25. La partida de Shirley

—No, Woodrow, no habrá paz sin victoria —dijo Susan, clavando malévolamente la aguja de tejer a través del nombre del presidente Wilson en la columna del periódico—. Nosotros, los canadienses, vamos a querer paz y victoria. Tú, Woodrow, si lo prefieres, puedes tener la paz sin victoria… —Y Susan se marchó a la cama sin el consuelo de haber ganado la discusión con el Presidente. Pero unos días más tarde, corrió a ver a la señora Blythe presa de una gran excitación.

—Mi querida señora, ¿qué le parece? Acaba de llegar un mensaje telefónico de Charlottetown diciendo que Woodrow Wilson mandó al diablo al embajador alemán, por fin. Me dicen que eso significa guerra. Así que empiezo a pensar que Woodrow tiene el corazón bien puesto después de todo, aunque tenga la cabeza en cualquier parte y voy a conseguir un poco de azúcar para celebrar la ocasión con torta de chocolate, a pesar de los chillidos de la Junta Alimentaria. Estaba segura de que ese asunto de los submarinos provocaría una crisis. Se lo dije a la prima Sophia cuando vaticinó que era el comienzo del fin para los aliados.

—Que el doctor no se entere de la torta, Susan —le recomendó Ana con una sonrisa—. Ya sabes que sus reglas son muy estrictas en lo que respecta a la economía que pidió el gobierno.

—Sí, mi querida señora, y me parece bien que un hombre sea amo en su propia casa, que cuente con la obediencia de sus mujeres. Me satisface poder decir que me estoy volviendo bastante eficiente en esto de economizar, pero se puede ser un poco atrevido, de vez en cuando, por lo menos en secreto. Shirley me estuvo pidiendo la torta, marca Susan, la llama, y el otro día le dije que en cuanto hubiera una victoria para celebrar, le haría una. Esta noticia es equivalente a una victoria y si el doctor no lo sabe, no se va a preocupar. Asumo toda la responsabilidad, mi querida señora, así que no preocupe a su conciencia.

Susan mimaba espantosamente a Shirley ese invierno. El chico volvía de Queen’s todos los fines de semana y Susan le tenía listos sus platos preferidos, siempre y cuando pudiera evadir o convencer al doctor, y lo atendía como una esclava. Si bien hablaba de la guerra con todos los demás, jamás tocaba el tema con Shirley ni delante de él; pero lo observaba como un gato a un ratón y cuando comenzó la retirada alemana de Bapaume, la emoción de Susan no fue sólo por la buena noticia: sin duda se acercaba el fin… sin duda llegaría ahora, antes de que pudiera partir un muchacho más.

—Las cosas se nos están dando, por fin —informó triunfal a la prima Sophia—. Los Estados Unidos declararon la guerra por fin y yo siempre dije que lo harían a pesar de la debilidad de Woodrow por la correspondencia y vas a ver que vienen con todas las energías, como tengo entendido que hacen cuando se deciden a entrar en movimiento. Y tenemos a los alemanes en retirada, también.

—Estados Unidos tiene buenas intenciones —se quejó la prima Sophia—, pero ni toda la energía del mundo puede ponerlos en la línea de batalla esta primavera y los aliados estarán vencidos antes de eso. Los alemanes los están engañando. Ese tal Simonds dice que la retirada pone a los aliados en un agujero.

—Ese tal Simonds ha dicho más de lo que tendría que haber hablado en toda su vida —replicó Susan—. Su opinión no me preocupa, mientras Lloyd George sea Primer Ministro británico. George no va a dejarse engañar, dalo por seguro. Para mí, las cosas tienen buen aspecto. Estados Unidos entró en la guerra, recuperamos Kut y Bagdad, y no me sorprendería ver a los aliados en Berlín antes de junio… y a los rusos también, ahora que se sacaron de encima al Zar. Ése fue un buen trabajo, en mi opinión.

