cabello gris despeinado por el viento y la falda trepada hasta las rodillas para poder trabajar más cómoda y segura —nada de mamelucos para Susan, por favor— no era una figura bella ni romántica, pero el espíritu que animaba sus brazos flacos era el mismo que capturó las Colinas de Vimy y mantuvo a las legiones alemanas fuera de Verdún.
No es probable, sin embargo, que esa haya sido la idea que golpeó la mente del señor Pryor cuando pasó por allí una tarde y vio a Susan trabajando con ahínco.
«Qué mujer capaz —reflexionó—. Vale por dos de otras más jóvenes. No está mal para mí, no está mal. Si Milgrave regresa sano y salvo, perderé a Miranda y el servicio doméstico cuesta más caro que una esposa y no es nada confiable. Creo que voy a pensarlo».
Una semana más tarde, la señora Blythe, que volvía del pueblo al caer la tarde, se detuvo en el portón de Ingleside presa de un estupor que la privó temporariamente del poder de movimiento. Un espectáculo extraordinario se desarrollaba frente a sus ojos. Por el costado de la cocina apareció el señor Pryor, corriendo como no había corrido en años, con el terror pintado en cada una de sus facciones: un terror justificable, por cierto, puesto que detrás de él corría Susan como un ángel vengador, blandiendo una enorme olla de hierro. La expresión de sus ojos no auguraba nada bueno para el objeto de su indignación si lograba alcanzarlo. Perseguidora y perseguido atravesaron el jardín. El señor Pryor llegó al portón unos metros delante de Susan, lo abrió y huyó calle abajo, sin dirigir ni una mirada a la anonadada dueña de Ingleside.
—Susan —jadeó Ana.
Susan detuvo su carrera alocada, dejó la olla y agitó el puño en dirección al señor Pryor, que seguía corriendo, sin duda con la idea de que Susan todavía lo perseguía.
—Susan, ¿qué significa esto? —quiso saber Ana, con voz severa.
—Me parece muy bien que lo pregunte, mi querida señora —respondió Susan, furiosa—. Hace años que no me altero de esta forma. Ese… ese… ese pacifista tuvo la audacia de venir aquí y, en mi propia cocina, proponerme matrimonio. ¡A mí! ¡Con él!
Ana ahogó una carcajada.
—¡Pero… Susan! ¿No podías haber buscado una… bueno, una forma menos espectacular de rechazarlo? Piensa en los chismes que se habrían desatado en el pueblo si alguien hubiera visto lo sucedido.
—Mi querida señora, tiene usted razón. No encontré otra forma de hacerlo porque estaba más allá de todo pensamiento racional. Me volví loca, eso es todo. Venga, entre; le cuento lo que pasó.
Susan tomó la olla y se fue a la cocina, temblando de indignación. Dejó la olla sobre la hornalla con un golpe violento.
—Espere un instante a que abra todas las ventanas para ventilar esta cocina, mi querida señora. Listo, así está mejor. Y también tengo que lavarme las manos, porque le estreché la mano a Patillas cuando entró… no es que haya querido hacerlo, pero cuando tendió su mano regordeta y grasosa no supe qué otra cosa hacer. Acababa de terminar la limpieza de la tarde y por fortuna todo estaba impecable.
»Justo en ese momento cayó una sombra en el suelo y al levantar la vista vi a Patillas, de pie en el umbral, muy engalanado, como si acabara de almidonarse. Le estreché la mano, como dije, mi querida señora y le informé que el doctor y usted habían salido. Pero dijo: «En realidad vengo a verla a usted, señorita Baker».
»Lo invité a sentarse para no ser grosera y me quedé allí, mirándolo con todo el desdén posible. Eso pareció perturbarlo un poco, a pesar de su aplomo descarado; pero empezó a mirarme con algo sentimental en esos ojitos porcinos y de pronto tuve la horrible sospecha, mi querida señora, que iba a recibir mi primera propuesta matrimonial. Siempre pensé que me gustaría tener al menos una para rechazarla, cosa de poder mirar a las otras mujeres a los ojos, pero le aseguro que no me va a oír enorgullecerme de ésta, nunca jamás. La considero un insulto y si hubiera podido pensar en alguna forma de evitarla, lo habría hecho. Pero me tomó por sorpresa, mi querida señora y quedé en desventaja. Algunos hombres, tengo entendido, consideran que es preciso hacer un mínimo de corte antes de la proposición, aunque más no sea para dejar en claro sus intenciones; pero Patillas, sin duda creyó que yo lo aceptaría encantada. Bueno, ya está desengañado, sí, mi querida señora, le abrí los ojos. Me pregunto si todavía seguirá corriendo.
—Entiendo que no te sientas halagada, Susan. ¿Pero no podías haberlo rechazado con un poco más de delicadeza que persiguiéndolo por el jardín de esa forma?
—Bueno, quizá sí, mi querida señora, y tenía intención de hacerlo, pero un comentario que hizo me enfureció todavía más. De no haber sido por eso, no lo hubiera corrido con la olla. Le cuento. Patillas se sentó, como le dije; Doc estaba en la silla, a su lado. El animal fingía dormir, pero yo sabía muy bien que no dormía porque hoy fue Hyde todo el día y Hyde nunca duerme. A propósito, mi querida señora, ¿ya notó usted que últimamente ese gato pasa mucho más tiempo como Hyde que como Jekyll? Cuantas más victorias logran los alemanes, más se convierte en Hyde. Que cada uno saque sus propias conclusiones al respecto. Bueno, supongo que Patillas pensó que podría quedar bien conmigo si decía algo lindo del animal. No se imaginó mis verdaderos sentimientos hacia él, así que extendió la mano y lo acarició. «Qué lindo gato», dijo. El lindo gato se le arrojó encima y lo mordió. Después lanzó un aullido aterrador y huyó por la puerta de la cocina. Patillas se quedó mirándolo, azorado. «Qué bicho extraño», comentó. En cuanto a eso estoy de acuerdo con él pero no iba a dejar que lo supiese. Además, ¿quién es él para llamar bicho a nuestro gato? «Puede ser un bicho extraño o no —dije—, pero conoce la diferencia entre un canadiense y un huno». No va a decirme, mi querida señora, que con una insinuación así no tendría que haberle bastado. Pero a él no le traspasó ni la piel. Lo vi arrellanarse cómodamente en la silla, como para conversar un buen rato, y pensé: «Si tiene algo en mente, más vale que me lo diga pronto y termine de una vez, porque tengo mucho que hacer antes de la cena como para perder tiempo flirteando», así que le dije: «Si tiene algo en particular que decirme, señor Pryor, le agradecería que lo mencionara sin pérdida de tiempo, porque estoy muy ocupada esta tarde». Me miró por entre esas patillas rojizas, muy complacido, y contestó: «Usted es una mujer directa y me parece muy bien. No tiene sentido andar por las ramas. Hoy vine aquí para pedirle que se case conmigo». Así que ahí estaba, mi querida señora. Por fin tenía una propuesta matrimonial, después de una espera de sesenta y cuatro años.
»Fulminé con la mirada a ese presumido y repliqué: «No me casaría con usted aunque fuera el último hombre sobre la tierra, Josiah Pryor. Ésa es mi respuesta; puede llevársela de inmediato». Nunca se vio un hombre tan desconcertado, mi querida señora. Quedó tan anonadado que farfulló la verdad: «Pero yo creí que se alegraría de tener la oportunidad de casarse», dijo. Fue entonces, mi querida señora, cuando perdí los estribos. ¿No le parece que tenía una buena excusa, considerando que un huno pacifista me había ofendido de esa forma? «Váyase», rugí y tomé la olla de hierro. Vi que creyó que había perdido la razón y calculo que consideró que una olla de hierro es un arma peligrosa en manos de una lunática. En fin, se marchó a toda velocidad, como pudo usted ver. Y no creo que volvamos a verlo por aquí haciendo propuestas de ninguna clase. No, creo que entendió perfectamente que en Glen St. Mary hay por lo menos una mujer soltera que no tiene ansias de convertirse en la señora Patillas-en-la-Luna.