—El tiempo lo dirá —respondió la prima Sophia, que se hubiera sentido indignada si alguien le hubiera dicho que prefería ver a Susan avergonzada como adivina que ver la caída de una tiranía, o aun la marcha de los aliados por Unter den Linden. Pero claro, los sufrimientos de los rusos eran desconocidos para la prima Sophia, y en cambio, esa Susan, siempre irritante y optimista, era una espina siempre presente en su costado.

En ese preciso momento, Shirley estaba sentado sobre el extremo de la mesa de la sala, balanceando las piernas en el aire: un muchacho moreno, fornido, saludable de la cabeza a los pies.

—Mamá y papá —dijo con tranquilidad—: el lunes pasado cumplí dieciocho años. ¿No creen que es hora de que me enrole?

La pálida madre fijó su mirada en él.

—Dos de mis hijos se han ido y uno no va a volver nunca. ¿También tengo que entregarte a ti, Shirley?

La protesta antigua como el tiempo: «José no está y Simeón no está; y te llevarás a Benjamín». ¡Cómo repetían las madres de la Gran Guerra el lamento del viejo Patriarca, ese lamento que tenía tantos siglos antes!

—¿No querrías que fuera un cobarde, verdad, mamá? Puedo entrar en la aviación. ¿Qué dices, papá?

Las manos del doctor temblaron mientras preparaba la mezcla de polvos para el reumatismo de Abbie Flagg. Había sabido que llegaría ese momento, pero no estaba del todo preparado para él. Contestó muy despacio:

—No voy a tratar de impedir que hagas lo que crees que es tu deber. Pero no vas a ir a menos que tu madre te dé su aprobación.

Shirley no dijo nada más. No era un joven de muchas palabras. Ana no abrió la boca tampoco. Pensaba en la tumba de la pequeña Joyce en el viejo cementerio del puerto; la pequeña Joyce que, si hubiera vivido, ahora sería mujer; en la cruz blanca en Francia y en los espléndidos ojos grises del chiquillo qué había aprendido sus primeras lecciones de deber y lealtad sobre sus rodillas… en Jem, en las terribles trincheras, en Nan, Di y Rilla, esperando… esperando… esperando, mientras pasaban los años dorados de la juventud. Se preguntó si podría soportar más. Creía que no; sin duda había entregado suficiente. Y sin embargo, esa noche le dijo a Shirley que podía ir.

No se lo contaron a Susan enseguida. Ella no se enteró hasta que unos días más tarde, Shirley se presentó en la cocina con el uniforme de aviador. Susan no hizo la mitad del aspaviento que había hecho cuando partieron Jem y Walter. Dijo con voz pétrea:

—Así que te llevan, también.

—¿Llevarme? No. Yo me voy, Susan. Tengo que hacerlo.

Susan se sentó junto a la mesa, entrelazó las manos viejas y llenas de nudos que se habían vuelto ásperas y torcidas de trabajar para los niños de Ingleside y dijo:

—Sí, tienes que ir, es cierto. Antes no entendía por qué tenían que ser así las cosas, pero ahora sí.

—Eres de primera, Susan —respondió Shirley. Era un alivio para él que Susan lo tomara con tanta tranquilidad. Como todo muchacho, le tenía horror a las «escenas». Salió silbando alegremente. Media hora más tarde, cuando la pálida Ana Blythe entró en la cocina, Susan seguía en la misma posición.

—Mi querida señora —dijo Susan haciendo una confesión que en un tiempo jamás habría salido de sus labios—. Me siento muy vieja. Jem y Walter eran suyos, pero Shirley es mío. Y no soporto la idea de él volando, de la máquina estrellándose, de la vida escapándose de su cuerpo, el cuerpito que yo cuidé y mimé cuando era un diminuto bebé.

—Susan… basta —exclamó Ana.

—Ay, mi querida señora, perdóneme. No tendría que haber dicho una cosa así en voz alta. A veces me olvido de que tomé la decisión de ser una heroína. Esto… esto me altera un poco. Pero no se va a repetir. Por lo menos —prosiguió la pobre Susan, forzando una sonrisa—, por lo menos volar es un asunto limpio. No se ensuciará tanto como en las trincheras y eso es bueno, porque siempre fue un chico limpio y prolijo.

Y así partió Shirley: no con aire radiante, como hacia una gran aventura, como Jem, y tampoco envuelto en una llama blanca de sacrificio, como Walter, sino sereno, eficiente, como quien afronta el hecho de tener que llevar a cabo algo sucio y desagradable. Besó a Susan por primera vez desde que tenía cinco años y dijo:

—Adiós, Susan… mamá Susan.

—Mi nenito moreno… mi nenito moreno —murmuró Susan.

«Me pregunto —pensó con amargura, al contemplar el rostro triste del doctor—, si recordará la paliza que le dio una vez cuando era pequeño. Por suerte no tengo nada parecido en mi conciencia».

El doctor no pensaba en la vieja medida de disciplina. Pero antes de ponerse el sombrero para salir a hacer la ronda de visitas, se detuvo en la gran sala silenciosa que una vez había estado llena de risas infantiles.

—Nuestro último hijo… nuestro último hijo —dijo en voz alta—. Un muchacho bueno, fuerte, sensato. Siempre me hizo acordar a mi padre. Supongo que debería sentirme orgulloso de que haya querido ir… así fue como me sentí cuando Jem partió… y con Walter… pero la casa queda tan vacía.

«He estado pensando, doctor —le había dicho el viejo Sandy de Upper Glen esa tarde—, que dentro de poco esa casa suya le parecerá demasiado grande».

Las palabras del viejo Sandy le parecieron muy adecuadas. Ingleside parecía muy grande y vacía esa noche. Y sin embargo, Shirley había estado lejos todo el invierno excepto los fines de semana y siempre había sido un muchacho callado. ¿Sería porque era el último en marcharse que la partida dejaba un vacío tan grande, que las habitaciones parecían tristes y vacías, que hasta los árboles del jardín parecían consolarse mutuamente con caricias de ramas en flor por la pérdida del último de los niños que había jugado debajo de ellos en la infancia?

Susan trabajó mucho todo el día y se quedó hasta muy tarde. Cuando dio cuerda al reloj de la cocina y sacó al doctor Jekyll sin demasiada suavidad, permaneció un instante en el umbral, mirando el valle bañado por la luz de una luna joven. Pero no veía las colinas familiares ni el puerto. Miraba hacia el campo de aviación de Kingsport, donde estaría Shirley esa noche.

«Me llamó mamá Susan —pensaba—. Bueno, ahora todos nuestros hombres están allá… Jem y Walter, Shirley, Jerry y Carl. Y no hubo que obligar a ninguno. Así que tenemos motivos para enorgullecernos. Pero el orgullo —suspiró con amargura—, el orgullo no sirve como compañía, por cierto».

La Luna se hundió en una nube negra hacia el oeste, el valle desapareció en sombras… y a miles de kilómetros, los muchachos canadienses de uniforme —los vivos y los muertos— tomaron posesión de las Colinas de Vimy.

Las Colinas de Vimy es un nombre escrito en rojo y dorado en los anales canadienses de la Gran Guerra. «Los británicos no pudieron tomarlas, los franceses tampoco —dijo un prisionero alemán a sus captores—, pero ustedes los canadienses son tan tontos que no se dan cuenta cuando un lugar no puede ser tomado».

De modo que los «tontos» lo tomaron… y pagaron el precio.

Jerry Meredith quedó herido de gravedad; un disparo en la espalda, decía el telegrama.

—Pobre Nan —suspiró la señora Blythe cuando llegaron las noticias. Pensó en su adolescencia feliz en Tejas Verdes. No, no había habido tragedias como ésta. ¡Cómo tenían que sufrir las muchachas de hoy! Cuando Nan volvió a casa desde Redmond dos semanas después, su rostro delataba lo que habían sido esas semanas para ella. John Meredith también parecía haber envejecido de pronto. Faith no volvió; cruzaba el Atlántico como VAD. Di había tratado de obtener permiso de su padre para partir, pero éste le había dicho que por la salud de su madre, no podía otorgárselo. Así que Di, después de una breve visita, regresó a su trabajo para la Cruz Roja de Kingsport.

Las flores de la primavera brotaban en los escondrijos secretos del Valle del Arco Iris. Rilla las esperaba. Jem le había llevado una vez a su madre las primeras en florecer; cuando Jem se marchó, Walter las recogió y se las llevó; la última primavera, Shirley se las había buscado; ahora, pensó Rilla, le tocaba a ella reemplazar a los muchachos. Pero antes de que hubiera podido descubrirlas, Bruce Meredith apareció en Ingleside un atardecer con las manos llenas de flores rosadas. Subió los escalones de la galería y las depositó sobre el regazo de la señora Blythe.

—Como Shirley no está aquí para traérselas… —explicó con su graciosa timidez.

—Entonces te acordaste tú, tesoro —dijo Ana, al borde de las lágrimas, contemplando al fornido chiquillo de cejas negras, de pie ante ella con las manos en los bolsillos.

—Hoy le escribí a Jem y le dije que no se preocupara porque usted recibiría las flores —dijo Bruce, muy serio—, le dije que yo me encargaría de eso. Y le dije que muy pronto cumpliría diez, así que no falta tanto para que tenga dieciocho, y entonces voy a poder ir a ayudarlo a pelear. O tal vez hasta quieran dejarlo venir a casa a descansar un poco mientras yo lo reemplazo. También le escribí a Jerry. Está mejor, ¿sabe?

—¿De veras? ¿Tuvieron buenas noticias de él?

—Sí. Hoy mamá recibió una carta y dice que está fuera de peligro.

—Ay, gracias a Dios —susurró la señora Blythe. Bruce la miró con curiosidad.

—Lo mismo dijo papá cuando mamá se lo contó. Pero cuando yo lo dije el otro día cuando vi que el perro del señor Mead no había lastimado a mi gatito, me pareció que lo había matado de tanto sacudirlo, ¿sabe?, papá se puso muy, muy serio y dijo que jamás debía volver a decir eso sobre un gatito. Pero no entiendo por qué, señora Blythe. Yo estaba tan contento, tan contento y tuvo que ser Dios el que salvó a Stripey, porque ese perro tenía mandíbulas enormes y… ¡ay, cómo lo sacudía, pobre Stripey! ¿Por qué no podía agradecérselo, entonces? Claro —añadió Bruce, recordando—, quizá lo dije demasiado fuerte, porque estaba muy contento cuando vi que Stripey no había muerto. Casi lo grité, señora Blythe. Quizá si lo hubiera dicho medio en un susurro, como usted y papá, no habría habido problemas. ¿Sabe, señora Blythe… —Bruce bajó la voz a un susurro y se acercó a Ana— lo que me gustaría hacerle al Káiser si pudiera?

—¿Qué te gustaría hacerle, chiquito?

—Hoy en la escuela, Norman Reese dijo que le gustaría atar al Káiser a un árbol y soltar perros furiosos para que lo asustaran —relató Bruce con solemnidad—. Y Emily Flagg dijo que le gustaría ponerlo en una jaula y pincharlo con agujas. Y todos dijeron cosas por el estilo. Pero señora Blythe… —Bruce sacó una manita cuadrada del bolsillo y la apoyó con vehemencia sobre las rodillas de Ana— a mí me gustaría convertir al Káiser en un buen hombre, en un muy buen hombre, de pronto, si pudiera. Eso es lo que haría. ¿No cree, señora Blythe, que ése sería el más peor castigo de todos?

—Niño bendito —acotó Susan—. ¿Cómo crees que eso sería un castigo para ese perverso demonio?

—¿No entiende? —insistió Bruce, mirando fijamente a Susan con sus ojos azules, casi negros—. Si se convirtiera en un buen hombre, comprendería las terribles cosas que ha hecho y se sentiría tan mal por eso que sería más infeliz de lo que podría ser de cualquier otra forma. Sufriría, se sentiría muy pero muy mal… y seguiría sintiéndose así para siempre… Sí. —Bruce apretó los puños y asintió—. Sí, lo convertiría en un buen hombre: es lo que se merece.